Por Carl Schmitt
Los conceptos de amigo y enemigo
deben tomarse en su sentido concreto y existencial; no como metáforas o
símbolos; no entremezclados y debilitados mediante concepciones económicas,
morales o de otra índole; menos todavía psicológicamente y en un sentido privado-individualista
como expresión de sentimientos y tendencias privadas. No son contraposiciones
normativas ni "puramente espirituales". El liberalismo, con su típico
dilema entre espíritu y economía (a ser tratado más adelante), ha intentado
diluir al enemigo convirtiéndolo en un competidor por el lado de los negocios y
en un oponente polemizador por el lado espiritual. Dentro del ámbito de lo
económico ciertamente no existen enemigos sino tan sólo competidores y en un
mundo absolutamente moralizado y ético quizás sólo existan adversarios que
polemizan. Sin embargo, que se lo considere — o no — detestable; y, quizás, que
hasta se quiera ver un remanente atávico de épocas bárbaras en el hecho de que
los pueblos todavía siguen agrupándose realmente en amigos y enemigos; o bien
que se anhele que la diferenciación desaparecerá algún día de la faz de la
tierra; o que quizás sea bueno y correcto fingir por razones pedagógicas que ya
no existen enemigos en absoluto; todo eso está aquí fuera de consideración. Aquí
no se trata de ficciones y normatividades sino de la realidad existencial y de
la posibilidad real de esta diferenciación. Se podrán compartir — o no — las
esperanzas o las intenciones pedagógicas mencionadas; pero que los pueblos se
agrupan de acuerdo a la contraposición de amigos y enemigos, que esta
contraposición aún hoy todavía existe y que está dada como posibilidad real
para todo pueblo políticamente existente, eso es algo que de modo racional no
puede ser negado.
El enemigo no es, pues, el competidor
o el opositor en general. Tampoco es enemigo un adversario privado al cual se
odia por motivos emocionales de antipatía. "Enemigo" es sólo un
conjunto de personas que, por lo menos de un modo eventual, esto es: de acuerdo
con las posibilidades reales puede combatir a un conjunto idéntico que se le
opone. Enemigo es solamente el enemigo público, porque lo que se relaciona con
un conjunto semejante de personas — y en especial con todo un pueblo — se
vuelve público por la misma relación. (...)
Al enemigo en el sentido político no
hay por qué odiarlo personalmente y recién en la esfera de lo privado tiene
sentido amar a nuestro "enemigo", vale decir: a nuestro adversario.
La mencionada cita bíblica no pretende eliminar otras contraposiciones como las
del bien y del mal, o la de lo bello y lo feo, por lo que menos aún puede ser
relacionada con la contraposición política. Por sobre todo, no significa que se
debe amar a los enemigos del pueblo al que se pertenece y que estos enemigos
deben ser apoyados en contra del pueblo propio.
La contraposición política es la más
intensa y extrema de todas, y cualquier otra contraposición concreta se volverá
tanto más política mientras más se aproxime al punto extremo de constituir una
agrupación del tipo amigo-enemigo.
(...)En primer lugar, todos los
conceptos, ideas y palabras políticas poseen un sentido polémico; tienen a la
vista una rivalidad concreta; están ligadas a una situación concreta cuya
última consecuencia es un agrupamiento del tipo amigo-enemigo (que se
manifiesta en la guerra o en la revolución); y se convierten en abstracciones
vacías y fantasmagóricas cuando esta situación desaparece. Palabras como
Estado, república, sociedad, clase, y más allá de ellas: soberanía, Estado de
Derecho, absolutismo, dictadura, plan, Estado neutral o total, etc. resultan
incomprensibles si no se sabe quien in concreto habrá de ser designado,
combatido, negado y refutado a través de una de ellas. El carácter polémico
domina sobre todo, incluso sobre el empleo de la misma palabra
"político"; tanto si se califica al oponente de
"impolítico" (en el sentido de divorciado de la realidad o alejado de
lo concreto) como si, a la inversa, alguien desea descalificarlo denunciándolo
de "político" para colocarse a si mismo por sobre él
auto-definiéndose como "apolítico". (...)
Al concepto de enemigo y residiendo
en el ámbito de lo real, corresponde la eventualidad de un combate. En el
empleo de esta palabra hay que hacer abstracción de todos los cambios
accidentales, subordinados al desarrollo histórico, que ha sufrido la guerra y
la tecnología de las armas. La guerra es el combate armado entre unidades
políticas organizadas; la guerra civil es el combate armado en el interior de
una unidad organizada (unidad que se vuelve, sin embargo, problemática debido a
ello). Lo esencial en el concepto de "arma" es que se trata de un
medio para provocar la muerte física de seres humanos. Al igual que la palabra
"enemigo", la palabra "combate" debe ser entendida aquí en
su originalidad primitiva esencial. No significa competencia, ni el
"puramente espiritual" combate dialéctico, ni la "lucha"
simbólica que, al fin y al cabo, toda persona siempre libra de algún modo
porque, ya sea de una forma o de otra, toda vida humana es una
"lucha" y todo ser humano un "luchador". Los conceptos de
amigo, enemigo y combate reciben su sentido concreto por el hecho de que se
relacionan especialmente con la posibilidad real de la muerte física y
mantienen esa relación. La guerra proviene de la enemistad puesto que ésta es
la negación esencial de otro ser. La guerra es solamente la enemistad hecha
real del modo más manifiesto. No tiene por qué ser algo cotidiano, algo normal;
ni tampoco tiene por qué ser percibido como algo ideal o deseable. Pero debe
estar presente como posibilidad real si el concepto de enemigo ha de tener
significado.
Consecuentemente, de ninguna manera
se trata aquí de sostener que la existencia política no es más que una guerra
sangrienta y cada acción política una operación de combate militar; como si
cada pueblo estuviese ininterrumpida y constantemente puesto ante la
alternativa de amigo o enemigo en su relación con cualquier otro pueblo y lo
correcto en política no pudiese residir justamente en evitar la guerra. La
definición de lo político aquí expuesta no es ni belicista, ni militarista, ni
imperialista, ni pacifista. Tampoco constituye un intento de presentar a la
guerra victoriosa, o a la revolución triunfante, como un "ideal
social", ya que ni la guerra ni la revolución constituyen algo "social"
o "ideal".
El combate militar en si mismo no es
la "continuación de la política por otros medios" como reza la famosa
frase, generalmente mal citada, de Clausewitz. [25] El combate militar, en
tanto guerra, tiene sus propios puntos de vista y sus propias reglas
estratégicas, tácticas y demás, pero todas ellas dan por establecido y
presuponen que la decisión política de definir quién es el enemigo ya ha sido
tomada. En la guerra los contendientes se enfrentan como tales, normalmente
hasta diferenciados por medio de un "uniforme", y por ello la
diferenciación de amigo y enemigo ya no constituye un problema político que el
soldado combatiente tenga que resolver. Por esto es que resultan acertadas las
palabras del diplomático inglés que decía que el político está mejor adiestrado
para el combate que el soldado, puesto que el político combate durante toda su
vida mientras que el soldado sólo lo hace excepcionalmente. La guerra no es ni
el objetivo, ni el propósito de la política. Ni siquiera es su contenido. Con
todo, es el pre-supuesto — en tanto posibilidad real permanentemente existente
que define el accionar y el pensar del ser humano de un modo especial,
suscitando con ello un comportamiento específicamente político.
Por eso es que el criterio de la
diferenciación entre amigos y enemigos tampoco significa, de ninguna manera,
que un determinado pueblo deba ser eternamente el enemigo o el amigo de otro
determinado pueblo; o bien que una neutralidad no sea posible o que no pueda
ser políticamente razonable. Es tan sólo que el concepto de la neutralidad,
como todo concepto político, también está subordinado al pre-requisito último
de una posibilidad real de establecer agrupamientos del tipo amigo-enemigo. Si
sobre la faz de la tierra existiese tan sólo la neutralidad, no sólo sería el
fin de la guerra; sería también el fin de la neutralidad misma — de la misma
forma en que cualquier política, incluso una política de evitar el combate,
termina cuando desaparece en forma absoluta toda posibilidad real de que se
produzcan combates. Lo concluyente es siempre tan sólo que exista la
posibilidad del caso decisivo del combate real, y de la decisión respecto de si
este caso está, o no está dado.
Que el caso se produzca sólo en
forma excepcional no anula su carácter determinante sino, por el contrario, lo
fundamenta. Si bien las guerras no son hoy tan numerosas y frecuentes como
antaño, no por ello ha dejado de aumentar su arrolladora furia total , en la
misma y quizás hasta en mayor medida aún que en la que ha disminuido su número
y su cotidianidad. Aún hoy el "casus belli" sigue siendo el caso
planteado "en serio". Podemos decir que aquí, al igual que en otras
cuestiones, es justamente la excepción la que adquiere un significado
especialmente decisivo y pone al descubierto el núcleo de las cosas. Porque
recién en el combate real queda demostrada la consecuencia extrema del
agrupamiento político en amigos y enemigos. Es desde esta más extrema
posibilidad que la vida del ser humano adquiere su tensión específicamente
política.
Un mundo en el cual la posibilidad
de un combate estuviese totalmente eliminada y desterrada, una globo terráqueo
definitivamente pacificado sería un mundo sin la diferenciación de amigos y
enemigos y, por lo tanto, sería un mundo sin política. Podría existir en él
toda una variedad de interesantes contraposiciones, contrastes, competencias e
intrigas de toda clase; pero razonablemente no podría existir una
contraposición en virtud de la cual se puede exigir del ser humano el
sacrificio de la propia vida y en virtud de la cual se puede autorizar a seres
humanos a derramar sangre y a dar muerte a otros seres humanos. Para una
definición del concepto de lo político tampoco aquí se trata de si se considera
deseable arribar a un mundo así, sin política, como un estado ideal de cosas.
El fenómeno de lo político se hace comprensible solamente a través de su
relación con la posibilidad real de establecer agrupamientos del tipo
amigo-enemigo, más allá de los juicios de valor religiosos, morales, estéticos
o económicos que de lo político se hagan a consecuencia de ello.
La guerra, en tanto medio político
más extremo, revela la posibilidad de esta diferenciación entre amigos y
enemigos, subyacente a toda concepción política, y es por eso que tiene sentido
solamente mientras esta diferenciación se halle realmente presente en la
humanidad o, al menos, mientras sea realmente posible. Por el contrario, una
guerra librada por motivos "puramente" religiosos,
"puramente" morales, "puramente" jurídicos o "puramente"
económicos, carecería de sentido. De las contraposiciones específicas de estas
esferas de la vida humana no se puede derivar el agrupamiento amigo-enemigo y,
por lo tanto, tampoco se puede derivar una guerra. Una guerra no tiene por qué
ser algo devoto, algo moralmente bueno, ni algo rentable. En la actualidad
probablemente no es ninguna de esas cosas. Esta simple conclusión se enmaraña
la mayoría de las veces por el hecho de que las contraposiciones religiosas,
morales y de otro tipo se intensifican hasta alcanzar la categoría de
contraposiciones políticas y con ello pueden producir el decisivo agrupamiento
combativo de amigos y enemigos. Pero en cuanto se llega a este agrupamiento
combativo, la contraposición decisiva ya no es más puramente religiosa, moral o
económica, sino política. La cuestión en ese caso es siempre tan sólo la de si
un agrupamiento del tipo amigo-enemigo está, o no, dada como posibilidad
concreta, o como realidad; más allá de cuales hayan sido los motivos humanos lo
suficientemente fuertes como para producir ese agrupamiento.
Nada puede escapar a este rasgo
consecuencial de lo político. Si la oposición pacifista a la guerra pudiese
hacerse tan fuerte como para llevar los pacifistas a la guerra contra los
no-pacifistas; si esa oposición desatase una "guerra contra la
guerra", con ello no haría más que probar que tiene realmente fuerza
política porque, en dicho caso, sería lo suficientemente fuerte como para
agrupar a los seres humanos en amigos y enemigos. Si la determinación de evitar
la guerra se hace tan fuerte que ya no retrocede ni ante la guerra misma, es
simplemente porque se ha vuelto un móvil político, es decir: afirma, aunque más
no sea como eventualidad extrema, a la guerra y hasta al sentido de la guerra.
En la actualidad ésta parece haberse constituido en una forma especialmente
extendida de justificar las guerras. La guerra se desarrolla así bajo la
consigna de ser siempre la "última y definitiva guerra de la
humanidad". Guerras de esta índole son, por necesidad, guerras especialmente
violentas y crueles porque, transponiendo lo político, rebajan al enemigo
simultáneamente tanto en lo moral como en las demás categorías, y se ven
forzadas a hacer de él un monstruo inhumano que no sólo debe ser repelido sino
exterminado, por lo que ya no es tan sólo un enemigo que debe ser rechazado
hacia dentro de sus propias fronteras. Sin embargo, en la posibilidad de tales
guerras puede demostrarse con especial claridad que la guerra, como posibilidad
real, todavía existe en la actualidad y ello es lo único relevante en cuanto a
la diferenciación entre amigos y enemigos y en cuanto a la comprensión de lo
político.