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jueves, 12 de junio de 2014

El Suicidio: ¿Pasión por la vida?




Por Carlos Javier González Serrano


El deseo es el motor de la vida, pero su exceso –un ansia ilimitado y perverso– puede ser también motor de la propia muerte.

A lo largo de la historia de la Filosofía y la Literatura, numerosos autores han tratado de buscar y desentrañar el mecanismo por el que los seres humanos podríamos contrarrestar la incansable fuerza por la que nos vemos impelidos a cumplir nuestros anhelos, fueran estos perseguidos inconscientemente o no. Si acudimos a los poemas de Homero, a las funestas tragedias de Shakespeare, a las novelas de Hermann Hesse o Thomas Mann, o al pensamiento de Aristóteles, Kant o Foucault, observaremos cómo la capacidad de desear ha ocupado desde siempre un primer plano en sus reflexiones, ya fuera en forma de adoctrinamiento o como intento de mostrar la complejidad de aquella alma para la que Madame de Staël reclama un necesario reposo. 

A pesar de la dificultad  que presenta el autoconocimiento (denunciada también en toda época por literatos y filósofos), y aunque constituya en innumerables ocasiones la fuente de todo dolor (como no dudaría en afirmar Schopenhauer), quizás hayamos de conceder al deseo el privilegio de ser el auténtico motor que nos permite no desfallecer en el empeño de vivir cuando, por ejemplo, el hastío o la desesperación se adueñan de nosotros. Dicho brevemente: el deseo define la existencia como una sed sin posibilidad de saciarse.  

Pero ¿esconde algún peligro el hecho de observar la vida como un desajuste insalvable entre la aparición de los deseos y su satisfacción o insatisfacción en el orden fáctico? O de otra manera: ¿es la vehemencia de nuestros deseos la que nos precipita contra los obstáculos que encontramos a nuestro paso? ¿Pueden nuestras querencias y esperanzas –aquello que nos invita a perseverar en la existencia– convertirse en el acicate que nos empuje a no querer vivir? ¿Cómo transita aquel deseo de vida hacia un apremiante deseo de muerte?

Pocos temas han levantado tantas ampollas en la historia del pensamiento como la decisión de poner fin voluntariamente a nuestra vida. Arthur Schopenhauer escribía al final del primer volumen de El mundo como voluntad y representación que el suicidio (en alemán, Selbstmord), lejos de ser la negación de nuestra voluntad, supone por el contrario el fenómeno de su más fuerte afirmación. Si algo desea el suicida por encima de todo es, a su juicio, la propia existencia; la única nota que distingue al suicida de una persona que permanece en este mundo es la de hallarse especialmente descontento con las condiciones en que tal vida se le da, pues “él quiere la vida, quiere una existencia y una afirmación sin trabas del cuerpo”. Así pues, en la persona que decide cometer un suicidio se daría un “exceso” de voluntad de vivir que, por otra parte, se vería inhibida al saberse esclava de un fútil y efímero fenómeno individual (el cuerpo físico).

Varias pueden ser las causas de este descontento. Baltasar Gracián explicaba sin miramientos en la “Crisis Quinta” de El Criticón que con la llegada a la vida, el hombre parece introducido “en un reino de felicidades y no es sino un cautiverio de desdichas; que cuando llega a abrir los ojos del alma, dando en la cuenta de su engaño, hállase empeñado sin remedio, vese metido en el lodo de que fue formado: y ya, ¿qué puede hacer sino pisarlo, procurando salir de él como mejor pudiere? […] Ninguno quisiera entrar en un tan engañoso mundo y que poco aceptaran la vida después si tuvieran estas noticias antes”. Si retornamos a los escritos de Madame de Staël, quien considera que el suicidio no es justificable aunque este sea un mundo repleto de maldades y problemas innumerables, leemos que “al hombre le está permitido intentar curarse de todos los males: lo que le está prohibido es destruir su ser, el poder que le ha sido concedido para escoger entre el bien y el mal. Existe por este poder, y por él debe renacer. Todo está subordinado a este principio de actuación, en el que se fundamenta por entero el ejercicio de la libertad”. 


Sin embargo, debemos preguntarnos si puede darse alguna circunstancia en la que se rompa esta “lógica de la vida”, un momento en el que aquella libertad se quiebre de tal forma que no se desee poner límites a un destino que aparece no solo como inexpugnable, sino también como poseedor de una fuerza que arrasa con cualquier atisbo de iniciativa o acción. Es entonces cuando el sinsentido se apodera de nuestra conciencia y nuestro universo emocional se tiñe de negro. Frente a la concepción clásica de un infierno vertical, al que somos llamados en virtud de una condena que nos es impuesta tras juicio sumarísimo y decisión inapelable, Ana Carrasco Conde, profesora de Filosofía de la Universidad Carlos III de Madrid, se refiere en una obra de reciente publicación (Infierno horizontal, Plaza y Valdés) a una nueva concepción de infierno, impuesta por una mismidad (o yo) que se vuelve destructiva a fuerza de encerrarse en los límites de su –autocreada– prisión. Ya no es necesario ser enviado a un lugar ignoto, plagado de seres que pagan eternamente su condena: en esta nueva concepción, el infierno se padece en vida.  

El auténtico infierno no es el impuesto desde fuera, sino el que el condenado se impone a sí mismo. El suicida renuncia a ser quien es a base de encerrarse en su mismidad, carece de medios para encumbrarse a un horizonte exterior. Así lo explica Carrasco Conde en la obra mencionada: “Sin afuera. La conciencia extrema desemboca en obsesión: es opresión, aplastamiento contra un muro. Mismidad opaca que atrapa al yo. La conciencia extrema es la conciencia de la imposibilidad de salida […]. Y ese es el infierno: cuando no hay salida ni nada que hacer, cuando lo que hay es yo y solo yo, cuando no hay diferencias ni percepciones nuevas, sino la amargura del siempre lo mismo. Nada puede cambiarse. Nada varía. […] No hay lugar para el olvido porque el condenado vive en el eterno presente del dolor. Nada pasa. Nada cura. Nada puede ser superado. Locura del ahora. Imposibilidad de cicatrización”.  ¿Pero qué ocurre, como decíamos, cuando la lógica de la vida, la que nos empuja a persistir en la existencia con su misteriosa inercia, parece truncarse? ¿Qué nos empuja –siguiendo la expresión de Jean Améry– a “levantar la mano” sobre nosotros mismos?

¿Se trata, como asegura Schopenhauer, de una batalla en la que somos vencidos por la incapacidad de hacer frente a las circunstancias que nos son dadas, como si la vida fuera querida hasta el punto de cambiarla por la muerte? Frente a esta perspectiva, en la que el suicida no sale bien parado, podemos traer a colación a un filósofo absolutamente olvidado por la cultura española (quizás por la falta de traducciones a nuestro idioma): Philipp Mainländer. Su pensamiento fue tildado desde el principio como pesimismo radical, y en él lleva hasta las últimas consecuencias las tesis defendidas por el propio Schopenhauer: “Dios ha muerto y su muerte es la vida del mundo”. Para Mainländer, el universo no es más que el cadáver resultante del suicidio de Dios; Dios ha muerto, como poco tiempo después anunciaría Nietzsche, pero no porque los hombres lo hayamos matado, sino porque él mismo eligió libremente morir, aniquilarse. ¿Por qué? Al cobrar conciencia de que el ser es insoportable, y que por tanto, el no ser o la nada resultan preferibles. Observamos así la radicalización desaforada de las tesis de Schopenhauer. En uno de sus poemas de juventud, escribía un convencido Mainländer: “En la oscura vida humana/ solo una cosa brilla por la que merezca la pena esforzarse;/ y esa es la tumba; admitámoslo/ sinceramente”. Si alguna vez existió en el mundo una unidad o una armonía simple, para Mainländer ha quedado destruida, está muerta, y el universo entero es presidido por una única ley: la del debilitamiento de la fuerza en general, la ley del dolor en la humanidad en particular. Si Schopenhauer situaba lo metafísico en la voluntad, Mainländer aprovechará tal apelativo para referirse al “exterminio” (al fin de la vida) como aquello que se encuentra fuera o más allá del mundo.

Desde la visión de Mainländer, y tomando también en consideración las tesis de alguien como Améry, quien vivió en primera persona las atrocidades cometidas por el Tercer Reich alemán de Hitler en los campos de concentración de Buchenwald y Auschwitz, el suicida vive intensa y plenamente cuando decide dar el paso voluntario hacia su muerte, es él quien dice la primera palabra y se cree legitimado para no esperar a morir de forma “natural”. Para ellos, la vida no es el bien supremo. El acto de “saltar” hacia la muerte está repleto de sentido para el suicida. Para el que comete suicidio – o muerte voluntaria, como prefería llamarlo Améry–, el indulto solo puede ser concedido por el que lo lleva a cabo, en ello consiste su verdadera libertad: “De este modo la muerte se torna vida, así como la vida desde el nacimiento es ya morir. De pronto, la negación se torna positividad”.

Para terminar, podemos preguntarnos de la mano de Camus en El mito de Sísifo si las verdades aplastantes no desaparecen cuando son reconocidas. Aunque ¿es suficiente con asumir todo cuanto conlleva la existencia, o se hace necesaria la rebelión frente a un destino que no duda en cargar contra nosotros cuando parecemos más desvalidos e inermes? Y esta forma de rebelión, ¿quién la decide cuando creemos haber llegado a un límite en el que ni siquiera “la lógica de la vida” puede empujarnos a seguir con este negocio que no cubre gastos… hasta la próxima batalla?

lunes, 6 de enero de 2014

Descartes, Heidegger y Foucault



Por el Emboscado


Entre 1550 y 1650 se produjeron cambios históricos de especial relevancia que afectaron a multitud de ámbitos. Entre esos cambios destaca el surgimiento del Estado moderno como forma de organización política dominante en Europa. Esto se debió principalmente a la revolución militar que tuvo lugar en aquella época gracias a las innovaciones tecnológicas y a las nuevas tácticas de combate.[1] Todo ello significó un aumento del número de recursos humanos, materiales y económicos necesarios para hacer la guerra, lo que exigió la creación y constante ampliación de la estructura organizativa central del Estado para la obtención de esos recursos.[2]

La guerra y su preparación constituyen el origen último del Estado y la causa de su progresivo crecimiento,[3] lo que se ha reflejado en la evolución del pensamiento filosófico entre los siglos XVI y XVII, período en el transcurso del que se produjeron unos cambios de gran calado. En lo que a esto respecta la filosofía pasó a ser un instrumento al servicio de fines prefijados por el Estado para la consecución de sus intereses. Como consecuencia de las diferentes revoluciones militares el esfuerzo filosófico se dirigió a impulsar el conocimiento científico para una permanente mejora de la tecnología de guerra, lo que exigía dar una respuesta al problema epistemológico que supone enfrentarse a una realidad compleja. Así fue como hizo su aparición la filosofía moderna de la mano de Descartes, cuya respuesta a este problema fue el pensamiento analítico.[4] De esta forma, a través del análisis, se procede a descomponer lo real en sus partes más pequeñas e indivisibles. Significa una simplificación de lo complejo al reducirlo a sus partes constitutivas. 

A partir de aquí se plantea el trabajo de síntesis consistente en realizar deducciones que parten de lo simple para llegar a proposiciones más complejas, de manera que se genera un movimiento continuo e ininterrumpido del pensamiento en el que, por medio de  la elaboración de enumeraciones complejas y revisiones generales que no omitan nada, sucesivas proposiciones contienen el desarrollo de los principios contenidos en aquellas sobre las que se basan. Por medio de Descartes la filosofía moderna se convirtió en un bucle en el que el pensamiento se desenvuelve de forma autónoma, desvinculado de la realidad, en base a un sistema basado en axiomas no contrastados con los hechos y que son fuente de toda clase de discursos más o menos subjetivos.

Sin embargo, y pese a que las innovaciones de Descartes en el terreno filosófico son mucho más amplias, el pensamiento analítico tuvo unas consecuencias más vastas de lo que pueda imaginarse. El procedimiento de descomponer el todo en sus partes más pequeñas no sólo constituye una forma de abordar la complejidad de la realidad, sino que ha demostrado ser un concepto con múltiples aplicaciones en diferentes ámbitos. En el terreno científico implicó la especialización del saber con la formación y desarrollo de las diferentes ciencias, lo que a su vez ha conducido inexorablemente a la progresiva transformación de las fuerzas productivas con una creciente división del trabajo y su permanente parcelación. Otra consecuencia derivada de lo anterior y potenciada hasta cotas inimaginables por el proceso de industrialización es la segmentación de la sociedad en diferentes clases sociales, tendencias y subculturas a través de una creciente especialización, cuyo corolario es el creciente atomismo social y la alienación. Finalmente la descomposición cartesiana tiene su reflejo en el sistema educativo con la deconstrucción del sujeto, de forma que se le impide formarse un criterio propio con el que desarrollar su pensamiento de forma autónoma por medio de la parcelación hiperespecializada del saber y del exceso de información.

El pensamiento analítico, como concepto, no tardó en aplicarse a otros ámbitos. Así lo demuestra la formación del Estado moderno que, para competir exitosamente con otras potencias en la esfera internacional, se vio en la necesidad de transformar la estructura de relaciones sociales de un tipo de sociedad más o menos autosuficiente, como así lo demuestran una multitud de casos,[5] para atomizarla y segmentarla de tal forma que resultase más fácil su mejor explotación. Para esto el Estado se dotó de una serie de instrumentos de dominación dirigidos a crear las condiciones precisas para hacer socialmente aceptables estas transformaciones, y con ello crear un consentimiento social a su opresión. El Estado se empeñó no sólo en transformar la economía y las relaciones sociales, sino que se ocupó de crear un entorno con el que moldear la cultura, y por tanto el comportamiento, del sujeto conforme a sus intereses estratégicos.

Si Decartes consolidó la separación sujeto-objeto y estableció el análisis como método para el estudio de la realidad, Heidegger fue el que abolió esa separación con dicho método al descomponer el mundo en muchos mundos. Heidegger afirmó la existencia como condición primordial del mundo, de forma que para pensar qué es el ser humano acuñó el término “Dasein” que significa “ser-estar ahí”. Este término crea un espacio en blanco, un área por llenar que requiere un estudio concreto de la particularidad de cada Dasein. En lo que a esto respecta cada ser humano (y por tanto cada Dasein) está formado por su entorno, y más concretamente por su cultura. No existe, por tanto, un único mundo sino muchos y muy diferentes mundos en función del entorno social en el que cada Dasein se ve “arrojado”.[6] En la medida en que el medio es el que configura al sujeto se dan múltiples subjetividades, tanto entre los diferentes universos culturales como dentro de cada uno de ellos en los que existe, a su vez, distintos mundos. Esto hace que según el mundo o mundos en los que el sujeto esté involucrado ciertos factores adquieran mayor o menor importancia en la constitución propia. Heidegger suprime así la separación entre sujeto y objeto debido a que el mundo no es algo que tenga una existencia fuera e independiente del sujeto, pues el sujeto es parte del mundo como el mundo lo es del sujeto al no haber distancia entre ambos.

A partir de lo expuesto puede deducirse rápidamente que Heidegger sentó las bases del postestructuralismo, del constructivismo y en general de toda la filosofía postmoderna. Sin embargo, la principal preocupación y objeto de interés que se trasluce en toda la filosofía de Heidegger es el poder. En tanto en cuanto Heidegger unió historicismo y hermenéutica también unió el sentido de cada creación, conducta, etc., con el contexto histórico y cultural particular del que es su reflejo. De este modo su principal preocupación se desplazó hacia aquello que determina la forma en la que el sujeto concibe el mundo y que denominó “das Man”, que puede traducirse como “Ellos” o “la Gente” y que se encuentra contenido en el concepto de “el Uno”. 

El Uno representa todas las posibilidades del Dasein en tanto mundo colectivo, por lo que el Uno está compuesto de otros Dasein cuya presencia crea el mundo en el que se desenvuelve cada Dasein individual. En suma, el Uno es el que establece el control y la autoridad sobre cada individuo al expresar las prácticas y conductas sociales que constituyen el mundo en el que actúa el Dasein, lo que determina sus posibilidades individuales y moldea su comportamiento. A través del Uno cobra sentido la existencia del sujeto al ser la referencia sobre la que se basa la forma de ver el mundo y de obrar en este, de tal manera que la experiencia del Dasein es una experiencia colectiva en tanto en cuanto es un ser-con-otros. De este modo el Dasein es, piensa y siente como lo hace la gente que le rodea. Los Otros ejercen un dominio inconspicuo que se ejerce sin conciencia del propio Dasein en tanto que ser-con-otros, lo que hace que pertenezca a los Otros y refuerce su poder. Esta circunstancia es la que permite la identificación del Dasein con el Uno, una identificación del individuo con el colectivo en el que desarrolla su existencia y del que forma parte.

La filosofía de Heidegger es el reflejo de la diversidad y segmentación social ocasionada por el proceso de industrialización, la división y especialización del trabajo, la alienación y la consolidación de la estructura social de clases, pero también del desarrollo de los instrumentos de dominación cultural e ideológica modernos: sistema educativo, periódicos, radio, televisión, etc. Asimismo, Heidegger abogaba con su filosofía por un perfeccionamiento de esa estructura social de dos maneras: propugnando la conciliación del Dasein con su ser-en-el-mundo en una forma que él denominó auténtica, y que significaría el cuidado de ese mundo del que se es parte; y la realización de lo mejor de las posibilidades del Dasein, aún a pesar de haber sido previamente definidas por el Uno, dentro de ese mundo al que pertenece. Heidegger rechazaba como inauténtica la forma de vida elegida por el Dasein que sigue unas reglas distintas de las establecidas por el Uno, y que por ello significaban una ruptura con el mundo del Dasein. En última instancia Heidegger se oponía a que cada persona tomase posesión de su propia vida para vivirla desde sí misma, y por tanto que el sujeto pueda autoconstruirse. Heidegger demostró ser así un filósofo que no sólo abogaba por mantener la alienación del sujeto en el seno de la sociedad capitalista, sino que ideó las herramientas teóricas y conceptuales para mantener y perfeccionar dicha alienación en beneficio del sistema de poder establecido.

Para Heidegger tampoco existe una realidad como tal, sino distintas realidades en función de las diferentes formas que el Dasein tiene de ser-en-el-mundo y que configuran la visión que tiene de este. No existe una realidad objetiva como tal sino una experiencia de la misma que está determinada por el contexto en el que vive el Dasein, y más específicamente por el Uno que determina las posibilidades y cotidianidad del Dasein.[7]Todo esto reduce la cuestión epistemológica a un juego de subjetividades y en última instancia de discursos prevalecientes, que son los que crean y dan forma al contexto del Dasein y, en definitiva, crean el mundo. Heidegger sentó las bases del postestructuralismo y del postmodernismo que Michel Foucault se encargó de desarrollar. Así es como la sombra de Heidegger planea sobre la filosofía del s. XX, pues el mismo Foucault declaró textualmente poco antes de morir: “Heidegger ha sido un filósofo esencial para mi”.[8]

En Foucault, al igual que en Heidegger, no hay el más mínimo atisbo de interés por la verdad. Para Foucault todo se reduce a una desencarnada lucha de subjetividades, y más concretamente de discursos que articulan los diferentes sistemas de pensamiento y de conocimiento que él denominó “epistemes” o “formaciones discursivas”.[9] Estos sistemas están regidos por reglas que operan en la conciencia del sujeto y que determinan los límites del pensamiento en un lugar y período dados. Entonces, los diferentes discursos pugnan por convertirse en el discurso dominante en una determinada sociedad para establecer su propio régimen de verdad con el que dictar el modo en el que debe interpretarse la realidad. Según el mismo Foucault la episteme determina el modo de actuar del sujeto en un tiempo y espacio particulares, de forma que dicha episteme no puede ser conocida por quienes actúan dentro de ella.

Foucault sistematiza el relativismo epistemológico a través de su crítica al estructuralismo y a los metarrelatos de las teorías omnicomprensivas y totalizantes que se arrogan la verdad y la objetividad. Estas grandes teorías no son sino discursos dominantes que reflejan los intereses y ambiciones de las elites, que han logrado así imponer a la sociedad una forma particular de interpretar la realidad acorde con sus intereses. Este discurso es el que construye la realidad y crea al propio sujeto. 

Foucault relativiza y deconstruye estas grandes teorías por medio del perspectivismo y del pluralismo interpretativo, por lo que no existen fundamentos de lo social que puedan aprehenderse más allá del contexto que las diferentes epistemes determinan a lo largo de la historia. Más bien los fundamentos sociales cambian de una episteme a otra, de manera que Foucault establece un relativismo en el ámbito del conocimiento al reducirlo todo a una lucha entre discursos que reflejan diferentes subjetividades, y que únicamente persiguen universalizar su subjetividad haciéndose dominantes en la sociedad. Foucault no admite la idea de verdad ni los fundamentos del conocimiento al basarse en un subjetivismo en el que todo es relativo, y por tanto las construcciones teóricas sólo son discursos voluntaristas que reflejan los intereses y aspiraciones, y en último término la voluntad de poder, de quienes los elaboran. De esta forma para Foucault lo único que importa, la idea directriz que conduce toda su reflexión filosófica, es el poder y su conquista. Por tanto sólo existen sucesiones de diferentes regímenes de poder cuya resistencia no deja de ser otra forma de poder que aspira a establecerse como dominante. No existen, entonces, nada más que tendencias sociales que luchan por imponerse unas a otras al ser imposible determinar el carácter verdadero de las proposiciones sobre las que se fundan los discursos que las conducen, pues lo verdadero y lo falso es determinado por cada formación discursiva a partir de su propia lógica interna.

Los planteamientos postestructuralistas de Foucault invalidan cualquier explicación holística de la realidad y sobre todo cualquier certidumbre que sirva de referencia estable. Foucault descarta cualquier construcción teórica de carácter general y aboga por el uso de la teoría únicamente para campañas específicas en luchas parciales y limitadas. Para Foucault fue prioritario, en base a su labor filosófica, crear una caja de herramientas con la que desarrollar discursos para situaciones concretas. De aquí se deriva su idea del “intelectual específico” que se centra en ofrecer respuestas a problemas muy concretos e inmediatos con la elaboración de discursos y teorías perecederas. De esta forma Foucault aceptaba la división del trabajo y la hiperespecialización al abogar por el saber particular y el respeto de las diferencias de la sociedad industrial. 

Todo esto le llevaba a aceptar igualmente la alienación y la dominación, pero sobre todo la atomización de la sociedad del capitalismo avanzado con su fragmentación de la vida en las estrechas especialidades que son ámbito de innumerables expertos. Foucault fue un ideólogo del reformismo en el que el intelectual específico se ocupa de problemas muy concretos para los que ofrece soluciones inmediatas sin ir a la raíz, pero sobre todo fue un ideólogo de una forma renovada de tecnocracia y pedantocracia en la que los especialistas de diverso tipo ejercen su poder sobre el conjunto de la sociedad con sus ideas y recomendaciones. Aquí se demuestra la verdadera intencionalidad política de la relación entre saber y poder esbozada por el propio Foucault, lo que en última instancia ha servido para un perfeccionamiento del sistema establecido gracias a la inestimable contribución de las ideas de la casta de especialistas.

Heidegger introdujo el relativismo epistemológico con su noción de la existencia de diferentes mundos. No hay una verdad sino diferentes nociones de la verdad determinadas por el contexto histórico y cultural que conforman los diferentes mundos. La cuestión del saber se reduce a un problema de subjetividades que Foucault desarrolló en base a las epistemes y formaciones discursivas. Lo que en Heidegger estaba contenido de manera implícita Foucault lo llevó hasta sus últimas consecuencias al convertir al sujeto en el fundamento último del mundo mediante el discurso, lo que no se diferencia del planteamiento de Descartes y su cosa pensante según la cual el mundo existe como resultado de la mente. En términos generales, y en lo que a esto respecta, tanto Heidegger como Foucault no hacen ninguna aportación sustancial al viejo debate idealista, el cual se limitan a recrear y reproducir bajo formas renovadas y más sofisticadas.

Pero lo más importante es la descomposición de la realidad que llevaron a cabo tanto Heidegger como Foucault en la aplicación del método analítico ideado por Descartes. Heidegger lo empleó para legitimar el orden social capitalista y su atomismo con vistas a una conciliación del sujeto con su propia condición de alienado. Su aportación filosófica no es realmente novedosa al haberse limitado a reproducir lo que muchos filósofos ilustrados (Diderot, La Mettrie, Helvecio, etc…) ya formularon. La construcción del sujeto desde fuera por el Uno, y la relación entre el sujeto y el Uno no es otra cosa que la reformulación de aquellas ideas que los ilustrados esbozaron en torno a la educación para un mejor dominio del Estado sobre sus súbditos. 

Su obra más importante, Ser y Tiempo,[10] es un cúmulo de divagaciones redactadas con un lenguaje oscuro que simplemente encubren la falta de creatividad y originalidad del autor para explicar cabalmente un tema ampliamente tratado durante la Ilustración. Aunque la existencia de diferentes mundos aparentemente rompe con la racionalidad ilustrada, Heidegger únicamente replantea la cuestión del poder desde el prisma de la construcción de un contexto social y cultural que moldee al sujeto, lo que hace de su filosofía un instrumento al servicio del poder para racionalizar su control de la sociedad en el terreno cultural e ideológico para supeditarla a sus propios intereses y, sobre todo, para mantener la alienación del sujeto a través de su identificación con el orden social establecido. Esto convierte a Heidegger en un ideólogo del totalitarismo cultural, y más concretamente de la alienación cultural e ideológica al servicio del Estado que consigue adecuar el comportamiento del sujeto a sus intereses estratégicos al mismo tiempo que obtiene su consentimiento.

Foucault tomó lo esencial de la filosofía de Heidegger para ir aún más lejos. La deconstrucción del mundo como rechazo al estructuralismo y a los metarrelatos de las grandes teorías totalizadoras significó por un lado legitimar la división del trabajo, y por otro potenciar la especialización en curso. La existencia de diferentes discursos que compiten entre sí y que son, en definitiva, subjetividades que reflejan los intereses y la voluntad de poder de quienes los han elaborado conduce al relativismo epistemológico y a la fragmentación del saber. Ya no es posible un estudio holístico de la realidad pues Foucault la deconstruyó como totalidad para fragmentarla, lo que supuso una mayor especialización y parcelación del conocimiento hasta cotas inimaginables con la formación de una casta de especialistas de todo tipo. Pero al mismo tiempo Foucault esbozó una filosofía orientada a la reforma del sistema, y por lo tanto a su permanente perfeccionamiento, con la búsqueda de mejoras inmediatas a problemas parciales. 

La pérdida de visión de conjunto impide ir a la raíz de los problemas, y con ello plantear una salida revolucionaria que suponga una transformación total de la sociedad, lo que convierte a Foucault es un paladín de la reacción. No sólo impide plantear un proyecto político enteramente transformador, sino que al mismo tiempo impide cualquier tipo de estrategia mínimamente coherente al supeditarlo todo al activismo de las luchas parciales. Foucault hizo del sistema establecido el territorio donde han de desarrollarse las luchas sociales y políticas.

Para Foucault la verdad no sólo es inaccesible sino que no importa nada, pues sólo importa la conquista y conservación del poder a la que se supedita la elaboración de todo discurso. Foucault, a diferencia de Heidegger, reprodujo bajo nuevos ropajes la idea de la cosa pensante por la que la mente es el fundamento del mundo. Las nuevas subjetividades que se convierten en discursos dominantes no son otra cosa que el reflejo de una filosofía centrada en el Yo por la que el mundo es una creación de la mente. El voluntarismo se impone con su correspondiente modelo de interpretación de la realidad esencialmente autorreferencial. No hay forma de sustentar dichos modelos interpretativos porque tampoco existe un criterio o fundamento en función del que pueda afirmarse su validez. Este relativismo epistemológico lleva a otro relativismo en el plano moral y político ya que no es posible ofrecer ninguna argumentación coherente para orientarse en una dirección, ideológica o política, antes que en otra, pues cualquier tendencia social y política pasa a tener el derecho a imponerse sobre cualquier otra. Todo esto conduce necesariamente al irracionalismo como de alguna manera lo demostraron los apoyos de Foucault a la revolución iraní como nueva forma de “espiritualidad política”.

Con Foucault se sentaron las bases definitivas del relativismo intelectual que más tarde se proyectó sobre todas las demás esferas de la vida al establecer su particular dogma de que todo vale, lo que finalmente significó la degradación moral del ser humano y consecuentemente la justificación del Estado como ente regulador de la amoralidad socializada. Esto convierte a Foucault en un filósofo al servicio del poder establecido, y sobre todo del Estado, que rompe definitivamente con el aura de radicalidad con el que fue investido por algunos sectores políticos e intelectuales.



[1] Mcneill, William, La búsqueda del poder. Tecnología, fuerzas armadas y sociedad desde el 1000 D.C., Madrid, Siglo XXI, 1998. Parker, Geoffrey, La revolución militar. Las innovaciones militares y el apogeo de Occidente, Madrid, Alianza, 2002. Eltis, David, The Military Revolution in Sixteenth-century Europe, Barnes Noble Books, 1998

[2] Roberts, Michael, “The Military Revolution, 1560-1660” en Clifford J. Rogers (ed.),The Military Revolution Debate: Readings on the Military Transformation of Early Modern Europe, Colorado, Westview Press, 1995, pp. 13-36. Duffy, Michael (ed.), The Military Revolution and the State, 1500-1800, Exeter, University of Exeter, 1980.

[3] Tilly, Charles, Coerción, capital y los Estados europeos, 990-1990, Madrid, 1992. Oppenheimer, Franz, The State: Its History and Development Viewed Sociologically, Forgotten Books, 2012. Barclay, Harold, The State, Londres, Freedom Press, 2003. Tilly, Charles, War and the power of warmakers in western Europe and elsewhere, 1600-1980,Michigan, Universidad de Michigan, 1983. Jouvenel, Bertrand de, Sobre el poder. Historia natural de su crecimiento, Madrid, Unión Editorial, 2011. Leval, Gastón, El Estado en la historia, Cali, Otra Vuelta de Tuerca. Finer, Samuel, “State- and Nation-Building in Europe: The Role of the Military” en Charles Tilly (ed.), The Formation of National States in Western Europe, Nueva Jersey, Princeton University Press, 1975, pp. 84-163. Hintze, Otto, “La organización militar y la organización del Estado” en Josetxo Beriain Razquin (coord.), Modernidad y violencia colectiva, Madrid, Centro de Investigaciones Sociológicas, 2004, pp. 225-250. Hintze, Otto, “La formación histórica de los Estados” en Revista de Administración Pública Nº 46, abril-junio 1981, pp. 23-36. Tilly, Charles, “Guerra y construcción del Estado como crimen organizado” enRelaciones internacionales: Revista académica cuatrimestral de publicación electrónica Nº 5, 2007.

[4] Las obras en las que desarrolla su propuesta epistemológica son Descartes, René,Reglas para la dirección del espíritu, Madrid, Alianza, 1984. Descartes, René, Discurso del método, Madrid, Alianza, 1984.

[5] La Península Ibérica es un claro ejemplo donde la sociedad, durante la Edad Media, se autoorganizaba a través del Concejo abierto, asamblea soberana de vecinos, como así lo atestiguan innumerables documentos de la época como las cartas puebla, los fueros locales, etc. Son reseñables las investigaciones recogidas sobre esto en Rodrigo Mora, Félix, La democracia y el triunfo del Estado. Esbozo de una revolución democrática, axiológica y civilizadora, Morata de Tajuña, Editorial Manuscritos, 2011 y Rodrigo Mora, Félix, Naturaleza, ruralidad y civilización, Brulot, 2011. Para las sociedades americanas resulta ilustrativa la lectura de Clastres, Pierre, La sociedad contra el Estado, Barcelona, Virus editorial, 2010, y Barclay, Harold, People without government: an anthropology of anarchy, Kahn and Averill, 1990. En cuanto a las sociedades campesinas del sudeste asiático que resistieron a la expansión del Estado destaca Scott, James C., The Art of Not Being Governed: An Anarchist History of Upland Southeast Asia, Yale University Press, 2009, y Scott, James C., Weapons of the Weak: Everyday Forms of Peasant Resistance, Yale University Press, 1985. Acerca de las sociedades medievales de diferentes zonas de Europa como el norte de Italia o de Rusia en las que existieron formas de autoorganización popular asamblearia son interesantes las consideraciones recogidas en Kropotkin, Piotr, El apoyo mutuo, Cali, Madre Tierra Editorial, 1989, pero también en Kropotkin, Piotr, La moral anarquista, Buenos Aires, Utopía Libertaria, 2008. Para sociedades sin Estado como la germana y la celta se encuentran los análisis recogidos en Engels, Federico, El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, Madrid, Fundamentos, 1970

[6] Según Heidegger los diferentes sistemas filosóficos de Occidente ignoran el “arrojo” como rasgo central del conocimiento, pues cada Dasein es arrojado dentro del mundo, y más específicamente dentro de un mundo particular que está fuera de su control y que contiene cosas que el Dasein no ha elegido. Es este mundo el que da forma al Dasein al configurar su cotidianidad.

[7] Es notable reseñar la proximidad filosófica entre Ortega y Heidegger, sobre todo en la medida en que el primero desarrolló una noción de la existencia y del sujeto definida por las circunstancias y que sintetizó en la conocida expresión de “yo soy yo y mis circunstancias”. De esta manera el sujeto y el mundo conforman una unidad y las circunstancias constituyen todo aquello que el sujeto da por sentado a modo de creencias que operan de manera inconsciente en su cotidianidad.

[8] Saña Halcón, Heleno, Atlas del pensamiento universal. Historia de la filosofía y los filósofos, Books4Pocket, 2008, p. 312

[9] Foucault, Michel, La arqueología del saber, México, Siglo XXI, 1979

[10] Heidegger, Martin, Ser y Tiempo, Madrid, Trotta, 2003


sábado, 2 de noviembre de 2013

Los filisteos y su mundo aparente de realidad




Por Welsung


Cuando la calidad de la sociedad pueda sustituir a la cantidad, entonces merecerá la pena vivir aunque sea en el gran mundo; pero mil filisteos puestos en montón no producen un hombre de talento. En soledad, allí el imbécil filisteo cubierto de luto, suspira aplastado por el fardo eterno de su miserable individualidad, la vida del necio es peor que la muerte no deseada.

La razón de que los espíritus limitados estén expuestos al tedio, al hastío, es que su inteligencia no es absolutamente otra cosa que el intermediario de los motivos para su voluntad.

El filisteo es el hombre que, a causa de la medida estricta, suficiente y normal de sus fuerzas intelectuales, no posee ninguna necesidad espiritual; son personas constantemente ocupadas, con la mayor seriedad del mundo, de una realidad que no es tal.

El filisteo no podrá entender nunca el lenguaje olvidado. Ni ver las hadas, y temerá cuando a su alrededor dancen ninfas y sátiros. Pues el cigarro, como el supuesto necesario, como la filosofía, como la universidad, como la antropología, son, también, un sustituto voluntario del pensamiento.   

jueves, 24 de octubre de 2013

Dolor y aburrimiento




Por Welsung


Los filisteos no poseen verdadera conciencia de los bienes y ventajas que actualmente poseen, ni los aprecian, porque los consideran como cosas naturales, a causa de que sus satisfacción es siempre una tendencia negativa, limitando sus sufrimientos; la necesidad, la privación, la pena, son lo positivo, lo que se comunica directamente con nosotros. 

Apenas la necesidad y el sufrimiento permiten que un hombre descanse, se apodera de él el aburrimiento de tal modo, que le exige imperiosamente distracción, esto es, otra vez, sufrimiento. La vida, nuestra vida, oscila como un triste péndulo entre el dolor y el aburrimiento. Y me pregunto si es la vida mujer o aburrimiento (?).

jueves, 10 de octubre de 2013

El fastidio radica en el paraíso (La Muerte a partir del optimismo)




Por Welsung


Cuando el hombre, según Schopenhauer, hubo transformado todos sus sufrimientos y tormentos en la concepción del infierno, ya no quedó nada más para el paraíso sino el fastidio. Es así que cuanto mejor éxito alcanzamos, más nos aburrimos; y es que así como la necesidad es el tormento constante de los filisteos, del pueblo, el aburrimiento es el azote del mundo elegante. Cuanto más desarrollado se halle un organismo, mayor es el sufrimiento. La vida es un mal.

El progreso del conocimiento no es una solución, a medida que el conocimiento se hace más claro y que se eleva la conciencia, aumenta el dolor y alcanza su grado supremo en el hombre; cuanto más claramente conoce un hombre, cuanto más inteligente llega a ser, más dolor experimenta.

El filisteo dotado de genio, es de todos los hombres el que más sufre. Por ende, mucho más sufrimiento causa el pensamiento de la muerte que la muerte misma. Para ser feliz, o creer que se es, es menester ser un filisteo ignorante, como la juventud.

El optimismo es una amarga burla de los dolores humanos; la vida de nuestros cuerpos es un morir constantemente pospuesto, una muerte a cada paso diferida. El temor a la muerte es el comienzo de la filosofía y la causa final de la religión. Los malditos optimistas de los pesimismos de justificación afirman, dando la espalda al sol, que el sol no existe, pero este sigue quemándole los hombros.

lunes, 22 de julio de 2013

El Principio de Justificación (El filisteo y la superficie del alma)





Por Velsungeland


El  hombre común, el filisteo, no puede reconciliarse con la muerte, y es así por lo cual fabrica innumerables filosofías y teologías. He aquí el principio de justificación. No cabe duda que ante la amarga persistencia de la fe en la inmortalidad, tenemos una prueba del terrible miedo a la muerte. el hombre ante el pensar schopenhaueriano es un animal metafísico, los demás animales desean sin metafísica,  todo en el desear del hombre es justificación; así el intelecto puede parecer a veces que guía a la voluntad, pero lo hace sólo como un guía que conduce a su amo.

En la conciencia, he ahí la superficie de nuestro espíritu, y en el inframundo, bajo el intelecto consciente, se encuentra la voluntad (consciente o inconsciente); que no es otra cosa que la extraña  esencia que hace entrar en movimiento las cosas. Es un esfuerzo, una fuerza vital persistente, una fuerza vital psíquica.

La voluntad es el principio de precisión, es quien pone en su justa medida el mundo en armonía. En esta voluntad de imperioso deseo elaboramos siempre filosofías y teologías para disfrazar nuestros deseos, para dejarnos secuestrar por nuestro propio ocultamiento; no necesitamos una cosa porque hemos hallado razones para ello, sino más bien que hemos hallado razones porque la necesitamos.

Esta es la forma operativa con la cual el filisteo reflexiona, con el principio de justificación; empero, el hombre común, el filisteo, no puede reconciliarse con la muerte, y es así por lo cual fabrica innumerables filosofías y teologías. He aquí el principio de justificación.

No cabe duda que ante la amarga persistencia de la fe en la inmortalidad, tenemos una prueba del terrible miedo a la muerte. el hombre ante el pensar schopenhaueriano es un animal metafísico, los demás animales desean sin metafísica, todo en el desear del hombre es justificación; así el intelecto puede parecer a veces que guía a la voluntad, pero lo hace sólo como un guía que conduce a su amo. en la conciencia, he ahí la superficie de nuestro espíritu, y en el inframundo, bajo el intelecto consciente, se encuentra la voluntad (consciente o inconsciente); que no es otra cosa que la extraña esencia que hace entrar en movimiento las cosas. Es un esfuerzo, una fuerza vital persistente, una fuerza vital psíquica.

La voluntad es el principio de precisión, es quien pone en su justa medida el mundo en armonía. En esta voluntad de imperioso deseo elaboramos siempre filosofías y teologías para disfrazar nuestros deseos, para dejarnos secuestrar por nuestro propio ocultamiento; no necesitamos una cosa porque hemos hallado razones para ello, sino más bien que hemos hallado razones porque la necesitamos.

Esta es la forma operativa con la cual el filisteo reflexiona, con el principio de justificación; empero, nadie se halla más sujeto a equivocarse que el que obra sólo por reflexión, amparado en los supuestos necesarios. 

La inteligencia en Schopenhauer se nos presenta como subordinada y como instrumento del deseo; y cuando intenta sustituir a la voluntad por medio de la justificación de carácter teológica o filosófica, viene la confusión. La inteligencia está destinada únicamente a conocer las cosas en cuanto ofrecen motivos para la voluntad. O, nadie se halla más sujeto a equivocarse que el que obra sólo por reflexión, amparado en los supuestos necesarios.



La inteligencia en Schopenhauer se nos presenta como subordinada y como instrumento del deseo; y cuando intenta sustituir a la voluntad por medio de la justificación de carácter teológica o filosófica, viene la confusión. La inteligencia está destinada únicamente a conocer las cosas en cuanto ofrecen motivos para la voluntad.

miércoles, 10 de julio de 2013

La Vida como Mal (El Principio Schopenhaueriano de la Voluntad de Vivir)




Por Velsungeland


Todo en Schopenhauer se halla admirablemente centrado alrededor de la sentencia capital del mundo como Voluntad, y por ende, de esta forma, como catástrofe, y por lo tanto como miseria; viendo desde dentro intenta indagar en los astromapas de la naturaleza última de nuestros propios espíritus, creyendo que tan solo así hallaremos la clave del mundo exterior. El hombre en el pensamiento schopenahueriano se encuentra inmerso en la inexorable lucha por subsistir, y esta no es obra de la reflexión, sino más bien de la voluntad de la naturaleza denominada como voluntad de vivir.

Los mortales creen pensar que son atraídos por lo que ven, cuando en realidad son arrastrados por lo que sienten. Por el instinto. De esta forma comprendemos a la Voluntad como el único elemento permanente e inmutable de la psique. Es la esencia de lo humano. Mas, así como la voluntad es la causa universal en nosotros, lo es de la misma forma en las cosas; y mientras no comprendamos la causa como Voluntad, la causalidad será únicamente una fórmula mágica y mística realmente sin sentido.

La Voluntad en su último término es una voluntad de vivir, y su eterno enemigo es la muerte; de forma primera esta Voluntad de la Naturaleza es siempre una Voluntad de reproducción, pues la reproducción es el fin último de todo organismo y su instinto más fuerte. Y solo de este modo la Voluntad puede vencer a la muerte. Para Schopenhauer la relación de los sexos es realmente el común denominador de toda acción y conducta, transformándose así en el punto central del pensamiento humano, y señor del mundo. El amor aquí no es más que un engaño de la naturaleza.


El deseo es infinito, la satisfacción limitada; mas, nada es más fatal para un pensamiento que su realización; por lo cual, en cada individuo, la medida de dolor esencial para él ha sido determinada con su propia naturaleza. La vida es así un mal, porque el sufrimiento es su estímulo esencial y su realidad, siendo el placer sólo una sensación negativa del dolor. Toda maldita satisfacción en este mundo, o lo que comúnmente llaman los filisteos felicidad, es en realidad, y de forma eidética, únicamente una tendencia negativa.

Una aproximación al Pensamiento Eudemonológico




Por Velsungeland


En primera instancia, pudiésemos entender la voz eudemonología como el arte de hacer la vida lo más agradable y feliz posible, o entenderla como un eufemismo, entenderse entonces como un vivir menos desgraciado. Para Schopenhauer, como regla suprema de toda sabiduría de la vida es no el placer, sino la ausencia del dolor es lo que persigue el eudemonólogo. La vida no es para que se disfrute de ella, sino para que se desentienda uno de ella lo antes posible, así, el hombre más feliz es el que pasa la vida sin grandes dolores.

El filisteo, el necio, corre tras los placeres de la vida y encuentra una decepción; el sabio evita los males. Para el bienestar del individuo y hasta para toda su manera de ser, lo principal es lo que se encuentra o se produce en él, aquí reside su bienestar y su malestar; bajo esta forma se manifiesta primero el resultado de su sensibilidad, de su voluntad y de su pensamiento. Las cosas exteriores no ejercen influencia alguna sobre él, sino en cuanto que determinan estos fenómenos interiores.

El mundo es siempre solo un estado de ánimo, una representación, el mundo en que vive cada uno, depende de la manera de concebirlo, la cual difiere en cada filisteo. Por ende, un temperamento jovial y tranquilo, nacido de una salud perfecta; una razón lúcida, viva, penetrante y exacta; una voluntad moderada y dulce; y como resultado, una buena conciencia, son ventajas que ninguna categoría, ninguna riqueza puede reemplazar. Lo que un hombre es en soledad, es más esencial para él que lo que puede ser a los ojos de los demás.

La condición primera y más esencial para la felicidad de la vida es que existimos. Por lo cual, el Hombre ante Schopenhauer es menos susceptible de ser modificado por el mundo exterior de lo que generalmente se supone; sólo el tiempo omnipotente ejerce aquí su poder, las facultades físicas e intelectuales sucumben insensiblemente bajo sus ataques.

Lo que uno es contribuye más a la felicidad que lo que uno tiene o lo que uno representa; su individualidad le acompaña en todo tiempo y en todo lugar y tiñe con su matiz todos los acontecimientos de su vida. Pero lo que más que nada contribuye directamente a nuestra felicidad, es un humor jovial, porque esta buena cualidad encuentra inmediatamente su recompensa en sí misma. El que es alegre posee siempre motivos para serlo.


Por tanto, y para señalar uno de los motivos por los cuales mis errantes welsungos no se dejan observar es que en un grado superior del mal, no se necesita siquiera motivo; la sola permanencia del mal basta para determinarlo. Más, la actividad incesante de los pensamientos, su ejercicio siempre renovado en presencia de las manifestaciones diversas del mundo interior y exterior, pone al espíritu eminente fuera del alcance del tedio. Y a la vista de las hadas.

miércoles, 5 de junio de 2013

La Existencia




Por Damián Ruíz


“También en el hombre hay un destino que presta fuerza a su vida. Cuando se logra asignar a la vida y al destino el sitio correcto, se fortifica el destino, pues así la vida entra en armonía inmediata con el destino.”

 I Ching. Hexagrama 50. El Caldero

Nosotros, simples mortales, potenciales creadores de alma, podemos ponernos en armonía con nuestro destino si somos capaces de apartar el ruido que nos perturba, si alcanzamos el suficiente silencio como para percibir las circunstancias del mundo como proyección de nuestro intelecto. Y el análisis de estas, de las circunstancias, será en función de lo imbuida que esté nuestra cognición por el espíritu.

El mundo como símbolo o representación no puede alcanzar mayor categoría que la que nosotros hayamos obtenido en el continuo laborar y pulir de los aspectos animales que aún nos dominan.

El mundo como espejo reactivo no es más que un hándicap generador de ansiedad que nos recuerda una y otra vez nuestras carencias evolutivas, aunque puntualmente disfrutemos de entrar en armonía con él.

La cultura es biología, la política es biología, y con el tiempo devengarán física y con los siglos, matemáticas. Hoy todo es metáfora pues la realidad está encubierta por nuestras limitaciones, a medida que la ciencia supere su reduccionismo y la humanidad alcance cotas superiores de evolución, las metáforas por las que nos apasionamos no serán más que códigos numéricos engramados en complejas ecuaciones.

El destino de cada uno es suyo, vinculado a su ADN, y a las miserias y altas posibilidades de éste, descubrirlo, descubrirse requiere calmar el ansia, reducir el sentimentalismo y percibir aquello que nos permite perder la noción del tiempo, conseguir la eficacia en el mundo de la materia y percibir la conjunción de todos nuestros atributos en una determinada tarea, y todo ello vinculado con un estado interno de serenidad. Ese es nuestro destino. El guerrero está tan en paz en la guerra como lo está el monje en el convento, si es que acertaron a armonizarse consigo mismos y con su iluso futuro, dimensión necesaria, igual que pasado y presente para nuestro cerebro. Ya que tal como dijo Einstein de otro modo no podríamos entenderlo.

La existencia individual pertenece también a otros conjuntos que, a su vez, están incluidos en otros mayores. Por tanto un terremoto puede segar una vida aparentemente proyectada hacia lo más grande, exceptuando determinados seres humanos, cuyo destino parece estar urdido por el conjunto del cosmos.

Y ¿Dios? Dios es una posibilidad activable a través de caminos escritos y conocidos, y que puede intervenir por su decisión o por ser demandado. La idea de Dios, la configuración bioquímica divina, el arquetipo, pueden cambiar el curso de una existencia, bajo la condición previa de que uno se configure para ello.

El azar no existe, Dios puede intervenir, el ADN interactúa con el mundo, el espíritu se recibe, el alma se crea. El destino lo escribes tú.