domingo, 29 de diciembre de 2013

Sobre la Tarea Revolucionaria




Por el Emboscado


La historia nos enseña que su estructura es circular y cíclica, de forma que existen periodos de crecimiento y de decadencia que dan lugar a nuevos comienzos que son, en definitiva, la conclusión de los ciclos que les precedieron. Esta concepción de la historia ha sido expresada a lo largo del tiempo de muy diferentes y variadas formas por distintos pensadores, lo que ha servido para reconfigurar una antigua, aunque siempre renovada, concepción de la historia.[1] La historia se caracteriza, por tanto, por su movimiento circular y cíclico con una sucesión aleatoria, paisajista e irracional de diferentes hechos que se enmarcan dentro del movimiento cíclico global de esta.

Aunque el movimiento de la historia siempre es el mismo debido a su estructura circular, el contenido siempre es diferente pues lo único que hay de idéntico es la sucesión de los diferentes ciclos que la componen. Sin embargo, esta noción de la historia tiende a caer en cierto determinismo que constituye en gran medida la base de su crítica a las concepciones lineales de la historia. En la historia se dan irremisiblemente fases que no pueden ser eludidas en modo alguno, de manera que se produce un desarrollo impersonal de los acontecimientos que sobrepasa a las individualidades que los protagonizan o padecen. En este sentido el ser humano es más un objeto que un sujeto de la historia al estar determinado por unas fuerzas que le preceden, y por tanto por una estructura histórica que lo conduce irremisiblemente hacia situaciones de las que no puede sustraerse.

Pero en la práctica el futuro siempre está abierto y es susceptible de ser cambiado, lo que depende de la voluntad del ser humano para convertirse en su moldeador y por tanto en el constructor de su propia historia. De esta forma un nuevo comienzo depende no tanto del desarrollo impersonal de la historia y de su estructura circular sino de la voluntad, aunque también de la capacidad, del ser humano para dar lugar a nuevos comienzos que pongan fin a ciclos precedentes. En lo que a esto respecta revolución es etimológica y realmente “re-volver”, regresar a los orígenes. Significa una ruptura cualitativa con la esencia y naturaleza del presente para completar su ciclo y dar lugar a un nuevo comienzo. Así pues, la revolución, por medio de la inversión, acelera el proceso de decadencia para darle fin, y así, cerrar el ciclo.

La agudización del carácter disolvente y decadente del presente conlleva, por efecto de acumulación cuantitativa, un salto de nivel que constituye un cambio cualitativo en la realidad. La revolución conlleva la precipitación de la realidad hasta el punto catártico que señala el paso revolucionario cíclico.

La revolución se opone por su propia naturaleza y contenido a la perpetuación del presente bajo formas renovadas. La revolución, por definición, es una ruptura con el presente para dar lugar a un nuevo comienzo. Al tratarse de una ruptura cualitativa con el presente contra el cual se opone lo empuja al mismo tiempo para precipitar su definitiva caída. Por así decirlo constituye el proceso de disolución del presente a través de su inversión con el que iniciar un nuevo ciclo. Su carácter transformador se refleja en este rasgo a la vez destructivo y creador que permite regresar a un origen que siempre es un nuevo comienzo cualitativamente distinto.

La revolución no es, y no puede ser, un bastón sobre el que apoyarse o una ilusión que únicamente sirva para, en el plano personal, sobrellevar el día a día de un presente decadente, enfermizo y desestructurador. Una noción así de la revolución es por sí misma contrarrevolucionaria al contribuir a mantener la esencia del presente, al mismo tiempo que constituye el reflejo de una debilidad latente de quien ya está o se sabe derrotado al considerar la revolución como algo irrealizable. Semejante noción de la revolución es limitativa en tanto en cuanto queda relegada a la condición de un sueño, de una válvula de escape que no asume la tarea de que cuando la revolución es irrealizable la labor de todo revolucionario es hacer que deje de serlo para convertirla en una posibilidad real. La revolución no se plantea como meta pensada a partir de la realidad inmediata, y por tanto no se plantea si ella es realizable o no en ese presente inmediato, sino que centra sus esfuerzos en crear las condiciones propicias para que la revolución se convierta en una posibilidad real y no se quede en un mero deseo o aspiración.

La vieja disyuntiva entre reforma y revolución se desarrolla en estos mismos términos entre lo posible y lo deseable. Mientras que la reforma convierte lo posible en deseable la revolución consiste en convertir lo deseable en posible. Si la reforma constituye una mejora de las condiciones inmediatas del presente, sin alterar su naturaleza, la revolución significa la ruptura cualitativa con el presente y su naturaleza para hacer posible un nuevo comienzo que ponga fin, a su vez, al ciclo que le precedió para iniciar así uno nuevo. Por este motivo la revolución es ya una posibilidad real cuando es pensada desde sí misma, como proyecto transformador y rupturista de la realidad inmediata, para adecuar los medios precisos disponibles en el presente para su realización exitosa. La revolución ya es una posibilidad desde el momento en el que la acción está encaminada a su consecución.

Pero no hay revolución posible si no hay un trasfondo de conciencia revolucionaria como tal, pues la revolución misma es la expresión de la voluntad de quienes están determinados a realizarla más allá de las posibilidades que a nivel inmediato ofrece la realidad presente. En este sentido la revolución es el deber moral de quienes son portadores de unas convicciones de naturaleza antagónica a aquellas sobre las que se funda la realidad inmediata.[2] Por este motivo cualquier lucha revolucionaria en los términos antes precisados constituye una lucha en la que lo importante, más allá de la realización de la ruptura revolucionaria que haga posible un nuevo comienzo, es la lucha misma que da vigencia a través de la acción revolucionaria a esas mismas convicciones que se aspira a materializar mediante la construcción de un mundo nuevo.[3] Es más, esas convicciones ya se materializan desde el momento en que el revolucionario las pone en práctica consigo mismo a través de su lucha, pues los ideales y las convicciones solo existen, y por tanto solo tienen vigencia, en la práctica, cuando son vividos. Debido a esto la revolución exige una ética y un estilo que se manifiestan en la experiencia cotidiana a través de una forma de vida que obedece a esas mismas convicciones, y que por tanto reflejan una coherencia entre la teoría y la práctica revolucionarias.

Si la reforma perpetua la naturaleza del presente bajo diferentes formas, y con ello perfecciona y prolonga en el tiempo un estado de cosas existencialmente opresivo, la revolución conlleva la ruptura cualitativa que provoca un nuevo comienzo, con el que da lugar a una apertura espacio-temporal a nuevas e ilimitadas posibilidades sobre un futuro aún por determinar. Lo importante para la revolución es la transformación del mundo, pero su transformación es imposible si no se conoce ese mismo mundo que se aspira a cambiar para, de este modo, adecuar los medios a los fines perseguidos con los que crear las condiciones que permitan la revolución misma.

Para un revolucionario lo importante en primer lugar es la lucha misma a través de la que  establece una coherencia entre fines y medios, entre teoría y práctica, que se plasman en una ética y en un estilo que articulan una forma de vida que dota de plena vigencia a aquellas convicciones que lo inspiran. Así es como ese mundo nuevo que se aspira conseguir comienza a estar en vías de construcción. Y en segundo lugar la creación de las condiciones necesarias para romper con la naturaleza de la realidad, y con ello sentar las bases que harán posible la revolución, lo cual constituye una posibilidad real cuando su acción está dirigida por la coherencia de la ética y el estilo que le son inherentes además de la adecuación de los medios a los fines perseguidos. De este modo, la tarea revolucionaria consiste en encaminar la acción sin ilusión sabiendo poner por igual la victoria y la derrota, pues lo importante es que las posiciones interiores permanezcan intactas para que en cualquier circunstancia lo que debe ser hecho sea hecho. Esto último es la garantía de que mientras existan revolucionarios exista también una esperanza para la revolución.

[1] Entre los principales pensadores que concibieron la historia de esta manera cabe destacar a Heráclito en AA.VV., Fragmentos, Barcelona, Folio, 1999. Sorokin, Pitirim, Dinámica social y cultural, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1962. Sorokin, Pitirim, Tendencias básicas de nuestro tiempo, Buenos Aires, La Pléyade, 1969. Danilevsky, Nikolay, Россия и Европа. Взгляд на культурные и политические отношения Славянского мира к Германо-Романскому, San Petersburgo, Hermanos Panteleev, 1895. Spengler, Oswald, La decadencia de Occidente: bosquejo de una morfología de la historia universal, Madrid, Espasa, 1998. Toynbee, Arnold, Estudio de la historia, Madrid, Alianza, 1975. Nietzsche, Friedrich, Así habló Zaratustra, Madrid, Alianza, 1998. Vico, Giambattista, Principios de Ciencia Nueva, Barcelona, Folio, 2002.

[2] Cabe apuntar que la realidad actual se caracteriza más bien por una completa y absoluta falta de convicciones que por su existencia.


[3] Esto explica en gran medida la archiconocida frase de Buenaventura Durruti: “Llevamos un mundo nuevo en nuestros corazones”.

sábado, 21 de diciembre de 2013

La Causa de los Pueblos



Por Isidro Juan Palacios


Todos los pueblos tienen derecho a su identidad, a guardarla como es, y a ser ellos mismos. Pero, ¿en nombre de qué podría condenarse la tendencia (natural) de los pueblos a la expansión? La solución no está en la imposición de un orden prefabricado, sino en la recuperación del arraigo (del Espíritu) por medio de un equilibrio, un equilibrio que podría formularse como “Imperio Cultural”, siguiendo la línea de Yukio Mishima. Ese equilibrio, ese Imperio del Espíritu es lo que aquí se propone como vía de realización de la Causa de los Pueblos.

El Imperio Matador

De los años en los que se ensalzaba la obra de los Imperios conquistadores y colonizadores, se ha pasado a la compasión, y más que eso, a la añoranza actual de las civilizaciones ahogadas sórdidamente o destruidas. Es la hora en que se pretende levantar a los muertos. Y es legítima esta posición, porque nadie puede censurar el recuerdo de pasadas herencias, su defensa, o incluso su reconquista. Los pueblos tienen derecho a ser ellos mismos, a buscar sus raíces y a cultivarlas. Pero creer, como lo hacen algunos, que esta fórmula es la única digna de respeto, significa caer en un nuevo modo de ser extremista. En el derecho que cada pueblo tiende a ser diferente, debería entrar tanto el reconocimiento de una propia voluntad defensiva de la simple existencia libre, como también debería ser reconocida (¿por qué no?) la vocación de un pueblo a expandir su diferencia. ¿Quién podría negarlo —en nombre de qué moral— si el mundo ha sido hecho así, en permanente tensión, en continua fuerza, en constante hostilidad? Es cierto que la pérdida de nuestra diferencia nos puede venir por la imposición de un enemigo de gran empuje, pero cuántas veces la caída de un pueblo se ha debido a su merma de calidad interior, a la presencia de una traición frente a sí mismo, frente a su identidad... Sea como fuere, lo que se pretende decir es que si Europa hoy se encuentra amenazada, si la Europa de los llamados países libres se halla colonizada culturalmente por la ideología del American way of life, hace bien en desear o vivir con empeño esa libertad; sin embargo, ¿quién puede lanzar anatemas contra USA por ser lo que es y extenderse? El problema no es tanto censurar a América, como el que Europa permanezca indiferente hacia su derrota interior; viva ignorando sus raíces; crea que el ocio hedonista y el nihilismo es su principal y más atractiva ocupación. Ser antiamericano visceral o psicológicamente es la peor de las defensas. Ser europeo, de vuelta hacia sí mismo, sin importar lo demás demasiado, es la mejor posición: la fuerza de la libertad.

Vencedores y vencidos

Si en algún nivel los principios morales, los de cortesía o de respeto, han quedado tachados, en la mayor parte de las ocasiones, ha sido en la dinámica histórica y a histórica de los pueblos, constituidos, o no, bajo la forma de Imperios. Si los mayas o aztecas lucharon contra los españoles; si los ingleses hicieron la guerra a los chinos; si los americanos rompieron el hermetismo histórico japonés; si el tercer mundo padece todavía una sorda y encubierta colonización gracias a la omnipotencia del Nuevo Orden Internacional de la Información... es una partida de ajedrez que puede quedar siempre en tablas. Nunca como en estos casos, la “verdad” ha presentado dos caras.

El Imperio azteca —sacrificador él— fue inocentemente sacrificado y su civilización borrada del mapa por los españoles, para quienes no existieron dudas de considerar su acción obra de fe y su conquista una hazaña digna de ser levantada orgullosamente. Los ingleses y los americanos no tuvieron escrúpulos en imponer una guerra por motivos estrictamente comerciales, como el caso de la guerra del Opio con China o la forzada apertura del shogunado japonés por la acción cañonera del almirante Perry. Ni la internacional de la comunicación ha tenido pesadillas para transgredir el “principio” de autodeterminación de los pueblos con su tapada colonización cultural, tal y como fuera denunciada por Indira Gandhi, Burguiba y tantos otros presidentes tercermundistas. En efecto, no hay moral en la historia: sólo vencedores y vencidos.

Frente al “proselitismo”

Las causas de los pueblos no podrán resolverse u orientarse nunca en estos términos, en los que se pretende aplicar una moral, casi siempre la moral de quien, por razones de su fuerza, desea que el orbe, de una manera manifiesta o inconfesada, siga sus pautas individuales y unilaterales. La cuestión fundamental será entonces otra. El problema será más bien de equilibrio o de desequilibrio. Y es evidente que la causa de los pueblos estará siempre por la primera de estas expresiones y no por la segunda. Pues el equilibrio es lo único que puede matar a los imperialismos arrasadores y agobiantes. Es el principio que puede enlazar con la idea del “Emperador Cultural” defendida por Yukio Mishima, para quien la médula de la Cultura estaba en la cortesía, esto es: la paz entre quienes viven en belicosa tensión, sin renunciar a ella; el respeto por las formas y diferencias de cada identidad; el apego a lo interior y a las herencias... Equilibrio, como lo entendieron los celtas con su concepción del Imperio Metafísico y que tuvo cierta respuesta en el Medioevo céltico-cristiano, en el que el eje de la unidad vertical no rompía la diversidad, sino que hacía vivir las múltiples diferencias en lo horizontal, en el arraigo, en la tierra. Equilibrio, en fin, como base que enseña a respetar y a respetarse ante todo, y en cuyo diccionario la palabra “proselitismo” sólo aparece secundariamente, autolimitado, desprovisto de violencia, aunque no de espíritu de empuje.

El problema no es tanto censurar a América como que Europa permanezca indiferente a su propia derrota interior. Elogio de la diferencia. Esto ya lo ha comprendido hasta la
Iglesia Católica, la cual, al aceptar que otras formas de espiritualidad, como el Budismo, el Hinduismo o el Islamismo, pueden ser reconocidas como vías de realización e incluso de salvación, se ha visto curiosamente impelida a cambiar su tradicional modo y doctrina misionera. Y es que la llamada causa de los pueblos dice que Dios no tiene un solo pueblo elegido, sino que todos los pueblos lo son, haciéndose así, por lo tanto, merecedores de dignidad.

Superar el provincianismo cultural, mirar el mundo desde una altura cósmica, nos enseña ahora que no sólo los hebreos fueron creados hombres, insuflados espiritualmente; también, y con razón, lo fueron los japoneses, cuyas islas se hicieron con manos de dioses; como, asimismo, los griegos que con sus primitivos juegos olímpicos evocaban la rememoración y reactualización mítica del paraíso terrenal; o los “pieles rojas”, tan hostigados por la codicia y el industrialismo. Nadie puede ser considerado inferior por su diferencia y forzado a una salvación dogmática que no entiende, por extraña. Cada pueblo, como cada ser humano, tiene dentro de sí mismo todo lo que necesita, adecuado a su personalidad desigualizada, y siente la propia llamada. La conclusión que plantea este tema de la cuestión de los pueblos es, por consiguiente, la del arraigo: marchar al reencuentro de las propias raíces y devolver al mundo de las ideologías la utopía de la homogeneidad, porque ésta, cualquiera que sea su signo, es siempre nefasta.

El Arraigo

La pérdida del arraigo de las actuales civilizaciones democráticas no es un problema materialista, sino espiritual. Los pueblos antiguos no tenían establecida una diferenciación entre lo sagrado y lo profano. El Espíritu todo lo penetraba y lo impregnaba. Convivía con el hombre en la casa, en la caza, en la guerra, en la labranza y en la ceremonia religiosa. Era cierto que todos reconocían un más allá absoluto, innombrado e innombrable, silencioso, impresionante, estremecedor, pero el Espíritu salido de aquella distancia penetraba el mundo. Mediante tal arraigo del Espíritu, ya visible o invisible, los pueblos se vinculaban a la creación, se hacían inmanentes, y aprendían a apreciar los bosques, las fuentes y las grutas, a la vez que entendían lo que era la trascendencia y la muerte. El mundo era, así, una manifestación de comunidades de vivos y de muertos no quebradas.

La caída del arraigo

Con las revoluciones que han desacralizado la vida poco a poco, la presencia del Espíritu “ha muerto” y parece como si éste se hubiera desarraigado de la tierra, no por su voluntad, sino por la acción del hombre profano que, con su gesto, ha hecho nacer una suerte de trascendentalismo negativo, esto es, un mandar lejos al Espíritu, sin reconocerle cualquier posibilidad de intervención en la existencia cotidiana.

Pues bien, los pueblos que han sacado de sí ese Espíritu arraigado son los primeros que han perdido su ser y se han hecho etéreos, vacíos. Y desde los siglos XVIII y XIX son estos precisamente —y sobre todo los occidentales— los que han venido arremetiendo contra los pueblos de los campos, considerados antiguos, primitivos, incivilizados, pero curiosamente creyentes aún en la existencialidad del Espíritu anclado en la tierra. La conclusión es que existe un curioso paralelismo: la pérdida del Espíritu, que impregna todo, no apega o vincula más a la tierra; más bien, al contrario, separa de ella a quien vive bajo esta inclinación. Si la profanación del mundo, desacralizándolo, se hizo, consciente o inconscientemente, con la intención de disfrutar más de las cosas, pretendiendo transformar la vida en una especie de paraíso hedonista y ocioso, de feria, el resultado ha sido justo el contrario: la tierra se pierde, se rompen las raíces, nacen las civilizaciones sin arraigo — falsas—, las urbanizaciones, las ciudades que rompen con la naturaleza: los dragones que arrasan y gastan todo cuanto les sale o encuentran a su paso, ya sean paisajes, ya sean lobos, ya sean indios.

lunes, 16 de diciembre de 2013

Aprendiendo a amar a Leni Riefenstahl




Por Slavoj Zizek


La vida y la obra de Leni Riefenstahl, quien murió el lunes a la edad de 101 años, parece prestarse a una cartografía de la autonomía [1], progresando hacia una conclusión oscura. Comienza con los tempranos “mountain films” en los años veinte en los que ella actuaba y después empezó también a dirigir, con su famoso heroísmo y su esfuerzo corporal en las condiciones extremas del alpinismo de montaña. Siguieron con sus documentales notoriamente nazis en los años treinta, celebrando la disciplina corporal, la concentración, y Leni Riefenstahl la fuerza de voluntad en el deporte así como en la política.

Así, luego de la Segunda Guerra Mundial, en sus álbumes fotográficos, ella redescubrió su ideal de belleza corporal y el auto-dominio elegante en la tribu africana Nuba. Finalmente, en sus últimas décadas, ella aprendió el difícil arte de bucear en el mar profundo y comenzó los documentales sobre la extraña vida en las profundidades oscuras del mar.

Obtenemos así, una clara trayectoria de la cima al fondo: empezamos con individuos escabrosos que se esfuerzan por llegar a las cimas montañosas y gradualmente descienden, hasta que alcanzamos la abundancia amorfa de la vida en el fondo del mar. ¿No encontró ella allí abajo su último objeto, el obsceno e irresistible florecimiento eterno de la fuerza de la vida, la vida en sí misma, que es lo que ella estaba buscando desde el principio? ¿Y no aplica esto también a su personalidad? Parece que el miedo de aquéllos que estaban fascinados por Leni no era un “¿Cuándo ella morirá?” sino un “¿puede ella alguna vez morir?” Aunque racionalmente todos sabemos que ella simplemente ha fallecido, nosotros, de algún modo, no lo creemos realmente. Ella seguirá por siempre.

A esta continuidad de su carrera normalmente se le da una torcedura fascista, como en el caso ejemplar del famoso ensayo de Susan Sontag sobre Leni, “Fascinante Fascismo”. La idea es que invariablemente sus películas pre- y pos- nazis articulan una visión fascista de la vida: el fascismo de Leni es más profundo que su celebración directa de la política nazi; reside ya en su estética pre-política de la vida, en su fascinación con los cuerpos hermosos que despliegan movimientos disciplinados. Quizás es tiempo de problematizar este topos. Permítanos tomar la película de 1932 de Leni Das blaue Licht (“La luz azul”), la historia de una mujer de pueblo que es odiada por su rara proeza de subir una montaña mortal. ¿No es posible leer la película de manera exactamente opuesta a como usualmente es interpretada? ¿No es Junta, la solitaria y salvaje muchacha montañesa, una marginada de que casi se vuelve la víctima de un pogromo (no hay ninguna otra palabra apropiado para los lugareños)? (Quizás no es un accidente que Béla Balázs, el amante de Leni en aquel tiempo, que co-escribió el guión con ella, fuera un marxista.) […]

El problema aquí es mucho más general; va más allá de Leni Riefenstahl. Permítanos tomar a el más opuesto a Leni, el compositor Arnold Schönberg. En la segunda parte de Harmonielehre, su mayor manifiesto teórico de 1911, él desarrolla su oposición a la música tonal en términos que, superficialmente, anticipan el posterior aparato antisemita nazi. La música tonal se ha vuelto “enferma”, el mundo “degenerado” necesita de una solución purificadora; el sistema tonal ha cedido ante “las relaciones incestuosas”; los acordes románticos están disminuimos, son “hermafroditas”, “vagos” y “cosmopolitas.” Es fácil y tentador afirmar que semejante actitud mesiánico-apocalíptica es parte de la misma “situación espiritual” que eventualmente dio nacimiento a la solución final nazi. Esta, sin embargo, es precisamente la conclusión que uno debe evitar: Lo que hace al nazismo repulsivo no es la retórica de la último solución como tal, sino la torcedura concreta que da de ella.

Otra conclusión popular de este tipo de análisis, más estrechamente ligado a Leni, es el alegado carácter fascista de la coreografía de las masas, los movimientos disciplinados de miles de cuerpos: los desfiles, las actuaciones de las masa en los estadios, etc. Si uno también encuentra esto en el comunismo, uno bosqueja inmediatamente la conclusión sobre una “solidaridad más profunda” entre los dos “totalitarismos”. Tal formulación, el mismo prototipo del liberalismo ideológico, yerra en el punto. No sólo no son semejantes actuaciones en masa inherentemente fascistas; ellos no son nunca “neutrales”, esperando a ser apropiados por la izquierda o la derecha. Fue el nazismo quien los robó y se apropio de los movimientos obreros, su sitio original de nacimiento. Ninguno de éstos elementos “proto-fascistas” están en el fascismo per se. Lo qué los hace “fascistas” es sólo su específica articulación – o, para ponerlo en los términos de Stephen Jay Gould, todos estos elementos son los “ex-apted” por el fascismo. No hay ninguna fascismo avant la lettre, porque es la propia lettre que compone el bulto (o, en italiano, fascio) de elementos lo que es propiamente el fascismo.

A lo largo de las mismas líneas, uno debe rechazar radicalmente la noción de que la disciplina, del autodominio y el adiestramiento del cuerpo, es inherentemente un rasgo proto-fascista. De hecho, el mismo término “proto-fascista” debe abandonarse: Es un pseudo-concepto cuya función es bloquear el análisis conceptual. Cuando nosotros decimos que los espectáculos organizados de miles de cuerpos (o, digamos, la admiración de deportes que exigen un alto esfuerzo y autodominio como el alpinismo de montaña) son “proto-fascistas”, nosotros no decimos nada estrictamente, apenas expresamos una asociación vaga que enmascara nuestra ignorancia.

Así, cuando hace tres décadas, las películas de kung fu se hicieron populares, ¿no era obvio que nosotros estábamos tratando con una ideología genuina de la clase obrera de jóvenes cuyos únicos medios de éxito eran el entrenamiento disciplinario de sus cuerpos, su única posesión? La espontaneidad y la actitud de indulgencia de “dejarlo ir” pertenece a aquéllos que tienen los medios para permitirse el lujo de ello – aquellos que no tiene nada sólo tienen su disciplina. La “mala” disciplina corporal, si es que lo hay, no es el “entrenamiento en colectividad”, sino, más bien, el jogging y el fisico-culturismo como parte del mito de la New Age de la realización de los “potenciales internos” del yo. (No es ninguna sorpresa que la obsesión con el cuerpo es una parte casi obligatoria del pasaje de los radicales ex-izquierdistas a la “madurez” de la política pragmática: desde Jane Fonda hasta Joschka Fischer, el “período de latencia” entre las dos fases estuvo marcado por el enfoque en el propio cuerpo.) […]

Así, regresando a Leni: Todo esto no significa que uno debe desechar su compromiso nazi como limitado, un episodio infortunado. El verdadero problema es sostener la tensión que aparece a través de su trabajo: la tensión entre la perfección artística de su práctica y el proyecto ideológico “ex-apted”. ¿Por qué su caso debe ser diferente al de Ezra Pound, William Butler Yeats, y otros modernistas con tendencias fascistas que hace tiempo han vuelto a nuestro canon artístico? Quizás la búsqueda por la “verdadera identidad ideológica” de Leni Riefenstahl está mal conducido. No hay tal identidad quizás: Ella se arrojó auténticamente alrededor de lo incoherente, se cogió en una telaraña de fuerzas contradictorias.


¿No es, entonces, la mejor manera de señalar su muerte el tomarse el riesgo de gozar plenamente una película como Das blaue Licht, qué contiene la posibilidad de una lectura política de su obra de una manera totalmente distinta al del punto de vista prevaleciente?

viernes, 6 de diciembre de 2013

Mandela: Cómo convertir a un terrorista en héroe



Que el cine es un instrumento de opresión ideológica y de lavado de cerebro no es un secreto para nadie. Y si no que se lo digan al cine español, que viene haciendo exactamente eso. En España, fechorías como la de la “memoria histórica” jamás hubieran sido posibles sin la manipulación de masas que ha supuesto el cine español en los últimos años. Eso sucede también a nivel internacional y un buen ejemplo de ello es la película Invictus, que da una imagen completamente distorsionada de uno de los iconos de la progresía -y también de los liberales- de todo el mundo:Nelson Mandela. La película supone un serio intento de consolidar al antiguo líder del Congreso Nacional Africano (CNA) como un ídolo moderno.

Clint Eastwood relata en Invictus el triunfo del equipo sudafricano de rugby liderado por François Pienaar en la Copa del Mundo de rugby. El triunfo queda asociado a la figura de Nelson Mandela, que da a los miembros del equipo los uniformes verdes y amarillos, símbolo de la “Nueva Sudáfrica” post-apartheid. El hábil gesto de Mandela le ganó el apoyo de muchos sudafricanos blancos y consiguió que buena parte de la población le identificara con los colores nacionales. Sin embargo esto no es todo, ya que tan solo se trataba de un mero gesto en el océano de la violencia marxista que asolaba la Sudáfrica de entonces.

La película edifica toda su estrategia de manipulación sobre los estereotipos raciales políticamente correctos de los blancos fanáticos y crueles y los negros oprimidos y bondadosos. Se trata de un estereotipo ya recurrente en el cine y en los medios en general, muy empleado en la guerra de propaganda que ciertas fuerzas -especialmente interesadas en la progresión del Nuevo Orden Mundial- emplean contra Occidente. En estas coordenadas, pronto resulta evidente que detrás de Invictus, una película magistralmente llevada y de enorme belleza cinematográfica, hay una clara intencionalidad política.


Primero, lo más sorprendente es la manera en que el triunfo se vincula a la figura de Nelson Mandela, por entonces solo un astuto político más al servicio del imperialismo soviético. Su estrategia de apoyo al equipo de rugby, en contra de las intenciones de su propio partido, constituyó un movimiento genial que, si bien aparece en la película, ignora deliberadamente el contexto complejísimo de la Sudáfrica de entonces. Eastwood no puede -no puede honestamente- separar la figura de Mandela de los treinta años de terrorismo y violencia por parte su CNA. En este sentido, la película recurre a reiterados flashbacks del encarcelamiento de Mandela en la isla de Robben, un lugar donde, según la película, parece que Mandela fue a parar por oponerse al apartheid. De manera subrepticia, se oculta que otros personajes de la Sudáfrica de entonces, como el obispo Desmond Tutu, se opusieron igualmente al apartheid sin ser jamás encarcelados. Entonces, ¿por qué fue encarcelado Mandela? El hecho es que Madela no recibió siquiera el apoyo de Amnistía Internacional ya que, pese a cometer numerosos crímenes violentos, habia tenido un juicio justo y había sido razonablemente sentenciado.

Mandela era el dirigente del brazo armado del CNA y del Partido Comunista de Sudáfrica, el célebre “Umkhonto we Sizwe”. Fue hallado culpable de 156 actos de violencia pública que incluían oleadas de atentados con bomba, muchos de ellos en lugares públicos, como el atentado de la estación de ferrocarril de Johannesburgo. Pese a que el presidente Botha ofreció a Mandela la libertad en varias ocasiones si renunciaba a la violencia, su ofrecimiento siempre fue rechazado. La película transmite la idea de que los negros tienen todo que perdonar a los blancos y que este es el fin de la historia. No se dice una palabra de las décadas de violencia espantosa del CNA no solo hacia los blancos sino hacia otros negros que no pertenecían al CNA. 

La Sudáfrica del apartheid, pese a todos sus defectos, atraía a dos millones de trabajadores de las naciones vecinas, muchas en poder de regímenes marxistas, fracasados y sanguinarios. La película silencia las bombas en los grandes almacenes o incluso en instalaciones nucleares, la supresión de críticos y opositores o el terrible necklacing -la especialidad de las guerrillas de CNA- en el que la gente, con frecuencia otros negros, eran quemados vivos con un neumático en torno al cuello incendiado con gasolina. Por entonces, los terroristas de Mandela asesinaron y torturaron a miles de campesinos blancos para, más tarde, reintegrarse en el Ejército Sudafricano actual, sin que ninguna plañidera internacional haya pedido un “ajuste de cuentas” como se hace con Chile o Argentina. Por muchísimo menos de lo que Mandelahizo en su día, Hamas o Hizbolah son tildadas de “terroristas” en todo el mundo occidental.

Tampoco habla la película del apoyo de Mandela y su partido a regímenes así mismo sanguinarios como el régimen castrista, el de Robert Mugabe o el régimen chino. Aunque Invictus liga la victoria del equipo de rugby a la figura de Mandela, no hace igual, como correspondería en justicia, con el crimen galopante y la ruina de la economía. En la película, solo durante un momento Mandela mira los titulares de un periódico en el que se habla de crimen y ruina económica. 

Esto no hace justicia en absoluto a la situación real: de hecho, durante los 46 años de gobierno del Partido Nacional, 18.000 personas murieron en tumultos, atentados o en calidad de víctimas de la policía o el ejército. La cifra contrasta con las 20.000-25.000 personas que mueren todos los años en la actual Sudáfrica, en tiempo de paz, convertida en uno de los países más violentos del mundo. Además, la Sudáfrica del apartheid, abominada por todos, se hallaba entonces en una situación económica que hoy debería de envidiar: pese a estar entonces acosada por el bloque soviético en un amplio frente subversivo y por las sanciones de los EEUU y sus aliados, pese a sostener una guerra instigada desde Cuba en su frontera, el Rand era mucho más fuerte de lo que es hoy. 

La Sudáfrica de Nelson Mandela, sin ninguno de esos problemas, es ya un gigantesco fiasco económico y ha dejado de sacar las castañas del fuego a los países circundantes que, dicho sea de paso, cuentan con todas las bendiciones de la comunidad internacional de naciones “democráticas”.
Por último, queda por señalar el giro copernicano impuesto por el gobierno de Mandela en lo moral. De hecho, precisamente él y sus camaradas del CNA son quienes legalizaron en Sudáfrica cuestiones como el aborto -legal desde el 1 de febrero de 1997-, la pornografía y el juego. Nada de esto sale en la película, por supuesto. Como tampoco sale -ha sido completamente distorsionado- la importancia que para los componentes de aquél equipo de rugby tenía su fe cristiana. 
Sorprendentemente, y pese a que la película indica justo lo contrario, es un hecho constatable que aquél histórico equipo oraba tras cada victoria en el terreno de juego. El propio líder del equipo, François Pienaar, declaró en una entrevista a la BBC en 1995 tras la victoria que, cuando sonó el silbato que indicaba el final del encuentro “me puse de rodillas. Soy cristiano y quería decir una rápida plegaria por hallarme en aquél acontecimiento maravilloso y no solo por ganar. De repente, todo el equipo estaba en torno mío; fue un momento especial”.
Toda este simplismo a la hora de tratar una situación incomprensible sin conocer el contexto africano de entonces, la guerra fría y el papel del CNA en la subversión de todo el Sur de África, solo puede entenderse como un acto de pura propaganda, encaminada a fabricar un falso héroe a la medida de los intereses de la mundialización.
Extraído de: http://elsilenciodelaverdad.wordpress.com/2012/07/18/mandela-como-convertir-a-un-terrorista-en-heroe/

martes, 3 de diciembre de 2013

Mercado y Sociedad de Consumo




Por el Emboscado


Históricamente, la guerra ha proporcionado al Estado la mejor oportunidad para expandirse y consolidarse, pues la preparación de la guerra y la consecuente organización de la coerción ha traído consigo la creación de las principales estructuras y componentes del Estado para la extracción de los recursos con los que afrontar los gastos que ella acarrea.[1] Debido a esto, y unido al progresivo encarecimiento de la actividad bélica como consecuencia de su evolución tecnológica,[2] las elites dominantes han desarrollado estrategias diferentes para extraer los medios para la guerra.

De un modo u otro los Estados nación han terminado instituyendo el derecho a la propiedad privada en los medios de producción, y con ello han reestructurado y reorganizado el conjunto de las relaciones sociales al transformar las formas de producción. El reconocimiento de la propiedad privada ha tenido unos efectos sociales, económicos, culturales y políticos de gran envergadura al haber contribuido a reforzar el poder del Estado tanto a nivel interno como externo.

La búsqueda de la superioridad militar del Estado frente a las demás potencias exigió la reforma estructural de la sociedad para una mejor y mayor extracción de los recursos necesarios. La propiedad privada facilitó y mejoró esta extracción al establecer el trabajo asalariado como nueva forma de explotación de la sociedad. Así fue como pudo ampliarse el mercado en proporciones colosales en la medida en que los trabajadores comenzaron a producir para este a cambio de un salario. De esta manera la actividad capitalista sirvió para monetizar la economía y la sociedad con el doble objetivo de: por un lado desarrollar la acumulación de capital preciso para que el Estado, en caso de necesidad, pudiera recurrir a los créditos de los capitalistas, y por otro para recaudar los impuestos en dinero.

Al mismo tiempo que los trabajadores comenzaron a recibir un salario a cambio de su trabajo se convirtieron en consumidores al tener que acudir al mercado para adquirir los bienes y servicios necesarios, lo que a la larga conllevó un incremento sustancial de la actividad económica que permitió al Estado gravar todas las transacciones e incrementar así sus ingresos. Asimismo, la monetización de las relaciones sociales facilitó la labor recaudatoria del Estado que pudo así gravar las rentas del trabajo de los asalariados al establecer como obligatoria la cotización a la Seguridad Social, que en el caso del Estado español fue instituida por el régimen fascista con la Ley 193/1963. El Estado se ha convertido de esta forma en el principal y mayor explotador al apropiarse de una parte sustancial de la riqueza de todos los trabajadores asalariados, hasta el punto de que la carga tributaria total que padece un asalariado medio a causa de los impuestos directos e indirectos sobrepasa el 40% de sus ingresos brutos.[3] Esto es lo que explica que de media los Estados desarrollados se apropien de un 50% del PIB.

Por medio de organismos como la Seguridad Social el Estado se ha dotado de un descomunal poder económico y financiero con el que costea los gastos militares, pero también los relacionados con la represión policial a nivel interior. Todo ello viene a corroborar la íntima relación entre impuestos y el pago de los medios de coerción con los fondos así recaudados. La relación entre tributación y coerción fue puesta de manifiesto por Norbert Elias al destacar que el monopolio fiscal y el monopolio de la violencia representan dos caras de la misma moneda, y por tanto aspectos de la misma realidad que encarna el Estado.

“La sociedad de lo que denominamos la edad moderna está caracterizada, ante todo en occidente, por un cierto nivel de monopolización. El libre uso de armas militares le es denegado al individuo y queda reservado a una autoridad central de la índole que sea, y el cobro de impuestos sobre la propiedad o ingresos del individuo está, así mismo, concentrado en manos de una autoridad social central. Los medios económicos que de este modo fluyen hacia la autoridad central mantienen su monopolio sobre la fuerza militar, mientras que ésta a su vez mantiene el monopolio sobre la tributación. Ninguno de los dos tiene preeminencia sobre el otro en ningún sentido, son dos lados del mismo monopolio. Si uno de ellos desaparece el otro le sigue automáticamente, aunque el gobierno monopolista pueda en ocasiones quebrantarse más en uno de los lados que en el otro”.[4]

La propiedad privada, en la medida en que transformó la organización social del trabajo, no sólo expandió y desarrolló el mercado sino que dio lugar a un contexto de creciente actividad económica con el aumento de la producción, y con ello generó la riqueza precisa para costear los crecientes gastos militares y represivos del Estado. En este sentido la propiedad privada, el mercado y en general el capitalismo han facilitado la labor extractora del Estado al poner a su disposición la riqueza producida por los trabajadores asalariados. Todo esto demuestra que cuanto mayor es la concentración de coerción mayor es la concentración de capital necesaria para que el Estado pueda financiar los medios para preparar y hacer la guerra, y por tanto mayor será la explotación económica sobre la sociedad a la que se le extraerá la riqueza por ella producida.

Con la imposición de la propiedad privada en los medios de producción se obligó a los trabajadores a recurrir al mercado para adquirir los bienes y servicios necesarios, lo que supuso la imposición de un modelo de sociedad en el que no existe ya el lazo social, donde han quedado destruidas las redes de solidaridad y apoyo mutuo fruto de unas nuevas relaciones sociales mediatizadas por el dinero y cada vez más deshumanizadas. A lo anterior hay que añadir que todo ello se ha visto agravado por la acción del ente estatal al encargarse de asumir un número creciente de funciones que antes la sociedad satisfacía por sí misma. El resultado final es una sociedad atomizada en la que las personas apenas se relacionan entre sí para hacerlo individualmente con el poder.

Pero la coerción no es suficiente para el mantenimiento de un sistema existencialmente opresivo, es necesario el consentimiento de la mayor parte de la sociedad. De este modo la sociedad de consumo es algo más que el corolario de una economía de mercado capitalista, es la mercantilización de todas las esferas de la vida humana con una finalidad que sobrepasa lo meramente económico y que en modo alguno se reduce a proveer de mayores ingresos al Estado y a los capitalistas. La sociedad de consumo como tal, en tanto en cuanto su base reside en la permanente inducción de necesidades artificiales, consiste en la degradación moral y en el vaciamiento interior del sujeto hasta la completa aniquilación de aquello que es específicamente humano en él: la capacidad reflexiva, la libertad interior, la sociabilidad, etc… El sujeto queda reducido a la condición de homo œconomicus preocupado únicamente en satisfacer su bienestar material y sus instintos más primarios.

La sociedad de consumo es el totalitarismo de nuestro tiempo en el que la publicidad, cada vez más agresiva e intrusiva, viola flagrantemente la libertad de conciencia del sujeto. En este tipo de sociedad al sujeto le es negada la posibilidad de autoconstruirse como persona al ser moldeado desde el exterior por el constante bombardeo de una publicidad cada vez más apabullante y avasalladora.[5] La creciente sofisticación y refinamiento de la publicidad como instrumento de dominación ideológica y cultural hacen de ella un mecanismo eficaz para crear el consentimiento y la legitimidad necesarias para la conservación del orden establecido. Por medio de la publicidad no sólo se induce artificialmente el consumo que mantiene engrasada la maquinaria productiva, sino que al mismo tiempo se le impone al sujeto unas metas culturales, unos gustos y un estilo de vida que se concretan en unas pautas de comportamiento acordes con las exigencias e intereses del poder. La elite dominante ha conseguido crear así una sociedad compuesta por individuos que piensan, sienten y son como ella quiere.

La publicidad, como instrumento de propaganda, demuestra ser un componente de vital importancia del poder ideológico para la reproducción cultural y social del sistema establecido. Los estereotipos y estilos de vida difundidos por la publicidad ejercen un papel adoctrinador que sólo guarda parangón con el sistema educativo y aleccionador. La subcultura comercial, junto a todos los clichés difundidos por la propaganda del mercado, no es otra cosa que la puesta en práctica de una estrategia política de gran calado que, como aquella que en su momento pusieron en práctica los emperadores romanos mediante la distribución de bienes y placeres a través del “panem et circenses”, tiene como finalidad la corrupción moral de la sociedad para destruir toda oposición y resistencia.

La destrucción de lo humano como uno de los objetivos principales del Estado para conseguir el completo sometimiento de su población ha alcanzado, o está muy cerca de alcanzar, sus dimensiones y posibilidades teóricas a través de la propaganda masiva, lo que constituye un éxito arrollador del sistema vigente. La manipulación de las emociones a través de toda clase de medios audiovisuales (radio, televisión, Internet, etc…) y la anulación de la capacidad reflexiva del sujeto han llegado a cotas inimaginables. Todo ello ha servido para generar percepciones distorsionadas de la realidad acordes con los intereses estratégicos del Estado, y que en muchos casos se manifiestan en diferentes formas de fanatismo como lo demuestran las religiones políticas, el hooliganismo, los seguidores de estetócratas de diverso tipo (cantantes, actores, etc…), etc…


La sociedad de consumo demuestra ser un importante sostén del Estado y de su militarismo en una doble vertiente: económica, al favorecer la actividad comercial en grado superlativo para proveer al ente estatal de sus correspondientes ingresos con los que pagar los medios para la guerra; e ideológica, al crear las condiciones de consentimiento social que impiden la contestación y oposición al sistema establecido.

[1] Tilly, Charles, Coerción, capital y los Estados europeos, 990-1990, Madrid, Alianza, 1992, p. 46

[2] Mcneill, William H., La búsqueda del poder: tecnología, fuerzas armadas y sociedad desde el 1000 D.C., Madrid, Siglo XXI, 1988

[3] Rodrigo Mora, Félix, El giro estatolátrico. Repudio experiencial del Estado de bienestar, Alicante, Maldecap, 2011, p. 39

[4] Elias, Norbert, Power and civility. The Civilizing Process, Nueva York, Pantheon, 1982, vol. 2, p. 104

[5] Eguizábal, Raúl, Industrias de la conciencia: Una historia social de la publicidad en España (1975-2009), Barcelona, Península, 2009

Pablo Escobar: Un capo de culto



Por Rafaél Croda


Para las autoridades colombianas y para el mundo Pablo Escobar era un asesino sin escrúpulos, el jefe de un poderoso cártel que puso en jaque al Estado. Para los habitantes de los barrios más pobres de Medellín, en cambio, el capo fue un benefactor a quien rinden culto y al cual han convertido en un santo, como ocurrió con Jesús Malverde en Sinaloa. A 20 años de la muerte del Patrón, su tumba es ahora un lugar obligado de peregrinación.

Desde hace 20 años la tumba 032-7-1 del cementerio Jardines Montesacro de Medellín no ha dejado de tener flores frescas y visitantes. A ella se acercan cada día decenas de curiosos, turistas y personajes del ámbito popular en lentes oscuros, circunspectos, que llevan a cuestas su devoción por el difunto.

Muchos le rezan, tallan la lápida y dicen que hace milagros –afirma la empleada administrativa del cementerio, Silvia Restrepo.

El sitio de peregrinación es la tumba del narcotraficante Pablo Escobar Gaviria, quien este lunes 2 cumplirá 20 años de muerto. Convertido en un mito y un capo de culto para amplios sectores marginales de su natal Medellín, es visto por éstos como un modelo, como un bandido icónico capaz de hacer que las “vueltas” del bajo mundo –desde el envío de un cargamento de cocaína a México hasta un homicidio por encargo– salgan bien.

Hace un mes sus familiares mandaron remodelar la tumba. Se trata de un espacio de cinco metros cuadrados a un costado de la iglesia del cementerio y sobre el cual ahora se tiende una capa de grava blanca de la cual sobresalen dos lajas y un bonsái.
Es un diseño austero pero digno del Patrón, a quien acompañan en su última morada sus padresHermilda y Abel; su hermano menor, Luis Fernando; su tío Juan Manuel Escobar; su nana Teresa Vergara y su guardaespaldas Alfonso de Jesús Agudelo, Limón, quien murió con él en un enfrentamiento con la policía.

Antes de la remodelación del mausoleo familiar, al pie de las siete lápidas de mármol verde sólo había pasto. Con frecuencia el jardinero encargado del mantenimiento del lugar encontraba entre la hierba casquillos y municiones. Desde que desapareció el pasto del módulo central, los casquillos son arrojados tras la lápida de Escobar.
Por aquí se encuentra uno de todo. Drogas, mariguana, polvito blanco que le arrojan a su tumba esas gentes (narcotraficantes, delincuentes); muchas balas, estampitas del Santo Niño de Atocha y mensajes de gracias por favores recibidos –dice a Proceso un trabajador del cementerio quien se identifica como Andrés–, pero eso no le gusta a su familia y por eso limpian diario.

Un hombre de unos 40 años con lentes Ray-Ban de gota, tenis amarillos y gorra café llega a visitar la tumba. Permanece en silencio frente a la lápida de Escobar 10 minutos, al cabo de los cuales se persigna y se retira. Más tarde llega un grupo de turistas en un pequeño autobús. Todos posan para la foto junto a la sepultura del abatido jefe del Cártel de Medellín.
Juan Carlos Velázquez, sacerdote dedicado a trabajar con jóvenes de las pandillas de Medellín, considera que desde la muerte de Escobar la figura del capo ha vivido “un proceso de mitificación el cual lo tiene convertido en una leyenda: es el modelo a seguir para la masa reprimida, olvidada, para los delincuentes de las comunas que no encuentran otra salida y se ven abocados al narcotráfico y al sicariato.

“Ellos lo ven como un santo y un personaje que, de la pobreza, llegó a ser uno de los hombre más ricos del mundo (con una fortuna de tres mil millones de dólares, según la revista Forbes)”.

–¿No le preocupa la religiosidad distorsionada que Pablo Escobar suscita entre esos jóvenes? –preguntamos al sacerdote.
–No me escandalizo –afirma–. Son jóvenes que nunca han tenido una formación en la fe y han buscado su propia religiosidad. Si Pablo Escobar es visto como un santo es porque para ellos es una figura cautivadora con plata y poder y relativizó criterios morales y religiosos. Relativizó el robo, el asesinato, como muchos de ellos lo hacen.
El politólogo colombiano Gustavo Duncan, estudioso del narcotráfico, considera que Escobar se ha convertido “en el Malverde paisa (forma popular para referirse a los oriundos del departamento de Antioquia, cuya capital es Medellín)”. Los bandidos paisas le rinden culto y lo veneran, como los delincuentes del noroeste mexicano con Jesús Malverde.
Bandido social

Para Duncan, Escobar fue “un bandido social y debe ser comprendido en esos términos. Fue alguien que organizó a los bandidos rasos de las comunas (las barriadas pobres de Medellín), los sacó de robar bancos y carros y los convirtió en delincuentes de primer orden a su servicio”.
“Escobar”, explica, “asumió el control de quienes manejan la violencia y lo hizo además con una aspiración de dominación social y control político. A través de los bandidos de barrio repartía plata en las comunidades y ante ellas asumía funciones de autoridad.
“Ocupó los vacíos que dejó el Estado, les prometió a esos sectores excluidos que a través del crimen obtendrían lo que nunca han tenido. Y lo cumplió. Por eso era demasiado poderoso. Era una fuerza criminal, social, política y económica.”
–¿En ese sentido fue un mafioso innovador? –preguntamos al autor del ensayo Una lectura política de Pablo Escobar.
–¡Claro! Fue uno de los tipos más talentosos del siglo XX. Él inventó esa superestructura en Medellín y él decide usar esa fuerza no sólo para someter a los narcotraficantes y hacer funcionar su negocio de exportación de droga, sino inclusive para declararle la guerra al Estado.
Además de ser un pionero en la industrialización del negocio de la cocaína, la cual según estudios le generó a Colombia al menos 18 mil millones de dólares en los ochenta –equivalentes a 3.6% del producto nacional de la época–, Escobar usó la base social que creó en Medellín para hacerse elegir congresista en 1982.
El entonces ministro de Justicia, Rodrigo Lara Bonilla, emprendió una cruzada en su contra hasta lograr, en octubre de 1983, que la Cámara de Representantes (diputados) le retirara el fuero para juzgarlo por los homicidios de dos policías, lo que lo obligó a anunciar su retiro de la política.
El 30 de abril de 1984 Lara Bonilla fue asesinado por dos sicarios de Escobar en Bogotá en una acción que marcó el principio de una guerra del jefe del Cártel de Medellín contra el Estado colombiano y la cual se prolongó casi una década. El entonces presidente Belisario Betancur respondió ante el homicidio de su ministro de Justicia con la reactivación de un tratado de extradición con Estados Unidos. El capo y sus socios se convirtieron en objetivos de la justicia estadunidense, lo que dio un sentido político a la narcoguerra contra el Estado.
“Preferimos una tumba en Colombia que una cárcel en Estados Unidos”, fue el lema con el que surgió en 1984 el grupo de Los Extraditables, brazo armado del Cártel de Medellín que desató una ofensiva militar y narcoterrorista. Según estimaciones oficiales, ese embate dejó 5 mil 500 víctimas, entre ellas el director del diario El Espectador, Guillermo Cano; el procurador Carlos Mauro Hoyos; el exdirector de la policía antinarcóticos Jaime Ramírez; el comandante de la policía de Medellín, Valdemar Franklin Quintero; el exministro de Justicia Enrique Low Murtra y el candidato presidencial Luis Carlos Galán.
Tras la muerte de Galán en agosto 1989, su sucesor como candidato presidencial del Partido Liberal, César Gaviria Trujillo, debía abordar un vuelo de Avianca de Bogotá a Cali; era el 27 de noviembre de ese mismo año. Gaviria no llegó a tiempo y el avión explotó en el aire poco después de despegar. Escobar había hecho colocar una bomba en la aeronave, cuyos 110 ocupantes murieron.
Para Fernando Cepeda, exministro de Gobierno del presidente Virgilio Barco (1986-1990), Escobar representa “la mayor amenaza que haya enfrentado la gobernabilidad democrática en Colombia. Penetró todas las instituciones del Estado, corrompió todas las instituciones y esto ocurrió porque hubo importantes sectores del país que se relajaron frente al fenómeno del narcotráfico y no sólo lo toleraron, sino que se beneficiaron del mismo”.
Memorial

La alcaldía de Medellín prepara un memorial de las víctimas de Escobar. Será el primer paso de un proceso que busca la reparación simbólica para los miles de coterráneos del capo que padecieron su violencia.
“Queremos que esa reparación contribuya a que los habitantes de la ciudad tomen conciencia real de lo que significó ese periodo negro de nuestra historia. En esa época surgió el sicariato y miles de jóvenes fueron reclutados por Escobar porque no tenían otra manera de hacerse de ingresos.
“En lo económico muchos sectores se vieron beneficiados de esta actividad criminal y en lo cultural hubo un trastocamiento de los valores. Muchas personas de Medellín consideraron que el dinero fácil proveniente de esa actividad ilícita podría ser una fuente de ingresos legítima, y no el trabajo y la educación”, dice el consejero de la alcaldía para la Convivencia y la Reconciliación, Jorge Mejía.
Según la investigación de Mejía, la guerra de Escobar produjo en Medellín unos 200 atentados explosivos, más de 500 policías asesinados y 38 mil 400 homicidios entre 1984 y 1993, lo que convirtió a esta urbe –la segunda más importante de Colombia– en la más violenta del mundo. Sólo en 1991 la cifra de homicidios llegó a 6 mil 349, cinco veces más que la de 2012.
De acuerdo con Mejía, el jefe del Cártel de Medellín fue “una tragedia para el país y para la ciudad y las consecuencias de sus acciones criminales y corruptoras las estamos sufriendo hoy, cuando tenemos un sector de la población que todavía no distingue claramente las fronteras de lo legal y lo ilegal y al cual le da lo mismo moverse en uno u otro ámbito. Estos sectores son lo que lo han convertido en un mito”.
Para Mejía las labores de tipo social que desarrolló Escobar en la ciudad, como la construcción de casas y deportivos, “simplemente eran parte de una estrategia política clientelista en busca de un respaldo social que le permitiera potenciar sus ambiciones políticas y hacer frente a la persecución de las autoridades”.
El barrio

Por más que las autoridades de Medellín se han empeñado en cambiar el nombre del barrio, no hay remedio. Sus 16 mil habitantes lo llaman “Pablo Escobar” y ni siquiera en los actos oficiales de titulación de viviendas aceptan omitir la marca de la casa.
Se trata de un conjunto de casas de ladrillo apiladas en la pendiente de un cerro en la Comuna 9 de Medellín. Hay largas escaleras en vez de aceras y sólo la calle principal, la 38-B, está pavimentada. No hay cómo perderse para dar con el lugar. Basta seguir cuesta arriba por la 38-B hasta que aparece un anuncio sobre una gran pared en vistosas letras azules: “Bienvenidos al barrio Pablo Escobar. ¡Aquí se respira paz!”
El presidente de la Junta de Acción Comunal del barrio, Wberney Zabala Miranda, exmilitar lisiado en un combate con la guerrilla, dice que los habitantes de ese asentamiento popular han pagado un precio alto en su empeño por reivindicar la figura y el “buen nombre” de Escobar. “No tenemos escuela, centro de salud, parque ni cancha de juegos”, se queja.
El barrio tiene, en cambio, un santuario dedicado al capo, construido con los aportes de la comunidad y en el que sobresale una imagen del Santo Niño de Atocha. Está colocada sobre un pedestal y bajo una media cúpula decorada con la pintura de un jardín y un cielo muy azul. Varias placas alrededor del santo, del cual Escobar era devoto, patentizan la gratitud de más de una decena de fieles por los favores recibidos y por las labores de protección que cumple la efigie.
Zabala no considera que el jefe del Cártel de Medellín sea un santo “porque aún no ha sido canonizado, pero de que fue un hombre supremamente bueno, lo fue, y también fue muy católico”.
–¿Está consciente de que fue un narcotraficante y un asesino?
–Claro –sostiene–, y esto sonará feo decirlo, pero si no fuera porque él abrió las puertas al mercado de drogas, Colombia fuera un país pobre como Haití. Como ser humano quizá cometió errores, pero por todo lo bueno que hizo Diosito le abona eso a favor.
–¿No le parece poco edificante convertirlo en una figura casi religiosa?
–¿Se imagina lo que es vivir en un basurero y que de un día a otro le den una casa digna gratis, a cambio de nada? Pues eso es un milagro de Dios y pues a Dios se le agradece a través de la persona que hizo posible ese milagro.
Hace 29 años, doña Irene Gaviria era pepenadora en el basurero de Moravia, en el centro de la ciudad, cuando Escobar fundó este barrio y le regaló una casa donde vive desde entonces con su esposo, Francisco Flores Berrío.
“Todos los días oro por él. Era un hombre muy amable, educado, que quería mucho a los pobres. Debe estar en el reino de los cielos intercediendo por nosotros”, asegura mientras sostiene un viejo retrato del Patrón, quien en 1984 construyó 443 viviendas en este asentamiento. Todas las regaló a pepenadores de Moravia. Ahora son más de 4 mil casas con servicios básicos y “diablitos” en el tendido eléctrico.
Iván Hernández, uno de los fundadores del barrio, afirma que “los problemas de Pablo eran con el gobierno, no con la comunidad; ahí es donde hay un malentendido y por eso hemos sido víctimas del abandono estatal”.
Escobar se proclamaba nacionalista y de izquierda. Simpatizó con la guerrilla del M-19, desmovilizada en 1990, y mantenía duras posiciones contra “la oligarquía nacional”. En 1991, en el prólogo de un libro sobre la extradición, escribió que la guerra de esos años en Colombia no era entre el Estado y un grupo de delincuentes.
“Todo lo contrario”, agregó: “Es la lucha de una clase dirigente vetusta y caduca que quiere, con el pretexto de estar luchando contra el narcotráfico y el terrorismo, erradicar las fuerzas sociales comprometidas con el cambio institucional.”
El 19 de junio de 1991 Escobar se entregó a la justicia colombiana horas después de que la Asamblea Nacional Constituyente prohibiera la extradición.
Lo recluyeron en “La Catedral” –prisión en un cerro en la zona metropolitana de Medellín–, donde tenía billar, jacuzzi, chef personal, armas, mariguana (su vicio favorito) y una guardia pretoriana con sus sicarios de mayor confianza. Siguió manejando su empresa trasnacional desde las sombras y convirtió el recinto en un centro de tortura y muerte para sus enemigos.
El 21 de julio de 1992 él y sus escoltas huyeron de ahí en medio de un errático operativo del gobierno para trasladarlo a un penal militar. Exhausto de la persecución policiaca y del acoso de sus enemigos, Los Pepes (alianza entre paramilitares y el Cártel de Cali), El Patrón fue ubicado mediante seguimiento de sus llamadas telefónicas en una casa del sector Los Olivos de Medellín, donde fue abatido el 2 de diciembre de 1993 junto con Limón, su último sicario y quien hoy yace junto a él en Jardines Montesacro.