sábado, 31 de agosto de 2013

El Sindicalismo Revolucionario




Por Georges Sorel


Me he preguntado con frecuencia si no debía insistir en las cuestiones que había tratado, de una manera demasiado breve o demasiado superficial, en el Porvenir socialista de los Sindicatos -aprovechándome de las experiencias ocurridas desde 1897 y de los conocimientos más extensos que he adquirido de los principios del socialismo, -para dar una exposición más clara, metódica y profunda del movimiento sindical. Siempre me ha detenido la extraordinaria amplitud de los problemas que se me presentaban, cuando me ponía a reflexionar sobre estas cosas; por otra parte, estos últimos años han sido singularmente ricos en hechos imprevistos, que han venido a hacer vanas las síntesis que parecían mejor establecidas. Cuando se cree haber hallado un sistema que abarca convenientemente las comprobaciones que se juzgan más importantes, un estudio más detallado o un incidente fuerzan a abandonar todo.

No estamos aquí en presencia de fenómenos pertenecientes a géneros clásicos, de fenómenos que todo trabajador serio pueda vanagloriarse de poder observar correctamente, definir con exactitud, explicar de manera satisfactoria, utilizando principios aceptados en la ciencia. Los principios faltan aquí en absoluto; es, por lo tanto, imposible llegar a describir con precisión y claridad; a veces, hasta hay que temer un excesivo rigor de lenguaje, porque estaría en contradicción con el carácter fluente de la realidad y ese lenguaje engañaría. Debe procederse por tanteos, probar hipótesis verosímiles y parciales, contentarse con aproximaciones provisionales, para dejar siempre la puerta abierta a correcciones progresivas.

Esta impotencia relativa debe parecer muy despreciable a los grandes señores de la sociología, que fabrican, sin el menor cansancio, vastas síntesis que abarcan una seudohistoria del pasado y un futuro quimérico; pero el socialismo es más modesto que la sociología.

Mi folleto es uno de estos tanteos. Cuando lo escribí, en 1897, estaba muy lejos de saber todo lo que sé hoy; por lo demás, me proponía un fin bastante restringido: llamar la atención de los socialistas sobre el gran papel que podían estar llamados a desempeñar los sindicatos en el mundo moderno. Veía que había muchos prejuicios contra el movimiento sindical y creía que este estudio contribuiría a disipar algunos; para conseguir mi fin, debía tocar muchas cuestiones más que profundizar ninguna.

En aquella época, la idea de la huelga general era odiosa para la mayor parte de los jefes socialistas franceses, y yo creí prudente suprimir un capítulo que había consagrado a mostrar la importancia de esta concepción. Desde entonces, han ocurrido grandes cambios: en 1900, cuando reedité mi artículo, la huelga general ya no era considerada como una simple insania anarquista; hoy es sostenida por el grupo del Mouvement Socialiste. Más de una vez, Jaurés ha dado a entender que era partidario de este modo de concebir la revolución[1]; esto ha sucedido cuando ha necesitado el apoyo de los sindicalistas, pero luego ha rechazado esa utopía, que no conviene a los ricos accionistas de su periódico, a los dreyfusistas de la Bolsa ni a las condesas socialistas. Lo que debe atraer nuestra atención es que Lagardelle y Berth, a quienes nadie, en el mundo socialista, gana en talento, en saber y en abnegación, han llegado, mediante la observación y la reflexión, a defender la huelga general; gracias a esto, se han convertido en Francia en los representantes más autorizados del sindicalismo revolucionario.
Quizá no está lejano el momento en que no se encuentre mejor medio de definir el socialismo que por la huelga general; entonces se verá claramente que todo estudio socialista debe hacerse sobre las direcciones y cualidades del movimiento sindical.

En la tesis de la huelga general hay que señalar tres propiedades importantes:

1º.   En primer lugar, expresa de un modo infinitamente claro, que el tiempo de las revoluciones políticas ha terminado, y que el proletariado se niega a dejar constituir nuevas jerarquías. Esta fórmula no sabe nada de los derechos del hombre, de la justicia absoluta, de las constituciones políticas y de los parlamentos; no niega pura y simplemente el gobierno de la burguesía capitalista, sino también toda jerarquía más o menos análoga a la burguesía. Los partidarios de la huelga general aspiran a hacer desaparecer todo lo que había preocupado a los antiguos liberales: la elocuencia de los tribunos, el manejo de la opinión pública, las combinaciones de partidos políticos. Esto sería, desde luego, el mundo al revés; pero ¿no ha afirmado el socialismo que quería crear una sociedad enteramente nueva? Más de un escritor socialista, demasiado alimentado por las tradiciones de la burguesía, no llega, sin embargo, a comprender tal locura anarquista; se pregunta lo que podría venir después de la huelga general: sólo sería posible una sociedad organizada conforme al plan mismo de la producción, es decir, la verdadera sociedad socialista.

2º.  Kautsky afirma que el capitalismo no puede ser abolido fragmentariamente y que el socialismo no puede realizarse por etapas. Esta tesis es ininteligible cuando se practica el socialismo parlamentario: cuando un partido entra en una asamblea de deliberación, es con la esperanza de obtener concesiones de sus adversarios; y la experiencia muestra que, en efecto, las obtiene. Toda política electoral es evolucionista, aun admitiendo que muchas veces no obliga a transigir sobre el principio de la lucha de clases. La huelga general es una manera de expresar la tesis de Kautsky de un modo concreto; hasta ahora, no se ha dado ninguna fórmula que pueda llenar el mismo oficio.

3º.  La huelga general no ha nacido de reflexiones profundas sobre la filosofía de la historia; ha surgido de la práctica. Las huelgas no serían más que incidentes económicos de una importancia social mínima, si los revolucionarios no interviniesen para cambiar su carácter y convertirlas en episodios de la lucha social. Toda huelga, por local que sea, es una escaramuza en la gran batalla que se llama la huelga general. Las asociaciones de ideas son aquí tan simples que basta indicárselas a los obreros en huelga para hacer de ellos socialistas. Mantener la idea de guerra, hoy que tantos esfuerzos se hacen para oponer al socialismo la paz social, parece más necesario que nunca.

Los escritores burgueses, acostumbrados a catalogar las escuelas filosóficas y religiosas por medio de algunas fórmulas breves, conceden una importancia mayor a los axiomas que se leen a la cabeza de los programas socialistas. Con frecuencia han pensado que, criticando estas oscuras declaraciones y demostrando que están vacías de sentido reducirían el socialismo a la nada. La experiencia ha mostrado que tal método no conduce a nada y que el socialismo es independiente de los supuestos principios defendidos por sus teóricos oficiales. Yo compararía a éstos con los teólogos. Un sabio católico, Eduard Le Roy, se pregunta si los dogmas de su religión suministran algún conocimiento positivo sobre algo[2]; promulgados para condenar determinadas herejías, parece que se habría conseguido mucha más claridad si se hubiesen limitado a simples negaciones. Los Congresos socialistas, asimismo, harían bien en decir que rechazan ciertas tendencias que se manifiestan en los partidos; si adoptan otro sistema, es porque sus axiomas son de tal modo vagos que puede aceptarlos todo el mundo.

Se afirma con frecuencia que es menester organizar al proletariado en el terreno político y económico para conquistar el poder, con objeto de reemplazar la sociedad capitalista por una sociedad comunista o colectivista, He aquí una fórmula magnífica y misteriosa que puede entenderse de muchas maneras; pero la más sencilla de todas las interpretaciones es la siguiente: provocar la formación de asociaciones obreras, propias para crear la agitación contra los patronos; hacerse el abogado de los obreros cuando están en huelga y pesar sobre las administraciones públicas para que intervengan en favor de los trabajadores; hacerse nombrar diputado con el apoyo de los sindicalistas[3], y usar de su influencia, bien para que obtengan algunas ventajas los electores obreros, bien para que se den puestos a algunos hombres influyentes del mundo trabajador[4]; en fin, lanzar de vez en cuando algún discurso resonante sobre las bellezas de la sociedad futura. Esta política está al alcance de todos los ambiciosos, y no exige que se entienda nada de socialismo para practicarla: es la de Augagneur y demás diputados socialistas que no han querido seguir en el partido socialista.

En mi opinión, no debe concederse la menor importancia a toda esta literatura. Los jefes oficiales del partido socialista se parecen, con harta frecuencia, a marinos de agua dulce a quienes el azar hubiese lanzado al gran mar y que navegasen sin saber hallar su camino en un mapa, reconocer las señales y tomar precauciones contra las tempestades. Mientras estos presuntos jefes meditan sobre la redacción de axiomas nuevos, acumulan vanidad sobre vanidad, y creen imponer su pensamiento al movimiento proletario, se encuentran sorprendidos por acontecimientos que todo el mundo espera, fuera de sus conciliábulos de sabios, y quedan estupefactos ante el menor incidente parlamentario[5].

Al mismo tiempo que los teóricos oficiales del socialismo se mostraban tan impotentes, unos hombres ardientes, animados de un sentimiento de libertad, de vigor prodigioso, tan ricos en amor al proletariado como pobres en fórmulas escolásticas, y que sacaron de la práctica de las huelgas una concepción clarísima de la lucha de clases, lanzaban el socialismo por la nueva vía que empieza a recorrer hoy[6].

El sindicalismo revolucionario turba las concepciones que se habían elaborado maduramente en el silencio del gabinete; marcha, en efecto, al azar de las circunstancias, sin cuidarse de someterse a una dogmática y dirigiendo más de una vez sus fuerzas por caminos que condenan los sabios. ¡Espectáculo desalentador para las almas nobles que creen en la soberanía de la ciencia en el orden moderno, que esperan la revolución de un vigoroso esfuerzo del pensamiento, y se imaginan que la idea dirige el mundo desde que éste se ha librado del oscurantismo clerical!

Es muy probable que se hayan perdido muchas fuerzas a consecuencia de esta táctica que, según ciertos intelectuales, merece el nombre de bárbara; pero también se ha producido mucho trabajo útil. Según prueba la experiencia superabundantemente, la revolución no posee el secreto del porvenir y procede como el capitalismo, precipitándose por todas las salidas que se le ofrecen.

El capitalismo no ha salido malparado de lo que se ha llamado su ceguera y su locura: si la burguesía hubiese escuchado a los hombres prácticos, sabios y morales, se habría horrorizado ante el desorden que creaba con su actividad industrial, habría pedido al Estado que ejerciese un poder moderador y habría seguido por una senda conservadora. Marx describe en términos magníficos la obra prodigiosa que ha sido realizada sin plan, sin jefe y sin razón: Como nadie lo había hecho antes que ella, ha mostrado de qué es capaz la debilidad humana. Ha creado otras maravillas que las pirámides de Egipto, los acueductos romanos y las catedrales góticas: ha realizado otras campañas que invasiones y cruzadas[7].

La burguesía ha actuado revolucionariamente y contra todas las ideas que los sociólogos se forman de una actividad potente y capaz de alcanzar grandes resultados. La revolución se ha fundado en la transformación de los instrumentos de producción, hecha al azar de las iniciativas individuales; pudiera decirse que ha obrado según un modo materialista, ya que nunca la ha guiado la idea de los medios a emplear para conseguir la grandeza de una clase o un país. ¿Por qué no podría seguir el mismo camino el proletariado y marchar hacia adelante sin imponer ningún plan ideal? Los capitalistas, en su furor innovador, no se ocupaban lo más mínimo de los intereses generales de su clase o su patria; cada uno de ellos consideraba únicamente el mayor beneficio inmediato. ¿Por qué los sindicatos han de subordinar sus reivindicaciones a altos intereses de economía nacional y no se han de aprovechar todo lo posible de sus ventajas cuando las circunstancias les son favorables? El poder y la riqueza de la burguesía se basaban en la autonomía de los directores de empresa. ¿Por qué no se ha de basar la fuerza revolucionaria del proletariado en la autonomía de las rebeliones obreras?

En efecto, el sindicalismo revolucionario concibe su papel de esta manera materialista, calcada en cierto modo sobre la práctica del capitalismo. Saca partido de la lucha de clases, como el capitalismo lo había sacado de la concurrencia, empujado por un vigoroso instinto de producir una acción mayor de lo que permiten las condiciones materiales. Los individuos que se precian de conocer la ciencia social y la filosofía de la historia, se muestran muy desconfiados al ver manifestarse instintos tan indisciplinados; se preguntan, con una inquietud a veces cómica, adónde conducirá semejante barbarie; se preocupan de prever las reglas que el proletariado deberá adoptar cuando las fuerzas difusas de la revolución se concentren, se organicen y tengan necesidad de órganos reguladores. Hay en toda esta actitud de los doctos infinita ignorancia.

No he de recordar a los compatriotas de Vico lo que este gran genio ha escrito sobre las condiciones en medio de las cuales se producen los ricorsi, estos sobrevienen cuando el alma popular vuelve a estados primitivos; cuando todo es instructivo, creador y poético en la humanidad. Vico encontraba en la Edad Media la ilustración más firme de su teoría; los comienzos del Cristianismo serían incomprensibles si no se supusiese, en los discípulos entusiastas, un estado análogo al de las civilizaciones arcaicas. El socialismo no puede aspirar a renovar el mundo si no se forma de la misma manera.

No nos asombra, pues, ver a las teorías socialistas caer unas después de otras, mostrarse tan débiles cuando el movimiento proletario es tan fuerte; entre ambas cosas no hay más que un lazo artificial. Las teorías han nacido de la reflexión burguesa[8]; se presentan, por lo demás, como perfeccionamientos de filosofías éticas o históricas, elaboradas en una sociedad que ha llegado, desde hace mucho, a los grados más altos de intelectualismo; estas teorías nacen, pues, ya viejas y decrépitas. A veces dan la ilusión de una realidad que les falta, porque expresan con fortuna un sentimiento accidentalmente unido al movimiento obrero y se deshacen tan pronto como ese accidente desaparece. El sindicalismo revolucionario que no toma nada del pensamiento burgués, tiene, en cambio, el porvenir abierto ante sí.

El sindicalismo revolucionario encarna, a la hora presente, lo que hay en el marxismo de verdadero, de profundamente original, de superior a todas las fórmulas: a saber, que la lucha de clases es el alfa y omega del socialismo; que no es un concepto sociológico para uso de los sabios, sino el aspecto ideológico de una guerra social emprendida por el proletariado contra todos los jefes de industria; que el sindicato es el instrumento de la guerra social.

Con el tiempo, el socialismo sufrirá la evolución que le imponen las leyes de Vico: deberá elevarse por encima del instinto y hasta puede decirse que esto ha comenzado ya; el marxismo rejuvenecido y profundo que defienden en Francia Lagardelle y Berth, en Italia valerosos escritores, en medio de los cuales brilla Arturo Labriola, es ya el producto de tal evolución. La sabiduría y profunda inteligencia de estos jóvenes marxistas, se manifiestan en que no pretenden anticiparse al curso de la historia y tratan de comprender las cosas a medida que se producen.
Yo quisiera llamar ahora muy brevemente la atención sobre algunas de las dificultades más graves que presenta el sindicalismo revolucionario.

a)      Hemos partido de la idea de que el sindicalismo persigue una guerra social, pero se nos objeta que la guerra no puede ser considerada, a la hora presente, como el régimen normal de los pueblos civilizados; la guerra no es más que un incidente y todos los esfuerzos de la gente razonable tienden a hacer este incidente más caro y menos temible. ¿Por qué no introducir la acción diplomática en la guerra social, para conseguir la paz? Hay una gran diferencia entre la guerra de los Estados y la de las clases. Ninguna potencia aspira ya a la monarquía universal, todas fundan su política en un ideal de equilibrio; de este modo, los conflictos se hacen muy limitados y la paz puede resultar de concesiones recíprocas. El proletariado, en cambio, persigue la ruina completa de sus adversarios y determina la noción de equilibrio por la propaganda socialista; las huelgas no pueden originar una verdadera paz social.

Cuando los sindicatos se hacen muy grandes, les ocurre lo mismo que a los Estados: los estragos de la guerra son entonces enormes, y los directores vacilan en lanzarse a aventuras. Muchas veces los defensores de la paz social han confesado que desearían que las organizaciones obreras fuesen muy poderosas para que de este modo estuvieran condenadas a la prudencia. Así como entre los Estados estallan a veces guerras de tarifas, que terminan por lo general en tratados de comercio, del mismo modo, el establecimiento de acuerdos entre grandes federaciones patronales y obreras, podría poner término a los conflictos sin cesar renacientes. Estos acuerdos, como los tratados de comercio, tenderían a la prosperidad común de los dos grupos, sacrificando algunos intereses locales. Al mismo tiempo que se hacen prudentes, las federaciones obreras grandes llegan a considerar las ventajas que les procura la prosperidad de los patronos y a tener en cuenta los intereses nacionales. El proletariado se ve así arrastrado a una esfera extraña a él, se transforma en el colaborador del capitalismo; la paz social parece próxima a convertirse en el régimen normal. El Sindicalismo revolucionario conoce esta situación tan bien como los pacificadores y teme las centralizaciones fuertes; actuando de una manera difusa, puede mantener en todas partes la agitación huelguística: las guerras largas han engendrado o desarrollado la idea de patria; la huelga local y frecuente no cesa de rejuvenecer la idea socialista en el proletariado, de fortalecer los sentimientos de heroísmo, de sacrificio y de unión, y de mantener siempre viva la esperanza de la revolución.

b)      Se ha hecho observar que las antiguas revoluciones no han sido pura y simplemente guerras, sino que han servido para imponer sistemas jurídicos nuevos. ¿A qué puede tender la nueva revolución social?
Ya he dicho que las fórmulas teóricas oficiales del socialismo son muy poco satisfactorias; mas si se parte de la idea sindicalista, se ve uno naturalmente conducido a considerar la sociedad bajo un aspecto económico: todas las cosas deben reducirse al plano de un taller que marcha con orden, sin perder el tiempo y sin dejarse guiar por el capricho.

Si el socialismo aspira a transportar a la sociedad el régimen del taller, nunca se concederá bastante importancia a los progresos que se hacen en la disciplina del trabajo, en la organización de los esfuerzos colectivos, en el funcionamiento de las direcciones técnicas. En las buenas costumbres del taller está evidentemente la fuente de donde saldrá el derecho futuro; el socialismo heredera no sólo los instrumentos que hayan sido creados por el capitalismo y la ciencia que haya nacido del desarrollo técnico, sino también los procedimientos de cooperación que a la larga se habrán constituido en las fábricas, para sacar el mejor partido posible del tiempo, de las fuerzas y aptitudes de los hombres. Estimo, en consecuencia, muy lamentables ciertos consejos que se han dado, más de una vez, a los obreros para desperdiciar el trabajo; el sabotaje es un procedimiento del antiguo régimen y no tiende en modo alguno a orientar a los trabajadores en el camino de la emancipación. En el espíritu popular quedan aún numerosas supervivencias lamentables de este género, que el socialismo debía hacer desaparecer.

c)       Es evidente que en una sociedad las relaciones de los hombres no pueden estar reguladas únicamente por la guerra; en nuestros países democráticos, sobre todo, infinitas complicaciones hacen imposible mantener el estado de guerra en todos los dominios. Examinemos sumariamente los principales terrenos en los cuales se efectúa la unión:

1º.    Cuando se habla de la democracia, hay que preocuparse menos de las constituciones políticas que de lo que ocurre en las masas populares: la difusión de la prensa, la pasión con que el público se interesa por los acontecimientos y la influencia que la opinión pública ejerce sobre los gobiernos; he aquí lo que debemos tener en consideración. Todo lo demás, es secundario o no sirve sino de auxiliar a esta organización de la voluntad general. La experiencia enseña que la clase obrera no es la menos ardiente en tomar partido sobre cuestiones que no tienen ninguna relación con sus intereses de clase: leyes que tocan a las libertades, resistencia que determinadas Ligas oponen a los abusos, política exterior, anticlericalismo. Ha podido, pues, decirse que la democracia borra las clases. Más de una vez, los jefes de los partidos socialistas han tratado de encerrar al proletariado en el círculo de un magnífico aislamiento; pero las tropas no han seguido mucho tiempo a sus jefes. Las más sabias proclamas sobre el deber de los trabajadores resultan letra muerta cuando la emoción es demasiado viva. El asunto Dreyfus es bastante reciente para que sea necesario insistir.

2º.   Los Parlamentos no cesan de hacer leyes para la protección de los trabajadores; los socialistas se esfuerzan por conseguir que los tribunales inclinen su jurisprudencia en un sentido favorable a los obreros; la prensa socialista trata en todo momento de conmover a la opinión burguesa, apelando a los sentimientos de bondad, de humanidad, de solidaridad; es decir, a la moral burguesa. Los antiguos utopistas que esperaban una reforma social de la benevolencia o de las luces de los capitalistas mejor informados, han sido motivo de befa; y hoy parece que el socialismo recobra la vieja rutina y que solicita la protección de la clase que, con arreglo a su teoría, es la enemiga irreconciliable del proletariado. Los radicales hacen avances en el sentido de la legislación social, con la esperanza de que desaparezcan ciertos estados agudos que constituyen, en su opinión, la única razón de ser del socialismo. Los católicos sociales siguen el mismo camino, porque exigen de los ricos el cumplimiento del deber social.

Los socialistas no se han dado aún exacta cuenta de lo que produce esta política[9]: no parece dudoso que haya tenido por consecuencia desarrollar el espíritu pequeño-burgués en muchos hombres elevados a puestos de responsabilidad por la confianza de sus compañeros.

3º.   El proletariado moderno está sediento de instrucción. La Iglesia ha creído que podría conquistar una gran influencia sobre su espíritu mediante la escuela; el Estado, en Francia, le disputa a la Iglesia con encarnizamiento la clientela obrera. Empero, se tendría una idea muy inexacta de la influencia ideológica de la burguesía, si nos atuviésemos a las estadísticas escolares; el proletariado está bajo la dirección de una ideología extraña, gracias al libro sobre todo. Muchas veces se ha deplorado que no haya una buena literatura socialista; pero en Francia, por lo menos, esta literatura es prodigiosamente débil y la gran prensa socialista está en manos de burgueses que hablan sin pies ni cabeza de todas las cosas que ignoran.

Cuando se reflexiona sobre estos hechos, se ve uno obligado a reconocer que la fusión de las clases sociales por los católicos sociales y los radicales, no es quizá una quimera tan absurda como pudiera pensarse de primera intención: no sería imposible que el socialismo desapareciese por un fortalecimiento de la democracia, si el sindicalismo no estuviera ahí para oponerse a la paz social. La experiencia porque acabamos de pasar en Francia de gobiernos deseosos de dar amplias satisfacciones a la clase obrera, no es bastante para hacer pensar que estas tentativas, por hábiles y audaces que sean, puedan vencer las dificultades que el sindicalismo revolucionario opone a la paz social; a medida que la democracia avanza, los sindicalistas han alzado el tono de la lucha y el resultado más seguro de esta experiencia parece ser el siguiente: que el instinto de guerra se ha fortalecido en la misma proporción en que la burguesía ha hecho concesiones en vista de la paz.

En mi estudio de 1897 había examinado el sindicalismo de un modo abstracto; quería en aquella época mostrar la gran variedad de recursos que contiene. Mas para estudiar a fondo el sindicalismo revolucionario actual, habría que limitarse a examinar lo que ocurre en un solo país. Las tradiciones nacionales constituyen un elemento considerable en la organización obrera y esta verdad, que nunca se repetirá bastante, aparece aquí con una claridad particular.

No sé si me engaño, pero se me antoja que Italia ofrece un terreno singularmente favorable a la extensión del nuevo socialismo. Posee hoy algunos de los mejores representantes de la doctrina revolucionaria, quizá los que a la hora presente la defienden con mayor autoridad; tiene órganos concebidos con un espíritu excelente, desde el punto de vista socialista, como la Avanguardia y el Divenire. Sería interesante indagar si toda la historia italiana no es el soporte de este movimiento.

El instinto de revolución total es antiguo en Italia y ha podido adoptar aspectos muy distintos; hoy, presta a la idea de huelga general una popularidad que no tiene en los demás países. El espíritu local permanece vivo, y el sindicalismo, por consiguiente, tal vez no está tan amenazado por el burguesismo de las grandes Federaciones como en Francia. La lucha de clases pudiera muy bien tomar en Italia sus formas más espléndidas, y el progreso del sindicalismo italiano deberá ser seguido con atención por todos los socialistas.






[1] En el Congreso de París, en 1900, había votado en favor de la moción favorable a la huelga general, según el informe analítico oficial; pero, según la copia estenográfica, se habría abstenido.
[2] Eduard Le Roy: Qu'est-ce qu'un dogme? pp. 17-18. I (Tomado de la Quinzaine del 15 de Abril de 1906).
[3] En el Socialiste del 14 de septiembre de 1902, se quejan de que el secretario del sindicato ferroviario y los individuos más sobresalientes de esta asociación hayan trabajado, durante las elecciones, por los candidatos gubernamentales.
[4] En el Socialiste del 24 de febrero de 1901, se ve que el secretario de la Bolsa de Trabajo de Limoges, ha sido nombrado, gracias a la protección de Millerand, para un empleo de 5700 francos por año.
[5] Nada iguala la ingenuidad de nuestros socialistas imaginándose que Millerand no aceptaría una cartera ministerial, sino después de la revolución social, cuando todo el mundo, en la Cámara, sabía que corría tras de un ministerio.
[6] A este renacimiento del socialismo estará ligado, en Francia, el nombre de Fernand Pelloutier, que ha tomado una parte tan activa en la organización de las Bolsas del Trabajo, y que ha muerto antes de haber visto el resultado de la obra a que se había consagrado en cuerpo y alma.
Para muchos socialistas oficiales, Pelloutier fue solamente un oscuro periodista; ¡de tal modo ignoran la verdad sobre el movimiento obrero! El pobre y abnegado servidor del proletariado murió en un estado de miseria en 1901.
[7] Manifiesto comunista.
[8] Exceptúo aquí qué hay de esencial en el marxismo.
[9] Generalmente, los socialistas llaman a la legislación social derecho obrero; error análogo a aquél en que habrían incurrido los autores antiguos si hubiesen llamado derecho burgués al conjunto de reglas relativas a las relaciones que existían entre los señores feudales y los campesinos; la legislación social está fundada en la noción de sangre. Debería llamarse derecho obrero a las reglas que se refieren a todo el cuerpo de trabajadores, y que pueden, perfeccionándose, convertirse en el derecho futuro.

jueves, 29 de agosto de 2013

¿Qué es el rendimiento íntegro del Trabajo?




Por Silvio Gesell


Calificamos de trabajador, en el sentido de esta disertación, a todo aquel que vive del fruto de su trabajo. Chacareros, artesanos, jornaleros, empleados, ingenieros, artistas, sacerdotes, militares, médicos, reyes, etc., son trabajadores en nuestro sentido. La única antítesis a todos estos trabajadores la constituyen en nuestra economía social, pura y exclusivamente los rentistas, pues a éstos les llegan los ingresos independientemente de todo trabajo.

Distinguimos: producto del trabajo, el resultado monetario del trabajo y el rendimiento del trabajo. El producto del trabajo es todo aquello que se engendra por el trabajo. El resultado del trabajo es el dinero que aporta la venta del producto del trabajo o el contrato de salario. El rendimiento del trabajo es lo que se puede adquirir con el resultado monetario del trabajo y se puede llevar al lugar de consumo.

Los términos: salario, honorarios, sueldo, en lugar de resultado monetario del trabajo, se emplean cuando el producto del trabajo no es de naturaleza material, como por ejemplo: el barrer la calle, el escribir poesías o el gobernar. Si el producto del trabajo es tangible, como ser una silla, y al mismo tiempo propiedad del trabajador, ya no se hablará de un salario u honorarios, sino del precio de la silla vendida. En todos estos términos se trata siempre de la misma cosa, del resultado monetario del trabajo realizado.

Las ganancias de un empresario y el beneficio comercial deben considerarse asimismo, siempre que se les descuente el interés del capital invertido o la renta inmobiliaria que generalmente contienen, como un resultado del trabajo. El gerente de una sociedad anónima minera percibe su sueldo exclusivamente por su actividad, por su trabajo. Si ese gerente es al mismo tiempo accionista, sus ingresos se aumentan por el importe de los dividendos. Es entonces trabajador y rentista al mismo tiempo. Por lo general los ingresos de los agricultores, comerciantes y empresarios se componen del resultado del trabajo y rentas (resp. intereses). Un agricultor que cultiva con capital prestado un campo arrendado, vive única y exclusivamente del rendimiento de su trabajo. Lo que, después de haber descontado el arriendo y los intereses, resta del producto del trabajo, corresponde a su actividad y está sujeto a las leyes generales que rigen al salario.

Entre el producto del trabajo (o su prestación) y el rendimiento se hallan los diferentes contratos comerciales que realizamos diariamente por la compra de mercancías. Estos contratos influyen notablemente sobre el rendimiento del trabajo. A diario se observa cómo individuos que presentan en plaza los mismos productos, obtienen de ellos sin embargo un rendimiento diferente. Ello se debe al hecho, de que si bien estos individuos son equivalentes como trabajadores, no lo son en cambio como comerciantes. Unos tienen mayor habilidad para vender sus productos a buen precio, y a su vez, al realizar sus adquisiciones, distinguen lo bueno de lo de inferior calidad. Para el intercambio y negociado de mercancías destinadas a la venta, los conocimientos especializados son tan necesarios para el éxito del trabajo (rendimiento del trabajo), como las habilidades técnicas para su fabricación. El cambio del producto debe ser considerado como acción final del trabajo. Por ello todo trabajador es también comerciante.

Si los productos del trabajo y los de su rendimiento tuviesen una cualidad común que permitiese compararlos y aún medirlos, podría eliminarse el comercio que debe transformar al producto en rendimiento. Vale decir, que con sólo medir, contar o pesar exactamente, el producto del trabajo siempre debería ser igual al rendimiento del mismo (descontado el interés o la renta), y la prueba fehaciente de que no ha habido engaño podría darse inmediatamente por los objetos adquiridos como rendimiento del trabajo. Exactamente en la misma forma como en casa puede controlarse con una simple pesada, si la balanza del almacenero es exacta o no. Sin embargo, esta cualidad común de las mercancías no existe. Siempre el intercambio de mercancías se realizará por negociación, jamás por el empleo de alguna medida. El uso de la moneda no nos exime tampoco de la necesidad de realizar el cambio por medio del comercio. La expresión de „medidor de valor“ que suele emplearse aún en la bibliografía político-económica, para definir a la moneda, induce a error. Ni una sola cualidad de un canario, de una píldora o de una manzana puede medirse con una moneda.

De ahí que es imposible, dar fundamento legal a una demanda al derecho sobre el rendimiento íntegro del trabajo, por el parangón inmediato entre el producto del trabajo y el rendimiento del mismo. Más aún, hemos de calificar directamente de ilusión el derecho al rendimiento íntegro del trabajo, si con ello se quiere comprender el derecho del individuo aislado al rendimiento integral de su trabajo.
Muy diferentes se presentan sin embargo las cosas en lo que se refiere al rendimiento íntegro de la colectividad. Éste requiere tan sólo que los productos del trabajo sean distribuidos totalmente entre los trabajadores. De ningún modo deben entregarse productos del trabajo al rentista en concepto de intereses o rentas. Ésta es la única condición que la realización del derecho colectivo al rendimiento íntegro que el trabajo impone.

El derecho al rendimiento integral colectivo del trabajo no nos exige que nos ocupemos también del rendimiento individual del trabajo de cada trabajador. Lo que un trabajador percibe de menos, otro lo obtiene de más. La distribución entre los trabajadores se realiza, como hasta ahora, de acuerdo con las leyes de la competencia, y por regla general en forma tal, que la competencia será tanto mayor y el rendimiento individual del trabajo tanto menor, cuanto más fácil y sencillo sea el trabajo. Aquellos trabajadores que emplean la mayor habilidad en su trabajo, son los que más eficazmente eluden la competencia de las masas y podrán en consecuencia obtener los mejores precios por sus prestaciones. Con frecuencia una simple disposición física (el caso de los cantantes, p. ej.) reemplaza a la habilidad o inteligencia en la eliminación de la competencia de las masas. Dichoso aquél, que en sus actividades no necesita temer la competencia de los demás.

La realización del derecho al rendimiento íntegro del trabajo favorece a todos los rendimientos individuales con un aumento proporcional de los rendimientos actuales del trabajo. Éstos se duplicarán tal vez, pero nunca se nivelarán. La igualación de los rendimientos es aspiración comunista. En nuestro caso se trata empero del derecho al rendimiento íntegro del trabajo, determinado por la competencia, por el concurso. Bien es cierto, que como efecto secundario de las innovaciones que deben dar vida real al derecho sobre el rendimiento colectivo íntegro del trabajo, ciertas discrepancias de los rendimientos individuales, que actualmente son enormes, especialmente en el comercio, serán retrotraídas a un nivel más razonable; pero, como ya se ha dicho, se trata meramente de un efecto secundario. El derecho que nosotros queremos realizar no implica la nivelación. Por lo tanto, los trabajadores capaces, laboriosos e industriosos, obtendrán un rendimiento mayor, proporcional al producto, también mayor, de su trabajo. A ello se agrega el aumento general del salario por eliminación del rédito sin trabajo.

Resumen de lo expuesto hasta ahora:

1º. El producto del trabajo, el resultado monetario y el rendimiento no son directamente comparables. No existe para estas tres magnitudes una medida común. La conversión de una a otra, no se realiza por medición sino por contrato comercial.
2º. No es posible demostrar evidentemente si el rendimiento del trabajo de un obrero, individualmente considerado, es íntegro o no.

3º. El rendimiento íntegro del trabajo sólo puede concebirse y medirse como rendimiento colectivo.

4º. El rendimiento íntegro del trabajo de la colectividad impone como condición, la eliminación de todo crédito sin trabajo, es decir del interés del capital y de la renta territorial.

5º. La eliminación completa del interés y de la renta, de la economía social es la prueba fehaciente de la realización del derecho al rendimiento íntegro del trabajo, es decir que el rendimiento colectivo es igual al producto colectivo del trabajo.
6º. Por la eliminación del rédito sin trabajo se elevan, duplican o triplican los rendimientos individuales del trabajo. Una nivelación no se produce o tan sólo en parte. Las diferencias en el producto individual del trabajo se manifiestan íntegramente en el rendimiento del trabajo individual.

7º. Todas las leyes generales de la competencia que determinan el nivel proporcional del rendimiento individual del trabajo quedan subsistentes. Al más capaz, el mayor rendimiento de su trabajo, del que puede disponer libremente.

Actualmente, el rendimiento del trabajo sufre una serie de quitas en forma de renta territorial o intereses del capital. El monto de éstas no se determina, por cierto, arbitrariamente, sino que está supeditado a las condiciones generales del mercado. Cada cual toma todo lo que las condiciones del mercado le permiten tomar.



domingo, 25 de agosto de 2013

El Sindicato




Texto extraído del artículo anónimo "El Sindicalismo y el Anarquismo".


Dicho simplemente, el Sindicato es el instrumento para la defensa de clase. Harto se comprende, además, que el concepto general de clase, desde nuestro punto de vista, no admite más que una: la sujeta a la ley del salario. Si el concepto general no admite más que una sola clase, se deduce fácilmente que en el Sindicato caben todos los asalariados, con tal que lo sean efectivamente, sin distinción de ideas políticas y confesionales, ya que el Sindicato, de derecho, es el instrumento que se desenvuelve en el plano de las luchas económicas, y es en ese plano de convergencia, común a todos los asalariados, donde resulta posible un estado de convivencia inteligente entre los mismos, por más heterogénea que sea la compasión espiritual e ideológica de la colectividad formada por ellos.

La defensa de clase frente a la burguesía, que como clase aparece siempre compacta en la defensa de sus intereses, sólo puede desarrollarse eficazmente mediante la unión del proletariado en un fuerte bloque de oposición; y esa unión no es realizable en ningún caso por una espontánea coincidencia ideológica y siempre por la correlación de los intereses comunes de clase. Primero son los intereses profesionales y económicos el agente único que determina la unión, y luego es la convivencia la que engendra y realiza la coincidencia ideológica; de donde resulta fatalmente que si el Sindicato, de derecho, no es más que un instrumento que se desenvuelve en el plano de las luchas económicas, por la coincidencia ideológica trasciende de hecho en el orden de la lucha político-social. Todo el problema consiste en una cuestión automática que nada ni nadie puede escamotear.

La burguesía sabe perfectamente que su prosperidad económica y su hegemonía político-social dependen de la miseria del proletariado, y es ahora, en la post-guerra, que se comprueba, como predijeran pensadores y economistas, y muy magistralmente Henry George, que a mayor progreso corresponde mayor miseria. La burguesía fuerza el desenvolvimiento del progreso mecánico, e insuficiente éste para el objetivo social perseguido, busca el complemento en la llamada racionalización de la producción, cosas ambas cuya tendencia directa consiste en provocar la concurrencia de brazos y, por consiguiente, la depreciación de los mismos; es decir, el objetivo social perseguido, de que antes hablamos, es éste: crear una reserva de desocupados con el doble fin de obtener la mano de obra barata y de situar al proletariado en estado de indefensión como clase.

Por otra parte, la concentración de las industrias en trusts o la inteligencia de las mismas sobre la base de los denominados cárteles, tiene por finalidad desterrar la concurrencia en los mercados, esto es, evitar las competencias comerciales, dejando vía libre a la iniciativa capitalista en la valorización de los productos, cuyo resultado no será otro, no es ya otro, que el encarecimiento general del costo de la vida.

De forma, pues, que mientras el progreso mecánico y la racionalización de la producción permite al capitalismo obtener la mano de obra barata y retener al proletariado en estado de indefensión como clase, a la vez, por medio de los trusts y cárteles, consigue la facultad de la iniciativa en la valorización de los productos en el mercado. Si la prosperidad económica y la hegemonía político-social de la burguesía dependen de la miseria del proletariado, es indiscutible que la miseria de éste en la presente fase de la evolución capitalista tiene unas perspectivas desoladoras.

Pero simplifiquemos la cuestión hasta reducirla a términos asequibles a las más sencillas inteligencias, ya que éste y no otro es el objeto. La lucha contra el patronato tiene dos trascendencias, una de carácter puramente económico y otra de orden humano. La primera, y en el mejor de los casos, no pasa de ser una conquista ilusoria; cuando en la segunda hay conquista, ella tiene una tangibilidad positiva, practica, y además trae siempre al proletariado ventajas de orden moral de clase, las cuales colocan a aquel en marcha ascendente hacia su emancipación.

Entendámonos. Cuando el proletariado se lanza a la lucha en pos de una conquista económica, esto es, de un aumento en los salarios, la conquista no es más que una ilusión. La burguesía carga sobre la producción el tanto por ciento equivalente al aumento adquirido por la mano de obra, y la consecuencia es lógica: el proletariado ha visto aumentados sus salarios, pero ha visto a la vez, o casi a la vez, aumentar también el coste de la vida. El fenómeno es consubstancial al sistema económico de la sociedad capitalista, y la expresión del fenómeno es cosa fatal e indeclinable. No pasa lo mismo cuando la conquista representa la reducción de jornada u otra mejora que tienda a la humanización de las condiciones de trabajo, ya que entonces, aunque el patronato no descuida nunca buscar la compensación correspondiente a la mejora o mejoras obtenidas por la mano de obra, y la compensación significa siempre recargar los precios de los productos, el proletariado alcanza una cantidad de libertad y de bienestar físico y moral, mas tangibles y positivos que las conquistas económicas, que en ningún caso, o en pocos casos, representan ventaja alguna.

Pero no hay que analizar el problema desde el punto de vista individual solamente, sino también desde el colectivo. Cuando las jornadas eran de diez o más horas diarias de trabajo, el argumento en que se apoyaba la petición de la jornada de trabajo se basaba en la razón, muy humana, por cierto, de que con ello se facilitaría trabajo a los desocupados. Conseguida la jornada de ocho horas, se ha visto que las legiones de desocupados, lejos de desaparecer o disminuir, han aumentado. Nadie niega que la implantación de la jornada de ocho horas fue seguida de un periodo de tiempo en que los desocupados desaparecieron casi en absoluto, pero puede afirmarse que ese periodo no fue mas que una transición necesaria, durante la cual el patronato organizo las industrias para que el exceso de producción creara de nuevo el problema de los desocupados, hay dos maneras de mantener la miseria del proletariado, tan necesaria a los intereses del capitalismo: la reserva de desocupados y la coerción gubernamental. En el grado de eficacia necesaria, esta solo es posible con intermitencias, y por eso la burguesía pone siempre en primer plano la subsistencia del problema de los sin-trabajo, que en la balanza social es el factor constantemente dispuesto a entrar en competencia y a suplantar a los trabajadores predispuestos a las rebeldías reivindicativas.

No esta el mal en una manifestación externa de la organización capitalista: el mal es mas hondo, ya que el implica la medula del sistema social basado en la explotación del hombre por el hombre. Por este motivo la legislación social reguladora de las relaciones entre el capital y el trabajo, todo el intervencionismo del Estado creando institutos, corporaciones, tribunales arbitrales y demás órganos de fomento de la colaboración de clases, no son más que paliativos para desviar la verdadera y eficaz acción de clase del proletariado.

La solución positiva, pues, esta en la destrucción del sistema capitalista. Sin embargo lo dicho, el Sindicato no puede desdeñar el aplicar una parte de sus actividades a la consecución de me joras económicas, y mucho menos a la consecución de reducciones de jornada. No puede desdeñarlo, por cuanto cada una e sus mejoras responde a anteriores imperativos de los determinismos económicos y de la evolución del progreso mecánico. En cada petición de mejoras económicas, el proletariado muévese determinado por el sentimiento de necesidades económicas apremiantes, y lo mismo ocurre en cualquier otro orden de peticiones. Pero constatemos que aun obteniendo el proletariado los mayores triunfos, su situación económico-social es siempre la misma La ventaja moral, imperceptible a simple vista, está en que, generalmente toda petición de mejoras va seguida de lucha, y esta lucha por las cosas inmediatas es una gimnasia que entrena a las masas para la lucha final, aparte de que cada lucha, mayormente si va seguida del triunfo, es una afirmación de la personalidad y del valor social del proletariado.

Esto es, en síntesis, el Sindicato: afirmación de la personalidad y del valor social del proletariado, lo cual, sin el Sindicato, no tiene forma de expresión sino en contadas individualidades, incapaces por sí solas de manumitir a la Humanidad de su esclavitud económico-político-social, y aun para librar al proletariado de las injusticias y aberraciones del capitalismo y el Estado.


lunes, 19 de agosto de 2013

La Hispanidad como Nacionalidad Histórica




El siguiente texto es un fragmento del artículo titulado “La Hispanidad, una identidad histórica”, de José Ramón Molina Fuenzalida, profesor titular de la Universidad Santiago de Chile, publicado en el diario digital chileno El Mercurio, el 13 de octubre de 1998.


Por José Ramón Fuenzalida


“Hispanoamérica ha entregado muchas contribuciones propias y originales a la cultura occidental, manifiestas, por ejemplo, en los valiosos aportes realizados en los ámbitos del arte y de la literatura, que junto a su apreciable producción en los demás campos culturales, han concurrido a configurar en el tiempo un modo hispanoamericano de ser en el mundo occidental (…) La hispanidad define esencialmente nuestra identidad histórica”.

A través de su conquista por España, América se integró efectivamente al curso de la historia universal, dentro del contexto cultural del occidente cristiano. Porque, con la llegada de los españoles, la cultura occidental comenzó a penetrar en la región, dado el hecho determinante de que en aquel tiempo España era nación principal y guía espiritual de occidente. Por lo mismo, el hallazgo del nuevo mundo representó para España, por sobre todas las cosas, la más amplia posibilidad de expansión de la cultura occidental, que se cumplió mediante el proceso de culturización, introduciendo en el continente americano el idioma castellano, la religión católica y los conceptos básicos de su civilización. En efecto, más allá del afán de dominio sobre las nuevas tierras y de la explotación de sus enormes riquezas, a España entonces la inspiró el preclaro propósito de proyectarse históricamente a sí misma allende sus fronteras, expandiendo la presencia de su lengua, de su religión, de sus tradiciones, de sus valores y de sus instituciones en el espíritu virgen de los pueblos amerindios.

América fue conquistada con la espada, pero principalmente con la cruz. La sangre ibérica no despreció a la sangre aborigen, sino que se fundió con ella para fecundar y potenciar a los pueblos hispanoamericanos. España consideró a los indígenas como iguales ante el derecho y les ofreció el orden de principios y fines de la cristiandad. Esta vigorosa inyección de sangre y cultura, producto de la conjunción de conquista y evangelización, fue lo que hizo posible que América pasara culturalmente del pensamiento puramente mítico al pensamiento simbólico, de la anarquía linguística a la unidad idiomática en el castellano, de los signos y caracteres elementales al alfabeto y a la imprenta, de los sacrificios humanos a la fe católica.

La conquista evangelizadora adquirió diversas formas, de acuerdo con las características culturales que originariamente presentaron los distintos pueblos americanos, buscando siempre conciliar los rasgos de la identidad cultural primaria de cada pueblo aborigen con las concepciones de la civilización occidental cristiana que inspiraron la acción de los descubridores. Esta empresa, fundamentalmente colonizadora y misionera, no ignoró ni aniquiló a las culturas autóctonas, sino que, por el contrario, las respetó y cobijó, permitiendo que los pueblos sometidos mantuvieran muchas de sus tradiciones y costumbres, excluyendo naturalmente aquellas que eran irreconciliables con los valores esenciales de la cultura occidental.

Desde entonces, la presencia hispana está tan profundamente arraigada en la sangre, en el alma, en la lengua y en la historia de nuestros pueblos, que la idea misma de América es absolutamente impensable al margen de España. Desde entonces, la unidad cultural de los pueblos hispanoamericanos se funda en una trayectoria común de adscripción inclaudicable a los valores capitales de occidente. Desde entonces, hasta nuestros días, Hispanoamérica ha entregado muchas contribuciones propias y originales a la cultura occidental, manifiestas, por ejemplo, en los valiosos aportes realizados en los ámbitos del arte y de la literatura, que junto a su apreciable producción en los demás campos culturales, han concurrido a configurar en el tiempo un modo hispanoamericano de ser en el mundo occidental, porque, al interior de este último, Iberoamérica no ha sido una entidad pasiva, sino un sujeto histórico activo que ha desarrollado una capacidad creadora situada muy por encima de la disposición puramente asimiladora, tanto que, en la actualidad, occidente resulta difícil de entender en plenitud sin considerar el singular e importante concurso de nuestra América española. Desde entonces, más allá de las distancias físicas y de las diferencias de clima, de población, de progreso o de posiciones políticas circunstanciales, viene forjándose sólidamente una gran comunidad hispanohablante, la comunidad de espíritu y de destino que denominamos hispanidad, que hoy no comprende únicamente la españolidad, sino también la chilenidad, la cubanidad, la argentinidad, la peruanidad, la colombianidad, la mexicanidad y la condición cultural de la totalidad de los pueblos de Hispanoamérica.

Así concebida, la hispanidad se nos revela como una forma de nacionalidad superior, plenamente compatible con la nacionalidad natural de cada uno de nosotros. De tal forma que el Nacionalismo Chileno, como el paraguayo, el venezolano, el uruguayo o el de cualquier otro país hispanoamericano, en su más profundo y amplio sentido, ha de ser además nacionalismos hispánicos, esto es, nacionalismos que reafirmen con orgullo y sin reservas nuestra raza, nuestra lengua y nuestra fe, desplazando las posturas indigenistas y los criollismos estrechos que exaltan errónea y extemporáneamente las ficciones de la leyenda negra. La hispanidad define esencialmente nuestra identidad histórica.