lunes, 13 de mayo de 2013

Doctrina Socialista Nacional de la Acción (UN CAMINO PARA LA REALIZACIÓN DEL CUERPO Y LA MENTE)






Por el Profesor Wolfram


“Quien permanece en el deber, lo hace en el honor. Sin honor es el que traiciona su deber”.

”La vida no es sólo Ser, la vida es llegar a Ser, es formarse espiritual y corporalmente. Se llama vida a disponer diariamente de una nueva Fuerza, y cada hora alumbrar un nuevo Valor.”


UN CAMINO PARA LA REALIZACIÓN DEL CUERPO Y DE LA MENTE

A menudo, durante el transcurso de nuestras breves existencias, muchos interrogantes afloran a nuestra consciencia, como pueden ser el preguntarse por quiénes somos, qué hacemos en esta vida y cuál es el futuro que nos depara. Estas cuestiones metafísicas inevitablemente no tienen respuesta por la misma razón que su presupuesto excede a la lógica y al raciocinio, simplemente; es como si , delante de un precipicio, comenzásemos a divagar sobre la profundidad del mismo, si tiene o si no tiene fin, qué ocurrirá si nos caemos por el mismo, etc.

Este breve ejemplo, que es fácilmente comprensible, ilustra la situación del hombre moderno y su actitud general ante la vida, con la diferencia que el hombre común no se plantea dichos interrogantes, sino que elude hablar sobre ellos. Pero, ¿qué es el hombre moderno? Atendiendo a su origen etimológico, vendría del latín "modus", que significa modo, manera. Así pues, el hombre moderno es el que se adecúa a los planteamientos, modos y maneras que, de alguna forma, no nacen en él, sino que son adquiridos en un determinado ambiente o entorno.

Por esta razón y esta pasividad del hombre moderno, lejos está el mismo de comprender el mundo de un modo filosófico, y por supuesto tampoco cultural. Sencillamente, el hombre moderno no se plantea ninguna cuestión sobre su existencia sobre la tierra, sino que SUFRE SUS ACCIDENTES. Volviendo al mismo ejemplo del precipicio, con el que hemos ilustrado los misterios que envuelven nuestra existencia, el hombre moderno, al contrario que un Sócrates o un Platón, NO VE el precipicio, sino que se limita a caminar junto a él.

Este no ver o no querer ver la realidad de las cosas del hombre moderno, hace que su existencia esté dominada por una pasividad general que se manifiesta en una determinada actitud individualista y tendente sólo a la satisfacción de los placeres y las sensaciones más inmediatas, dado que su intelecto o mente no discrimina ni tampoco realiza un juicio, siquiera aproximativo, sobre los elementos que podría discernir de un modo racional. Al carecer de una mentalidad crítica sobre el entorno circundante, el hombre moderno cae víctima de las fantasías y de las ilusiones que son generadas por el bombardeo masivo de información e imágenes que pueden llegar a sus sentidos.

Otro ejemplo ilustrativo nos ayudará a comprender esta situación de apatía y pasividad del hombre moderno. Supongamos que un individuo, que llamaremos A, tiene predilección por un producto que ha visto anunciado en TV, que llamaremos Z. En principio, los medios publicitarios han hecho atractivo ese producto llamado Z a ojos de A, de manera que se sienta impelido a su compra. Pero, en el fondo, A sabe que la publicidad del producto Z es engañosa, y que es fruto de un trabajo de efectos especiales y de actores que HACEN CREER en el consumidor A que con su adquisición podrá alcanzar una felicidad que es la que los actores están simulando en su anuncio televisado.

Es fácil deducir que este tipo de hombre o mujer modernos, si asimila como una droga toda esta publicidad televisada, si acepta como propia la felicidad prefabricada en las fiestas patronales, o si sus intereses no pasan más allá de la lectura de las revistas del corazón y los cotilleos económicos o deportivos, nunca podrá plantearse una concepción de la vida que fuese diametralmente opuesta a lo que ha conocido, puesto que él sólo busca la satisfacción de sus deseos materiales, la mayoría de los cuales, como hemos visto, son sugestiones cuidadosamente dirigidas por los publicistas y los creadores de "marketing".

El primer paso para romper el cascarón que impide ver realmente a ese hombre moderno sería, precisamente, cortar de raíz cualquier impresión o cualquier sugestión procedente de la publicidad, la propaganda y los actos organizados por el sistema socioeconómico imperante. Si se lograse hacer vívida la presencia de un espíritu independiente, que discriminase precisamente la información recibida, y desechase toda aquella que no sirviese a sus intereses o convicciones más profundas, ya habríamos logrado la superación de un estado de conciencia anterior, en el que situamos la existencia del hombre moderno. Un estado que, como hemos visto, se caracteriza por la somnolencia y la sugestión hipnótica que contribuyen a hacer la mayoría de los actos del hombre moderno como actos reflejos y autómatas.

Es decir, resumiendo las premisas que hemos analizado anteriormente, es muy difícil, casi imposible, que el hombre moderno pudiera ser o comprender siquiera una visión de la realidad que no sea la que le ha sido fabricada expresamente. En consecuencia, su comprensión sobre las razones profundas de una concepción política como el Nacionalsocialismo siempre será limitada y asociada a imágenes y contenidos audiovisuales cuidadosamente seleccionados para producir en su ánimo un determinado efecto. Los psicólogos norteamericanos, formados la mayoría en la escuela del conductismo y de los experimentos de Pavlov, podrían hacer maravillas con un hombre de estas características, que realmente no piensa el mundo, sino que devora como un consumidor los productos que le ofrece el sistema. Y, al igual que los perros del laboratorio de Pavlov, bien lloran, bien ríen, bien disfrutan, bien sufren, dependiendo de los estímulos que le son ofrecidos a su piel o sus sentidos.

Sí, gracias a estas técnicas de persuasión psicológicas, se logra asociar, merced a la repetición incesante y al bombardeo continuado de las mismas imágenes y los mismos contenidos, que el Nacionalsocialismo alemán era criminal por naturaleza, la gran mayoría de los hombres y mujeres modernos acabará aceptando pasivamente esta consideración del Nacionalsocialista como partido político criminal. Si se presenta a los judíos como víctimas siempre de los gobiernos y los regímenes políticos, obviando la participación de los judíos en hechos también censurables, evidentemente se estará manipulando la realidad, pero ello no importará, por cuanto que la gran mayoría de la sociedad, compuesta por hombres modernos, aceptará sin rechistar la consideración de los judíos como pueblo injustamente perseguido y víctima de todos los males de las sociedades gentiles.

Esta podría ser, en grandes rasgos, la situación general en la que se encuentra la mayor parte de nuestra sociedad. Partiendo de este punto, es lógico que, como personas razonables, intentemos buscar una salida honorable FUERA DEL SISTEMA, una salida política que esté legitimada por las aspiraciones de quienes no aceptan vivir bajo la costra de la manipulación informativa y de las sugestiones de la publicidad. Ya hemos visto que, como requisito previo, se necesita en primer lugar la presencia de un espíritu lúcido e independiente, crítico y racional, capaz de discriminar y refutar los argumentos y las persuasiones que le son ofrecidas. Veamos ahora el segundo presupuesto o requisito también para los hombres y las mujeres despiertos o lúcidos, que quieran seguir una vía política alternativa y radical, y que es el de la voluntad y el ánimo de ejercitar su opción de manera libre e incondicionada.

A la conciencia o conocimiento de obrar como sujeto libre, autónomo y no dependiente del entorno le seguirá, por tanto, el "animus" o la voluntad decidida de adoptar un camino o una vía particulares, voluntad que, como decimos, ha de ser firme, y no debe estar influenciada por ningún deseo de satisfacción personal. Se ha hablado muchas veces de una "voluntad de hierro", para figurar un ánimo o talante indomable y un espíritu que no se doblega ante las dificultades. Esto sería lo deseable, es decir, que al convencimiento más profundo siguiera una capacidad volitiva capaz de allanar los obstáculos por difíciles e inalcanzables que los mismos parecieran, y que lo mismo sirviera para fortalecer y convertir en "hierro" al cuerpo físico como para desarrollar las capacidades intelectuales y científico-culturales latentes en nuestra raza. 

Sería bueno que estos ejercicios fuesen practicados de modo continuado tanto por los chicos como por las chicas, para desarrollar su fuerza física y también una claridad de mente, siguiendo con el adagio clásico "MENS SANA IN CORPORE SANO". Y así, en contraposición al hombre moderno, tendremos al hombre o la mujer creado por el Nacionalsocialismo: el hombre heroico. Ahora bien, no deberemos quedarnos tan sólo en el aspecto externo de la ejercitación física, es decir, no nos atraparemos en la consideración de los ejercicios saludables que benefician a la constitución corporal, sino que formarán los mismos unos preliminares para la práctica general de una vía o camino particular en el que se incluye también al espíritu.

En la Antigüedad Aria clásica, los héroes eran, como Hércules, los hijos de un dios y una mortal que, sobre la tierra, seguían un camino hacia su divinización y retorno al Olimpo. El ideal griego ha sido siempre la cumbre de la perfección artística, cultural y filosófica, y sus modelos han inspirado a muchísimos creadores del Renacimiento en Europa.

No ha de seguirse el camino para fortalecer el "ego" individual, pues se caería en una lamentable trampa y luego en desilusión. Se ha de romper todo lazo con el individualismo egocéntrico, con el "yo", el "a mí me gusta", o el "yo opino", "yo creo" o "soy el más guapo", "me voy a comer el mundo" que, como ya hemos visto, son "yoes" compuestos de sugestiones prefabricadas por las sociedades modernas, y, por lo mismo, tan vanos y efímeros como muchos productos que las mismas ofrecen.

En la vía del Hombre heroico, la Acción ha de ser pura y desinteresada, tal y como nos lo describe el Bhagavad Gita, un texto del siglo II A.C., cuando habla del Yoga o el camino Ario hacia el Despertar:

"Quien domina los órganos de la acción, pero sigue mentalmente unido a los objetos de los sentidos, se extravía acerca del alcance de la disciplina de sí mismo." (III-6).
De la acción posible en este mundo, como hemos visto, sólo la acción sacrificial, es decir, cumplida con la única finalidad de buscar el desapego de los objetos ofrecidos a los sentidos, y sin ningún interés propio, o lucrativo, puede denominarse con toda propiedad acción liberadora.

En este mundo, propiamente hablando, sólo los sujetos que obedecen un deber, como los soldados, o un imperativo de honor, como los caballeros, puede decirse propiamente que realizan acciones sacrificiales y, por tanto, liberadoras para con las sociedades humanas.

La acción liberadora es, propiamente, fulgurante y conlleva una bocanada de aire fresco en un mundo dominado por el materialismo y el egocentrismo, puesto que es la única que está animada de una voluntad real, no imaginada, de estar cumpliendo con un deber o una obligación de orden superior al de la mera satisfacción de los instintos o placeres del individuo. Deber superior al que, no debemos olvidarlo, SE SACRIFICA Y SE SOMETE LA VOLUNTAD PROPIA. En un texto de la caballería nandante española, el Amadís de Gaula, escrito a principios del siglo XVI, se afirma lo siguiente:

"Como todas las cosas pospongamos por la honra, y la honra sea negar la propia voluntad por seguir aquello a que hombre es obligado..." (cap.65).

¿Qué cosa puede ser la honra, o el honor, que sea precisamente el móvil de la acción caballeresca en la Edad Media, o de la acción heroica en el mundo tradicional europeo? En el Código Sajón del siglo XIII puede leerse que "Mi honor se llama lealtad" (Meine Ehre heisst Treue), divisa que luego pasará a las S.S. nacionalsocialistas, y, asimismo, el lema que ostentaba Louis d´Estouteville, un caballero francés de la guerra de los Cien Años no era otro que: "Là oú est l´honneur, là où est la fidelité, là seulement est ma patrie" (Allí donde está el honor, y donde esté la lealtad, allí sólamente se encuentra mi patria).

Como propiamente escribiera Kurt Eggers, pensador y oficial alemán de las Waffen SS, y con cuya cita abríamos el presente trabajo, sólo quien permanece en el deber, permanece asimismo en el honor, (Wer in der Pflicht steht, der steht in der Ehre), y quien traiciona a su propio deber es sujeto de deshonra. La lealtad del individuo hacia los deberes generados por el honor, es cualidad espiritual del hombre, que define su mismo concepto de dignidad y de libertad interiores, significa adhesión inquebrantable a los principios a los cuales se ha hecho acreedor, es decir, que el hombre que sigue unos principios o un código de conducta basado en el honor es, por definición, un hombre leal. "Sé fiel a ti mismo -leemos en el Hamlet de William Shakespeare- y a eso seguirá, como la noche al día, que no podrás ser falso para nadie."

Los antiguos nobles de las estirpes helenas decían orgullosamente de sí mismos, según afirmaba Friedrich Nietzsche, Nosotros los Veraces. Cualidad del espíritu aristocrático o heroico es, por tanto, la imposibilidad de decir mentiras o retorcer el pensamiento con ideas falaces y subversivas. Por el contrario, se decía que los mentirosos, los demagogos, figuran entre las grandes masas de quienes no han accedido a la cualidad noble y que, por tanto, no eran de confianza ni tampoco de fiar.

En la evolución del antiguo Derecho Romano podemos apreciar, por ejemplo, que mientras en la remota antigüedad los litigios entre ciudadanos romanos se solventaban con la "buena fe" (bona fides) y el honor entre caballeros, sometiendo la cuestión a hombre de probada honradez elegido por ellos (iudex, juez), conforme avanza la decadencia moral y racial del Imperio tienen que ser funcionarios designados expresamente quienes han de imponer su autoridad, ante el relajamiento de las costumbres, con medidas coactivas. La presencia de unas costumbres sanas y la fidelidad o el honor en el matrimonio, entre los pueblos nórdicos, fue ya puesta de relieve por el historiador romano Tácito (Germania), aseverando que era preferible que tuviesen menos leyes pero costumbres morales firmes (consuetudo). Si esto sucedía en la primitiva Germania cuántos estarían hoy escandalizados ante semejante punto de vista, en la propia Alemania tan "progresista", ante el avance de las ideologías disolventes como el neofeminismo, con su defensa del aborto libre, el individualismo y liberalismo.

La costumbre, también de origen romano, de cerrar los pactos y sellar la paz mediante un apretón de manos ha perdido, igualmente, su simbolismo y su significado en el mundo moderno.

En los magníficos "Emblemas" de Alciato, cuya obra conocemos a través de la traducción de Bernardino Daza, que data de 1549, podemos apreciar un grabado en el que dos soldados se dan un apretón, tras lo cual se dice: "Cuando Roma tenía a sus jefes en la guerra civil, y sus hombres morían por honor en el campo de batalla, fue costumbre, cuando las tropas se juntaban para formar alianza, saludarse mutuamente dándose la mano derecha." En el famoso cuadro de Velázquez, "Las Lanzas" o "La rendición de Breda", ha sido fundamental recurrir al emblema de Alciato para comentar la posición de los capitanes enfrentados en este célebre episodio ubicado en la guerra de los Treinta Años, Ambrosio de Spínola, Justino y Nassau. Sin embargo no dejaría de ser una hipótesis, dentro de la larga literatura crítica destilada a propósito del cuadro velazqueño, destinado al Salón de Reinos de la villa y corte de Madrid.

Volviendo al tema principal de nuestro trabajo, el honor, cualidad del hombre heroico como ya se ha dicho, ha sido también objeto de estudio recientemente por el pensador nacionalsocialista Alfred Rosenberg, autor de la archiconocida obra "El Mito del siglo XX" (Der Mythus des 20 Jahrhunderts).

En un pasaje del citado libro, podemos leer: "En el vikingo escandinavo, en el oficial prusiano, en el caballero germánico, en el comerciante de la Hansa, y en el campesino centroeuropeo, reconocemos el concepto del honor plasmador de vida en el conjunto de sus manifestaciones telúricas. En las viejas poesías vemos aparecer las viejas epopeyas, pasando por Walter von der Vogelweide, los cantares de gesta, hasta Kleist y Goethe el motivo del honor y del contenido de la libertad interior como más importante ley (Gesetz) configuradora." (I, 3).

En efecto, sin la presencia vivificadora de esta fuerza inmaterial y, a la vez omnipresente, manifestada en los hechos de honor, la historia, la cultura y la civilización de Europa, obra paciente y tenaz de muchas generaciones y familias pertenecientes a nuestra raza, quizás habría conocido otro destino que podría haberse parecido más bien al de las innumerables granos de arena del desierto, estériles y movidos tan sólo por el viento. 

El dinamismo de la fuerza histórica y cultural de la civilización de Europa no conoce otro parangón en ninguna otra parte de nuestro planeta; es, sencillamente, único e irrepetible. Con su destrucción quizás disfruten los renegados, los enemigos de nuestra civilización, los abanderados de la izquierda más radical que quisieran que el Sáhara se trasplantara a los Alpes y más allá, borrando cuanto de hermoso y divino hay en nuestra cultura y en nuestros pueblos. Pero debemos advertirles que su batalla aún no está ganada, y que quizás nosotros, nuestros hijos, y los hijos de nuestros hijos decidan defender, por honor y por dignidad, lo que de hecho y de derecho legítimamente les pertenece, y que les ha sido otorgado en herencia por hombres y mujeres más sabios y más valerosos que nosotros. A defender este legado preciosísimo hemos sido llamados en estos tiempos de confusión, pero también de esperanza.

Ernst Jünger y el Trabajador





Por Alain de Benoist


Al evocar El Trabajador, al mismo tiempo que la primera versión de Corazón aventurero, el ensayista Armin Mohler, autor de un manual que se ha convertido en un clásico sobre la revolución conservadora alemana (Die Konservative Revolution in Deutschland, 1918-1932. Ein Handbuch, 2ª ed., Wissenschaftliche Buchgesellschaft, Darmstadt, 1972), escribe: “Aún hoy, no puedo acercarme a estas obras sin sentir un cierta turbación”. En otra parte, calificando a El Trabajador de “bloque errático” en el seno de la obra de Ernst Jünger, afirma: “Der Arbeiter es algo más que una filosofía: es una creación poética” (prefacio de Marcel Decombis, Ernst Jünger et la “Konservative Revolution”, GRECE, 1975, p. 8). El término es apropiado, sobre todo si se admite que toda poesía fundadora es a la vez reconocimiento del mundo y revelación de los dioses. Libro “metálico” —estamos tentados de emplear la expresión “tempestad de acero”—, El Trabajador posee, en efecto, una trascendencia metafísica, que va más allá del contexto histórico y político en el que fue escrito. Su publicación no solamente ha marcado una fecha capital en la historia de las ideas, sino que constituye en la obra jüngeriana un tema de reflexión que no ha dejado de fluir, cual oculta vena, a lo largo de la vida de su autor.

Nacido el 29 de marzo de 1895 en Heidelberg, Jünger hizo sus primeros estudios en Hannover, en Schwarzenberg, en los Montes Metálicos, Braunschweig, de nuevo en Hannover, así como en la Schsrnhorst-Realschule de Wunstorf. En 1911, se adhiere a la sección de Wunstorf de los Wandervögel. Ese mismo año, publica su primer poema (Unser Leben) en el periódico local de aquella organización juvenil. En 1913, a la edad de 18 años, se fuga del hogar paterno. Objeto de su escapada: alistarse en Verdún a la Legión Extranjera. Algunos meses más tarde, después de una corta estancia en Argel y una fase de instrucción en Sidi-bel-Abbés, su padre le convence para volver a Alemania. Retoma sus estudios en el Gildemeister Institut de Hannover, donde se familiarizará con la obra de Nietzsche.

La primera guerra mundial estalla el primero de agosto de 1914. Jünger se convierte en combatiente voluntario. Ingresa en el 73º Regimiento de fusileros y recibe la orden de marcha el 6 de octubre. El 27 de diciembre parte para el frente de Champagne. Combate en Dorfes-les-Epargnes, en Douchy, en Monchy. Jefe de sección en agosto de 1915, alférez en noviembre, sigue a partir de 1916 un curso para oficiales en Croisilles. Dos meses más tarde participa en los combates de Somme, donde es herido dos veces. De nuevo en el frente, en noviembre, con el grado ya de teniente, es otra vez herido, esta vez cerca de Saint-Pierre-Vaast. El 16 de diciembre es condecorado con la Cruz de Hierro de 1ª clase. En febrero de 1917 es ascendido a Strosstrupp-führer, jefe de comando de asalto. Es el momento en el que la guerra se ha atascado, al tiempo que las pérdidas humanas adquieren una terrible dimensión. Del lado francés, se aprestan a la sangrienta e inútil ofensiva del Chemin des Dames. A la cabeza de sus hombres, Jünger se desliza por las trincheras y multiplica los golpes de mano. Escaramuzas incesantes, nuevas heridas: en julio, en el frente de Flandes, y también en diciembre. Jünger es condecorado con la Cruz de Caballero de la Orden de los Hohenzollern. Durante la ofensiva de marzo de 1918 continúa capitaneando a sus soldados en múltiples escaramuzas. Es herido una vez más. En agosto, nuevas heridas, esta vez cerca de Cambrai. Finaliza la guerra en un hospital militar, ¡después de haber sido herido catorce veces! Ello le vale la Cruz “Por el Mérito”, la más importante condecoración del ejército alemán. Sólo doce oficiales subalternos de tierra, entre ellos el futuro mariscal Rommel, recibirán dicha distinción a lo largo de la primera guerra mundial.

“Sólo se vivía para la Idea”

De 1918 a 1923, Jünger, acuartelado en la Reichswehr de Hannover, comienza a escribir sus primeros libros impregnados de la experiencia que le ha aportado su presencia en el frente. Tempestades de acero (In Stahlgewittern), publicado en 1919 por cuenta del autor y reeditado en 1922, conocerá un gran éxito. Le seguirán La guerra como experiencia interior (Der Kampf als innere Erlebnis, 1922), El bosquecillo 125 (Das Wäldchen 125, 1924), Feuer und Blut (1925). No tardará Jünger en ser considerado como uno de los escritores más brillantes de su generación, como nos lo ha recordado Henri Plard (“La carrière d’Ernst Jünger, 1920-1929″, en Etudes germaniques, 4/6.1978), incluso si apelamos a sus artículos sobre la guerra moderna publicados en la Militär-Wochenblatt.

Pero Jünger no se siente cómodo en un ejército en la paz. Tampoco le tienta la aventura de los Cuerpos Francos. El 31 de agosto de 1923, abandona la Reichswehr y se matricula en la Universidad de Leipzig para estudiar biología, zoología y filosofía. Tendrá como profesores a Hans Driesch y a Felix Krüger. El 3 de agosto de 1925 se casa con Gretha von Jeinsen, de diecinueve años, que le dará dos hijos: Ernst, nacido en 1926, y Alexander, en 1934. Durante ese período, sus ideas políticas maduran en la misma dirección de la efervescencia que agita cualesquiera facciones de la opinión pública germana: el vergonzoso tratado de Versalles, del que la República de Weimar ha aceptado sin vacilar todas las cláusulas y al que sólo se aceptará como un insoportable Diktat. En el transcurso de unos meses se ha convertido en uno de los principales representantes de los medios nacional-revolucionarios, importante grupo de la Revolución Conservadora situado a la “izquierda”, junto a los movimientos nacional-bolcheviques agrupados alrededor de Niekisch. Sus escritos políticos se inscriben en el período medio republicano (la “era Stresemann”) que finaliza en 1929, tiempo de tregua provisional y de aparente calma. Jünger dirá más tarde: “Sólo se vivía para la idea” (Diario, t. II, 20.4.1943).

Sus ideas se expresaron primeramente en revistas. En septiembre de 1925, el antiguo jefe de los Cuerpos Francos, Helmut Franke, que acababa de publicar un ensayo bajo el título Staat im Staate (Stahlhelm, Berlín, 1924), lanza la revista Die Standarte, que trata de aportar una “contribución a la profundización espiritual del pensamiento del frente”. Jünger pertenecerá a su redacción, en compañía de otro representante del “nacionalismo de los soldados”, el escritor Franz Schauwecker, nacido en 1890. Die Standarte fue, en principio, suplemento del semanario Der Stahlhelm, órgano de la asociación de antiguos combatientes del mismo nombre dirigido por Wilhelm Kleinau. Die Standarte tenía una tirada nada despreciable: alrededor de 170.000 lectores. Entre septiembre de 1925 y marzo de 1926, Jünger publica diecinueve artículos. Helmut Franke firma los suyos con el pseudónimo “Gracchus”. La joven derecha nacional-revolucionaria se expresa allí: Werner Beumelburg, Franz Schauwecker, Hans Henning von Grote, Friedrich Wilhelm Heinz, Goetz Otto Stoffegen, etc.

En las páginas de Die Standarte, Jünger adoptará pronto un tono muy radical, distinto al de la mayoría de los adheridos al Stahlhelm. A partir de octubre de 1925, critica la tesis de la “puñalada por la espalda” (Dolchstoss) que habría supuesto para el ejército germano la revolución de noviembre (tesis casi unánime en los medios nacionales). Llegó incluso a subrayar cómo algunos revolucionarios de extrema izquierda fueron valerosos combatientes durante la guerra (“Die Revolution”, en Die Standarte, n. 7, 18.10.1925). Afirmaciones de este tipo suscitaron vivas polémicas. La dirección del Stahlhelm se pone en guardia y decide distanciarse del joven equipo periodístico. En marzo de 1926 la publicación desaparece, para renacer al mes siguiente con el nombre abreviado de Standarte, con Jünger, Schauwecker, Kleinau y Franke como coeditores. En este momento, los lazos con el Stahlhelm no han sido aún rotos; los antiguos combatientes continúan financiando indirectamente a Standarte, publicado por la casa editora de Seldte, la Frundsberg Verlag. Jünger y sus amigos reafirman lo mejor de su voluntad revolucionaria. 


El 3 de junio de 1926 Jünger publica un llamamiento a la unidad de los antiguos combatientes del frente con el objeto de fundar una “república nacionalista de los trabajadores”, convocatoria que no tendrá eco. En agosto, a petición de Otto Hörsing —cofundador de la Reichsbanner Schwarz-Rot-Gold, la milicia de seguridad de los partidos socialdemócrata y republicano—, el gobierno, tomando como pretexto un artículo sobre Rathenau aparecido en Standarte, cierra la revista durante cinco meses. Momento que Seldte aprovecha para relevar a Helmut Franke de sus responsabilidades. En solidaridad con Franke, Jünger se aparta del periódico y en noviembre, junto al propio Franke y a Wilhelm Weiss, inicia la edición de una nueva publicación titulada Arminius. (Standarte aparecerá hasta 1929, bajo la dirección de Schauwecker y Kleinau).

En 1927 Jünger marcha de Leipzig para instalarse en Berlín, donde establecerá estrechos contactos con antiguos miembros de los Cuerpos Francos y con medios de la juventud bündisch. Estos últimos, oscilando entre la disciplina militar y un espíritu de grupo muy cerrado, tratan de conciliar el romanticismo aventurero de los Wandervögel con una organización de tipo más comunitario y jerarquizado. Jünger traba una especial amistad con Werner Lass, nacido en Berlín en 1902, y fundador en 1924, junto al antiguo jefe de los Cuerpos Francos Rossbach, de la Schilljugend (movimiento juvenil con cuyo nombre se perpetua el recuerdo del mayor Schill, caído en la lucha de liberación frente a la ocupación napoleónica). En 1927 Lass se separa de Rossbach para fundar la Freischar Schill, grupo bündisch del que Jünger será mentor (Schirmherr). De octubre de 1927 a marzo de 1928 Lass y Jünger se asocian para publicar la revista Der Vormarsch, fundada en junio de 1927 por otro famoso jefe de los Cuerpos Francos, el capitán Ehrhardt.

“Perder la guerra para ganar la nación”

Durante este período, Jünger ha experimentado no pocas influencias literarias y filosóficas. La guerra, el frente, le ha permitido la misma triple experiencia de ciertos escritores franceses de finales del siglo XIX, como Huysmans y Léon Bloy, que desemboca en un cierto expresionismo que se deja percibir en La guerra como experiencia interior y, sobre todo, en la primera versión de Corazón aventurero, y en una especie de “dandysmo” baudeleriano en Sturm, obra novelesca de juventud, tardíamente publicada, que lleva claramente esta marca. Armin Mohler, en esta línea, ha parangonado al joven Jünger con el Barrès del Roman de l’énergie nationale: para el autor de La guerra como experiencia interior, como para el de Scènes et doctrines du nationalisme, el nacionalismo, sustituto religioso, modo de expansión y de reforzamiento del alma, resulta ante todo una opción deliberada, siendo el aspecto decisorio de esta orientación el que deriva del estallido de las normas, consecuencia de la primera guerra mundial.

La influencia de Nietzsche y de Spengler es evidente. En 1929, en una entrevista concedida a un periódico británico, Jünger se definirá como “discípulo de Nietzsche”, subrayando el hecho de que éste fue el primero en recusar la ficción del hombre universal y abstracto, “rompiendo” dicha ficción en dos tipos concretos y diametralmente opuestos: el fuerte y el débil. En agosto de 1922 lee con fruición el primer tomo de La decadencia de Occidente y es en el momento de la publicación del segundo, en diciembre del mismo año, cuando escribe Sturm. Empero, como se verá, Jünger no se resignará ser un pasivo discípulo. Está lejos de seguir a Nietzsche y a Spengler en la totalidad de sus afirmaciones. El declive de Occidente no será, desde su punto de vista, una fatalidad ineluctable; hay otras alternativas a una simple aceptación del reino de los “Césares”. Asimismo, retoma por su cuenta el cuestionamiento nietzscheano, que desea perfilar de una vez por todas.


La guerra, a fin de cuentas, ha sido la experiencia más impactante. Jünger aporta, en primer lugar, la lección de lo agónico. Ardor, nunca odio: el soldado que está al otro lado de la trinchera no es una encarnación del mal, sino una simple figura de la adversidad del momento. Jünger, por tanto, carece de enemigo (Feind) absoluto: ante sí sólo existe el adversario (Gegner), conformándose así el combate como “cosa siempre de santos”. Otra lección es que la vida se nutre de la muerte y ésta de aquélla: “El saber más preciado que se ha aprendido en la escuela de la guerra, escribirá Jünger, en su intimidad más secreta, es indestructible” (Das Reich, 10.1930).

Para algunos la guerra ha sido entregada. Pero en virtud del principio de equivalencia de los contrarios, el desastre concitará un análisis positivo. La derrota o la victoria no es lo que más importa. Esencialmente activista, la ideología nacional-revolucionaria profesa un cierto desprecio por los objetivos: se combate, no para conseguir la victoria, sino para guerrear. “La guerra, afirma Jünger, no es tanto una guerra entre naciones, como una guerra entre razas de hombres. En todos los paises que han intervenido en la guerra, hay a la vez vencedores y vencidos” (La guerra como experiencia interior). Más aún, la derrota puede llegar a convertirse en el fermento de victoria. Y llega a pulsar la condición misma de esta victoria. En el epígrafe de su libro Aufbruch der Nation (Frundsberg, Berlín, 1930), Franz Schauwecker escribió esta estremecedora frase: “Era preciso que perdiéramos la guerra para ganar la nación”. 


Recordaba, tal vez, esta otra de Léon Bloy: “Todo lo que llega es adorable”. Jünger, por su parte, sostiene: “Alemania ha sido vencida, pero esta derrota ha sido saludable porque ha contribuido a la desaparición de la vieja Alemania (…) Era preciso perder la guerra para ganar la nación”. Vencida por los aliados, Alemania pudo volverse hacia sí misma y transformarse revolucionariamente. La derrota debía ser aceptada con fines de trasmutación, de manera casi alquímica; la experiencia del frente debía ser “trasmutada” en una nueva experiencia vital para la nación. Tal era el fundamento del “nacionalismo de los soldados”. Es en la guerra, dice Jünger, donde la juventud ha adquirido “la seguridad de que los antiguos caminos no llevan a ninguna parte, y que es preciso abrir otros nuevos”. Cesura irreversible (Umbruch), la guerra ha abolido los vetustos valores. Toda actitud reaccionaria, cualquier deseo de marcha atrás es imposible. La energía de ayer era utilizada en luchas puntuales de la patria y por la patria, pero en lo sucesivo servirá a la patria bajo otra forma. La guerra, dicho de otro modo, suministrará el modelo de paz.

En El Trabajador, puede leerse: “El frente de la guerra y el frente del trabajo son idénticos” (p. 109). La idea central es que la guerra, por superficial y poco significativa que pueda parecer, tiene un sentido profundo. No puede ser aprehendida a través de una comprensión racional, sino que únicamente puede ser presentida (ahnen). La interpretación positiva que Jünger da de la guerra no está, contrariamente a lo que a menudo se ha dicho, esencialmente ligada a la exaltación de los “valores guerreros”. Procede de la inquietud política de buscar cómo el sacrificio de los soldados muertos no debe ni puede ser considerado inútil.

A partir de 1926 Jünger hace varios llamamientos para la formación de un frente unido de grupos y movimientos nacionales. Al mismo tiempo, trata —sin mucho éxito— de señalarles el camino de una necesaria autotransformación. También el nacionalismo precisa ser “trasmutado” alquímicamente. Debe desembarazarse de toda vinculación sentimental con la vieja derecha y convertirse en revolucionario, dando fe del declive del mundo burgués, hecho que podemos observar tanto en las novelas de Thomas Mann (Die Buddenbrooks) como en las de Alfred Kubin (Die andere Seite).

Desde esta perspectiva, lo esencial es la lucha contra el liberalismo. En Arminius y en Der Vormarsch Jünger ataca el orden liberal simbolizado por el Literat, el intelectual humanista partidario de una sociedad “anémica”, el internacionalista cínico al que Spengler apunta como verdadero responsable de la revolución de noviembre y propagador de la especie consistente en que los millones de muertos de la Gran Guerra han perecido para nada. Paralelamente estigmatiza la “tradición burguesa” que reclaman para sí los nacionales y los adheridos al Stahlhelm, esos “pequeños burgueses (Spiessbürger) que, favorables a la guerra, se han escabullido tras la piel del león” (Der Vormarsch, 12.1927). Ataca sin tregua el espíritu guillermino, el culto al pasado, el gusto de los pangermanistas por la “museología” (musealer Betrieb). 


En marzo de 1926 define por vez primera el término “neonacionalismo”, que opone al “nacionalismo de los antepasados” (Altväternationalismus). Defiende a Alemania, pero la nación es para él mucho más que un territorio. Es una idea: Alemania es fundamentalmente aquel concepto capaz de inflamar los espíritus. En abril de 1927, en Arminius, Jünger se autodefine implícitamente nominalista: declara no creer en verdad general alguna, en ninguna moral universal, en ninguna noción de “hombre” como ser colectivo poseedor de una conciencia y derechos comunes. “Creemos, dirá, en el valor de lo singular” (Wir glauben an den Wert des Besonderen). En una época en que la derecha tradicional apuesta por el individualismo frente al colectivismo, o los grupos völkisch se recluyen en la temática del retorno a la tierra y a la mística de la “naturaleza”, Jünger exalta la técnica y condena al individuo. Nacida de la racionalidad burguesa, explica en Arminius, la todopoderosa técnica se revuelve contra quien la ha engendrado. El mundo avanza hacia la técnica y el individuo desaparece; el neonacionalismo debe ser la primera tendencia en extraer estas lecciones. Es más, será en las grandes ciudades donde la “nación será ganada”; para los nacional-revolucionarios, “la ciudad es un frente”.

Alrededor de Jünger se constituye el llamado “grupo de Berlín”, en cuyo seno encontraremos a representantes de las diferentes corrientes de la Revolución Conservadora: Franz Schauwecker y Helmut Franke; el escritor Ernst von Salomon; el nietzcheano-anticristiano Friedrich Hielscher, editor de Das Reich; los neoconservadores August Winnig (al que Jünger conocerá en el otoño de 1927 por mediación del filósofo Alfred Baeumler) y Albrecht Erich Günther, coeditor —junto a Wilhelm Stapel— del Deutsches Volkstum; los nacional-bolcheviques Ernst Niekisch y Karl O. Paetel y, por supuesto, a su hermano y reconocido teórico Friedrich Georg Jünger.

Friedrich Georg, cuyas posiciones tendrán una gran influencia en la evolución de Ernst, nació en Hannover el 1 de septiembre de 1898. Su carrera ha corrido pareja a la de su hermano. Voluntario en la Gran Guerra, participa en 1916 en los combates del Somme, alcanzando el empleo de comandante de compañía. En 1917, gravemente herido en el frente de Flandes, pasa varios meses en distintos hospitales militares. De regreso a Hannover, nada más concluir la guerra, y tras un breve paréntesis como teniente de la Reichswehr —1920—, inicia sus estudios de derecho, redactando su tesis doctoral en 1924. A partir de 1926 envía sus artículos regularmente a las revistas en las que colabora su hermano: Die Standarte, Arminius, Der Vormarsch, etc., y publica, en la colección “Der Aufmersch” dirigida por Ernst, un breve ensayo titulado Aufmarsch des Nationalismus (Der Aufmarsch, Berlín, 1926, prefacio de Ernst Jünger; 2ª ed.: Vormarsch, Berlín, 1928). Influido por Nietzsche, Sorel, Klages, Stefan George y Rilke, a quienes frecuentemente cita en sus trabajos, se consagrará al ensayo y a la poesía. El primer estudio que sobre él se publica (Franz Josef Schöningh, “Friedrich Georg Jünger und der preussische Stil”, en Hochland, 2.1935, pp. 476 y 477) lo encuadró en el “estilo prusiano”.

En abril de 1928 Ernst Jünger confía la sucesión a la dirección de la revista Der Vormarsch a su amigo Friedrich Hielscher. Algunos meses más tarde, en enero de 1930, se convierte junto a Werner Lass en el director de Die Kommenden, semanario fundado cinco años antes por el escritor Wilhelm Kotzde —que ejerció una gran influencia sobre los movimientos juveniles de ideología bündisch y de manera muy especial sobre la tendencia de este movimiento que evolucionará hacia el nacional-bolchevismo, representado por Hans Ebeling y, sobre todo, por Karl O. Paetel—, colaborando al mismo tiempo en Die Kommenden, en Die sozialistische Nation y en los Antifaschistische Briefe.

Trabaja también para la revista Widerstand, fundada y dirigida por Niekisch a mediados de 1926. Ambos se conocerán en el otoño de 1927 estableciéndose una sólida amistad. Jünger escribirá: “Si se quiere resumir el programa que Niekisch desarrolla en Widerstand en una frase alternativa, esta podría ser: contra el burgués y por el Trabajador, contra el mundo occidental y por el Este”. El nacional-bolchevismo, en el que por otra parte confluyen múltiples y variadas tendencias, se caracteriza de hecho por su idea de la lucha de clases a partir de una definición comunitaria, colectivista si se quiere, de la idea de nación. “La colectivización, afirma Niekisch, es la forma social que la voluntad orgánica debe poseer si quiere afirmarse frente a los efectos mortíferos de la técnica” (“Menschenfressende Technik”, en Widerstand, n. 4, 1931). 


Según Niekisch, el movimiento nacional y el movimiento comunista tienen, a fin de cuentas, el mismo adversario, como los combates contra la ocupación del Ruhr han demostrado y es la razón por la que las dos “naciones proletarias”, Alemania y Rusia, deben buscar un entendimiento. “El parlamentarismo democrático liberal huye de toda decisión, declara Niekisch. No quiere batirse, sino discutir (…) El comunismo busca decisiones (…) En su rudeza, hay algo de fortaleza campesina; hay en él más dureza prusiana, aunque no sea consciente de ello, que en un burgués prusiano” (Entscheidung, Widerstand, Berlín, 1930, p. 134). Tales posiciones impregnan a una facción nada despreciable del movimiento nacional-revolucionario. Jünger mismo, como muy bien ha captado Louis Dupeux (op. cit.), llegó a estar “fascinado por la problemática del bolchevismo”, aunque no podamos considerarlo un nacional-bolchevique en sentido estricto.

Werner Lass y Jünger se apartan en julio de 1931 de Die Kommenden. El primero lanza, a partir de septiembre, la revista Der Umsturz, que hizo las veces de órgano de la Freischar Schill y que, hasta su desaparición, en febrero de 1933, se declarará abiertamente nacional-bolchevique. Jünger, sin embargo, está en otra disposición espiritual. En el transcurso de algunos años, utilizará toda una serie de revistas como muros donde encolar sus carteles —serán los autobuses “a los que uno se sube y abandona a su antojo”—, siguiendo una línea evolutiva eminentemente política. Las consignas formuladas por él no han obtenido el eco esperado, sus llamamientos a la unidad no han sido atendidos. Jünger acabará por sentirse un extraño en cualesquiera corrientes políticas. 


No hay más simpatía hacia el nacionalsocialismo en ascensión que para las ligas nacionales tradicionales. Todos los movimientos nacionales, explica en un artículo publicado en el Süddeutsche Monatshefte (9.1930, pp. de la 843 a la 845), ya sean tradicionalistas, legitismistas, economicistas, reaccionarios o nacionalsocialistas, extraen su inspiración del pasado y, desde esta perspectiva, son tan sólo movimientos a los que no cabe más que calificar de “liberales” y “burgueses”. Entre neoconservadores y nacional-bolcheviques, entre unos y otros, los grupos nacional-revolucionarios no podrán imponerse. De hecho, Jünger ya no cree en la posibilidad de acción colectiva alguna. Así lo subrayará más tarde Niekisch en su autobiografía (Erinnerungen eines deutschen Revolutionärs, Wissenschaft u. Politik, Colonia, 1974, vol. I, p. 191), y Jünger, que ha pulsado suficientemente la actualidad, acaba por trazarse una vía más personal e interior. “Jünger, ese perfecto oficial prusiano que es capaz de someterse a la disciplina más dura, escribe Marcel Decombis, no podrá ya integrarse en colectivo alguno” (Ernst Jünger, Aubier-Montaigne, 1943). Su hermano que, a partir de 1928, ha abandonado la carrera jurídica, evolucionará de igual forma que Ernst. Escribe sobre la poesía griega, la novela americana, Kant, Dostoievski. Los dos hermanos emprenden una serie de viajes: Sicilia (1929), las Baleares (1931), Dalmacia (1932), el Mar Egeo.

Ernst y Friedrich Georg Jünger continúan publicando algunos artículos, principalmente en Widerstand. Pero el período periodístico de ambos acaba. Entre 1929 y 1932 Ernst Jünger concentra todos sus esfuerzos en nuevos libros. Es el momento de la primera versión de Corazón aventurero (Das abenteverliche Herz, 1929), el ensayo La movilización total (Die totale Mobilmachung, 1931) y El Trabajador (Der Arbeiter. Herrschaft und Gestalt), publicado en Hamburgo el año 1932, por la Hanseatische Verlagsanstalt de Benno Ziegler y que antes de 1945 llegará a conocer varias reediciones.

El Obrero en el pensamiento de Ernst Jünger





Por Julius Evola


Ernst Jünger es considerado como uno de los mayores escritores alemanes vivientes, y también es conocido en Italia por diferentes obras suyas traducidas y publicadas por importantes editoriales. La mayor parte de estas obras fueron producidas en su segundo período, de carácter literario y ensayista.

El presente ensayo expone y analiza en cambio la obra principal del Jünger del primer período, en el que estaba todavía vivo el eco de sus experiencias existenciales como combatiente del frente pluricondecorado, y que afronta esencialmente el problema de la visión y el sentido de la vida en la época moderna, y sobre todo en la era de la técnica. El "obrero", para Jünger, no es una clase social y aún menos corresponde al concepto del "proletario". Es un símbolo. Es el símbolo de un nuevo tipo humano capaz de volver en beneficio suyo y transformar espiritualmente en fuerza formadora, todo lo que de aparentemente destructivo y de peligroso presenta esta última época.

Agudo y esmerado diagnóstico del mundo contemporáneo, esta búsqueda está alejada de todo pesimismo o de cualquier optimismo acrítico, y se expresada con la fuerza de la fantasía dramatizadora de un gran artista. Es un análisis vivo, no sólo en la época en que apareció (1935), sino especialmente en la actualidad; hoy, la obra de Jünger tiene todavía mucho que decir. Cuando nos encontramos en medio de la Guerra Fría, en la que los términos "oriente" y "occidente" asumen un sentido cósmico, Jünger les indica hoy a los hombres más responsables, a los verdaderos antiburgueses, la vía de un heroísmo capaz de levantarlos del estado de abandono en el que se han precipitado con la llegada del Cuarto Estado, del mundo de la técnica, de la máquina. La obra de Jünger se opone al materialismo económico y a los ideales de una prosperidad propia del ganado bovino, al burguesismo que paradójicamente ostentan los que dicen "luchar contra la clase burguesa", mientras sobre que en términos constructivos afirma la necesidad de una educación capaz de formar un nuevo tipo de hombre, dispuesto a dar mucho más que a preguntar, para superar la crisis en la que se revuelve el mundo moderno.

A su tiempo, la obra del Jünger ha despertado una amplia resonancia y la discusión se ha reavivado con ocasión de la reimpresión de las obras completas de tal autor. Los problemas que plantea interesarán especialmente al público italiano, dadas las perspectivas delineadas en el campo de la crítica y la previsión del tiempo futuro o en el de las nuevas categorías intelectuales, éticas y espirituales que se proponen nuevas élítes.

Roma, 1960.

miércoles, 8 de mayo de 2013

¡PUÑO EN ALTO!



¡SOCIAL, RADICAL Y NACIONAL! 
Expresa tu rabia estés donde estés. No te conformes con tu miserable existencia.
UNIDOS CAMBIAREMOS NUESTRAS VIDAS.

Autoridad y Dominación








Por Emile Armand


La ley del progreso continuo

No ignoramos la tesis de los que sostienen la ley del “progreso continuo”. Esta idea no es nueva: hay gérmenes de ella en Grecia y Roma, y más tarde en los místicos del Medioevo. Ellos anunciaban que, como el reino del Hijo sucedió al reino del Padre, luego vendría el reino del Espíritu Santo, en el cual no habría ya error ni pecado. Dejando de lado el misticismo, esta concep-ción se precisa y se afirma filosóficamente primero con Bacon y Pascal; y se generaliza luego con Herder, Kant, Turgot, Condorcet, Saint Simon, Comte y sus sucesores, las escuelas socialistas utópicas y científicas, en definitiva, los evolucionistas y fatalistas de cualquier especie.

No ignoramos que la idea de la ley del progreso constante e interrumpido fue aceptada, exaltada y vulgarizada por poetas, literatos, filósofos, propagandistas y muchos científicos. Ella desempeñó entre los hombres el rol de consoladora que antes -en los siglos en que imperó la fe- tuvo la religión. Pero examinándola de cerca se descubre enseguida que no hay nada menos fundado, científicamente hablando, que esta pretendida ley.

Antes que nada, es imposible probar experimentalmente que los actos de cada unidad humana, de cada raza, de todas las razas, son efectos inmutables e incontestables de circunstancias primordiales. En realidad nosotros ignoramos tanto el origen, el punto de partida de la humanidad, como el fin o los fines a partir de los cuales ella procede. Pero incluso conociendo exactamente este punto de partida no poseemos ningún criterio científico que permita distinguir lo que es progreso de aquello que no lo es. Podemos constatar un movimiento, un corrimiento, nada más. Los hombres, según sus aspiraciones o el partido al que pertenezcan, definen este movimiento como “progreso” o “regresión”. Eso es todo.

En el fondo de esta concepción del progreso continuo e ineluctable, debajo de su aspecto científico, suena un recóndito pensamiento místico y fatalista. Aquí la vemos mezclarse a la idea de que el hombre es la naturaleza que toma conciencia de sí misma. Allá la vemos acompañada por el pensamiento de que toda la evolución animal anuncia, profetiza el bípedo de estatura erecta y dueño de la palabra, es decir, el hombre. Se navega en pleno antropocentrismo y se olvida la realidad más simple: sobre uno de los cuerpos más ínfimos que salpican el cosmos, debajo de la atmósfera que lo circunda como un velo diáfano, vegeta, rasguña, se agita una multitud de parásitos. Un accidente cualquiera sobreexcitó, verosímilmente, la inteligencia de una de las especies parasitarias de este cuerpo -la Tierra- y le permitió dominar sobre todas las otras. ¿Eso ocurrió para fortuna o desgracia de los habitantes del planeta? No lo sabemos. Ignoramos completamente cuál habría sido el resultado si otra especie de vertebrados hubiera prevalecido, el elefante o el caballo por ejemplo, u otras variedades a las que ellos dieran origen. Nada prueba que la naturaleza no hubiera “tomado conciencia de sí” mucho mejor y quizás en una forma superior en estas razas. Nada prueba que un nuevo accidente geológico, biológico o de otra clase no quitará al género humano su cetro, su potencia y su arrogancia.

Pero los hechos son los hechos. Como están las cosas, el hombre parecer ser, desde el punto de vista intelectual, el mejor dotado de los parásitos terrestres. Inclinémonos y regresemos a la ley del progreso continuo, la tesis de la evolución progresiva y necesaria. Ahora bien, no se puede aceptar esta ley sin admitir, al mismo tiempo, no sólo que todos los acontecimientos que tuvieron y tienen lugar fueron y son necesarios, sino que ellos sirvieron y sirven necesariamente al cumplimiento de la felicidad de la especie humana. A esta conclusión llegó lógicamente Augusto Comte, y Taine la compendió en una frase lapidaria: “lo que es tiene derecho a ser”. Todo ocurre entonces para bien de la mejor de las evoluciones.

En el pasado y el presente. Las violencias aplicadas a los cuerpos y las violencias ejercidas sobre las opiniones; la inquisición y los consejos de guerra; las guerras y las epidemias; el estrangulamiento de las conciencias no domesticadas y las hogueras donde ardieron los herejes; los pelotones de ejecución, los líquidos en llamas, los gases asfixiantes, los bombarderos, la “limpieza” de las trincheras a golpes de bayoneta, el uso de la bomba atómica y la destrucción de Hiroshima, los campos de concentración, los hornos crematorios. Todo es para bien. Los prisioneros de guerra masacrados pese a la promesa de vida, los cristianos de la Roma imperial arrojados como alimento para las bestias, el extermino de los Albigenses y los Anabaptistas, las “lettres de cachet”, la razón de estado y las leyes perversas. La esclavitud, los parias, los ilotas, las cárceles. Los señores del Medioevo que jugaban más fácilmente con la vida de un siervo que con la de un perro. Los monopolizadores y los explotados, los privilegiados y los marginados de la ley. Todo es para bien, todo sirvió, todo concurrió en la marcha del progreso; todo esto facilitó y preparó el devenir de la felicidad ineluctable y universal... ¡No es posible! Nuestra razón se rebela contra esta idea.

Nosotros nos inclinamos sobre la vorágine sin fondo en la que se abismaron las grandes civilizaciones y las edades más famosas; sobre la profundidad en la cual confluyeron los períodos históricos más resonantes y grandiosos; y de estos abismos insondables no oímos subir himnos de alegría y de placer, al contrario, sentimos un concierto inarmónico y horrendo de protestas, llantos y lamentos; de sentimientos, aspiraciones y necesidades desatendidas, mutiladas, ofendidas, reprimidas. Los clamores feroces y un poco forzados de los acomodados intentan en vano cubrir, sofocar los gritos de rabia y cólera de aquellos que no tuvieron la ocasión de sentirse satisfechos. Pero no lo logran.

¿Figuras retóricas? ¿Argumentos sentimentales? Lo concedo. Pero son ratificados por los datos y documentos de la experiencia histórica. En cada momento del desarrollo de una civilización -cualquiera haya sido la influencia que presidió su crecimiento- los descontentos, los precursores, los marginales de una u otra clase se sublevaron, aislados o en grupo; algunos hombres se erigieron y proclamaron que su felicidad estaba en las antípodas o en los márgenes de lo que definían los dogmas, las convenciones, las leyes, los decretos, las dictaduras y los mandatos de las mentes mediocres; del ambiente o de la elite social. La antorcha de la resistencia y del inconformismo no se apagó nunca por completo, ni aún en los días más tenebrosos de la "evolución" de la humanidad

Es cierto que la antorcha de la aspiración a una felicidad diferente a la felicidad oficial, a la felicidad del justo medio, no siempre brilló con la misma luz. Pero no por eso alumbró menos el camino de la rebelión y la autonomía individual, la vía sobre la cual transitó siempre la mejor parte del género humano. Si hubiera que atribuir a una ley las mejoras que algunos creen descubrir en las relaciones entre los hombres, esta ley podría ser la de la “persistencia continua” del espíritu de no-conformismo, y no la así llamada ley del “progreso continuo”.

Origen y Evolución de la Dominación

La dominación fue ejercida en principio de hombre a hombre. El más fuerte físicamente, el mejor armado, dominaba al más débil, al que tenía menos defensas, y lo forzaba a cumplir su voluntad. El hombre que sólo tenía un pedazo de madera para defenderse tuvo que ceder, evidentemente, al que lo seguía con una lanza de punta de silicio, arco y flecha. Más tarde, o quizás contemporáneamente, otro factor determinó el ejercicio de la dominación: la astucia. Surgieron hombres que llegaron a persuadir a sus pares de poseer ciertos secretos mágicos capaces de hacer mucho daño, de causar grandes inconvenientes a aquellos -y a sus bienes- que se resistieran a su autoridad. Puede ser que estos hechiceros estuvieran convencidos de la realidad de su poder. Como sea, la dominación tiene -en todas las épocas y lugares- dos fuentes: la violencia y la astucia.

En las sociedades actuales, la dominación se ejercita raramente -en tiempos normales- con tanta brutalidad. Cuando se practica de tal modo, esto ocurre gracias a la costumbre, la sanción moral o legal, o un estado de cosas irregular. Es cierto que hay madres que pegan a sus hijos porque éstos desobedecen, maridos que pegan a sus mujeres porque éstas rechazan la obediencia legalmente aceptada y hay policías que disparan sobre prisioneros en fuga o viceversa. Pero eso es tolerado por los hábitos o es excepcional. Cuando se ejercita la dominación sobre una colectividad humana en beneficio de un autócrata, esto sucede porque él se apoya en un número bastante grande de cómplices o satélites que están interesados en que subsista tal autoridad, y estos cómplices se hacen ayudar y asistir por una tropa armada, mercenaria, lo suficientemente fuerte para tornar inútil toda resistencia. La dominación se ejercita raramente a beneficio de un autócrata. Al menos directamente. Siempre es practicada en beneficio de una casta, una clase, una clientela política, una plutocracia, una elite social o la mayor parte de una colectividadSe apoya en reglamentaciones de orden político o económico; civil, militar o religioso; legal o moral. Es consagrada por las instituciones regidas por mandatarios.

Sobre el “bien” y el “mal”

Para comprender la evolución de la moral gregaria, es indispensable recordar que “bien” es sinónimo de “permitido” y “mal” sinónimo de “prohibido”. Alguien -cuenta la Biblia- “hizo lo que está mal a los ojos del eterno”, frase que se repite en varios pasajes de los libros sagrados de los hebreos, que son también los de los cristianos. Pero es necesario traducirlo mejor: alguien hizo algo que estaba prohibido por la ley religiosa y moral, establecida por interés de la teocracia israelita... En todos los tiempos y en todas las grandes agrupaciones humanas se llamó siempre “mal” al conjunto de los actos condenados por la convención, escrita o no, que varía según las épocas y las latitudes.

Así es que está mal adueñarse de la propiedad de aquel que posee más de lo que necesita para vivir bien, está mal mofarse de la idea de Dios o de sus sacerdotes, está mal negar a la patria, está mal tener relaciones sexuales con parientes cercanos. Y como la prohibición no basta, la convención oral se cristaliza en ley, cuya función es reprimir.

Reconozco que la aparición de una diferencia entre el bien y el mal -lo permitido y lo prohibido- marca una etapa en el desarrollo de la inteligencia de las colectividades. Al principio, esta diferencia era social: el individuo no tenía suficientes posesiones hereditarias ni bastante experiencia mental como para evitar someterse a las adquisiciones y a cierta experiencia grupal.

Es comprensible que el bien y el mal estuvieran empapados de connotaciones religiosas. Durante todo el período pre-científico, la religión fue para nuestros antepasados lo que para nosotros es la ciencia. Los hombres más sabios de entonces concebían sólo una explicación sobrenatural de los fenómenos que no comprendían. El hábito religioso precedió naturalmente al hábito civil.

Por cuanto pueda sorprender, a posteriori, vivir en la ignorancia del bien y el mal convencional es, en el primitivo, un indicio de inteligencia. No es porque él está más cerca de la naturaleza que ignora lo permitido y lo prohibido -y mucho menos porque es un inmoral- sino simplemente porque no razona.

Al contrario, el hombre contemporáneo que se pone individualmente al margen del bien y el mal, que se ubica conscientemente más allá de lo permitido y lo prohibido, alcanza un estadio superior en la evolución de la personalidad humana. Él ha estudiado la esencia de la concepción del bien y el mal social; se ha preguntado qué queda de lo permitido y lo prohibido una vez que se descubre su apariencia. 

Si él prefiere tener como guía el instinto antes que la razón, eso ocurre después de hacer comparaciones y reflexiones cuidadosas. Si cede el paso al razonamiento en confrontación con el sentimiento, o al sentimiento opuesto al razonamiento, lo hace deliberadamente, después de haber tanteado su temperamento. Él se separa del rebaño tradicional porque considera que la tradición y el convencionalismo son obstáculos para su expansión. En otras palabras, él es a-moral luego de haberse preguntado lo que vale la “moral” para el hombre. Hay una buena distancia entre este marginal de la moral y el primitivo, a duras penas huido de la animalidad, de cerebro todavía obtuso, incapaz de oponer su determinismo personal al determinismo aplastante del ambiente.

jueves, 2 de mayo de 2013

Libertad y Propiedad





Por el Emboscado


La propiedad (privada o estatal) de los medios de producción (tierra, fábricas, utensilios de trabajo, etc…) niega la libertad al dar poder sobre las personas. En la medida en que los propietarios concentran en sus manos los recursos económicos de un país, el resto de la población pasa a ser dependiente de ellos, pues al estar desposeída se ve obligada por la necesidad económica a vender su mano de obra a dichos propietarios. En esta situación son los propietarios quienes aprovechan la necesidad ajena para imponer sus condiciones laborales, con lo que se desarrollan las correspondientes condiciones de explotación laboral inherentes al capitalismo (tanto privado como de Estado).

No existe libertad cuando la necesidad obliga al trabajador o trabajadora no sólo a venderse sino también a aceptar unas condiciones de trabajo que le son impuestas, a participar en una actividad económica que en muchas ocasiones no corresponde con su formación profesional o simplemente a hacer un trabajo que no querría. Pero juntamente con esto hay que sumar el hecho de que la organización del trabajo se lleva a cabo según un modelo autoritario, en el que el propietario de la empresa es el que da las órdenes mientras que sus asalariados las obedecen. Los trabajadores y trabajadoras quedan relegados a la condición de un objeto pasivo, abocados a ser un engranaje más de la maquinaria económica, a no pensar y solamente a ejecutar las directrices de sus superiores jerárquicos.

La organización del trabajo en el seno de la empresa no atiende a las necesidades de sus trabajadores, sino que muy al contrario responde a los intereses de su propietario que es quien determina la estructura organizativa con el propósito de maximizar sus beneficios. El plan de división del trabajo está sujeta a una voluntad exterior a los trabajadores que puede ser el Capital o el Estado.

La apropiación de la plusvalía creada por los trabajadores, las condiciones de desigualdad económica, la concentración de la riqueza, etc., únicamente son consecuencias de la existencia de la propiedad (estatal o privada) y no la causa originaria de los problemas sociales producidos por el capitalismo. El fondo del problema social generado por el capitalismo no se encuentra en las condiciones económicas que crea para la clase trabajadora, sino en la negación de la libertad al hacer económicamente dependiente al trabajador del propietario que lo contrata, y quedar así relegado a la condición de neoesclavo.

Otra de las consecuencias de la existencia de la propiedad es la parcelación del trabajo con la hiperespecialización, lo que contribuye a insectificar la vida de los trabajadores y trabajadoras hasta el punto de convertir la sociedad en un hormiguero. Las relaciones sociales son sometidas a la lógica inherente a la estructura de dominación en las que se desenvuelven, de forma que se desarrollan verticalmente con la dependencia de los trabajadores con su patrón. No sólo se impiden las relaciones horizontales entre trabajadores, que es lo que en última instancia permitiría su unidad para oponerse a sus opresores, sino que se crean individuos incapaces en tanto en cuanto la especialización excesiva les dificulta desempeñar otro tipo de tareas, con lo que se justifica la existencia de directivas y entes burocráticos para la administración y gestión de la propia empresa. En este sentido la propiedad constituye la transposición del modelo de organización jerárquico, piramidal y autoritario del ejército al terreno económico donde el empresario, privado o estatal, establece unilateralmente sus propias directrices y donde la junta directiva opera como un Alto Estado Mayor que vela por los intereses del conjunto de la organización al determinar las relaciones que se dan en su seno.

El trabajo asalariado atrofia las facultades reflexivas del trabajador y tiende a anular el instinto de inteligencia inherente al ser humano. Esta situación es creada premeditadamente para hacer permanecer a los trabajadores en un status de aprendices toda su vida. El capitalismo incapacita a los trabajadores para participar en la gestión de sus respectivas empresas a través de la organización jerárquica del trabajo y la hiperespecialización. El dueño de los medios de producción impone su voluntad sobre sus asalariados con la organización y división del trabajo, por lo que no existe la asociación como tal sino el simple y puro sometimiento.

La propiedad constituye una forma de dominación en la que el trabajador queda alienado al no pertenecerse a sí mismo, pues es convertido en un objeto sin voluntad propia. Estas condiciones sociales y económicas tienen un trasfondo político al ser fruto de un orden social en el que prevalece un sistema de obligaciones. Así es como las categorías centrales de lo político, la libertad y la dominación, cobran pleno protagonismo. De esta forma en el mundo del trabajo se plantea como primera exigencia la conquista de la autodeterminación de las condiciones laborales, y con ello la superación de las simples reivindicaciones dirigidas a conquistar ventajas materiales inmediatas que abandonan al patrono la organización de la producción. Por este motivo la conquista de la libertad en el ámbito laboral pasa por la revolución que sustituya el actual sistema de obligaciones por un sistema de derechos que haga posible la autodeterminación de los trabajadores, para que de este modo la economía sea sometida a las necesidades y condiciones de producción del conjunto de la sociedad.

La ruptura del orden opresivo inherente al régimen de propiedad, privada o estatal, en los medios de producción sólo es posible con la ruptura del sistema político que sostiene dicho orden de cosas. La desaparición de la propiedad en los medios de producción y la instauración de un régimen de posesión y gestión social de los mismos es lo que, en definitiva, traería consigo la instauración de un sistema de derechos que pusiera fin al trabajo asalariado y que hiciera posible la libertad en el ámbito laboral. Sólo así se pondría fin a las relaciones de dominación y sometimiento que prevalecen en la sociedad capitalista. Pero para la realización de la libertad en términos políticos y económicos, es decir, para la conquista de los medios de producción por los trabajadores con el establecimiento de la autogestión social y el autogobierno, es ineludible la revolución. Sin el inicio de un proceso de ruptura que ponga fin a una sociedad y a un sistema existencialmente opresivo no podrá aspirarse a construirse un mundo nuevo y libre.