miércoles, 8 de mayo de 2013

¡PUÑO EN ALTO!



¡SOCIAL, RADICAL Y NACIONAL! 
Expresa tu rabia estés donde estés. No te conformes con tu miserable existencia.
UNIDOS CAMBIAREMOS NUESTRAS VIDAS.

Autoridad y Dominación








Por Emile Armand


La ley del progreso continuo

No ignoramos la tesis de los que sostienen la ley del “progreso continuo”. Esta idea no es nueva: hay gérmenes de ella en Grecia y Roma, y más tarde en los místicos del Medioevo. Ellos anunciaban que, como el reino del Hijo sucedió al reino del Padre, luego vendría el reino del Espíritu Santo, en el cual no habría ya error ni pecado. Dejando de lado el misticismo, esta concep-ción se precisa y se afirma filosóficamente primero con Bacon y Pascal; y se generaliza luego con Herder, Kant, Turgot, Condorcet, Saint Simon, Comte y sus sucesores, las escuelas socialistas utópicas y científicas, en definitiva, los evolucionistas y fatalistas de cualquier especie.

No ignoramos que la idea de la ley del progreso constante e interrumpido fue aceptada, exaltada y vulgarizada por poetas, literatos, filósofos, propagandistas y muchos científicos. Ella desempeñó entre los hombres el rol de consoladora que antes -en los siglos en que imperó la fe- tuvo la religión. Pero examinándola de cerca se descubre enseguida que no hay nada menos fundado, científicamente hablando, que esta pretendida ley.

Antes que nada, es imposible probar experimentalmente que los actos de cada unidad humana, de cada raza, de todas las razas, son efectos inmutables e incontestables de circunstancias primordiales. En realidad nosotros ignoramos tanto el origen, el punto de partida de la humanidad, como el fin o los fines a partir de los cuales ella procede. Pero incluso conociendo exactamente este punto de partida no poseemos ningún criterio científico que permita distinguir lo que es progreso de aquello que no lo es. Podemos constatar un movimiento, un corrimiento, nada más. Los hombres, según sus aspiraciones o el partido al que pertenezcan, definen este movimiento como “progreso” o “regresión”. Eso es todo.

En el fondo de esta concepción del progreso continuo e ineluctable, debajo de su aspecto científico, suena un recóndito pensamiento místico y fatalista. Aquí la vemos mezclarse a la idea de que el hombre es la naturaleza que toma conciencia de sí misma. Allá la vemos acompañada por el pensamiento de que toda la evolución animal anuncia, profetiza el bípedo de estatura erecta y dueño de la palabra, es decir, el hombre. Se navega en pleno antropocentrismo y se olvida la realidad más simple: sobre uno de los cuerpos más ínfimos que salpican el cosmos, debajo de la atmósfera que lo circunda como un velo diáfano, vegeta, rasguña, se agita una multitud de parásitos. Un accidente cualquiera sobreexcitó, verosímilmente, la inteligencia de una de las especies parasitarias de este cuerpo -la Tierra- y le permitió dominar sobre todas las otras. ¿Eso ocurrió para fortuna o desgracia de los habitantes del planeta? No lo sabemos. Ignoramos completamente cuál habría sido el resultado si otra especie de vertebrados hubiera prevalecido, el elefante o el caballo por ejemplo, u otras variedades a las que ellos dieran origen. Nada prueba que la naturaleza no hubiera “tomado conciencia de sí” mucho mejor y quizás en una forma superior en estas razas. Nada prueba que un nuevo accidente geológico, biológico o de otra clase no quitará al género humano su cetro, su potencia y su arrogancia.

Pero los hechos son los hechos. Como están las cosas, el hombre parecer ser, desde el punto de vista intelectual, el mejor dotado de los parásitos terrestres. Inclinémonos y regresemos a la ley del progreso continuo, la tesis de la evolución progresiva y necesaria. Ahora bien, no se puede aceptar esta ley sin admitir, al mismo tiempo, no sólo que todos los acontecimientos que tuvieron y tienen lugar fueron y son necesarios, sino que ellos sirvieron y sirven necesariamente al cumplimiento de la felicidad de la especie humana. A esta conclusión llegó lógicamente Augusto Comte, y Taine la compendió en una frase lapidaria: “lo que es tiene derecho a ser”. Todo ocurre entonces para bien de la mejor de las evoluciones.

En el pasado y el presente. Las violencias aplicadas a los cuerpos y las violencias ejercidas sobre las opiniones; la inquisición y los consejos de guerra; las guerras y las epidemias; el estrangulamiento de las conciencias no domesticadas y las hogueras donde ardieron los herejes; los pelotones de ejecución, los líquidos en llamas, los gases asfixiantes, los bombarderos, la “limpieza” de las trincheras a golpes de bayoneta, el uso de la bomba atómica y la destrucción de Hiroshima, los campos de concentración, los hornos crematorios. Todo es para bien. Los prisioneros de guerra masacrados pese a la promesa de vida, los cristianos de la Roma imperial arrojados como alimento para las bestias, el extermino de los Albigenses y los Anabaptistas, las “lettres de cachet”, la razón de estado y las leyes perversas. La esclavitud, los parias, los ilotas, las cárceles. Los señores del Medioevo que jugaban más fácilmente con la vida de un siervo que con la de un perro. Los monopolizadores y los explotados, los privilegiados y los marginados de la ley. Todo es para bien, todo sirvió, todo concurrió en la marcha del progreso; todo esto facilitó y preparó el devenir de la felicidad ineluctable y universal... ¡No es posible! Nuestra razón se rebela contra esta idea.

Nosotros nos inclinamos sobre la vorágine sin fondo en la que se abismaron las grandes civilizaciones y las edades más famosas; sobre la profundidad en la cual confluyeron los períodos históricos más resonantes y grandiosos; y de estos abismos insondables no oímos subir himnos de alegría y de placer, al contrario, sentimos un concierto inarmónico y horrendo de protestas, llantos y lamentos; de sentimientos, aspiraciones y necesidades desatendidas, mutiladas, ofendidas, reprimidas. Los clamores feroces y un poco forzados de los acomodados intentan en vano cubrir, sofocar los gritos de rabia y cólera de aquellos que no tuvieron la ocasión de sentirse satisfechos. Pero no lo logran.

¿Figuras retóricas? ¿Argumentos sentimentales? Lo concedo. Pero son ratificados por los datos y documentos de la experiencia histórica. En cada momento del desarrollo de una civilización -cualquiera haya sido la influencia que presidió su crecimiento- los descontentos, los precursores, los marginales de una u otra clase se sublevaron, aislados o en grupo; algunos hombres se erigieron y proclamaron que su felicidad estaba en las antípodas o en los márgenes de lo que definían los dogmas, las convenciones, las leyes, los decretos, las dictaduras y los mandatos de las mentes mediocres; del ambiente o de la elite social. La antorcha de la resistencia y del inconformismo no se apagó nunca por completo, ni aún en los días más tenebrosos de la "evolución" de la humanidad

Es cierto que la antorcha de la aspiración a una felicidad diferente a la felicidad oficial, a la felicidad del justo medio, no siempre brilló con la misma luz. Pero no por eso alumbró menos el camino de la rebelión y la autonomía individual, la vía sobre la cual transitó siempre la mejor parte del género humano. Si hubiera que atribuir a una ley las mejoras que algunos creen descubrir en las relaciones entre los hombres, esta ley podría ser la de la “persistencia continua” del espíritu de no-conformismo, y no la así llamada ley del “progreso continuo”.

Origen y Evolución de la Dominación

La dominación fue ejercida en principio de hombre a hombre. El más fuerte físicamente, el mejor armado, dominaba al más débil, al que tenía menos defensas, y lo forzaba a cumplir su voluntad. El hombre que sólo tenía un pedazo de madera para defenderse tuvo que ceder, evidentemente, al que lo seguía con una lanza de punta de silicio, arco y flecha. Más tarde, o quizás contemporáneamente, otro factor determinó el ejercicio de la dominación: la astucia. Surgieron hombres que llegaron a persuadir a sus pares de poseer ciertos secretos mágicos capaces de hacer mucho daño, de causar grandes inconvenientes a aquellos -y a sus bienes- que se resistieran a su autoridad. Puede ser que estos hechiceros estuvieran convencidos de la realidad de su poder. Como sea, la dominación tiene -en todas las épocas y lugares- dos fuentes: la violencia y la astucia.

En las sociedades actuales, la dominación se ejercita raramente -en tiempos normales- con tanta brutalidad. Cuando se practica de tal modo, esto ocurre gracias a la costumbre, la sanción moral o legal, o un estado de cosas irregular. Es cierto que hay madres que pegan a sus hijos porque éstos desobedecen, maridos que pegan a sus mujeres porque éstas rechazan la obediencia legalmente aceptada y hay policías que disparan sobre prisioneros en fuga o viceversa. Pero eso es tolerado por los hábitos o es excepcional. Cuando se ejercita la dominación sobre una colectividad humana en beneficio de un autócrata, esto sucede porque él se apoya en un número bastante grande de cómplices o satélites que están interesados en que subsista tal autoridad, y estos cómplices se hacen ayudar y asistir por una tropa armada, mercenaria, lo suficientemente fuerte para tornar inútil toda resistencia. La dominación se ejercita raramente a beneficio de un autócrata. Al menos directamente. Siempre es practicada en beneficio de una casta, una clase, una clientela política, una plutocracia, una elite social o la mayor parte de una colectividadSe apoya en reglamentaciones de orden político o económico; civil, militar o religioso; legal o moral. Es consagrada por las instituciones regidas por mandatarios.

Sobre el “bien” y el “mal”

Para comprender la evolución de la moral gregaria, es indispensable recordar que “bien” es sinónimo de “permitido” y “mal” sinónimo de “prohibido”. Alguien -cuenta la Biblia- “hizo lo que está mal a los ojos del eterno”, frase que se repite en varios pasajes de los libros sagrados de los hebreos, que son también los de los cristianos. Pero es necesario traducirlo mejor: alguien hizo algo que estaba prohibido por la ley religiosa y moral, establecida por interés de la teocracia israelita... En todos los tiempos y en todas las grandes agrupaciones humanas se llamó siempre “mal” al conjunto de los actos condenados por la convención, escrita o no, que varía según las épocas y las latitudes.

Así es que está mal adueñarse de la propiedad de aquel que posee más de lo que necesita para vivir bien, está mal mofarse de la idea de Dios o de sus sacerdotes, está mal negar a la patria, está mal tener relaciones sexuales con parientes cercanos. Y como la prohibición no basta, la convención oral se cristaliza en ley, cuya función es reprimir.

Reconozco que la aparición de una diferencia entre el bien y el mal -lo permitido y lo prohibido- marca una etapa en el desarrollo de la inteligencia de las colectividades. Al principio, esta diferencia era social: el individuo no tenía suficientes posesiones hereditarias ni bastante experiencia mental como para evitar someterse a las adquisiciones y a cierta experiencia grupal.

Es comprensible que el bien y el mal estuvieran empapados de connotaciones religiosas. Durante todo el período pre-científico, la religión fue para nuestros antepasados lo que para nosotros es la ciencia. Los hombres más sabios de entonces concebían sólo una explicación sobrenatural de los fenómenos que no comprendían. El hábito religioso precedió naturalmente al hábito civil.

Por cuanto pueda sorprender, a posteriori, vivir en la ignorancia del bien y el mal convencional es, en el primitivo, un indicio de inteligencia. No es porque él está más cerca de la naturaleza que ignora lo permitido y lo prohibido -y mucho menos porque es un inmoral- sino simplemente porque no razona.

Al contrario, el hombre contemporáneo que se pone individualmente al margen del bien y el mal, que se ubica conscientemente más allá de lo permitido y lo prohibido, alcanza un estadio superior en la evolución de la personalidad humana. Él ha estudiado la esencia de la concepción del bien y el mal social; se ha preguntado qué queda de lo permitido y lo prohibido una vez que se descubre su apariencia. 

Si él prefiere tener como guía el instinto antes que la razón, eso ocurre después de hacer comparaciones y reflexiones cuidadosas. Si cede el paso al razonamiento en confrontación con el sentimiento, o al sentimiento opuesto al razonamiento, lo hace deliberadamente, después de haber tanteado su temperamento. Él se separa del rebaño tradicional porque considera que la tradición y el convencionalismo son obstáculos para su expansión. En otras palabras, él es a-moral luego de haberse preguntado lo que vale la “moral” para el hombre. Hay una buena distancia entre este marginal de la moral y el primitivo, a duras penas huido de la animalidad, de cerebro todavía obtuso, incapaz de oponer su determinismo personal al determinismo aplastante del ambiente.

jueves, 2 de mayo de 2013

Libertad y Propiedad





Por el Emboscado


La propiedad (privada o estatal) de los medios de producción (tierra, fábricas, utensilios de trabajo, etc…) niega la libertad al dar poder sobre las personas. En la medida en que los propietarios concentran en sus manos los recursos económicos de un país, el resto de la población pasa a ser dependiente de ellos, pues al estar desposeída se ve obligada por la necesidad económica a vender su mano de obra a dichos propietarios. En esta situación son los propietarios quienes aprovechan la necesidad ajena para imponer sus condiciones laborales, con lo que se desarrollan las correspondientes condiciones de explotación laboral inherentes al capitalismo (tanto privado como de Estado).

No existe libertad cuando la necesidad obliga al trabajador o trabajadora no sólo a venderse sino también a aceptar unas condiciones de trabajo que le son impuestas, a participar en una actividad económica que en muchas ocasiones no corresponde con su formación profesional o simplemente a hacer un trabajo que no querría. Pero juntamente con esto hay que sumar el hecho de que la organización del trabajo se lleva a cabo según un modelo autoritario, en el que el propietario de la empresa es el que da las órdenes mientras que sus asalariados las obedecen. Los trabajadores y trabajadoras quedan relegados a la condición de un objeto pasivo, abocados a ser un engranaje más de la maquinaria económica, a no pensar y solamente a ejecutar las directrices de sus superiores jerárquicos.

La organización del trabajo en el seno de la empresa no atiende a las necesidades de sus trabajadores, sino que muy al contrario responde a los intereses de su propietario que es quien determina la estructura organizativa con el propósito de maximizar sus beneficios. El plan de división del trabajo está sujeta a una voluntad exterior a los trabajadores que puede ser el Capital o el Estado.

La apropiación de la plusvalía creada por los trabajadores, las condiciones de desigualdad económica, la concentración de la riqueza, etc., únicamente son consecuencias de la existencia de la propiedad (estatal o privada) y no la causa originaria de los problemas sociales producidos por el capitalismo. El fondo del problema social generado por el capitalismo no se encuentra en las condiciones económicas que crea para la clase trabajadora, sino en la negación de la libertad al hacer económicamente dependiente al trabajador del propietario que lo contrata, y quedar así relegado a la condición de neoesclavo.

Otra de las consecuencias de la existencia de la propiedad es la parcelación del trabajo con la hiperespecialización, lo que contribuye a insectificar la vida de los trabajadores y trabajadoras hasta el punto de convertir la sociedad en un hormiguero. Las relaciones sociales son sometidas a la lógica inherente a la estructura de dominación en las que se desenvuelven, de forma que se desarrollan verticalmente con la dependencia de los trabajadores con su patrón. No sólo se impiden las relaciones horizontales entre trabajadores, que es lo que en última instancia permitiría su unidad para oponerse a sus opresores, sino que se crean individuos incapaces en tanto en cuanto la especialización excesiva les dificulta desempeñar otro tipo de tareas, con lo que se justifica la existencia de directivas y entes burocráticos para la administración y gestión de la propia empresa. En este sentido la propiedad constituye la transposición del modelo de organización jerárquico, piramidal y autoritario del ejército al terreno económico donde el empresario, privado o estatal, establece unilateralmente sus propias directrices y donde la junta directiva opera como un Alto Estado Mayor que vela por los intereses del conjunto de la organización al determinar las relaciones que se dan en su seno.

El trabajo asalariado atrofia las facultades reflexivas del trabajador y tiende a anular el instinto de inteligencia inherente al ser humano. Esta situación es creada premeditadamente para hacer permanecer a los trabajadores en un status de aprendices toda su vida. El capitalismo incapacita a los trabajadores para participar en la gestión de sus respectivas empresas a través de la organización jerárquica del trabajo y la hiperespecialización. El dueño de los medios de producción impone su voluntad sobre sus asalariados con la organización y división del trabajo, por lo que no existe la asociación como tal sino el simple y puro sometimiento.

La propiedad constituye una forma de dominación en la que el trabajador queda alienado al no pertenecerse a sí mismo, pues es convertido en un objeto sin voluntad propia. Estas condiciones sociales y económicas tienen un trasfondo político al ser fruto de un orden social en el que prevalece un sistema de obligaciones. Así es como las categorías centrales de lo político, la libertad y la dominación, cobran pleno protagonismo. De esta forma en el mundo del trabajo se plantea como primera exigencia la conquista de la autodeterminación de las condiciones laborales, y con ello la superación de las simples reivindicaciones dirigidas a conquistar ventajas materiales inmediatas que abandonan al patrono la organización de la producción. Por este motivo la conquista de la libertad en el ámbito laboral pasa por la revolución que sustituya el actual sistema de obligaciones por un sistema de derechos que haga posible la autodeterminación de los trabajadores, para que de este modo la economía sea sometida a las necesidades y condiciones de producción del conjunto de la sociedad.

La ruptura del orden opresivo inherente al régimen de propiedad, privada o estatal, en los medios de producción sólo es posible con la ruptura del sistema político que sostiene dicho orden de cosas. La desaparición de la propiedad en los medios de producción y la instauración de un régimen de posesión y gestión social de los mismos es lo que, en definitiva, traería consigo la instauración de un sistema de derechos que pusiera fin al trabajo asalariado y que hiciera posible la libertad en el ámbito laboral. Sólo así se pondría fin a las relaciones de dominación y sometimiento que prevalecen en la sociedad capitalista. Pero para la realización de la libertad en términos políticos y económicos, es decir, para la conquista de los medios de producción por los trabajadores con el establecimiento de la autogestión social y el autogobierno, es ineludible la revolución. Sin el inicio de un proceso de ruptura que ponga fin a una sociedad y a un sistema existencialmente opresivo no podrá aspirarse a construirse un mundo nuevo y libre.

lunes, 29 de abril de 2013

Historia, Economía y Política





Por Carl Schmitt


El punto de vista para comprender la historia económica de las culturas superiores no debe buscarse en el terreno mismo de la economía. El pensamiento y la acción económicos son un aspecto de la vida, aspecto que recibe una falsa luz, si se le considera como una especie substantiva de la vida. Y mucho menos podrá encontrarse dicho punto de vista en el terreno de la economía mundial de hoy, que desde hace ciento cincuenta años ha tomado un vuelo fantástico, peligroso y al postre casi desesperado, vuelo que es exclusivamente occidental y dinámico y en modo alguno universal humano.

Lo que hoy llamamos economía nacional (economía política) está asentado sobre supuestos específicamente ingleses, La industria maquinista, desconocida de todas las demás culturas, ocupa su centro, como si esto fuera evidente, y domina por completo la conceptuación y la deducción de llamadas leyes, sin que los economistas se den cuenta de ello. El crédito, en la figura especial que resulta de la relación inglesa entre el comercio mundial y la industria de exportación, en un país sin aldeanos, sirve de base para definir las palabras capital, valor, precio, fortuna, las cuales son, sin más ni más, aplicadas a otros estadios de cultura y a otros círculos de vida. La insularidad de Inglaterra ha determinado en todas las teorías económicas la concepción de la política y de su relación con la economía. Los creadores de la visión económica fueron David Hume y Adam Smith. Todo lo que después se ha escrito por encima de ellos y contra ellos supone siempre inconscientemente la disposición critica y el método de sus sistemas. Y esto vale para Carey y List, como para Fourier y Lassalle. Y por lo que se refiere a Marx, el gran enemigo de Adam Smith, ¿qué importa que se proteste contra el capitalismo, si se está de lleno en el mundo de las representaciones del capitalismo inglés? Es reconocerlo implícitamente y el intento se limita a cambiar el orden de las cuentas para que los objetos de éstas reciban el provecho de sujetos.

Desde Smith hasta Marx todos han practicado el análisis del pensamiento económico de una sola cultura y en un solo período de su desarrollo. Es un análisis totalmente racionalista y parte, por lo tanto, de la materia y sus condiciones, de las necesidades y de los estímulos, en vez de partir del alma de las generaciones, clases, pueblos y de su fuerza morfogenética. Considera al hombre como un elemento más de la situación e ignora la gran personalidad y la voluntad histórica de individuos y grupos enteros, que en los hechos económicos ven medios y no fines. Considera la vida económica como algo que puede explicarse sin residuo, por causas y efectos visibles, algo que está dispuesto mecánicamente y encerrado en sí mismo, manteniendo cierta relación causal con los círculos de la política y de la religión—que también son pensados en si mismos—. Esta manera de consideración es sistemática, no histórica; por eso cree en la validez intemporal de sus conceptos y reglas y tiene la ambición de establecer la única regla justa de «la» economía. Por eso dondequiera que sus verdades han entrado en contacto con los hechos han tenido que sufrir un perfecto fracaso, como ha sucedido igualmente con las profecías sobre el estallido de la guerra por teóricos burgueses y con la institución de la Rusia soviética por los teóricos proletarios.

No existe, pues, economía, si por economía se entiende una morfología del aspecto económico de la vida, esto es, de la vida de las grandes culturas con su evolución de cierto estilo económico, evolución homogénea en sus períodos, en su tiempo y en su duración. La economía, en efecto, no posee sistema, sino fisonomía. Para descubrir el secreto de su forma interior, de su alma, hace falta tacto fisiognómico. Para tener éxito en ella hay que ser conocedor, como se es entendido en hombres o entendido en caballos; no se necesita «saber», como tampoco el jinete necesita saber zoología. Pero ese conocimiento del conocedor o entendido puede ser estimulado en el caso de la economía por una visión lanzada sobre la historia. La mirada histórica puede rastrear impulsos raciales obscuros que actúan en los seres económicos para dar a la actuación exterior—a la «materia» económica—una figura que corresponda simbólicamente a la propia forma interior. Toda vida económica es la expresión de una vida psíquica.

Es ésta una concepción nueva, una concepción alemana de la economía, que está situada allende el capitalismo y el socialismo. Estos dos sistemas, nacidos de la inteligencia sobria, burguesa, del siglo XVIII, no querían ser otra cosa que análisis material—y sobre éste una construcción—de la superficie económica. Lo que hasta ahora se ha enseñado es mera preparación. El pensamiento económico, como el jurídico, aguarda todavía su desenvolvimiento propiamente dicho [289], que hoy, como en la época helenístico-romana, no puede iniciarse hasta que el arte y la filosofía hayan ingresado definitivamente en el pretérito.

La economía y la política son aspectos de la existencia una, viviente y fluyente; no, pues, de la conciencia vigilante, no del espíritu. En la economía, como en la política, se manifiesta el ritmo de las oleadas cósmicas que están presas en la sucesión generadora de los seres individuales. Ni la economía, ni la política tienen historia, sino que ellas mismas son historia. Rige en ellas el tiempo irreversible, el cuándo. Ambas pertenecen a la raza y no al idioma, con sus tensiones espaciales y causales, como la religión y la ciencia. Ambas se rigen por los hechos, no por las verdades. Existen sinos políticos y económicos, así como, en todas las doctrinas religiosas y científicas, existe un nexo intemporal de causa y efecto.

La vida tiene, pues, una manera política y una manera económica de estar «en forma» para la historia. Esas dos maneras, la política y la económica, podrán superponerse, o apoyarse una en otra, o combatirse una a otra; pero la política es siempre absolutamente la primera. La vida quiere conservarse e imponerse, o, mejor dicho, quiere hacerse más fuerte para imponerse, «En forma» económica se encuentran los torrentes de existencia para sí mismos; pero «en forma» política se encuentran para su relación con los demás. Lo mismo sucede en la más sencilla planta monocelular que en los enjambres y pueblos de los seres más libres y móviles en el espacio. ¡Alimentarse y combatirse! La diferencia de rango entre ambos aspectos vitales se reconoce fácilmente en su relación con la muerte. No hay contradicción más honda que la que media entre la muerte de inanición y la muerte heroica. Económicamente la vida es amenazada, indignificada, rebajada por el hambre—en el sentido más amplio de la palabra—-; a esto mismo se refiere la imposibilidad de desenvolver plenamente las fuerzas, la estrechez del espacio vital, la obscuridad, la presión, no sólo el peligro inmediato. Pueblos enteros hay que han perdido la energía racial, por la mezquindad de su vida. En estos casos el hombre muere de algo, no por algo. La política sacrifica los hombres a un fin; caen los hombres por una idea. Pero la economía los hace periclitar. La guerra es la creadora, el hambre es la aniquiladora de todas las grandes cosas. En la guerra la vida es realzada por la muerte, a veces hasta llegar a esa fuerza invencible que por si sola es ya la victoria. El hambre provoca esa especie de miedo vital, índole fea, ordinaria e inmetafísica en que el mundo de las formas superiores de una cultura se sumerge, para dar comienzo a la desnuda lucha por la existencia entre bestias humanas.

Ya hemos hablado del doble sentido que hay en toca historia y hemos visto cómo se revela en la oposición entre el varón y la mujer. Existe una historia privada que representa la «vida en el espacio» como sucesión de las generaciones, y existe una historia pública que la defiende y asegura mediante el «estar en forma» política. Estos dos aspectos—el huso y la espada—de la existencia hallan su expresión en las ideas de la familia y del Estado; pero también en la figura primordial de la casa, en donde los buenos espíritus del lecho conyugal—el Genio y la Juno de los domicilios romanos—son protegidos por la puerta, por Jano. Pues bien: junto a la historia privada de la generación camina la historia económica. Su fuerza es inseparable de la duración asignada a una vida floreciente; la alimentación va estrechamente unida al misterio de la generación y de la concepción. Este nexo aparece en toda su pureza en la existencia de las fuertes estirpes aldeanas, que radican sanas y fecundas en el seno de la tierra. Y así como en la imagen del cuerpo el órgano sexual está enlazado con el de la circulación de la sangre, así el hogar sagrado, Vesta, constituye en el otro sentido el centro de la casa.

Precisamente, por eso la historia económica significa algo muy distinto de la historia política. En ésta ocupan el primer plano los grandes sinos singulares, que aunque se realizan en las formas necesarias de la época, son, sin embargo, cada uno por si estrictamente personales. En aquélla, como en la historia de la familia, tratase del curso evolutivo que sigue el idioma de las formas, y lo singular y personal constituye el sino privado, poco importante. Sólo la forma fundamental de millares de casos entra en consideración. Pero la economía no es, sin embargo, más que la base de toda vida significativa. No es lo importante, propiamente, el estar bien nutrido, bien dispuesto y capaz de fecundación, como individuo o como pueblo, sino el para qué de esa buena disposición. Cuanto más alto se encumbra el hombre en la historia, tanto más excede su voluntad política y religiosa en intimidad de simbolismo y en poder de expresión a todas las formas y profundidades que pueda poseer la vida económica. Sólo cuando, al despuntar la civilización, se inicia el reflujo de todas las formas, sólo entonces es cuando los contornos del mero vivir aparecen desnudos e imperiosos. Esta es la época en que la mezquina frase del «hambre y el amor», como fuerzas impulsivas de la existencia, cesa de ser un dicho desvergonzado; esta es la época en que el sentido de la vida ya no es el ser más fuerte, sino la felicidad del mayor número, la bienandanza y la comodidad, «panem et circenses», y en lugar de la gran política aparece la política económica como un fin en sí.

La Decisión sobre la Guerra y el Enemigo





Por Carl Schmitt


Al Estado, en su calidad de unidad política esencial, le corresponde el jus belli; es decir: la posibilidad real, de determinar, y dado el caso de combatir, a un enemigo en virtud de una decisión autónoma. Los medios técnicos con los cuales se libra el combate, la organización vigente de las fuerzas armadas, la magnitud de las chances de ganar la guerra, todo ello es irrelevante aquí siempre y cuando el pueblo políticamente unido esté dispuesto a combatir por su existencia y por su independencia, siendo que por decisión autónoma ha determinado en qué consiste esa independencia y esa libertad. La tendencia del desarrollo tecnológico militar aparentemente apunta a que, quizás, ya quedan sólo pocos Estados cuyo poderío industrial les permite librar una guerra con chances de éxito, mientras que Estados más pequeños y más débiles, ya sea de modo voluntario o forzado, renuncian al jus belli cuando no consiguen resguardar su independencia mediante una correcta política de alianzas. Esta evolución no demuestra que la guerra, el Estado y la política han cesado de existir. Cada uno de los innumerables cambios y trastornos de la Historia y de la evolución de la humanidad ha producido nuevas formas y nuevas dimensiones del aglutinamiento político, destruyendo anteriores arquitecturas políticas, produciendo guerras externas y guerras civiles, aumentando o disminuyendo el número de las unidades políticas organizadas.

El Estado como unidad política determinante ha concentrado en si mismo una atribución enorme: la de la posibilidad de librar una guerra y, con ello, la de disponer sobre la vida de los seres humanos. Y esto es así porque el jus belli contiene un atributo semejante: significa la doble posibilidad de exigir de los miembros del pueblo propio el estar dispuestos a matar y a morir, con el objeto de matar a las personas ubicadas del lado del enemigo. Sin embargo, la tarea de un Estado normal consiste en lograr, por sobre todo, una pacificación completa dentro del Estado y su territorio; construir "la tranquilidad, la seguridad y el orden" para crear con ello la situación normal que es condición para que las normas jurídicas puedan imperar en absoluto desde el momento en que toda norma presupone una situación normal y ninguna norma puede ser válida en una situación que la desafía de modo completamente anormal.

Esta necesidad de lograr la pacificación intra-estatal conduce, en situaciones críticas, a que el Estado como unidad política en si, mientras existe, pueda también determinar al "enemigo interno". Es por ello que en todos los Estados, bajo alguna forma, existe lo que el Derecho Público de las repúblicas griegas conoció como declaración de polemios y el Derecho Público romano como declaración de hostis; es decir: formas de repudio, ostracismo, exclusión, colocación hors-la-loi — en síntesis, alguna forma de declarar un enemigo interno, ya sea con medidas más severas o más benignas; vigentes ipso facto o establecidas de modo jurídico mediante leyes especiales; ya sea manifiestas o encubiertas en descripciones genéricas. Éste es — de acuerdo al comportamiento de quien ha sido declarado enemigo del Estado — el signo distintivo de la guerra civil; vale decir: de la desintegración del Estado como unidad política organizada, internamente pacificada, encerrada en si misma en cuanto a lo territorial e impenetrable para extraños. Mediante la guerra civil es que, luego, se decidirá el destino que correrá esta unidad. Para un Estado de Derecho Constitucional burgués esto no es menos válido — y hasta por el contrario, quizás sea aún más naturalmente válido — que para cualquier otro Estado. Porque, como lo expresa Lorenz von Stein, en un "Estado Constitucional" la Constitución es "la expresión del orden social y de la existencia de la propia sociedad constituida por los ciudadanos de un Estado. En el momento en que es agredida, el combate forzosamente tiene que decidirse por fuera de la Constitución y del Derecho, es decir: por medio del poder de las armas".

Una comunidad religiosa, una Iglesia, puede exigir de su miembro que muera por su fe y que soporte el martirio, pero solamente en beneficio de la salvación de su propia alma; no en beneficio de la comunidad eclesiástica establecida como estructura de poder terrenal. De otro modo se convierte en una magnitud política; sus guerras sagradas y sus cruzadas son acciones que descansan sobre una decisión de declarar enemigos, al igual que las demás guerras. En una sociedad determinada económicamente cuyo órden — esto es: cuyo funcionamiento previsible dentro de un ámbito de categorías económicas — se desarrolla normalmente, bajo ningún punto de vista puede exigirse que algún miembro de la sociedad sacrifique su vida en aras de un funcionamiento sin sobresaltos. Fundamentar con argumentos utilitarios una exigencia semejante sería, justamente, contradecir los principios individualistas de un orden económico liberal; algo que jamás podría justificarse partiendo de las normas o ideales de una economía pensada para ser autónoma. El individuo aislado es libre de morir por lo que quiera; esto constituye, como todo lo esencial en una sociedad liberal-individualista, una "cuestión absolutamente privada" — es decir: materia de una decisión libre, no controlada, que no es de incumbencia de nadie aparte de la persona que por sí misma toma la decisión.

La sociedad que funciona sobre bases económicas tiene medios de sobra para quitar de su circuito al que sucumbió en la lucha competitiva, al que no tuvo éxito y aún al "molesto". Puede volverlo inofensivo de una manera no-violenta, "pacífica"; o bien y dicho en forma concreta: puede dejarlo morir de hambre si no se subordina voluntariamente. A una sociedad puramente cultural o civilizatoria seguramente no le faltarán "indicaciones sociales" para librarse de amenazas indeseadas o de desarrollos indeseados. Pero ningún programa, ningún ideal, ninguna norma y ninguna finalidad otorgan un derecho a disponer sobre la vida física de otras personas. Exigir seriamente de los seres humanos que maten a seres humanos y que estén dispuestos a morir para que el comercio y la industria de los sobrevivientes florezca, o para que la capacidad de consumo de los nietos aumente, constituye algo tenebroso y demencial. Anatematizar la guerra calificándola de homicidio y luego exigir de las personas que libren una guerra, y que maten y se dejen matar en esa guerra, para que "nunca más haya guerras", constituye una estafa manifiesta. La guerra, la disposición a morir de los combatientes, el dar muerte físicamente a seres humanos que están del lado del enemigo, todo eso no tiene ningún sentido normativo y sólo tiene un sentido existencial. Específicamente: sólo tiene sentido en la realidad de una situación de combate real contra un enemigo real; no en algún ideal, programa o normativa cualquiera. No existe ningún objetivo racional, ninguna norma por más justa que sea, ningún programa por más ejemplar que sea, ningún ideal social por más hermoso que sea, ninguna legitimidad o legalidad, que pueda justificar que por su causa los seres humanos se maten los unos a los otros. Cuando semejante destrucción física de vidas humanas no ocurre a partir de una auténtica afirmación de la propia forma existencial frente a una negación igual de auténtica de esta forma existencial, sucede que simplemente no puede ser justificada. Tampoco con normas éticas o jurídicas se puede fundamentar una guerra. Si existen realmente enemigos, en el sentido auténtico y esencial con el que aquí los hemos entendido, entonces tiene sentido — pero sólo sentido político — repelerlos físicamente y combatir con ellos si es necesario.

Que la justicia no pertenece al concepto de la guerra ya es de dominio público desde Grotius. [34] Las construcciones intelectuales que exigen una guerra justa sirven, por lo común, a un objetivo político. Exigir de un pueblo políticamente unido que libre guerras sólo por motivos justos es, en realidad, o bien algo obvio si significa que la guerra sólo debe librarse contra un enemigo real, o bien detrás de ello se esconde el intento político de transferir a otras manos la disposición del jus belli y encontrar normas jurídicas sobre cuyo contenido y aplicación puntual ya no decidirá el Estado mismo sino algún otro tercero, el que de esta manera decidirá quién es el enemigo. Mientras un pueblo exista en la esfera de lo político, deberá determinar por si mismo la diferenciación de amigos y enemigos, aunque sea tan sólo en el más extremo de los casos y aún así debiendo decidir, también, si este caso extremo se ha dado — o no. En ello reside la esencia de su existencia política. Si ya no tiene la capacidad o la voluntad para establecer esta diferenciación, cesará de existir políticamente. Si permite que un extraño le imponga quién es su enemigo y contra quién le está — o no — permitido luchar, ya no será un pueblo políticamente libre y quedará incluido en, o subordinado a, otro sistema político. Una guerra no adquiere su sentido por ser librada en virtud de ideales o normas jurídicas sino por ser librada contra un enemigo real. Todas las imprecisiones de la categoría amigo-enemigo se explican por el hecho de que se las confunde con toda clase de abstracciones o normas.

Un pueblo políticamente existente no puede, pues, dado el caso y por medio de una decisión propia y a propio riesgo, renunciar a diferenciar amigos de enemigos. Podrá declarar solemnemente que condena la guerra como método de resolución de conflictos internacionales y que renuncia a emplearla como "herramienta de política nacional".

Eliminando esta diferenciación se elimina la vida política en absoluto. De ningún modo está librado a la discreción de un pueblo con existencia política el eludir esta dramática diferenciación mediante proclamaciones conjuratorias. Si una parte del pueblo declara no conocer enemigos, depende de la situación, pero es posible que se haya puesto del lado de los enemigos para ayudarlos. Sin embargo, con ello no se habrá eliminado la diferenciación entre amigos y enemigos. Si los ciudadanos de un Estado afirman de si mismos que, personalmente, no tienen enemigos, el hecho no tiene nada que ver con esta cuestión ya que una persona privada no tiene enemigos políticos. Lo máximo que un ciudadano puede llegar a querer decir con una declaración como ésa es que desea excluirse de la totalidad política — a la que por su existencia pertenece — para vivir exclusivamente en calidad de persona privada. Más allá de ello, sería también un error creer que un pueblo puede eliminar la diferenciación entre amigos y enemigos mediante una declaración de amistad a todo el mundo, o mediante la decisión de desarmarse voluntariamente. El mundo no se despolitiza de esta manera, ni queda tampoco colocado en un estado de moralidad pura, juridicidad pura o economía pura. Cuando un pueblo le teme a las penurias y a los riesgos de una existencia política, lo que sucederá es que, simplemente, aparecerá otro pueblo que lo relevará de este esfuerzo haciéndose cargo de la "protección frente a los enemigos externos" y, con ello, se hará cargo también del dominio político. El protector será entonces quien determinará al enemigo, como consecuencia de la eterna relación que hay entre protección y obediencia.

Cuando en el interior de un Estado hay partidos organizados que pueden brindarles a sus miembros una protección mayor que la brindada por el Estado, aún en el mejor de los casos el Estado queda convertido en un anexo de estos partidos y el ciudadano individual sabe a quién tiene que obedecer. Esto no puede ser justificado por ninguna "teoría pluralista del Estado" tal como ha sido tratado anteriormente. Lo elementalmente cierto de este axioma de la protección-obediencia aparece con claridad aún mayor en las relaciones inter-estatales de política exterior. El protectorado de Derecho Público, las uniones o federaciones hegemónicas de Estados, los tratados de protección y garantías de diversa índole hallan en este axioma su fórmula más simple.

Sería torpe creer que un pueblo inerme sólo tendría amigos y es un cálculo crapuloso suponer que el enemigo podría quizás ser conmovido por una falta de resistencia. Nadie consideraría posible que los seres humanos, mediante una renuncia a toda productividad estética o económica, puedan llevar el mundo a una situación de, por ejemplo, pura moralidad. Pues mucho menos podría un pueblo, mediante la renuncia a toda decisión política, crear un estadio de la humanidad moralmente puro o económicamente puro. Lo político no desaparecerá de este mundo debido a que un pueblo ya no tiene la fortaleza o la voluntad de mantenerse dentro del ámbito político. Lo que desaparecerá será tan sólo un pueblo débil.

miércoles, 24 de abril de 2013

Paganismo y Nihilismo





Por Daniel Aragón Ortiz


¿Qué es ser pagano? La calificación de pagano no dice nada determinante sobre una persona. Lo mismo que monoteísta no dice nada definitorio, o, al menos, nada concluyente. Desde mi percepción de las cosas el paganismo abarcaría toda una serie de confesiones religiosos más o menos bien estructuradas que pueden llevarnos desde la adoración de diversos dioses hasta un monoteísmo basado en la idolatría y en la negación de las sagradas escrituras; séanse éstas escrituras las de procedencia semítica, como la Biblia. De igual modo, la palabra abrahamismo engloba tres confesiones religiosas monoteístas que parten de un mismo germen pero que no necesariamente son idénticas; no obstante, monoteísmo es un concepto que engloba el anterior, pero que no es exclusivo del abrahamismo; póngase como ejemplo el Zoroastrismo, eminentemente monoteísta. En este texto paganismo hará referencia a las cosmovisiones habidas en Europa a grandes rasgos.

¿En qué se distingue un pagano de lo demás? Bajo mi punto de vista un pagano no necesita creer en sus dioses. Y tal hecho no es un problema. Pues los dioses existen, son reales, viven con el hombre. Así que, ¿qué sentido tiene creer en algo que es por sí mismo? Hay gente que dice que "no cree en la palabra de los políticos", pero no por ello dicha palabra no ha dejado de ser pronunciada. La negación de algo no excluye su existencia, si acaso refuerza la certeza de su realidad. Y es que creer es un verbo que por el hecho de pronunciarse ya incide en cierta duda y en una evidente inseguridad. Por ello religiones como la cristiana necesitan de la fe: y su primordial fe reside en que "Dios existe". Y por supuesto que su Dios existe, aunque sea resultado de un sentimiento de fe que inunda el espíritu y la conciencia de muchas personas; pero dicha realidad es ajena al mundo físico: su existencia es fantasmagórica. Y que nadie se eche las manos a la cabeza, fantasmagórico no lleva ningún ánimo de ofensa; es, ni más ni menos, que el plano de existencia de toda idea. Así que abundando: la única certeza no es la existencia no imaginaria de su Dios, sino la de su fe, que convive con el hombre en su propio plano y consigo mismo.

En un pagano los Dioses no son interiores, sino que son algo externo al propio hombre. Quizá por ello el paganismo sea una religión más avenida a la acción, más vitalista y más positiva, mientras que el abrahamismo, por ejemplo, empuja al hombre al achaque de conciencia, a la introspección, a juzgarse negativamente y a sentir la vida como un calvario, pues tiene prometido un paraíso en un futuro post mortem. Para el pagano la vida es el mayor regalo, para el abrahámico la vida es un camino de redención constante.

Si algo distingue al paganismo de lo demás es que los dioses que hacen de estas cosmovisiones una realidad y que se manifiestan como formas vivas de la naturaleza, juzgan a los hombres por su valor. No hay elegidos por los dioses, sino favoritos. No hay hombre elegido o tocado por la mano de Dios, sino hombre que se gana el favor de sus dioses. No es casualidad entonces que el paganismo le dé mayor valor a la acción que a la palabra, a la demostración más que a las buenas intenciones procedentes de melosas palabras. Expuesto así, el paganismo es certeza, es evidencia, mientras que el monoteísmo parece duda, confusión, imaginación, aunque luego se viva aparentemente como una certeza que convive en el plano de existencia físico.

Este reconocimiento mayor a la acción sea quizá la consecuencia primera que lance a ciertos hombres y mujeres al heroísmo. Estos hombres y mujeres quieren demostrar a los dioses que pueden tener un lugar en la gloria que habita entre ellos. Quieren demostrar su valor, pero hasta un límite que casi les permita dejar de ser hombres. Esta mentalidad de entrega entra en colisión con la sumisión del martirio. Heroísmo y martirio, que son burdamente utilizados como sinónimos y que forman parte de dos formas completamente distintas de pensamiento, sentimiento y proceder. El mártir quiere ganar con una acción -mandato siempre del Dios único- su paraíso prometido (su recompensa por años de fe y sumisión) y descansar de la vida; el héroe, por su parte, ha superado el miedo a la muerte y a la propia muerte con su actitud heroica, que es capaz de llegar a donde haga falta aunque el final, su sino, sea trágico. La orden de tal acometimiento parte del hombre entregado a la existencia y a sus dioses, que conviven en un mismo plano. Es cierto que los dioses pueden determinar negativa o positivamente en el devenir de los acontecimientos y que las luchas que estos tienen entre sí no dejan de tener su eco en la vida de los hombres, y no deja de ser menos cierto que los dioses piden a veces el favor de los hombres para su capricho; pero ahí reside la magia de una cosmovisión grecorromana, por ejemplo. Dioses y hombres viven en un mismo plano, ambos se piden favores mutuos y ambos pueden negarse y obedecer, aunque obviamente el poder de los dioses sea superior, y fulminantemente superior: pero es que es heroico desobedecer y desafiar a un Dios.

Muchos piensan que soy pagano. Más que pagano, soy un paganizado y un paganizante. Mi tendencia es el nihilismo, y digo tendencia porque eso no es una creencia o una fe, tampoco significa necesariamente luchar por y postrarse ante la nada. El nihilismo, bajo mi concepción, es una fuerza creadora. Creadora porque es una fuerza positiva, una fuerza ordenadora que surge de la propia voluntad. Las religiones paganas, con su literatura y ricos detalles, me parece la creación más bella que existe entre todas las cosmovisiones religiosas, una creación que tiene su eco en este mundo y que aspira a ser la representación de este mundo. Muchos podrán burlarse de las manifestaciones escultórico-artísticas que dan vida o representación a los dioses, muchos podrán ver como producto de la barbarie muchas prácticas paganas, pero cierto es que el paganismo te hace más fuerte, te anima a vivir, te hace amar ser hombre y este mundo; y por lo tanto te obliga a luchar por este mundo, y por ti, y no por un más allá incierto.

martes, 16 de abril de 2013

Esclavitud





Por Alexander Wilckens Bruhn


La esclavitud a la que me referiré, es la del "temor al pan", es decir, a perder el trabajo y no poder sostener una familia o a sí mismos. Por esta causa, cuantas personas a diario callan verdades, no se atreven a responder, manifestar sus ideas, etc. Temor al poderoso jefe o que se enteren que sus ideas no son las que se han de llevar en la sociedad, son causales suficientes para mantener un silencio cómplice ante acciones no compartidas o agachar la cabeza ante verdades incomodas e impopulares.

No se trata de ir gritando por las calles nuestras ideas o violentarse ante pensamientos opuestos. Simplemente hay que ser consecuente entre lo que se piensa, dice y hace.

Seguramente, al defender ideas controvertidas o verdades incomodas para la sociedad, seremos tildados de fanáticos intolerantes, ser marginados, golpeados, encarcelados e incluso asesinados. Pero la gran pregunta es: ¿Estamos dispuestos a vivir larga y cómodamente de mentiras o preferimos una vida insegura, difícil, quizá breve, pero en nuestra verdad? Y digo nuestra verdad, pues es la que creemos, pudiendo o no estar equivocados, pero mientras no nos convenzan de lo contrario con argumentos válidos, seguirá siendo nuestra verdad.

¿Será ese "temor al pan" el fin de nuestros actos? ¿La limitante a la acción de la verdad? Alguien podrá decir, ¿y mi familia? Ellos también corren peligro. Por supuesto, todo quien esté dispuesto a luchar con la frente en alto, con orgullo y valor por la verdad, deberá superar incontables peligros. Por eso el camino que nos enseña la verdad, no es para todos y deberemos conformarnos con encontrar solo unos pocos amigos viajeros en nuestro difícil camino.

Por último, no seremos juzgados en esta maltratada tierra por las acciones realizadas, deberemos ser capaces ante nuestros Dioses de defender y justificar las acciones llevadas a cabo y será en ese momento cuando solo la verdad sea de valor.

Arrodillados como esclavos o de pie mirando a los ojos a nuestros Dioses y ancestros, esa decisión es nuestra vida.