Por Agustín López Tobajas
Decrecer significa lo inverso de crecer y no
otra cosa: decrecer es tener cada vez menos, es sustituir el asfalto por
tierra, es abolir la informática, acabar con la televisión, tener cada vez
menos periódicos, dejar de fabricar la infinidad de cosas estúpidas que no se
necesitan absolutamente para nada, consumir cada vez menos. En definitiva, tener menos para ser más.
Naturalmente, la realización de tal posibilidad a escala social sería un milagro sin parangón en la historia conocida de la humanidad. Ciertamente, el hombre actual, tan moderno, tan libre, tan progresista, tan dueño de sí, puede desintegrarse si le desconectan de la televisión, del automóvil, de la prensa diaria, del teléfono móvil y de internet.
Lo que comúnmente se llama ‘realidad’ no es sino un colosal entramado de ficciones, mantenido en pie por la acción manipuladora de la publicidad y los medios de información, y alimentado por el ciudadano ‘medio’, entregado a la superstición de la noticia y el culto a la exterioridad. Somos sencillamente superfluos. Una sociedad que hace del aspecto físico, el dinero y el prestigio social, del deporte, la gastronomía y la moda sus divinidades domésticas, no supera los mínimos necesarios que confieren derecho a la existencia.
La actual unificación del mundo no permite siquiera contemplar el final de nuestra civilización como un trauma normal; en una sociedad globalizada, las catástrofes son inevitablemente globales. Con todo, si no hay lugar al optimismo, tampoco lo hay al pesimismo, pues la catástrofe, en definitiva, no es que Occidente se hunda, sino que subsista.
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