lunes, 29 de abril de 2013

Historia, Economía y Política





Por Carl Schmitt


El punto de vista para comprender la historia económica de las culturas superiores no debe buscarse en el terreno mismo de la economía. El pensamiento y la acción económicos son un aspecto de la vida, aspecto que recibe una falsa luz, si se le considera como una especie substantiva de la vida. Y mucho menos podrá encontrarse dicho punto de vista en el terreno de la economía mundial de hoy, que desde hace ciento cincuenta años ha tomado un vuelo fantástico, peligroso y al postre casi desesperado, vuelo que es exclusivamente occidental y dinámico y en modo alguno universal humano.

Lo que hoy llamamos economía nacional (economía política) está asentado sobre supuestos específicamente ingleses, La industria maquinista, desconocida de todas las demás culturas, ocupa su centro, como si esto fuera evidente, y domina por completo la conceptuación y la deducción de llamadas leyes, sin que los economistas se den cuenta de ello. El crédito, en la figura especial que resulta de la relación inglesa entre el comercio mundial y la industria de exportación, en un país sin aldeanos, sirve de base para definir las palabras capital, valor, precio, fortuna, las cuales son, sin más ni más, aplicadas a otros estadios de cultura y a otros círculos de vida. La insularidad de Inglaterra ha determinado en todas las teorías económicas la concepción de la política y de su relación con la economía. Los creadores de la visión económica fueron David Hume y Adam Smith. Todo lo que después se ha escrito por encima de ellos y contra ellos supone siempre inconscientemente la disposición critica y el método de sus sistemas. Y esto vale para Carey y List, como para Fourier y Lassalle. Y por lo que se refiere a Marx, el gran enemigo de Adam Smith, ¿qué importa que se proteste contra el capitalismo, si se está de lleno en el mundo de las representaciones del capitalismo inglés? Es reconocerlo implícitamente y el intento se limita a cambiar el orden de las cuentas para que los objetos de éstas reciban el provecho de sujetos.

Desde Smith hasta Marx todos han practicado el análisis del pensamiento económico de una sola cultura y en un solo período de su desarrollo. Es un análisis totalmente racionalista y parte, por lo tanto, de la materia y sus condiciones, de las necesidades y de los estímulos, en vez de partir del alma de las generaciones, clases, pueblos y de su fuerza morfogenética. Considera al hombre como un elemento más de la situación e ignora la gran personalidad y la voluntad histórica de individuos y grupos enteros, que en los hechos económicos ven medios y no fines. Considera la vida económica como algo que puede explicarse sin residuo, por causas y efectos visibles, algo que está dispuesto mecánicamente y encerrado en sí mismo, manteniendo cierta relación causal con los círculos de la política y de la religión—que también son pensados en si mismos—. Esta manera de consideración es sistemática, no histórica; por eso cree en la validez intemporal de sus conceptos y reglas y tiene la ambición de establecer la única regla justa de «la» economía. Por eso dondequiera que sus verdades han entrado en contacto con los hechos han tenido que sufrir un perfecto fracaso, como ha sucedido igualmente con las profecías sobre el estallido de la guerra por teóricos burgueses y con la institución de la Rusia soviética por los teóricos proletarios.

No existe, pues, economía, si por economía se entiende una morfología del aspecto económico de la vida, esto es, de la vida de las grandes culturas con su evolución de cierto estilo económico, evolución homogénea en sus períodos, en su tiempo y en su duración. La economía, en efecto, no posee sistema, sino fisonomía. Para descubrir el secreto de su forma interior, de su alma, hace falta tacto fisiognómico. Para tener éxito en ella hay que ser conocedor, como se es entendido en hombres o entendido en caballos; no se necesita «saber», como tampoco el jinete necesita saber zoología. Pero ese conocimiento del conocedor o entendido puede ser estimulado en el caso de la economía por una visión lanzada sobre la historia. La mirada histórica puede rastrear impulsos raciales obscuros que actúan en los seres económicos para dar a la actuación exterior—a la «materia» económica—una figura que corresponda simbólicamente a la propia forma interior. Toda vida económica es la expresión de una vida psíquica.

Es ésta una concepción nueva, una concepción alemana de la economía, que está situada allende el capitalismo y el socialismo. Estos dos sistemas, nacidos de la inteligencia sobria, burguesa, del siglo XVIII, no querían ser otra cosa que análisis material—y sobre éste una construcción—de la superficie económica. Lo que hasta ahora se ha enseñado es mera preparación. El pensamiento económico, como el jurídico, aguarda todavía su desenvolvimiento propiamente dicho [289], que hoy, como en la época helenístico-romana, no puede iniciarse hasta que el arte y la filosofía hayan ingresado definitivamente en el pretérito.

La economía y la política son aspectos de la existencia una, viviente y fluyente; no, pues, de la conciencia vigilante, no del espíritu. En la economía, como en la política, se manifiesta el ritmo de las oleadas cósmicas que están presas en la sucesión generadora de los seres individuales. Ni la economía, ni la política tienen historia, sino que ellas mismas son historia. Rige en ellas el tiempo irreversible, el cuándo. Ambas pertenecen a la raza y no al idioma, con sus tensiones espaciales y causales, como la religión y la ciencia. Ambas se rigen por los hechos, no por las verdades. Existen sinos políticos y económicos, así como, en todas las doctrinas religiosas y científicas, existe un nexo intemporal de causa y efecto.

La vida tiene, pues, una manera política y una manera económica de estar «en forma» para la historia. Esas dos maneras, la política y la económica, podrán superponerse, o apoyarse una en otra, o combatirse una a otra; pero la política es siempre absolutamente la primera. La vida quiere conservarse e imponerse, o, mejor dicho, quiere hacerse más fuerte para imponerse, «En forma» económica se encuentran los torrentes de existencia para sí mismos; pero «en forma» política se encuentran para su relación con los demás. Lo mismo sucede en la más sencilla planta monocelular que en los enjambres y pueblos de los seres más libres y móviles en el espacio. ¡Alimentarse y combatirse! La diferencia de rango entre ambos aspectos vitales se reconoce fácilmente en su relación con la muerte. No hay contradicción más honda que la que media entre la muerte de inanición y la muerte heroica. Económicamente la vida es amenazada, indignificada, rebajada por el hambre—en el sentido más amplio de la palabra—-; a esto mismo se refiere la imposibilidad de desenvolver plenamente las fuerzas, la estrechez del espacio vital, la obscuridad, la presión, no sólo el peligro inmediato. Pueblos enteros hay que han perdido la energía racial, por la mezquindad de su vida. En estos casos el hombre muere de algo, no por algo. La política sacrifica los hombres a un fin; caen los hombres por una idea. Pero la economía los hace periclitar. La guerra es la creadora, el hambre es la aniquiladora de todas las grandes cosas. En la guerra la vida es realzada por la muerte, a veces hasta llegar a esa fuerza invencible que por si sola es ya la victoria. El hambre provoca esa especie de miedo vital, índole fea, ordinaria e inmetafísica en que el mundo de las formas superiores de una cultura se sumerge, para dar comienzo a la desnuda lucha por la existencia entre bestias humanas.

Ya hemos hablado del doble sentido que hay en toca historia y hemos visto cómo se revela en la oposición entre el varón y la mujer. Existe una historia privada que representa la «vida en el espacio» como sucesión de las generaciones, y existe una historia pública que la defiende y asegura mediante el «estar en forma» política. Estos dos aspectos—el huso y la espada—de la existencia hallan su expresión en las ideas de la familia y del Estado; pero también en la figura primordial de la casa, en donde los buenos espíritus del lecho conyugal—el Genio y la Juno de los domicilios romanos—son protegidos por la puerta, por Jano. Pues bien: junto a la historia privada de la generación camina la historia económica. Su fuerza es inseparable de la duración asignada a una vida floreciente; la alimentación va estrechamente unida al misterio de la generación y de la concepción. Este nexo aparece en toda su pureza en la existencia de las fuertes estirpes aldeanas, que radican sanas y fecundas en el seno de la tierra. Y así como en la imagen del cuerpo el órgano sexual está enlazado con el de la circulación de la sangre, así el hogar sagrado, Vesta, constituye en el otro sentido el centro de la casa.

Precisamente, por eso la historia económica significa algo muy distinto de la historia política. En ésta ocupan el primer plano los grandes sinos singulares, que aunque se realizan en las formas necesarias de la época, son, sin embargo, cada uno por si estrictamente personales. En aquélla, como en la historia de la familia, tratase del curso evolutivo que sigue el idioma de las formas, y lo singular y personal constituye el sino privado, poco importante. Sólo la forma fundamental de millares de casos entra en consideración. Pero la economía no es, sin embargo, más que la base de toda vida significativa. No es lo importante, propiamente, el estar bien nutrido, bien dispuesto y capaz de fecundación, como individuo o como pueblo, sino el para qué de esa buena disposición. Cuanto más alto se encumbra el hombre en la historia, tanto más excede su voluntad política y religiosa en intimidad de simbolismo y en poder de expresión a todas las formas y profundidades que pueda poseer la vida económica. Sólo cuando, al despuntar la civilización, se inicia el reflujo de todas las formas, sólo entonces es cuando los contornos del mero vivir aparecen desnudos e imperiosos. Esta es la época en que la mezquina frase del «hambre y el amor», como fuerzas impulsivas de la existencia, cesa de ser un dicho desvergonzado; esta es la época en que el sentido de la vida ya no es el ser más fuerte, sino la felicidad del mayor número, la bienandanza y la comodidad, «panem et circenses», y en lugar de la gran política aparece la política económica como un fin en sí.

La Decisión sobre la Guerra y el Enemigo





Por Carl Schmitt


Al Estado, en su calidad de unidad política esencial, le corresponde el jus belli; es decir: la posibilidad real, de determinar, y dado el caso de combatir, a un enemigo en virtud de una decisión autónoma. Los medios técnicos con los cuales se libra el combate, la organización vigente de las fuerzas armadas, la magnitud de las chances de ganar la guerra, todo ello es irrelevante aquí siempre y cuando el pueblo políticamente unido esté dispuesto a combatir por su existencia y por su independencia, siendo que por decisión autónoma ha determinado en qué consiste esa independencia y esa libertad. La tendencia del desarrollo tecnológico militar aparentemente apunta a que, quizás, ya quedan sólo pocos Estados cuyo poderío industrial les permite librar una guerra con chances de éxito, mientras que Estados más pequeños y más débiles, ya sea de modo voluntario o forzado, renuncian al jus belli cuando no consiguen resguardar su independencia mediante una correcta política de alianzas. Esta evolución no demuestra que la guerra, el Estado y la política han cesado de existir. Cada uno de los innumerables cambios y trastornos de la Historia y de la evolución de la humanidad ha producido nuevas formas y nuevas dimensiones del aglutinamiento político, destruyendo anteriores arquitecturas políticas, produciendo guerras externas y guerras civiles, aumentando o disminuyendo el número de las unidades políticas organizadas.

El Estado como unidad política determinante ha concentrado en si mismo una atribución enorme: la de la posibilidad de librar una guerra y, con ello, la de disponer sobre la vida de los seres humanos. Y esto es así porque el jus belli contiene un atributo semejante: significa la doble posibilidad de exigir de los miembros del pueblo propio el estar dispuestos a matar y a morir, con el objeto de matar a las personas ubicadas del lado del enemigo. Sin embargo, la tarea de un Estado normal consiste en lograr, por sobre todo, una pacificación completa dentro del Estado y su territorio; construir "la tranquilidad, la seguridad y el orden" para crear con ello la situación normal que es condición para que las normas jurídicas puedan imperar en absoluto desde el momento en que toda norma presupone una situación normal y ninguna norma puede ser válida en una situación que la desafía de modo completamente anormal.

Esta necesidad de lograr la pacificación intra-estatal conduce, en situaciones críticas, a que el Estado como unidad política en si, mientras existe, pueda también determinar al "enemigo interno". Es por ello que en todos los Estados, bajo alguna forma, existe lo que el Derecho Público de las repúblicas griegas conoció como declaración de polemios y el Derecho Público romano como declaración de hostis; es decir: formas de repudio, ostracismo, exclusión, colocación hors-la-loi — en síntesis, alguna forma de declarar un enemigo interno, ya sea con medidas más severas o más benignas; vigentes ipso facto o establecidas de modo jurídico mediante leyes especiales; ya sea manifiestas o encubiertas en descripciones genéricas. Éste es — de acuerdo al comportamiento de quien ha sido declarado enemigo del Estado — el signo distintivo de la guerra civil; vale decir: de la desintegración del Estado como unidad política organizada, internamente pacificada, encerrada en si misma en cuanto a lo territorial e impenetrable para extraños. Mediante la guerra civil es que, luego, se decidirá el destino que correrá esta unidad. Para un Estado de Derecho Constitucional burgués esto no es menos válido — y hasta por el contrario, quizás sea aún más naturalmente válido — que para cualquier otro Estado. Porque, como lo expresa Lorenz von Stein, en un "Estado Constitucional" la Constitución es "la expresión del orden social y de la existencia de la propia sociedad constituida por los ciudadanos de un Estado. En el momento en que es agredida, el combate forzosamente tiene que decidirse por fuera de la Constitución y del Derecho, es decir: por medio del poder de las armas".

Una comunidad religiosa, una Iglesia, puede exigir de su miembro que muera por su fe y que soporte el martirio, pero solamente en beneficio de la salvación de su propia alma; no en beneficio de la comunidad eclesiástica establecida como estructura de poder terrenal. De otro modo se convierte en una magnitud política; sus guerras sagradas y sus cruzadas son acciones que descansan sobre una decisión de declarar enemigos, al igual que las demás guerras. En una sociedad determinada económicamente cuyo órden — esto es: cuyo funcionamiento previsible dentro de un ámbito de categorías económicas — se desarrolla normalmente, bajo ningún punto de vista puede exigirse que algún miembro de la sociedad sacrifique su vida en aras de un funcionamiento sin sobresaltos. Fundamentar con argumentos utilitarios una exigencia semejante sería, justamente, contradecir los principios individualistas de un orden económico liberal; algo que jamás podría justificarse partiendo de las normas o ideales de una economía pensada para ser autónoma. El individuo aislado es libre de morir por lo que quiera; esto constituye, como todo lo esencial en una sociedad liberal-individualista, una "cuestión absolutamente privada" — es decir: materia de una decisión libre, no controlada, que no es de incumbencia de nadie aparte de la persona que por sí misma toma la decisión.

La sociedad que funciona sobre bases económicas tiene medios de sobra para quitar de su circuito al que sucumbió en la lucha competitiva, al que no tuvo éxito y aún al "molesto". Puede volverlo inofensivo de una manera no-violenta, "pacífica"; o bien y dicho en forma concreta: puede dejarlo morir de hambre si no se subordina voluntariamente. A una sociedad puramente cultural o civilizatoria seguramente no le faltarán "indicaciones sociales" para librarse de amenazas indeseadas o de desarrollos indeseados. Pero ningún programa, ningún ideal, ninguna norma y ninguna finalidad otorgan un derecho a disponer sobre la vida física de otras personas. Exigir seriamente de los seres humanos que maten a seres humanos y que estén dispuestos a morir para que el comercio y la industria de los sobrevivientes florezca, o para que la capacidad de consumo de los nietos aumente, constituye algo tenebroso y demencial. Anatematizar la guerra calificándola de homicidio y luego exigir de las personas que libren una guerra, y que maten y se dejen matar en esa guerra, para que "nunca más haya guerras", constituye una estafa manifiesta. La guerra, la disposición a morir de los combatientes, el dar muerte físicamente a seres humanos que están del lado del enemigo, todo eso no tiene ningún sentido normativo y sólo tiene un sentido existencial. Específicamente: sólo tiene sentido en la realidad de una situación de combate real contra un enemigo real; no en algún ideal, programa o normativa cualquiera. No existe ningún objetivo racional, ninguna norma por más justa que sea, ningún programa por más ejemplar que sea, ningún ideal social por más hermoso que sea, ninguna legitimidad o legalidad, que pueda justificar que por su causa los seres humanos se maten los unos a los otros. Cuando semejante destrucción física de vidas humanas no ocurre a partir de una auténtica afirmación de la propia forma existencial frente a una negación igual de auténtica de esta forma existencial, sucede que simplemente no puede ser justificada. Tampoco con normas éticas o jurídicas se puede fundamentar una guerra. Si existen realmente enemigos, en el sentido auténtico y esencial con el que aquí los hemos entendido, entonces tiene sentido — pero sólo sentido político — repelerlos físicamente y combatir con ellos si es necesario.

Que la justicia no pertenece al concepto de la guerra ya es de dominio público desde Grotius. [34] Las construcciones intelectuales que exigen una guerra justa sirven, por lo común, a un objetivo político. Exigir de un pueblo políticamente unido que libre guerras sólo por motivos justos es, en realidad, o bien algo obvio si significa que la guerra sólo debe librarse contra un enemigo real, o bien detrás de ello se esconde el intento político de transferir a otras manos la disposición del jus belli y encontrar normas jurídicas sobre cuyo contenido y aplicación puntual ya no decidirá el Estado mismo sino algún otro tercero, el que de esta manera decidirá quién es el enemigo. Mientras un pueblo exista en la esfera de lo político, deberá determinar por si mismo la diferenciación de amigos y enemigos, aunque sea tan sólo en el más extremo de los casos y aún así debiendo decidir, también, si este caso extremo se ha dado — o no. En ello reside la esencia de su existencia política. Si ya no tiene la capacidad o la voluntad para establecer esta diferenciación, cesará de existir políticamente. Si permite que un extraño le imponga quién es su enemigo y contra quién le está — o no — permitido luchar, ya no será un pueblo políticamente libre y quedará incluido en, o subordinado a, otro sistema político. Una guerra no adquiere su sentido por ser librada en virtud de ideales o normas jurídicas sino por ser librada contra un enemigo real. Todas las imprecisiones de la categoría amigo-enemigo se explican por el hecho de que se las confunde con toda clase de abstracciones o normas.

Un pueblo políticamente existente no puede, pues, dado el caso y por medio de una decisión propia y a propio riesgo, renunciar a diferenciar amigos de enemigos. Podrá declarar solemnemente que condena la guerra como método de resolución de conflictos internacionales y que renuncia a emplearla como "herramienta de política nacional".

Eliminando esta diferenciación se elimina la vida política en absoluto. De ningún modo está librado a la discreción de un pueblo con existencia política el eludir esta dramática diferenciación mediante proclamaciones conjuratorias. Si una parte del pueblo declara no conocer enemigos, depende de la situación, pero es posible que se haya puesto del lado de los enemigos para ayudarlos. Sin embargo, con ello no se habrá eliminado la diferenciación entre amigos y enemigos. Si los ciudadanos de un Estado afirman de si mismos que, personalmente, no tienen enemigos, el hecho no tiene nada que ver con esta cuestión ya que una persona privada no tiene enemigos políticos. Lo máximo que un ciudadano puede llegar a querer decir con una declaración como ésa es que desea excluirse de la totalidad política — a la que por su existencia pertenece — para vivir exclusivamente en calidad de persona privada. Más allá de ello, sería también un error creer que un pueblo puede eliminar la diferenciación entre amigos y enemigos mediante una declaración de amistad a todo el mundo, o mediante la decisión de desarmarse voluntariamente. El mundo no se despolitiza de esta manera, ni queda tampoco colocado en un estado de moralidad pura, juridicidad pura o economía pura. Cuando un pueblo le teme a las penurias y a los riesgos de una existencia política, lo que sucederá es que, simplemente, aparecerá otro pueblo que lo relevará de este esfuerzo haciéndose cargo de la "protección frente a los enemigos externos" y, con ello, se hará cargo también del dominio político. El protector será entonces quien determinará al enemigo, como consecuencia de la eterna relación que hay entre protección y obediencia.

Cuando en el interior de un Estado hay partidos organizados que pueden brindarles a sus miembros una protección mayor que la brindada por el Estado, aún en el mejor de los casos el Estado queda convertido en un anexo de estos partidos y el ciudadano individual sabe a quién tiene que obedecer. Esto no puede ser justificado por ninguna "teoría pluralista del Estado" tal como ha sido tratado anteriormente. Lo elementalmente cierto de este axioma de la protección-obediencia aparece con claridad aún mayor en las relaciones inter-estatales de política exterior. El protectorado de Derecho Público, las uniones o federaciones hegemónicas de Estados, los tratados de protección y garantías de diversa índole hallan en este axioma su fórmula más simple.

Sería torpe creer que un pueblo inerme sólo tendría amigos y es un cálculo crapuloso suponer que el enemigo podría quizás ser conmovido por una falta de resistencia. Nadie consideraría posible que los seres humanos, mediante una renuncia a toda productividad estética o económica, puedan llevar el mundo a una situación de, por ejemplo, pura moralidad. Pues mucho menos podría un pueblo, mediante la renuncia a toda decisión política, crear un estadio de la humanidad moralmente puro o económicamente puro. Lo político no desaparecerá de este mundo debido a que un pueblo ya no tiene la fortaleza o la voluntad de mantenerse dentro del ámbito político. Lo que desaparecerá será tan sólo un pueblo débil.

miércoles, 24 de abril de 2013

Paganismo y Nihilismo





Por Daniel Aragón Ortiz


¿Qué es ser pagano? La calificación de pagano no dice nada determinante sobre una persona. Lo mismo que monoteísta no dice nada definitorio, o, al menos, nada concluyente. Desde mi percepción de las cosas el paganismo abarcaría toda una serie de confesiones religiosos más o menos bien estructuradas que pueden llevarnos desde la adoración de diversos dioses hasta un monoteísmo basado en la idolatría y en la negación de las sagradas escrituras; séanse éstas escrituras las de procedencia semítica, como la Biblia. De igual modo, la palabra abrahamismo engloba tres confesiones religiosas monoteístas que parten de un mismo germen pero que no necesariamente son idénticas; no obstante, monoteísmo es un concepto que engloba el anterior, pero que no es exclusivo del abrahamismo; póngase como ejemplo el Zoroastrismo, eminentemente monoteísta. En este texto paganismo hará referencia a las cosmovisiones habidas en Europa a grandes rasgos.

¿En qué se distingue un pagano de lo demás? Bajo mi punto de vista un pagano no necesita creer en sus dioses. Y tal hecho no es un problema. Pues los dioses existen, son reales, viven con el hombre. Así que, ¿qué sentido tiene creer en algo que es por sí mismo? Hay gente que dice que "no cree en la palabra de los políticos", pero no por ello dicha palabra no ha dejado de ser pronunciada. La negación de algo no excluye su existencia, si acaso refuerza la certeza de su realidad. Y es que creer es un verbo que por el hecho de pronunciarse ya incide en cierta duda y en una evidente inseguridad. Por ello religiones como la cristiana necesitan de la fe: y su primordial fe reside en que "Dios existe". Y por supuesto que su Dios existe, aunque sea resultado de un sentimiento de fe que inunda el espíritu y la conciencia de muchas personas; pero dicha realidad es ajena al mundo físico: su existencia es fantasmagórica. Y que nadie se eche las manos a la cabeza, fantasmagórico no lleva ningún ánimo de ofensa; es, ni más ni menos, que el plano de existencia de toda idea. Así que abundando: la única certeza no es la existencia no imaginaria de su Dios, sino la de su fe, que convive con el hombre en su propio plano y consigo mismo.

En un pagano los Dioses no son interiores, sino que son algo externo al propio hombre. Quizá por ello el paganismo sea una religión más avenida a la acción, más vitalista y más positiva, mientras que el abrahamismo, por ejemplo, empuja al hombre al achaque de conciencia, a la introspección, a juzgarse negativamente y a sentir la vida como un calvario, pues tiene prometido un paraíso en un futuro post mortem. Para el pagano la vida es el mayor regalo, para el abrahámico la vida es un camino de redención constante.

Si algo distingue al paganismo de lo demás es que los dioses que hacen de estas cosmovisiones una realidad y que se manifiestan como formas vivas de la naturaleza, juzgan a los hombres por su valor. No hay elegidos por los dioses, sino favoritos. No hay hombre elegido o tocado por la mano de Dios, sino hombre que se gana el favor de sus dioses. No es casualidad entonces que el paganismo le dé mayor valor a la acción que a la palabra, a la demostración más que a las buenas intenciones procedentes de melosas palabras. Expuesto así, el paganismo es certeza, es evidencia, mientras que el monoteísmo parece duda, confusión, imaginación, aunque luego se viva aparentemente como una certeza que convive en el plano de existencia físico.

Este reconocimiento mayor a la acción sea quizá la consecuencia primera que lance a ciertos hombres y mujeres al heroísmo. Estos hombres y mujeres quieren demostrar a los dioses que pueden tener un lugar en la gloria que habita entre ellos. Quieren demostrar su valor, pero hasta un límite que casi les permita dejar de ser hombres. Esta mentalidad de entrega entra en colisión con la sumisión del martirio. Heroísmo y martirio, que son burdamente utilizados como sinónimos y que forman parte de dos formas completamente distintas de pensamiento, sentimiento y proceder. El mártir quiere ganar con una acción -mandato siempre del Dios único- su paraíso prometido (su recompensa por años de fe y sumisión) y descansar de la vida; el héroe, por su parte, ha superado el miedo a la muerte y a la propia muerte con su actitud heroica, que es capaz de llegar a donde haga falta aunque el final, su sino, sea trágico. La orden de tal acometimiento parte del hombre entregado a la existencia y a sus dioses, que conviven en un mismo plano. Es cierto que los dioses pueden determinar negativa o positivamente en el devenir de los acontecimientos y que las luchas que estos tienen entre sí no dejan de tener su eco en la vida de los hombres, y no deja de ser menos cierto que los dioses piden a veces el favor de los hombres para su capricho; pero ahí reside la magia de una cosmovisión grecorromana, por ejemplo. Dioses y hombres viven en un mismo plano, ambos se piden favores mutuos y ambos pueden negarse y obedecer, aunque obviamente el poder de los dioses sea superior, y fulminantemente superior: pero es que es heroico desobedecer y desafiar a un Dios.

Muchos piensan que soy pagano. Más que pagano, soy un paganizado y un paganizante. Mi tendencia es el nihilismo, y digo tendencia porque eso no es una creencia o una fe, tampoco significa necesariamente luchar por y postrarse ante la nada. El nihilismo, bajo mi concepción, es una fuerza creadora. Creadora porque es una fuerza positiva, una fuerza ordenadora que surge de la propia voluntad. Las religiones paganas, con su literatura y ricos detalles, me parece la creación más bella que existe entre todas las cosmovisiones religiosas, una creación que tiene su eco en este mundo y que aspira a ser la representación de este mundo. Muchos podrán burlarse de las manifestaciones escultórico-artísticas que dan vida o representación a los dioses, muchos podrán ver como producto de la barbarie muchas prácticas paganas, pero cierto es que el paganismo te hace más fuerte, te anima a vivir, te hace amar ser hombre y este mundo; y por lo tanto te obliga a luchar por este mundo, y por ti, y no por un más allá incierto.

martes, 16 de abril de 2013

Esclavitud





Por Alexander Wilckens Bruhn


La esclavitud a la que me referiré, es la del "temor al pan", es decir, a perder el trabajo y no poder sostener una familia o a sí mismos. Por esta causa, cuantas personas a diario callan verdades, no se atreven a responder, manifestar sus ideas, etc. Temor al poderoso jefe o que se enteren que sus ideas no son las que se han de llevar en la sociedad, son causales suficientes para mantener un silencio cómplice ante acciones no compartidas o agachar la cabeza ante verdades incomodas e impopulares.

No se trata de ir gritando por las calles nuestras ideas o violentarse ante pensamientos opuestos. Simplemente hay que ser consecuente entre lo que se piensa, dice y hace.

Seguramente, al defender ideas controvertidas o verdades incomodas para la sociedad, seremos tildados de fanáticos intolerantes, ser marginados, golpeados, encarcelados e incluso asesinados. Pero la gran pregunta es: ¿Estamos dispuestos a vivir larga y cómodamente de mentiras o preferimos una vida insegura, difícil, quizá breve, pero en nuestra verdad? Y digo nuestra verdad, pues es la que creemos, pudiendo o no estar equivocados, pero mientras no nos convenzan de lo contrario con argumentos válidos, seguirá siendo nuestra verdad.

¿Será ese "temor al pan" el fin de nuestros actos? ¿La limitante a la acción de la verdad? Alguien podrá decir, ¿y mi familia? Ellos también corren peligro. Por supuesto, todo quien esté dispuesto a luchar con la frente en alto, con orgullo y valor por la verdad, deberá superar incontables peligros. Por eso el camino que nos enseña la verdad, no es para todos y deberemos conformarnos con encontrar solo unos pocos amigos viajeros en nuestro difícil camino.

Por último, no seremos juzgados en esta maltratada tierra por las acciones realizadas, deberemos ser capaces ante nuestros Dioses de defender y justificar las acciones llevadas a cabo y será en ese momento cuando solo la verdad sea de valor.

Arrodillados como esclavos o de pie mirando a los ojos a nuestros Dioses y ancestros, esa decisión es nuestra vida.



domingo, 14 de abril de 2013

El Pensamiento Radical





Por Guillaume Faye


Solamente es fecundo el pensamiento radical. Porque, solo, puede él crear conceptos audaces que rompan el orden ideológico hegemónico y permitan salir del círculo vicioso de un sistema de civilización que está fracasando. Para hablar como el matemático René Thom, autor de la Teoría de las Catástrofes, únicamente los “conceptos radicales” pueden hacer caer un sistema en el caos –la “catástrofe” o cambio brutal de estado- con el fin de dar a luz a otro orden. 

El pensamiento radical no es “extremista”, ni utópico, sino anticipador del futuro, porque rompe con un presente carcomido. 

¿Es revolucionario? Hoy, tiene que serlo, porque nuestra civilización está viviendo el fin de su ciclo y no un nuevo desarrollo, y porque ninguna escuela de pensamiento se atreve a ser revolucionaria tras la caída final de la tentativa comunista. Sin embargo, tenemos que proyectar otros conceptos civilizacionales, vectores de historicidad y de autenticidad.

¿Por qué un pensamiento radical? Porque va hasta la raíz de las cosas, es decir “hasta el núcleo”: cuestiona la cosmovisión sustancial de esta civilización, el igualitarismo, porque este último, utópico y obstinado, está conduciendo a la humanidad hasta la barbarie y el horror económico, a través de sus contradicciones internas.

Para actuar sobre la Historia, se tienen que crear tormentas ideológicas, frente –como lo vio muy bien Nietzsche- a los valores, fundamento y esqueleto de los sistemas. Hoy nadie lo hace: es la primera vez en la Historia que la esfera económica (TV, mass-media, videos, cine, industria del espectáculo y de la distracción) posee el monopolio de la reproducción de los valores. Conclusión: una ideología hegemónica, sin conceptos ni proyectos imaginativos de ruptura, pero fundada sobre dogmas y anatemas.

Únicamente un pensamiento radical permitiría a unas minorías intelectuales crear un movimiento, sacudir el mamut, mover a la sociedad y al orden del mundo mediante electrochoques ( o “ideochoques”). Pero este pensamiento tiene sin falta que escapar al dogmatismo y cultivar, por el contrario, el reajuste permanente (“la revolución dentro de la revolución”, única intuición maoísta justa); tiene también que preservar su radicalidad de la tensión neurótica de las ideas fijas, de las fantasías oníricas, de las utopías hipnóticas, de las nostalgias extremistas o de las obsesiones delirantes, riesgos inherentes a toda perspectiva ideológica. 

Para actuar sobre el mundo, un pensamiento radical tiene que articular un corpus ideológico coherente y pragmático, con distanciamiento y flexibilidad adaptativa. Un pensamiento radical es, en primer lugar, un cuestionario, pero nunca una doctrina. Lo que se propone tiene que ser declinado sobre el modo del “¿y si?” y no del “hay que”. No le gustan los compromisos, las sabidurías falsas “prudentes”, la dictadura de los “expertos” ignorantes ni el paradójico conservatismo (el statuquoismo) de los adoradores de la “modernidad” que la creen eterna. 

Última característica de un pensamiento radical eficiente: aceptar la heterotelía, es decir, que las ideas no conducen necesariamente a los hechos deseados. Un pensamiento eficiente tiene que reconocer que solamente es aproximátivo.

Se zigzaguea, se adaptan las velas según los vientos, pero se sabe adónde se va, hasta qué puerto. El pensamiento radical integra el riesgo y el error, propios a todo lo que es humano. Su modestia, impregnada de dudas cartesianas, es el motor de su potencia de puesta-en-movimiento de los espíritus. Ningún dogma, pero mucha imaginación. La imaginación al poder, con una brizna de amoralismo, es decir de tensión creativa hasta una nueva moral.

Hoy –en la linde de este Siglo XXI, que será un siglo de hierro y de fuego, cargado de amenazas verdaderamente mortales para la entidad europea y también para la humanidad, aunque nuestros contemporáneos estén lobotimizados por la soft-ideología y la sociedad del espectáculo- cuando, frente a nosotros, explota un vacío ideológico atronador, un pensamiento radical es por fin posible y puede triunfar, con el fin de proyectar nuevas soluciones, impensables hace poco tiempo. 

Las intuiciones de Nietzsche, de Evola, de Heidegger, de Carl Schmitt, de Guy Debord o de Alain Lefèbvre, las de la inversión de los valores, son posibles hoy, como la filosofía del martillo nietzscheana. Nuestro “estado de civilización” ya está listo. No era este el caso en un pasado reciente, cuando la pareja moderna Siglo XIX-Siglo XX incubaba su infección viral sin todavía sufrirla. 

De otra parte, tenemos que rechazar enseguida el pretexto según el cual un pensamiento radical sería “perseguido” por el sistema. El sistema es tonto. Sus censuras son permeables y torpes. Únicamente reprime las provocaciones folkloristas y las torpezas ideológicas. 

En el seno de la clase intelectual europea oficial y establecida, el pensamiento es un convencionalismo mediático y una bolsa de dogmas igualitarios machacados. Por temor a infringir las leyes de lo “políticamente correcto”, por déficit de imaginación conceptual, o por ignorancia de los problemas reales del mundo presente. 

Las sociedades europeas, hoy en crisis, están listas para ser traspasadas por unos pensamientos radicales determinados, armados con un proyecto de valores revolucionarios y de una contestación completa, pero pragmática y no utópica de la civilización mundial actual. 

Un pensamiento radical e ideológicamente eficiente, en el mundo trágico que se está preparando, podría aliar las calidades del clasicismo cartesiano (principios de razón y de posibilidad afectiva, de examen permanente y de voluntarismo crítico) y del romanticismo (pensamiento fulgurante, emocional y estético, audacia de las perspectivas), a fin de unir en una coincidentia oppositorum (coincidencia de los opuestos) las calidades de la filosofía idealista del “sí” y de la filosofía critica del “no”, como hicieron Marx y Nietzsche con su método de la “hermeneútica de la sospecha” (inculpación de los conceptos dominantes) y de “inversión positiva de los valores”.

Un pensamiento tal que alíe audacia y pragmatismo, intuición prospectiva y realismo observador, creacionismo estético y voluntad de potencia histórica, tiene que ser “un pensamiento voluntarista concreto, creador de orden”. 

martes, 9 de abril de 2013

El Poder Liberador de la Destrucción





Por Julius Évola


Hemos dicho que la crisis de los valores del individuo y de la persona está destinada, en el mundo moderno, a revestir el carácter de un proceso irreversible y general, a pesar de la existencia de "islas" o "reservas" residuales, donde, relegadas al dominio de la "cultura" o de las ideologías huecas, estos valores conservan aún una apariencia de vida. Prácticamente, todo lo que está ligado al materialismo, al mundo de las masas, de las grandes ciudades modernas, pero también y sobre todo, todo lo que pertenece propiamente al reino de la técnica, a la mecanización, a las fuerzas elementales despertadas y controladas por procesos objetivos -en fin, los efectos existenciales de catastróficas experiencias colectivas, tales como guerras totales con sus frías destrucciones, todo ello golpea mortalmente al "individuo", actúa de forma "deshumanizadora", reduce, cada vez más, lo que el mundo burgués de ayer, ofrecía de variado, de "personal", de subjetivo, de arbitrario y de intimista.

Ernst Jünger, es quizás, quien en su libro "Der Arbeiter", ha puesto más y mejor en evidencia estos procesos. Podemos seguirlo sin titubear, e incluso prever que el proceso en curso en el mundo actual tendrá por consecuencia que el "tipo" reemplazará al individuo al mismo tiempo que se empobrecerá el carácter y el modo de vida de cada uno y que se desintegrarán los "valores culturales" humanistas y personales. En su mayor parte, la destrucción es sufrida por el hombre de hoy, simplemente como un objeto. Desemboca entonces en el tipo de hombre vacío, repetido en serie, que corresponde a la "normalización", a la vida uniformada, que es "máscara" en sentido negativo: producto multiplicable e insignificante.

Pero estas mismas causas, este mismo clima y las mismas destrucciones espirituales pueden imprimir un curso activo y positivo a la desindividualización. Es esta la posibilidad que nos interesa y que debe considerar el tipo de hombre diferenciado de] que tratamos. Junger había ya hecho alusión a lo que había surgido en ocasiones en medio de "temperaturas extremas que amenazan la vida", particularmente en la guerra moderna, guerra de materiales donde la técnica se vuelve contra el hombre, utilizando un sistema de medios de destrucción y la activación de fuerzas elementales, fuerzas a las que el individuo que combate, si no quiere ser destruido -destruido físicamente, pero sobre todo espiritualmente- no puede mantenerse sino pasando a una nueva forma de existencia. Ésta se caracteriza primeramente por una lucidez y una objetividad extremas, luego por una capacidad de actuar y de "mantenerse en pie" sostenido por fuerzas profundas, que se sitúan más allá de las categorías del "individuo", de los ideales, de los "valores" y de los fines de la civilización burguesa. Es importante que aquí se una de forma natural con el riesgo, más allá del instinto de conservación, ya que pueden presentarse situaciones en las que sería a través de la destrucción física misma como se alcanzaría el sentido absoluto de la existencia y se realizaría la "persona absoluta". Podríamos hablar en este caso de un aspecto límite del "cabalgar al tigre".

Junger ha creido encontrar un símbolo de este estilo en el "soldado desconocido" (añadiendo, sin embargo, que no sólo existen soldados, sino también jefes desconocidos); aparte de situaciones de las que ningún comunicado jamás ha dado cuenta, en acciones anónimas que han quedado sin espectadores, que no han pretendido ni el reconocimiento, ni la gloria, que no han sido motivadas por ningún heroismo romántico, aunque el individuo físico arriesgara su vida, fuera de estos casos, Junger subraya que en el curso de este género de procesos, hombres de un nuevo tipo tienden a formarse y diferenciarse, que se reconoce en su comportamiento, es decir en sus rasgos físicos, en su "máscara". Este tipo moderno, tiene la destrucción tras de sí, no puede ser comprendido a partir de la noción de "individuo" y es ajeno a los valores del "humanismo".

Lo esencial es, sin embargo, reconocer la realidad del proceso que se manifiesta, con una intensidad particular, en la guerra total moderna, repitiéndose bajo formas diferentes y en grados diversos de intensidad, incluso en tiempos de paz, en toda la existencia moderna altamente mecanizada, cuando encuentran una materia adecuada: tienden paralelamente a abatir al individuo y a suplantarlo por un "tipo" impersonal e intercambiable que caracteriza una cierta uniformidad -rostros de hombres y mujeres que revisten precisamente el carácter de máscaras, "máscaras metálicas los unos, máscaras cosméticas los otros": algo, en los gestos, en la expresión, como una "crueldad abstracta" que corresponde al lugar, cada vez más grande, ocupado en el mundo actual por todo lo que es técnica, número, geometría y se refiere a valores objetivos.

Indudablemente, estos son algunos de los aspectos esenciales de la existencia contemporánea a propósito de los cuales se ha hablado de una nueva barbarie. Pero, una vez más ¿cuál es la "cultura" que podría ser opuesta y debería servir de refugio a la persona?. Aquí no hay puntos de referencia verdaderamente válidos. Junger se hacía verdaderamente ilusiones pensando que el proceso activo de "despersonalización" tópico corresponde al sentido principal de la evolución de un mundo que está en trance de superar la época burguesa (él mismo debía, por otra parte, por una especie de regresión, llegar a un punto de vista completamente diferente). Son, por el contrario, los procesos destructivos pasivos actualmente en curso los que ejercen y ejercerán cada vez más, una acción determinante, de la que no puede nacer más que una pálida uniformalización, una " tipificación " privada de la dimensión de la profundidad y de toda "metafísica" y que se sitúa así a un nivel existencia más bajo que el ya problemático de individuo y de la persona.

Las posibilidades positivas no pueden concernir más que a una minoría ínfima compuesta únicamente de seres en quienes precisamente, preexiste o puede despertarse la dimensión de la trascendencia. Y esto nos lleva, como se ve, al único problema que nos interesa. Solo estos seres pueden proceder a una evaluación muy diferente del "mundo sin alma" de las máquinas, de la técnica, de las grandes ciudades modernas, de todo lo que es pura realidad y objetividad, que aparece frío, inhumano, amenazante, desprovisto de intimidad, despersonalizante, "bárbaro". Es precisamente aceptando esta realidad y estos problemas como el hombre diferenciado puede esencializarse y formarse según la ecuación personal válida; activando en él la dimensión de la trascendencia y quemando las escorias de la individualidad, puede extraer la persona absoluta.

jueves, 4 de abril de 2013

Manifiesto contra el progreso





Por Agustín López Tobajas


Decrecer significa lo inverso de crecer y no otra cosa: decrecer es tener cada vez menos, es sustituir el asfalto por tierra, es abolir la informática, acabar con la televisión, tener cada vez menos periódicos, dejar de fabricar la infinidad de cosas estúpidas que no se necesitan absolutamente para nada, consumir cada vez menos. En definitiva, tener menos para ser más.

Naturalmente, la realización de tal posibilidad a escala social sería un milagro sin parangón en la historia conocida de la humanidad. Ciertamente, el hombre actual, tan moderno, tan libre, tan progresista, tan dueño de sí, puede desintegrarse si le desconectan de la televisión, del automóvil, de la prensa diaria, del teléfono móvil y de internet.

Lo que comúnmente se llama ‘realidad’ no es sino un colosal entramado de ficciones, mantenido en pie por la acción manipuladora de la publicidad y los medios de información, y alimentado por el ciudadano ‘medio’, entregado a la superstición de la noticia y el culto a la exterioridad. Somos sencillamente superfluos. Una sociedad que hace del aspecto físico, el dinero y el prestigio social, del deporte, la gastronomía y la moda sus divinidades domésticas, no supera los mínimos necesarios que confieren derecho a la existencia.

La actual unificación del mundo no permite siquiera contemplar el final de nuestra civilización como un trauma normal; en una sociedad globalizada, las catástrofes son inevitablemente globales. Con todo, si no hay lugar al optimismo, tampoco lo hay al pesimismo, pues la catástrofe, en definitiva, no es que Occidente se hunda, sino que subsista.

miércoles, 3 de abril de 2013

Contra la Sociedad del Espectáculo





Por el Frente Negro


Podemos afirmar que el nuevo rostro del sistema es un triple dominio compuesto por técnica, mercado y espectáculo. Las figuras tradicionales del enfrentamiento político, son ya obsoletas; al día de hoy el poder se ejerce mediante mecanismos impersonales que no se ejecutan en momentos y lugares simbólicos, sino en todo instante y en todas partes.

Más que por una estructura de poder, el sistema está hoy constituido por una dimensión existencial, en la que todos estamos inmersos. Así es, porque la nueva forma del dominio no prevé una imposición externa, sino más bien una absorción interior. Nosotros vivimos en la técnica, en el mercado, en el espectáculo.

Todo aspecto de nuestras existencias que no se pueda redirigir a tal esquema es “normalizado” o suprimido: lo que no es “eficaz” para la técnica es superado, lo que no es “rentable” para el mercado es “absurdo”, lo que no es visible en el espectáculo es “inexistente”. El resultado es el mundo sin sentido: la economía produce por producir, la técnica progresa por progresar, el espectáculo muestra por mostrar. Lo que en su momento era un medio supeditado a otros fines, ahora es fin en sí mismo. Vuelve a nuestra mente la frase de Nietzsche sobre el nihilismo como ausencia de respuesta al porqué. Pues bien, la profecía se ha cumplido. Vivimos en un mundo que, como bien dijo Alain de Benoist, no sabe dónde ir, pero no deja de afirmar que sólo hay un camino que seguir.

Espectáculo y realidad

El espectáculo está formado por aspectos individuales del mercado y de la técnica que constituyen un conjunto autónomo que engloba el ámbito de la información y de las representaciones colectivas. Lo observaron ya Adorno y Horkheimer: “las películas, la radio y los semanarios constituyen, en su conjunto, un sistema”. Y todo esto pese al tan ostentado pluralismo: “las distinciones enfáticamente afirmadas” entre los diferentes productos culturales, “más que estar fundadas sobre la realidad y derivar de ésta, sirven para clasificar y organizar a los consumidores, y para tenerlos en un “fichados” más sólidamente. Para todo el mundo está previsto algo, para que nadie pueda escapar; las diferencias son creadas y difundidas artificialmente”

Lo que vemos cambia continuamente, pero sigue siendo constante el dominio de la visión de la imagen espectacularizada. En nuestra sociedad, de hecho, la visión ha sustituido tanto a la acción como a la reflexión. Se cree solo lo que se ve. Lo que es visto suplanta lo que es vivido. El espectáculo, dice Guy Debord, no es otra cosa que “el empobrecimiento, el sometimiento y la negación de la vida real”. La visión espectacularizada se plantea así, como la única posibilidad de existencia de los entes.
De ahí se deduce que la sociedad del espectáculo no es sólo el reino de la mentira, sino más bien la auténtica dimensión de la no-verdad absoluta, la dimensión en que es imposible tener una experiencia de la verdad, el mundo en que existe sólo lo que se sitúa bajo la luz de los reflectores. Y todos nosotros, como moscas ante un cristal, nos damos de cabezazos para alcanzar una realidad que no captamos sin entender quién y qué se interpone entre nosotros y ella.

De este modo, sin embargo, nuestra capacidad de comprensión y de comunicación queda irremediablemente reducida. La sociedad del espectáculo entra en nosotros y nos condiciona desde dentro. En particular, nuestra personalidad es desarticulada en tres niveles distintos: nivel informativo, nivel social y nivel psíquico.

Ver y no entender

El nivel informativo es aquel en el que el espectáculo actúa deformando nuestra percepción del mundo. “Todo lo que sabes es falso”, ha escrito recientemente alguien, y resulta difícil disentir.

Hoy nosotros ya no estamos en condiciones de comprender lo que sucede a nuestro alrededor sin recurrir a las respuestas preconfeccionadas o a paradigmas simplistas que nos suministran deliberadamente los medios. El esquema moral de los “buenos” y de los “malos” ha sido ya insertado a la fuerza entre nuestras estructuras mentales implícitas, y nuestra “libertad de pensamiento” consiste simplemente en asignar a cada figurante la posición a la cual está destinado a pertenecer. Las piezas del rompe-cabezas nos las da la televisión y el encaje es el establecido, a fin de cuentas, cuando juntamos las piezas nadie nos pone una pistola en la nuca: a algunos les basta con que no les apunten con un arma ni los metan en campos de concentración para autoproclamarse “libres” y conformes. ¿Libres de qué? ¿Libres para que?La multiplicación de los canales informativos ha acabado por coincidir con la total ausencia de información real.

Ver y no entender es ya nuestro destino. La comprensión o el análisis resultan inaccesibles; queda sólo el estupor y la indiferencia, el miedo y la diversión, la histeria y la apatía, administrados en dosis de zapping, según las exigencias del sistema.

Desestructuración de lo social

El nivel social es aquel en el que la personalidad de los individuos y su vínculo con los otros son desestructurados y remodelados en base a la lógica mercantil. “El espectáculo no es un conjunto de imágenes sino una relación social entre individuos, mediatizada por las imágenes”, observaba Guy Debord. No vivimos más que relacionándonos con los otros, pero hoy no existe vínculo social que no esté filtrado y retransmitido por el espectáculo. Aquí, más que los noticieros, lo que vale son las series de ficción, los reality show y la publicidad en general. Al proponer determinados modelos, la sociedad del espectáculo penetra en las relaciones interindividuales y se reproduce.

La competición darwinista, el moralismo hipócrita, el individualismo decadente, el etnomasoquismo, la vanidad narcisista, la pequeña mezquindad, el conformismo más vacío, la superficialidad más desconcertante y la ignorancia más abismal elevados a norma: es en todo esto en lo que estamos inmersos cotidianamente gracias al bombardeo mediático. Predomina la banalidad como lenguaje, lo que significa, no tanto que se dicen cosas banales, sino que no se es capaz de comunicar nada más que a través de la banalidad. Es decir: se habla y no se dice nada.
Es la culminación de la alienación: “la conciencia espectacular, prisionera en un universo degradado, reducido por la pantalla del espectáculo detrás de la cual ha sido deportada su propia vida, no conoce más que los interlocutores ficticios que le hablan unilateralmente de su mercancía y de la política de su mercancía”.

La Gran Familia

Tal mecanismo alienante, para hacerse seductor, no puede más que travestirse de fingida autenticidad. La tendencia al “realismo” de la televisión actual en realidad trata de crear una especie de “familiaridad” con la ficción, intentando apasionar al público con pequeños casos insignificantes con los que se pueda identificar.

Es así precisamente: Te descubres llamando por el nombre a unos desconocidos que has visto en la pantalla como si fuesen tus amigos íntimos. Los sientes cercanos, se te parecen a ti. Pero en realidad eres tú el que estás empezando a ser como ellos. Estos shows, de hecho, no representan la realidad. La construyen. No son descriptivos sino normativos. No muestran lo que es sino lo que debe ser. Lo mismo se puede decir del culto de los famosos y de los aspectos más privados de sus existencias: el individuo “normal” se ve empujado a los cotilleos sobre la vida sentimental de los millonarios ignorantes y viciados, divinizados por los medios y fantasea de esta manera sobre una vida que nunca podrá tener pero que le servirá como modelo para orientar la suya. Vivimos en un mundo de famosos frustrados, que al soñar sólo con el estilo de vida de las aburridas estrellas podridas de dinero, muestran que ya han interiorizado un cierto desprecio hacia sí mismos, hacia sus propios orígenes sociales y culturales.

Gracias a la sociedad del espectáculo comenzamos a odiar la parte de nosotros que sigue siendo auténtica, verdadera, arraigada, la parte que una vez desintegrada nos permite acceder al paraíso mediático, tal y como prevé el clasismo postmoderno que separa a quien aparece en la tele del que no.

La devastación de los cerebros

El nivel psíquico, además, es el de la auténtica desarticulación de la personalidad a un nivel incluso fisiológico. Sólo hay que pensar en la acción desestructurante que puede ejercer en el cerebro.
Como se sabe, el cerebro funciona gracias a la sinergia del hemisferio izquierdo y del hemisferio derecho. Los dos hemisferios elaboran las informaciones de modos distintos destinados después a entrelazarse armónicamente: el hemisferio izquierdo razona de un modo que podríamos definir analítico, lineal, consecuente, científico, digital, el derecho, de modo intuitivo, simbólico, imaginativo, sintético, arquetípico.

Ahora, se ha revelado como el uso de las nuevas tecnologías mediáticas está en condiciones de crear estructuras mentales prioritarias, favoreciendo determinadas facultades en detrimento de las centrales para el pensamiento. Otros han identificado en tal separación el origen de la barbarización de nuestra sociedad y de la extensión de la violencia nihilista como fin en sí misma.

Aquí no hablamos de actitudes o de mentalidades, sino de organización cognitiva e incluso neuronal. Sólo hay que pensar que la televisión ha modificado ya el modo en que usamos nuestros ojos y está contribuyendo incluso a desequilibrar nuestros valores hormonales.

Y eso no es todo: la autorizada revista especialista Pediatrics, por ejemplo, ha llevado a cabo estudios que han demostrado cómo en los Estados Unidos el cerebro de los niños se forma de acuerdo con los tiempos televisivos- en los que todo sucede velozmente, a base de relámpagos breves y repentinos- tanto que ya no logran concentrarse cuando no reciben el mismo tipo de estímulo veloz. Un número cada vez mayor de niños ya no es capaz de concentrarse nunca, ni siquiera durante algún minuto. Estamos dando vida al zombi global, único ciudadano posible del mundo clónico que se prepara.

El pensamiento radical

Radical: (Del latín radix, raíz): Fundamental, de raíz. Relativo a la búsqueda de una ruptura con lo establecido. Tajante, intransigente. Fuera de la comedia, y, al contrario, dispuesto a incendiar todo el teatro, se encuentra, en cambio, quien asume posiciones radicales. El radicalismo es la antítesis del extremismo. El primero es silencioso, vivido, de largo alcance, operativo; el segundo es ruidoso, escenificado, miope, inútil.

No centrado en los gestos sino en las acciones, el radicalismo es, etimológicamente, la capacidad de ir a la raíz. A la raíz de uno mismo ante todo: el pensamiento radical está siempre arraigado. Debe estarlo; quien se aventura en el reino de la nada debe tener una identidad fuerte para no asumir él mismo las apariencias del enemigo. Pero pensamiento radical significa también ir a la raíz de los problemas, comprender los acontecimientos en profundidad, sabiendo ponerlos en perspectiva.

Escuela de autenticidad y de realismo, el pensamiento radical es hoy la única vía transitable que con razón se puede definir revolucionaria. Así es, porque el primer cometido de toda voluntad revolucionaria es el de descender concretamente a la realidad, más allá de la histeria y de la utopía, las dos únicas alternativas que la sociedad del espectáculo nos ofrece. Por tanto, actuar para volver a lo real. Generar nuevas conciencias. Redespertar conciencias adormecidas. Salir de la capa sofocante de la no-verdad para volver por fin a ver las estrellas.