Naturaleza
y cultura
Para discernir mejor el concepto de “pueblo” del
de “población”, y el de “nación” del de “país”, apelaremos a una distinción que
ha sido enfatizada desde el s. XIX, pero que deriva de los primeros sofistas
griegos, de mediados del s. V a.C.: la delimitación entre “naturaleza” y
“cultura”. Pues ya Protágoras decía que “la enseñanza requiere tanto del
talento natural (phýsis) como del ejercitamiento” (D.-K. 80133); y Antifonte,
por su parte, cuestionaba la diferenciación habitual entre “griegos” y
“bárbaros”, ya que, aducía, “por naturaleza hemos nacidos todos similarmente en
todo sentido; todos, tanto griegos como bárbaros, respiramos por la boca y la
nariz, y comemos con la ayuda de las manos” (D.-K. 87B44). Es decir, se
comenzaba a descubrir que, además de lo que existe cuando nace el hombre,
existe, y como algo nuevo, lo que el hombre hace. Así, a grandes rasgos, pues,
podemos caracterizar a la “cultura” como la acción específicamente humana y sus
productos (desde un pequeño crimen hasta la más excelsa obra de arte), a
diferencia de los procesos meramente orgánicos y físico-químicos de toda índole
en que no entra en juego la mente humana.
“Población”
y “pueblo”
Veamos, pues el concepto de “población”: este
concierne a la totalidad de habitantes de un lugar, aun cuando no exista otro
rasgo en común que el de co-habitarlo, y el de poseer, mayoritaria o
centralmente, la misma lengua y quizás el mismo origen étnico. Hasta cierto
punto, entonces, podría considerarse la “población” como un hecho natural o
casi-natural. De acuerdo con lo dicho, en cambio, “pueblo” configura una
creación cultural. “Pueblo”, en efecto, designa una ligazón de los habitantes
de un país en torno a un objetivo común, un vínculo que conlleva implícitamente
una voluntad de acción, o directamente un accionar conjunto. Esta
diferenciación que hacemos implica cuando menos la posibilidad de que no todos
los habitantes de un lugar participen o deseen participar en la persecución de
una meta común.
Los
objetivos del “pueblo”
Aquí ya debemos explicar, aunque sea del modo
más esquemático, lo que entendemos por “objetivos comunes” y por “meta común”.
En términos generales, cabe afirmar que la meta común cuya búsqueda liga entre
sí a los integrantes del “pueblo” es la realización humana, el ser-más de cada
uno y a la vez de todos, la humanización cada vez más plena de los hombres. Un
fin que es, pues, “metafísico”, porque atañe al ser del hombre; lo cual no
remite a un ámbito abstractamente misterioso, sino a lo que aquí describiremos
como la armoniosa conjunción de los siguientes objetivos:
1. La satisfacción de las necesidades humanas
más elementales (de alimentación, de vestimenta, vivienda, atención de la
salud, etc.);
2. El cumplimiento de un trabajo que permita
desplegar al máximo posible las aptitudes creativas personales, o que deteriore
lo menos posible tales aptitudes;
3. La disposición de un “tiempo libre” en el
cual las aptitudes creativas personales se desarrollen al máximo o se
deterioren mínimamente; en lo cual tenemos en cuenta la indicación de H.
Marcuse (One-dimensional Man, Londres, 1964, p. 49, n. 38) de que en el s. XX
existe en los países industrializados más “tiempo de ocio” (leisure time) que
en el s. XIX, pero no más “tiempo libre” (free time), y de que el “tiempo de
ocio” es manipulado por los medios de comunicación masiva de un modo que
deteriora toda aptitud creativa personal;
4. La organización del país en una nación
independiente, en cuyas decisiones el hombre participe.
Esta enumeración de objetivos que acabo de hacer
es puramente taxativa, de ningún modo cronológica o jerárquica.
Consciencia
de la meta común
Por supuesto, no pretendemos que estos cuatro
puntos sean asumidos explícitamente en el proyecto vital de cualquier ser
humano, sino solo que es muy probable que su postulación fuera admitida por la
gran mayoría de los hombres; y también que de hecho ya se encuentran presentes,
de un modo menos preciso y esquemático que el expuesto, en los anhelos y
pensamientos de la mayor parte de los individuos y de los pueblos.
Podría argumentarse que el objetivo que
mencionamos en cuarto término no es patrimonio más que de una élite
intelectual, extendido a los demás solo por un voluntarismo paternalista. Sin
embargo, allí donde los pobladores se arraigan buscan, por una necesidad bien
concreta, organizarse en sus esfuerzos comunes por afirmar su propia existencia
en el lugar; aun cuando, sin duda, la historia de la paulatina organización de
un “pueblo” es una cosa muy lenta y larga. Y la consciencia de los objetivos
que hemos descripto puede ser más lúcida o menos lúcida, más precisa o menos
precisa; pero en la medida en que esta consciencia sea común a los integrantes
de un “pueblo”, proveerá a su accionar de una consciencia solidaria, una
consciencia que podríamos considerar ético-metafísica, ya que promueve la
realización plena como meta de los actos. Ahora bien, la detención en el cuarto
de los objetivos que enumeramos nos lleva de la mano al concepto de “nación”,
dado que en ese punto hemos subrayado el arraigo en un país y la organización
en una nación independiente. Pues un “pueblo” puede nacer en el desierto, como
los hebreos conducidos por Moisés en su marcha a través del Sinaí; pero su
primera meta es “arraigarse” en un país, y a partir de allí “organizarse” para el
logro de los objetivos comunes. Por consiguiente, la diferencia entre los
conceptos de “país” y de “nación” reside en que con “país” se tiene en mente un
“territorio poblado” –o al menos “poblable”-, en tanto que por “nación”
entendemos la organización de un “pueblo”, arraigado en un “país’, a los fines
de alcanzar solidariamente la realización humana. Al decir esto no estoy
identificando “nación” con “Estado”, por cierto. Mi intención no es ahora
detenerme en el concepto de “Estado”, pero en cuanto toca a la definición que
hemos dado, “Estado” menta el aspecto de “organización”, mientras “nación” se
refiere al “pueblo” como sujeto que se organiza. En ese sentido, podríamos
decir que el concepto de “nación” implica algo personal, en tanto el de
“Estado” algo cósico: cabe así decir que un “pueblo” tiene consciencia
nacional, mientras hablar de “consciencia estatal” sería absurdo.
“Pueblo” y
“anti-pueblo”
Volvamos ahora a la advertencia hecha sobre que
el concepto de “pueblo” implica, por definición, la posibilidad de que no todos
los habitantes de un país participen o deseen participar en la búsqueda de una
meta común. Inclusive, añadamos ahora, puede darse el caso de que, dentro de la
“población”, haya “individuos” o grupos que se opongan al proyecto nacional del
“pueblo”. Abarcaremos en el concepto de “no-pueblo” a los individuos o grupos
que, sin oponerse a dicho proyecto, no participan ni desean participar del
destino común. Incluiremos, en cambio, en el concepto de “anti-pueblo” a los
individuos o grupos que se oponen al “pueblo” en la consecución de sus
objetivos. Estoy plenamente consciente de los riesgos implicados en el uso de
expresiones tan esquematizantes como “no-pueblo” y “anti-pueblo”; creo que vale
la pena asumir tales riesgos, en vista de la operatividad que, una vez
precisados, veremos que ofrecen dichos conceptos, y que es sin duda mucho mayor
que la operatividad acreditada históricamente por conceptos como el de “clase”.
No obstante, y para evitar excesivas cacofonías, recurriremos a dos eufemismos,
cuya intención espero no sea malentendida como europeizante: “la Nobleza”, para
remitir a nuestro concepto de “antipueblo”; y “el Tercer Estado”, para denotar
nuestro concepto de “no-pueblo”. Tratemos ahora de delimitar más claramente
estos conceptos. ¿Podemos hacerlo en base a la cantidad, de modo tal que el
“pueblo” fuese la mayoría de la “población” y la “Nobleza” una minoría? Sin
embargo, de ser así, y teniendo en cuenta que sin duda la “Nobleza” cuenta
también con objetivos comunes a sus integrantes -en vista a los cuales
precisamente combate al “pueblo”-, faltaría la distinción cualitativa. En ese
sentido, bien decía Aristóteles que el número “es accidental”, y que lo que
hace la diferencia esencial es que, en el caso que él considera “correcto”, se
atiende “al beneficio común”, mientras en el de los que denomina
“desviaciones”; se mira “a los intereses particulares” (Política III 5,
1279a-b). Extraemos esta indicación aristotélica del contexto en que se halla,
porque nos resulta esclarecedora para nuestro análisis. En efecto, en lo que
concierne a la descripción que hicimos de los cuatro objetivos que persigue el
“pueblo”, podemos advertir que cada integrante del pueblo quiere o puede querer
tales objetivos para todos los pobladores del país. En lenguaje aristotélico,
pues, lo que denominamos “pueblo” quiere “el bien común”. Pero la “Nobleza” no
quiere ni puede querer “el bien común”, puesto que, por definición, se opone a
la voluntad del “pueblo”; el “bien común” entraría en colisión con sus “intereses
particulares”.
“Pueblo” y
“anti-pueblo” en América Latina
Voy a ejemplificar con la experiencia que me es
más familiar. Pienso, en efecto, que ya resulta claro que, al hablar de
“anti-pueblo”, no estoy rotulando un fantasioso producto de laboratorio, sino
mentando una realidad tan concreta como cruda en América Latina, a saber, la
oligarquía ligada a los centros internacionales de poder financiero. En
relación con los cuatro objetivos comunes que enumeramos como constituyentes
del proyecto de realización humana del pueblo, advirtamos que dicha oligarquía
podría condescender en la búsqueda del primero de ellos (la satisfacción de las
necesidades elementales), y quizá, en principio, decir que no es cosa suya el
logro del segundo objetivo y del tercero. Pero jamás podría aceptar la
aproximación al cuarto, el referido a la organización de una nación
independiente y a la participación del “pueblo” en las decisiones, pues esto
quebrantaría las bases de su propio poder y de su misma existencia; y no solo
porque la participación popular en las decisiones deterioraría su privilegio,
sino porque su poder sectorial se apoya esencialmente en la dependencia de su
país respecto de los centros internacionales de poder financiero. Precisamente
por eso, cada vez que la “Nobleza” ataca, lo más probable es que en el bando de
enfrente esté el “pueblo”. Si se tuviese esto en claro, no se habría producido
-ni persistiríaese fenómeno de autoengaño que hemos observado y seguimos
observando en la Argentina, donde los teóricos de la política se niegan a
hablar del peronismo como un movimiento popular -o, en el gobierno, como un
gobierno popular-, y prefieren calificarlo de “populismo”, pretendiendo negarle
su condición de “pueblo” y presentándolo como una aglutinación demagógica de
una mayoría favorecida solo superficialmente. Cualquiera que eche una mirada a
la historia política argentina de los últimos cuarenta años puede advertir que
la oligarquía agropecuaria ligada a los intereses extranjeros estuvo siempre en
el bando opuesto al peronismo, y, en tal condición, derrotada claramente por
este en todos los comicios y su vencedora solo merced a violentos golpes
militares.
“Elite” y
“pueblo”
En este punto, de todos modos, cabe señalar que
el ser atacado por la “Nobleza” no es por sí solo garantía de que el conjunto
atacado sea el “pueblo”. Pues el ataque también puede desatarse sobre una
“vanguardia esclarecida” que desafíe a la “Nobleza” en forma inclusive más
clara y agresiva de lo que lo haría el “pueblo”, y se convierte entonces en
chivo expiatorio, sea por el temor de la “Nobleza” de que el brote sea
epidémico, sea porque ella se forja la ilusión de que está combatiendo a su
real enemigo. En este segundo caso, la ilusión es por partida doble, ya qué no
solo la “Nobleza” toma a la élite por “pueblo”, sino que esta también se
ilusiona con que es “pueblo” o con que lo representa. Sin embargo, el “pueblo”
jamás se forma o actúa en base a una “vanguardia esclarecida”. Y aquí sí, para
advertir la diferencia, cuenta el número, ya que esa “vanguardia” es una
pequeña minoría, en tanto el “pueblo” es siempre mayoría. De todos modos lo
esencial a este sigue siendo la consciencia solidaria de los objetivos comunes,
solo que estos objetivos también pueden ser postulados por esa “élite ilustrada”,
y en forma más marcada y explícita. Porque la consciencia que de sus propósitos
tiene un individuo suele ser más clara que la de una pluralidad de individuos,
máxime si ese individuo es intelectual y si esa pluralidad es muy vasta (aunque
la “sabiduría popular” es generalmente más profunda y duradera, quizá por
formarse con la lenta sedimentación de las experiencias). Y este hecho origina
que tal individuo o una élite compuesta por tales individuos enjuicien el
comportamiento del “pueblo”, y el grado de consciencia alcanzado por este,
dictaminando que la consciencia del “pueblo” está aún inmadura o no existe. En
ese sentido persiste hoy en día el voluntarismo liberal de la filosofía
política de Hegel, quien parte del concepto de libertad como voluntad racional
y universal, entendiendo por voluntad universal no lo que quieren todos o la
mayoría de los pobladores, sino la voluntad racional que solo la “vanguardia
ilustrada” puede poseer y que por sí sola acredita su universalidad. En cambio,
dice Hegel, “el pueblo, en la medida que con esta palabra se designa una parte
determinada del Estado, expresa la parte que precisamente no sabe lo que
quiere. Saber lo que se quiere y, más aún, lo que quiere la voluntad que es, en
sí y para sí, la razón, es el fruto de un profundo conocimiento y sabiduría,
que no son precisamente cosa del pueblo”. (Grundlinien der
Philosophie des Rechts § 301; 4a. ed., J. Hoffmeister, Hamburgo, 1955, pp.
261s.). Hemos hablado de
élite o “vanguardia”, pero en rigor debemos usar el plural, ya que puede haber
muchas y con una gran variedad de ideologías, que lleguen a ser inclusive
“opuestas”, con la sola característica común de “vanguardias ilustradas”. En
tanto tales, estas “vanguardias” no pueden integrarse en el “pueblo”, aún cuando
eventualmente exista coincidencia de objetivos; los individuos que integran las
élites sí pueden integrarse al pueblo, a condición de renunciar a todo carácter
de “vanguardia esclarecida”, y sin perjuicio de sumar su aporte a los estudios
teórico-prácticos que se hagan en el seno del “pueblo”. En cualquier caso, y
siempre que una miopía total no las haga cómplices de la “Nobleza”, las élites
no forman parte de esta, sino más bien de lo que denominamos “no-pueblo” o
“Tercer Estado”, y que ahora estamos describiendo.
“Sector
neutro” y “pueblo”
El “Tercer Estado”, en efecto, dista de agotarse
en las élites, sino que su franja más amplia es ocupada por lo que bautizaremos
como “sector neutro”, por el hecho de que es el único sector o grupo que no se
pronuncia a favor o en contra del “pueblo” (aloja, naturalmente, opiniones
individuales o aisladas, si no hay compromiso ni riesgos, pero que nunca
abarcan a más de un individuo). Se trata de un conjunto de personas que pueden
pertenecer a muy diversas clases sociales y estamentos, y que, aparte de las
afinidades lingüísticas y étnicas, no cuentan con otros rasgos en común que los
de vivir en una misma región bajo las mismas leyes y costumbres. Alguien podría
objetar aquí que rasgos comunes tales como los étnicos y lingüísticos y la vida
en un mismo país bajo las mismas leyes y costumbres son precisamente los rasgos
que de ordinario se tienen más en cuenta al describir el concepto de “nación” y
al caracterizar al “pueblo” que hay en ella. Y sin embargo, si se admite la
noción de “consciencia nacional” como consciencia de un proyecto de realización
común, deberá convenirse también en que no hay nada más ausente que ella en ese
“sector” que denominamos “neutro”. Pues en dicho “sector” solo hay proyectos de
uno, a lo sumo de dos, pero nunca más allá de un individuo o de una pareja. Y
esta diferencia se hace en este caso más substancial que en las otras
relaciones consideradas, ya que puede haber circunstancias en que la cantidad
de individuos que componen este “sector neutro” aumente hasta el punto que este
sea numéricamente mayoritario dentro de la población. En tales circunstancias
no cabe hablar de “pueblo”, ya que el “pueblo” solo puede existir
mayoritariamente. Así, de producirse eso, solo habrá “Tercer Estado” y “Nobleza”.
No obstante, ni aún en tales circunstancias estos dos conjuntos se identifican
ni se asimilan entre sí. La “Nobleza” puede, ciertamente, instrumentar tanto al
“sector neutro” como a las élites para sus fines antinacionales, o, al menos,
mantenerlos bajo control. Lo que no veremos es que la “Nobleza” combata al
“sector neutro”, sea este minoría o mayoría, en lo cual este se distingue
claramente del “pueblo”.
“Anti-pueblo”
sin “pueblo”
Aquí debemos modificar o al menos precisar
nuestra caracterización anterior de la “Nobleza”, en tanto la basamos en la
oposición de esta al proyecto del “pueblo”, y ahora presumimos su existencia
incluso allí donde decimos que no hay ya “pueblo”, sino solo “Tercer Estado”,
con un “sector neutro” mayoritario que no tiene un proyecto común y que, por lo
mismo, no es atacado en su accionar. Lo que sucede es que hoy en día ningún
país de la tierra puede substraerse a la marcha de la historia, sino que
siempre participa en esta, sea a través de un proyecto nacional o de un
proyecto anti-nacional, por más efímero o incoherente que resulte. Y si no hay
un “pueblo” que impulse un proyecto nacional, el proyecto que se ejecute será
anti-nacional, ya que frenará toda posibilidad de realización humana común y,
ante todo, la de organización nacional. Y para ello siempre deberá haber una
minoría anti-nacional que coincida con lo que hemos denominado “Nobleza”,
aunque no esté su acción centrada en combatir al “pueblo”, sino a lo sumo en
prevenir la eventual aparición del “pueblo”.
Surgimiento
y evolución del “pueblo”.
Cómo surge el “pueblo” allí donde no existía y
la plaza mayoritaria era ocupada por el “sector neutro”, constituye para mí un
problema del cual por ahora solo puedo tomar nota, ya que mi conocimiento de la
historia de América Latina no me permite más que conjeturar que el surgimiento
de un “pueblo” no se sujeta a leyes históricas más o menos detectables, y como
mucho advertir algunos hechos que facilitan la creación cultural de un
“pueblo”, tales como la aparición de líderes y coyunturas que propician la
madurez de la consciencia “popular”. Por lo demás, una vez en escena los
“pueblos”, su evolución no es rectilínea hacia los objetivos, puesto que, por
un lado, no basta la voluntad de lucha, creación y sacrificio y, por otro, la
cosa se juega en buena parte fuera de los límites de una sola “nación” y de un
solo “pueblo”. En esa evolución, el “pueblo” puede ser golpeado y sometido;
pero en el lapso siguiente solo quedará aletargado, nunca extinguido: una vez
que se toma “consciencia nacional” ya no se la pierde, y el “pueblo” solo puede
cesar de existir con la civilización íntegra a que pertenece.
“Pueblo” y
“nación” en Latinoamérica.
Finalmente, queda aún por reflexionar sobre la
posibilidad de aplicación de los conceptos que he descripto al proyecto
bolivariano de unidad latinoamericana. Hoy en día podemos discernir tres metas
escalonadas en el cumplimiento pleno de dicha propuesta, aunque esta sea en
principio explícita solo en cuanto a la segunda meta; la primera sería
“nacional” y la tercera “mundial”. En efecto, ningún individuo puede realizarse
en una comunidad que no se realice -esto es, en un país que no sea “nación”- y
análogamente, ninguna “nación” de la tierra puede realizarse en un mundo que no
se realice. Hablar de la realización humana en términos planetarios suena a
utopía renacentista y parece convertir el análisis filosófico en fantasía pura.
Y sin embargo, es lo mismo que, con un lenguaje político realista, plantean los
representantes del Tercer Mundo ante los poderes hegemónicos en las
conferencias internacionales. Y precisamente la denominación “Tercer Mundo”
designa una realidad socio-política más amplia que la “nacional” y más reducida
que la mundial; realidad socio-política que es más concreta y homogénea aún si
la restringimos a América Latina. Vale decir, la unidad latinoamericana sería
la segunda meta. La mayor dificultad estriba en que, de diversas maneras, el
logro de la tercera meta condiciona la plenitud de las dos anteriores,
especialmente porque el “anti-pueblo” sienta sus reales en ese nivel mundial, y
es allí donde combate al “pueblo” de cada “nación” y de toda Latinoamérica. Por
cierto que mi análisis se detiene aquí, ya que no cuento con la experiencia
adecuada para responder a la pregunta de sí hay o puede haber un “pueblo”
latinoamericano que haga suyo un proyecto de “nación” latinoamericana más allá
de todo voluntarismo elitista. En este punto solo arriesgaría una conjetura
afirmativa, en base a la similitud de los procesos históricos, sociales,
económicos y políticos en toda Latinoamérica y a la casi certeza de que hay un
destino común que poco a poco se va asumiendo en todas partes. Por ello
considero que un análisis como el que bastante burdamente acabo de presentar
podría ser afinado y precisado dialógicamente, y de ese modo configuraría un
aporte nada insubstancial de la filosofía a la propuesta de Bolívar de unidad
latinoamericana.