Por Carlos Javier González Serrano
El
deseo es el motor de la vida, pero su exceso –un ansia ilimitado y perverso–
puede ser también motor de la propia muerte.
A lo largo de la historia de la
Filosofía y la Literatura, numerosos autores han tratado de buscar y
desentrañar el mecanismo por el que los seres humanos podríamos contrarrestar
la incansable fuerza por la que nos vemos impelidos a cumplir nuestros anhelos,
fueran estos perseguidos inconscientemente o no. Si acudimos a los poemas de
Homero, a las funestas tragedias de Shakespeare, a las novelas de Hermann Hesse
o Thomas Mann, o al pensamiento de Aristóteles, Kant o Foucault, observaremos
cómo la capacidad de desear ha ocupado desde siempre un primer plano en sus
reflexiones, ya fuera en forma de adoctrinamiento o como intento de mostrar la
complejidad de aquella alma para la que Madame de Staël reclama un necesario
reposo.
A pesar de la dificultad
que presenta el autoconocimiento (denunciada también en toda época por
literatos y filósofos), y aunque constituya en innumerables ocasiones la fuente
de todo dolor (como no dudaría en afirmar Schopenhauer), quizás hayamos de
conceder al deseo el privilegio de ser el auténtico motor que nos permite no
desfallecer en el empeño de vivir cuando, por ejemplo, el hastío o la
desesperación se adueñan de nosotros. Dicho brevemente: el deseo define la
existencia como una sed sin posibilidad de saciarse.
Pero ¿esconde algún peligro el
hecho de observar la vida como un desajuste insalvable entre la aparición de
los deseos y su satisfacción o insatisfacción en el orden fáctico? O de otra
manera: ¿es la vehemencia de nuestros deseos la que nos precipita contra los
obstáculos que encontramos a nuestro paso? ¿Pueden nuestras querencias y
esperanzas –aquello que nos invita a perseverar en la existencia– convertirse
en el acicate que nos empuje a no querer vivir? ¿Cómo transita aquel deseo de
vida hacia un apremiante deseo de muerte?
Pocos temas han levantado
tantas ampollas en la historia del pensamiento como la decisión de poner fin
voluntariamente a nuestra vida. Arthur Schopenhauer escribía al final del
primer volumen de El mundo como voluntad y representación que el suicidio (en
alemán, Selbstmord), lejos de ser la negación de nuestra voluntad, supone por
el contrario el fenómeno de su más fuerte afirmación. Si algo desea el suicida
por encima de todo es, a su juicio, la propia existencia; la única nota que
distingue al suicida de una persona que permanece en este mundo es la de
hallarse especialmente descontento con las condiciones en que tal vida se le
da, pues “él quiere la vida, quiere una existencia y una afirmación sin trabas
del cuerpo”. Así pues, en la persona que decide cometer un suicidio se daría un
“exceso” de voluntad de vivir que, por otra parte, se vería inhibida al saberse
esclava de un fútil y efímero fenómeno individual (el cuerpo físico).
Varias pueden ser las causas de este descontento. Baltasar Gracián explicaba sin miramientos en la “Crisis Quinta” de El Criticón que con la llegada a la vida, el hombre parece introducido “en un reino de felicidades y no es sino un cautiverio de desdichas; que cuando llega a abrir los ojos del alma, dando en la cuenta de su engaño, hállase empeñado sin remedio, vese metido en el lodo de que fue formado: y ya, ¿qué puede hacer sino pisarlo, procurando salir de él como mejor pudiere? […] Ninguno quisiera entrar en un tan engañoso mundo y que poco aceptaran la vida después si tuvieran estas noticias antes”. Si retornamos a los escritos de Madame de Staël, quien considera que el suicidio no es justificable aunque este sea un mundo repleto de maldades y problemas innumerables, leemos que “al hombre le está permitido intentar curarse de todos los males: lo que le está prohibido es destruir su ser, el poder que le ha sido concedido para escoger entre el bien y el mal. Existe por este poder, y por él debe renacer. Todo está subordinado a este principio de actuación, en el que se fundamenta por entero el ejercicio de la libertad”.
Varias pueden ser las causas de este descontento. Baltasar Gracián explicaba sin miramientos en la “Crisis Quinta” de El Criticón que con la llegada a la vida, el hombre parece introducido “en un reino de felicidades y no es sino un cautiverio de desdichas; que cuando llega a abrir los ojos del alma, dando en la cuenta de su engaño, hállase empeñado sin remedio, vese metido en el lodo de que fue formado: y ya, ¿qué puede hacer sino pisarlo, procurando salir de él como mejor pudiere? […] Ninguno quisiera entrar en un tan engañoso mundo y que poco aceptaran la vida después si tuvieran estas noticias antes”. Si retornamos a los escritos de Madame de Staël, quien considera que el suicidio no es justificable aunque este sea un mundo repleto de maldades y problemas innumerables, leemos que “al hombre le está permitido intentar curarse de todos los males: lo que le está prohibido es destruir su ser, el poder que le ha sido concedido para escoger entre el bien y el mal. Existe por este poder, y por él debe renacer. Todo está subordinado a este principio de actuación, en el que se fundamenta por entero el ejercicio de la libertad”.
Sin embargo, debemos
preguntarnos si puede darse alguna circunstancia en la que se rompa esta
“lógica de la vida”, un momento en el que aquella libertad se quiebre de tal
forma que no se desee poner límites a un destino que aparece no solo como
inexpugnable, sino también como poseedor de una fuerza que arrasa con cualquier
atisbo de iniciativa o acción. Es entonces cuando el sinsentido se apodera de
nuestra conciencia y nuestro universo emocional se tiñe de negro. Frente a la
concepción clásica de un infierno vertical, al que somos llamados en virtud de
una condena que nos es impuesta tras juicio sumarísimo y decisión inapelable,
Ana Carrasco Conde, profesora de Filosofía de la Universidad Carlos III de
Madrid, se refiere en una obra de reciente publicación (Infierno horizontal,
Plaza y Valdés) a una nueva concepción de infierno, impuesta por una mismidad
(o yo) que se vuelve destructiva a fuerza de encerrarse en los límites de su
–autocreada– prisión. Ya no es necesario ser enviado a un lugar ignoto, plagado
de seres que pagan eternamente su condena: en esta nueva concepción, el
infierno se padece en vida.
El auténtico infierno no es el
impuesto desde fuera, sino el que el condenado se impone a sí mismo. El suicida
renuncia a ser quien es a base de encerrarse en su mismidad, carece de medios
para encumbrarse a un horizonte exterior. Así lo explica Carrasco Conde en la
obra mencionada: “Sin afuera. La conciencia extrema desemboca en obsesión: es
opresión, aplastamiento contra un muro. Mismidad opaca que atrapa al yo. La
conciencia extrema es la conciencia de la imposibilidad de salida […]. Y ese es
el infierno: cuando no hay salida ni nada que hacer, cuando lo que hay es yo y
solo yo, cuando no hay diferencias ni percepciones nuevas, sino la amargura del
siempre lo mismo. Nada puede cambiarse. Nada varía. […] No hay lugar para el
olvido porque el condenado vive en el eterno presente del dolor. Nada pasa.
Nada cura. Nada puede ser superado. Locura del ahora. Imposibilidad de
cicatrización”. ¿Pero qué ocurre, como decíamos, cuando la lógica de la
vida, la que nos empuja a persistir en la existencia con su misteriosa inercia,
parece truncarse? ¿Qué nos empuja –siguiendo la expresión de Jean Améry– a
“levantar la mano” sobre nosotros mismos?
¿Se trata, como asegura Schopenhauer, de una batalla en la que somos vencidos por la incapacidad de hacer frente a las circunstancias que nos son dadas, como si la vida fuera querida hasta el punto de cambiarla por la muerte? Frente a esta perspectiva, en la que el suicida no sale bien parado, podemos traer a colación a un filósofo absolutamente olvidado por la cultura española (quizás por la falta de traducciones a nuestro idioma): Philipp Mainländer. Su pensamiento fue tildado desde el principio como pesimismo radical, y en él lleva hasta las últimas consecuencias las tesis defendidas por el propio Schopenhauer: “Dios ha muerto y su muerte es la vida del mundo”. Para Mainländer, el universo no es más que el cadáver resultante del suicidio de Dios; Dios ha muerto, como poco tiempo después anunciaría Nietzsche, pero no porque los hombres lo hayamos matado, sino porque él mismo eligió libremente morir, aniquilarse. ¿Por qué? Al cobrar conciencia de que el ser es insoportable, y que por tanto, el no ser o la nada resultan preferibles. Observamos así la radicalización desaforada de las tesis de Schopenhauer. En uno de sus poemas de juventud, escribía un convencido Mainländer: “En la oscura vida humana/ solo una cosa brilla por la que merezca la pena esforzarse;/ y esa es la tumba; admitámoslo/ sinceramente”. Si alguna vez existió en el mundo una unidad o una armonía simple, para Mainländer ha quedado destruida, está muerta, y el universo entero es presidido por una única ley: la del debilitamiento de la fuerza en general, la ley del dolor en la humanidad en particular. Si Schopenhauer situaba lo metafísico en la voluntad, Mainländer aprovechará tal apelativo para referirse al “exterminio” (al fin de la vida) como aquello que se encuentra fuera o más allá del mundo.
Desde la visión de Mainländer, y tomando también en consideración las tesis de alguien como Améry, quien vivió en primera persona las atrocidades cometidas por el Tercer Reich alemán de Hitler en los campos de concentración de Buchenwald y Auschwitz, el suicida vive intensa y plenamente cuando decide dar el paso voluntario hacia su muerte, es él quien dice la primera palabra y se cree legitimado para no esperar a morir de forma “natural”. Para ellos, la vida no es el bien supremo. El acto de “saltar” hacia la muerte está repleto de sentido para el suicida. Para el que comete suicidio – o muerte voluntaria, como prefería llamarlo Améry–, el indulto solo puede ser concedido por el que lo lleva a cabo, en ello consiste su verdadera libertad: “De este modo la muerte se torna vida, así como la vida desde el nacimiento es ya morir. De pronto, la negación se torna positividad”.
Para terminar, podemos preguntarnos de la mano de Camus en El mito de Sísifo si las verdades aplastantes no desaparecen cuando son reconocidas. Aunque ¿es suficiente con asumir todo cuanto conlleva la existencia, o se hace necesaria la rebelión frente a un destino que no duda en cargar contra nosotros cuando parecemos más desvalidos e inermes? Y esta forma de rebelión, ¿quién la decide cuando creemos haber llegado a un límite en el que ni siquiera “la lógica de la vida” puede empujarnos a seguir con este negocio que no cubre gastos… hasta la próxima batalla?
¿Se trata, como asegura Schopenhauer, de una batalla en la que somos vencidos por la incapacidad de hacer frente a las circunstancias que nos son dadas, como si la vida fuera querida hasta el punto de cambiarla por la muerte? Frente a esta perspectiva, en la que el suicida no sale bien parado, podemos traer a colación a un filósofo absolutamente olvidado por la cultura española (quizás por la falta de traducciones a nuestro idioma): Philipp Mainländer. Su pensamiento fue tildado desde el principio como pesimismo radical, y en él lleva hasta las últimas consecuencias las tesis defendidas por el propio Schopenhauer: “Dios ha muerto y su muerte es la vida del mundo”. Para Mainländer, el universo no es más que el cadáver resultante del suicidio de Dios; Dios ha muerto, como poco tiempo después anunciaría Nietzsche, pero no porque los hombres lo hayamos matado, sino porque él mismo eligió libremente morir, aniquilarse. ¿Por qué? Al cobrar conciencia de que el ser es insoportable, y que por tanto, el no ser o la nada resultan preferibles. Observamos así la radicalización desaforada de las tesis de Schopenhauer. En uno de sus poemas de juventud, escribía un convencido Mainländer: “En la oscura vida humana/ solo una cosa brilla por la que merezca la pena esforzarse;/ y esa es la tumba; admitámoslo/ sinceramente”. Si alguna vez existió en el mundo una unidad o una armonía simple, para Mainländer ha quedado destruida, está muerta, y el universo entero es presidido por una única ley: la del debilitamiento de la fuerza en general, la ley del dolor en la humanidad en particular. Si Schopenhauer situaba lo metafísico en la voluntad, Mainländer aprovechará tal apelativo para referirse al “exterminio” (al fin de la vida) como aquello que se encuentra fuera o más allá del mundo.
Desde la visión de Mainländer, y tomando también en consideración las tesis de alguien como Améry, quien vivió en primera persona las atrocidades cometidas por el Tercer Reich alemán de Hitler en los campos de concentración de Buchenwald y Auschwitz, el suicida vive intensa y plenamente cuando decide dar el paso voluntario hacia su muerte, es él quien dice la primera palabra y se cree legitimado para no esperar a morir de forma “natural”. Para ellos, la vida no es el bien supremo. El acto de “saltar” hacia la muerte está repleto de sentido para el suicida. Para el que comete suicidio – o muerte voluntaria, como prefería llamarlo Améry–, el indulto solo puede ser concedido por el que lo lleva a cabo, en ello consiste su verdadera libertad: “De este modo la muerte se torna vida, así como la vida desde el nacimiento es ya morir. De pronto, la negación se torna positividad”.
Para terminar, podemos preguntarnos de la mano de Camus en El mito de Sísifo si las verdades aplastantes no desaparecen cuando son reconocidas. Aunque ¿es suficiente con asumir todo cuanto conlleva la existencia, o se hace necesaria la rebelión frente a un destino que no duda en cargar contra nosotros cuando parecemos más desvalidos e inermes? Y esta forma de rebelión, ¿quién la decide cuando creemos haber llegado a un límite en el que ni siquiera “la lógica de la vida” puede empujarnos a seguir con este negocio que no cubre gastos… hasta la próxima batalla?
No hay comentarios:
Publicar un comentario