Por Georges Sorel
Me he preguntado con
frecuencia si no debía insistir en las cuestiones que había tratado, de una manera
demasiado breve o demasiado superficial, en el Porvenir socialista de los
Sindicatos -aprovechándome de las experiencias ocurridas desde 1897 y de los
conocimientos más extensos que he adquirido de los principios del socialismo,
-para dar una exposición más clara, metódica y profunda del movimiento
sindical. Siempre me ha detenido la extraordinaria amplitud de los problemas
que se me presentaban, cuando me ponía a reflexionar sobre estas cosas; por
otra parte, estos últimos años han sido singularmente ricos en hechos
imprevistos, que han venido a hacer vanas las síntesis que parecían mejor
establecidas. Cuando se cree haber hallado un sistema que abarca
convenientemente las comprobaciones que se juzgan más importantes, un estudio
más detallado o un incidente fuerzan a abandonar todo.
No estamos aquí en presencia
de fenómenos pertenecientes a géneros clásicos, de fenómenos que todo
trabajador serio pueda vanagloriarse de poder observar correctamente, definir
con exactitud, explicar de manera satisfactoria, utilizando principios
aceptados en la ciencia. Los principios faltan aquí en absoluto; es, por lo
tanto, imposible llegar a describir con precisión y claridad; a veces, hasta
hay que temer un excesivo rigor de lenguaje, porque estaría en contradicción con
el carácter fluente de la realidad y ese lenguaje engañaría. Debe procederse
por tanteos, probar hipótesis verosímiles y parciales, contentarse con
aproximaciones provisionales, para dejar siempre la puerta abierta a
correcciones progresivas.
Esta impotencia relativa
debe parecer muy despreciable a los grandes señores de la sociología, que
fabrican, sin el menor cansancio, vastas síntesis que abarcan una seudohistoria
del pasado y un futuro quimérico; pero el socialismo es más modesto que la
sociología.
Mi folleto es uno de estos
tanteos. Cuando lo escribí, en 1897, estaba muy lejos de saber todo lo que sé
hoy; por lo demás, me proponía un fin bastante restringido: llamar la atención
de los socialistas sobre el gran papel que podían estar llamados a desempeñar
los sindicatos en el mundo moderno. Veía que había muchos prejuicios contra el
movimiento sindical y creía que este estudio contribuiría a disipar algunos;
para conseguir mi fin, debía tocar muchas cuestiones más que profundizar
ninguna.
En aquella época, la idea de
la huelga general era odiosa para la mayor parte de los jefes socialistas
franceses, y yo creí prudente suprimir un capítulo que había consagrado a
mostrar la importancia de esta concepción. Desde entonces, han ocurrido grandes
cambios: en 1900, cuando reedité mi artículo, la huelga general ya no era
considerada como una simple insania anarquista; hoy es sostenida por el grupo
del Mouvement Socialiste. Más de una vez, Jaurés ha dado a entender que
era partidario de este modo de concebir la revolución[1];
esto ha sucedido cuando ha necesitado el apoyo de los sindicalistas, pero luego
ha rechazado esa utopía, que no conviene a los ricos accionistas de su
periódico, a los dreyfusistas de la Bolsa ni a las condesas socialistas. Lo que
debe atraer nuestra atención es que Lagardelle y Berth, a quienes nadie, en el
mundo socialista, gana en talento, en saber y en abnegación, han llegado,
mediante la observación y la reflexión, a defender la huelga general; gracias a
esto, se han convertido en Francia en los representantes más autorizados del
sindicalismo revolucionario.
Quizá no está lejano el
momento en que no se encuentre mejor medio de definir el socialismo que por la
huelga general; entonces se verá claramente que todo estudio socialista debe hacerse
sobre las direcciones y cualidades del movimiento sindical.
En la tesis de la huelga
general hay que señalar tres propiedades importantes:
1º. En primer lugar, expresa de
un modo infinitamente claro, que el tiempo de las revoluciones políticas ha
terminado, y que el proletariado se niega a dejar constituir nuevas jerarquías.
Esta fórmula no sabe nada de los derechos del hombre, de la justicia absoluta,
de las constituciones políticas y de los parlamentos; no niega pura y
simplemente el gobierno de la burguesía capitalista, sino también toda
jerarquía más o menos análoga a la burguesía. Los partidarios de la huelga
general aspiran a hacer desaparecer todo lo que había preocupado a los antiguos
liberales: la elocuencia de los tribunos, el manejo de la opinión pública, las
combinaciones de partidos políticos. Esto sería, desde luego, el mundo al
revés; pero ¿no ha afirmado el socialismo que quería crear una sociedad
enteramente nueva? Más de un escritor socialista, demasiado alimentado por las
tradiciones de la burguesía, no llega, sin embargo, a comprender tal locura
anarquista; se pregunta lo que podría venir después de la huelga general:
sólo sería posible una sociedad organizada conforme al plan mismo de la
producción, es decir, la verdadera sociedad socialista.
2º. Kautsky afirma que el
capitalismo no puede ser abolido fragmentariamente y que el socialismo no puede
realizarse por etapas. Esta tesis es ininteligible cuando se practica el
socialismo parlamentario: cuando un partido entra en una asamblea de deliberación,
es con la esperanza de obtener concesiones de sus adversarios; y la experiencia
muestra que, en efecto, las obtiene. Toda política electoral es evolucionista,
aun admitiendo que muchas veces no obliga a transigir sobre el principio de la
lucha de clases. La huelga general es una manera de expresar la tesis de
Kautsky de un modo concreto; hasta ahora, no se ha dado ninguna fórmula que
pueda llenar el mismo oficio.
3º. La huelga general no ha
nacido de reflexiones profundas sobre la filosofía de la historia; ha surgido
de la práctica. Las huelgas no serían más que incidentes económicos de una
importancia social mínima, si los revolucionarios no interviniesen para cambiar
su carácter y convertirlas en episodios de la lucha social. Toda huelga, por
local que sea, es una escaramuza en la gran batalla que se llama la huelga
general. Las asociaciones de ideas son aquí tan simples que basta indicárselas
a los obreros en huelga para hacer de ellos socialistas. Mantener la idea de
guerra, hoy que tantos esfuerzos se hacen para oponer al socialismo la paz
social, parece más necesario que nunca.
Los escritores burgueses,
acostumbrados a catalogar las escuelas filosóficas y religiosas por medio de
algunas fórmulas breves, conceden una importancia mayor a los axiomas que se
leen a la cabeza de los programas socialistas. Con frecuencia han pensado que,
criticando estas oscuras declaraciones y demostrando que están vacías de
sentido reducirían el socialismo a la nada. La experiencia ha mostrado que tal
método no conduce a nada y que el socialismo es independiente de los supuestos
principios defendidos por sus teóricos oficiales. Yo compararía a éstos con los
teólogos. Un sabio católico, Eduard Le Roy, se pregunta si los dogmas de su
religión suministran algún conocimiento positivo sobre algo[2];
promulgados para condenar determinadas herejías, parece que se habría
conseguido mucha más claridad si se hubiesen limitado a simples negaciones. Los
Congresos socialistas, asimismo, harían bien en decir que rechazan ciertas
tendencias que se manifiestan en los partidos; si adoptan otro sistema, es
porque sus axiomas son de tal modo vagos que puede aceptarlos todo el mundo.
Se afirma con frecuencia que
es menester organizar al proletariado en el terreno político y económico para conquistar
el poder, con objeto de reemplazar la sociedad capitalista por una sociedad
comunista o colectivista, He aquí una fórmula magnífica y misteriosa que puede
entenderse de muchas maneras; pero la más sencilla de todas las
interpretaciones es la siguiente: provocar la formación de asociaciones
obreras, propias para crear la agitación contra los patronos; hacerse el
abogado de los obreros cuando están en huelga y pesar sobre las
administraciones públicas para que intervengan en favor de los trabajadores;
hacerse nombrar diputado con el apoyo de los sindicalistas[3],
y usar de su influencia, bien para que obtengan algunas ventajas los electores
obreros, bien para que se den puestos a algunos hombres influyentes del mundo
trabajador[4];
en fin, lanzar de vez en cuando algún discurso resonante sobre las bellezas de
la sociedad futura. Esta política está al alcance de todos los ambiciosos, y no
exige que se entienda nada de socialismo para practicarla: es la de Augagneur y
demás diputados socialistas que no han querido seguir en el partido socialista.
En mi opinión, no debe
concederse la menor importancia a toda esta literatura. Los jefes oficiales del
partido socialista se parecen, con harta frecuencia, a marinos de agua dulce a
quienes el azar hubiese lanzado al gran mar y que navegasen sin saber hallar su
camino en un mapa, reconocer las señales y tomar precauciones contra las
tempestades. Mientras estos presuntos jefes meditan sobre la redacción de
axiomas nuevos, acumulan vanidad sobre vanidad, y creen imponer su pensamiento
al movimiento proletario, se encuentran sorprendidos por acontecimientos que
todo el mundo espera, fuera de sus conciliábulos de sabios, y quedan
estupefactos ante el menor incidente parlamentario[5].
Al mismo tiempo que los
teóricos oficiales del socialismo se mostraban tan impotentes, unos hombres
ardientes, animados de un sentimiento de libertad, de vigor prodigioso, tan
ricos en amor al proletariado como pobres en fórmulas escolásticas, y que
sacaron de la práctica de las huelgas una concepción clarísima de la lucha de
clases, lanzaban el socialismo por la nueva vía que empieza a recorrer hoy[6].
El sindicalismo
revolucionario turba las concepciones que se habían elaborado maduramente en el
silencio del gabinete; marcha, en efecto, al azar de las circunstancias, sin
cuidarse de someterse a una dogmática y dirigiendo más de una vez sus fuerzas
por caminos que condenan los sabios. ¡Espectáculo desalentador para las almas
nobles que creen en la soberanía de la ciencia en el orden moderno, que esperan
la revolución de un vigoroso esfuerzo del pensamiento, y se imaginan que la
idea dirige el mundo desde que éste se ha librado del oscurantismo clerical!
Es muy probable que se hayan
perdido muchas fuerzas a consecuencia de esta táctica que, según ciertos
intelectuales, merece el nombre de bárbara; pero también se ha producido mucho
trabajo útil. Según prueba la experiencia superabundantemente, la revolución no
posee el secreto del porvenir y procede como el capitalismo, precipitándose por
todas las salidas que se le ofrecen.
El capitalismo no ha salido
malparado de lo que se ha llamado su ceguera y su locura: si la burguesía
hubiese escuchado a los hombres prácticos, sabios y morales, se habría
horrorizado ante el desorden que creaba con su actividad industrial, habría
pedido al Estado que ejerciese un poder moderador y habría seguido por una
senda conservadora. Marx describe en términos magníficos la obra prodigiosa que
ha sido realizada sin plan, sin jefe y sin razón: Como nadie lo había hecho
antes que ella, ha mostrado de qué es capaz la debilidad humana. Ha creado
otras maravillas que las pirámides de Egipto, los acueductos romanos y las
catedrales góticas: ha realizado otras campañas que invasiones y cruzadas[7].
La burguesía ha actuado
revolucionariamente y contra todas las ideas que los sociólogos se forman de
una actividad potente y capaz de alcanzar grandes resultados. La revolución se
ha fundado en la transformación de los instrumentos de producción, hecha al
azar de las iniciativas individuales; pudiera decirse que ha obrado según un
modo materialista, ya que nunca la ha guiado la idea de los medios a emplear
para conseguir la grandeza de una clase o un país. ¿Por qué no podría seguir el
mismo camino el proletariado y marchar hacia adelante sin imponer ningún plan
ideal? Los capitalistas, en su furor innovador, no se ocupaban lo más mínimo de
los intereses generales de su clase o su patria; cada uno de ellos consideraba
únicamente el mayor beneficio inmediato. ¿Por qué los sindicatos han de subordinar
sus reivindicaciones a altos intereses de economía nacional y no se han de
aprovechar todo lo posible de sus ventajas cuando las circunstancias les son
favorables? El poder y la riqueza de la burguesía se basaban en la autonomía de
los directores de empresa. ¿Por qué no se ha de basar la fuerza revolucionaria
del proletariado en la autonomía de las rebeliones obreras?
En efecto, el sindicalismo
revolucionario concibe su papel de esta manera materialista, calcada en cierto
modo sobre la práctica del capitalismo. Saca partido de la lucha de clases,
como el capitalismo lo había sacado de la concurrencia, empujado por un
vigoroso instinto de producir una acción mayor de lo que permiten las
condiciones materiales. Los individuos que se precian de conocer la ciencia
social y la filosofía de la historia, se muestran muy desconfiados al ver
manifestarse instintos tan indisciplinados; se preguntan, con una inquietud a
veces cómica, adónde conducirá semejante barbarie; se preocupan de prever las
reglas que el proletariado deberá adoptar cuando las fuerzas difusas de la
revolución se concentren, se organicen y tengan necesidad de órganos
reguladores. Hay en toda esta actitud de los doctos infinita ignorancia.
No he de recordar a los
compatriotas de Vico lo que este gran genio ha escrito sobre las condiciones en
medio de las cuales se producen los ricorsi, estos sobrevienen cuando el
alma popular vuelve a estados primitivos; cuando todo es instructivo, creador y
poético en la humanidad. Vico encontraba en la Edad Media la ilustración más
firme de su teoría; los comienzos del Cristianismo serían incomprensibles si no
se supusiese, en los discípulos entusiastas, un estado análogo al de las
civilizaciones arcaicas. El socialismo no puede aspirar a renovar el mundo si
no se forma de la misma manera.
No nos asombra, pues, ver a
las teorías socialistas caer unas después de otras, mostrarse tan débiles
cuando el movimiento proletario es tan fuerte; entre ambas cosas no hay más que
un lazo artificial. Las teorías han nacido de la reflexión burguesa[8];
se presentan, por lo demás, como perfeccionamientos de filosofías éticas o
históricas, elaboradas en una sociedad que ha llegado, desde hace mucho, a los
grados más altos de intelectualismo; estas teorías nacen, pues, ya viejas y
decrépitas. A veces dan la ilusión de una realidad que les falta, porque
expresan con fortuna un sentimiento accidentalmente unido al movimiento obrero
y se deshacen tan pronto como ese accidente desaparece. El sindicalismo
revolucionario que no toma nada del pensamiento burgués, tiene, en cambio, el
porvenir abierto ante sí.
El sindicalismo
revolucionario encarna, a la hora presente, lo que hay en el marxismo de
verdadero, de profundamente original, de superior a todas las fórmulas: a
saber, que la lucha de clases es el alfa y omega del socialismo; que no es un
concepto sociológico para uso de los sabios, sino el aspecto ideológico de una
guerra social emprendida por el proletariado contra todos los jefes de
industria; que el sindicato es el instrumento de la guerra social.
Con el tiempo, el socialismo
sufrirá la evolución que le imponen las leyes de Vico: deberá elevarse por
encima del instinto y hasta puede decirse que esto ha comenzado ya; el marxismo
rejuvenecido y profundo que defienden en Francia Lagardelle y Berth, en Italia
valerosos escritores, en medio de los cuales brilla Arturo Labriola, es ya el
producto de tal evolución. La sabiduría y profunda inteligencia de estos
jóvenes marxistas, se manifiestan en que no pretenden anticiparse al curso de
la historia y tratan de comprender las cosas a medida que se producen.
Yo quisiera llamar ahora muy
brevemente la atención sobre algunas de las dificultades más graves que
presenta el sindicalismo revolucionario.
a) Hemos partido de la idea de
que el sindicalismo persigue una guerra social, pero se nos objeta que la
guerra no puede ser considerada, a la hora presente, como el régimen normal de
los pueblos civilizados; la guerra no es más que un incidente y todos los
esfuerzos de la gente razonable tienden a hacer este incidente más caro y menos
temible. ¿Por qué no introducir la acción diplomática en la guerra social, para
conseguir la paz? Hay una gran diferencia entre la guerra de los Estados y la
de las clases. Ninguna potencia aspira ya a la monarquía universal, todas
fundan su política en un ideal de equilibrio; de este modo, los conflictos se
hacen muy limitados y la paz puede resultar de concesiones recíprocas. El
proletariado, en cambio, persigue la ruina completa de sus adversarios y
determina la noción de equilibrio por la propaganda socialista; las huelgas no
pueden originar una verdadera paz social.
Cuando los sindicatos se
hacen muy grandes, les ocurre lo mismo que a los Estados: los estragos de la
guerra son entonces enormes, y los directores vacilan en lanzarse a aventuras.
Muchas veces los defensores de la paz social han confesado que desearían que
las organizaciones obreras fuesen muy poderosas para que de este modo
estuvieran condenadas a la prudencia. Así como entre los Estados estallan a
veces guerras de tarifas, que terminan por lo general en tratados de comercio,
del mismo modo, el establecimiento de acuerdos entre grandes federaciones
patronales y obreras, podría poner término a los conflictos sin cesar
renacientes. Estos acuerdos, como los tratados de comercio, tenderían a la
prosperidad común de los dos grupos, sacrificando algunos intereses locales. Al
mismo tiempo que se hacen prudentes, las federaciones obreras grandes llegan a
considerar las ventajas que les procura la prosperidad de los patronos y a
tener en cuenta los intereses nacionales. El proletariado se ve así arrastrado
a una esfera extraña a él, se transforma en el colaborador del capitalismo; la
paz social parece próxima a convertirse en el régimen normal. El Sindicalismo
revolucionario conoce esta situación tan bien como los pacificadores y teme las
centralizaciones fuertes; actuando de una manera difusa, puede mantener en
todas partes la agitación huelguística: las guerras largas han engendrado o
desarrollado la idea de patria; la huelga local y frecuente no cesa de
rejuvenecer la idea socialista en el proletariado, de fortalecer los
sentimientos de heroísmo, de sacrificio y de unión, y de mantener siempre viva
la esperanza de la revolución.
b) Se ha hecho observar que las
antiguas revoluciones no han sido pura y simplemente guerras, sino que han
servido para imponer sistemas jurídicos nuevos. ¿A qué puede tender la nueva
revolución social?
Ya he dicho que las fórmulas
teóricas oficiales del socialismo son muy poco satisfactorias; mas si se parte
de la idea sindicalista, se ve uno naturalmente conducido a considerar la
sociedad bajo un aspecto económico: todas las cosas deben reducirse al plano de
un taller que marcha con orden, sin perder el tiempo y sin dejarse guiar por el
capricho.
Si el socialismo aspira a
transportar a la sociedad el régimen del taller, nunca se concederá bastante
importancia a los progresos que se hacen en la disciplina del trabajo, en la
organización de los esfuerzos colectivos, en el funcionamiento de las
direcciones técnicas. En las buenas costumbres del taller está evidentemente la
fuente de donde saldrá el derecho futuro; el socialismo heredera no sólo los
instrumentos que hayan sido creados por el capitalismo y la ciencia que haya
nacido del desarrollo técnico, sino también los procedimientos de cooperación
que a la larga se habrán constituido en las fábricas, para sacar el mejor
partido posible del tiempo, de las fuerzas y aptitudes de los hombres. Estimo,
en consecuencia, muy lamentables ciertos consejos que se han dado, más de una
vez, a los obreros para desperdiciar el trabajo; el sabotaje es un
procedimiento del antiguo régimen y no tiende en modo alguno a orientar a los
trabajadores en el camino de la emancipación. En el espíritu popular quedan aún
numerosas supervivencias lamentables de este género, que el socialismo debía
hacer desaparecer.
c) Es evidente que en una
sociedad las relaciones de los hombres no pueden estar reguladas únicamente por
la guerra; en nuestros países democráticos, sobre todo, infinitas
complicaciones hacen imposible mantener el estado de guerra en todos los
dominios. Examinemos sumariamente los principales terrenos en los cuales se
efectúa la unión:
1º. Cuando se habla de la
democracia, hay que preocuparse menos de las constituciones políticas que de lo
que ocurre en las masas populares: la difusión de la prensa, la pasión con que
el público se interesa por los acontecimientos y la influencia que la opinión
pública ejerce sobre los gobiernos; he aquí lo que debemos tener en
consideración. Todo lo demás, es secundario o no sirve sino de auxiliar a esta
organización de la voluntad general. La experiencia enseña que la clase obrera
no es la menos ardiente en tomar partido sobre cuestiones que no tienen ninguna
relación con sus intereses de clase: leyes que tocan a las libertades,
resistencia que determinadas Ligas oponen a los abusos, política exterior,
anticlericalismo. Ha podido, pues, decirse que la democracia borra las clases.
Más de una vez, los jefes de los partidos socialistas han tratado de encerrar
al proletariado en el círculo de un magnífico aislamiento; pero las tropas no
han seguido mucho tiempo a sus jefes. Las más sabias proclamas sobre el deber
de los trabajadores resultan letra muerta cuando la emoción es demasiado viva.
El asunto Dreyfus es bastante reciente para que sea necesario insistir.
2º. Los Parlamentos no cesan de
hacer leyes para la protección de los trabajadores; los socialistas se
esfuerzan por conseguir que los tribunales inclinen su jurisprudencia en un
sentido favorable a los obreros; la prensa socialista trata en todo momento de
conmover a la opinión burguesa, apelando a los sentimientos de bondad, de
humanidad, de solidaridad; es decir, a la moral burguesa. Los antiguos
utopistas que esperaban una reforma social de la benevolencia o de las luces de
los capitalistas mejor informados, han sido motivo de befa; y hoy parece que el
socialismo recobra la vieja rutina y que solicita la protección de la clase
que, con arreglo a su teoría, es la enemiga irreconciliable del proletariado.
Los radicales hacen avances en el sentido de la legislación social, con la
esperanza de que desaparezcan ciertos estados agudos que constituyen, en su
opinión, la única razón de ser del socialismo. Los católicos sociales siguen el
mismo camino, porque exigen de los ricos el cumplimiento del deber social.
Los socialistas no se han
dado aún exacta cuenta de lo que produce esta política[9]:
no parece dudoso que haya tenido por consecuencia desarrollar el espíritu
pequeño-burgués en muchos hombres elevados a puestos de responsabilidad por la
confianza de sus compañeros.
3º. El proletariado moderno está
sediento de instrucción. La Iglesia ha creído que podría conquistar una gran
influencia sobre su espíritu mediante la escuela; el Estado, en Francia, le
disputa a la Iglesia con encarnizamiento la clientela obrera. Empero, se
tendría una idea muy inexacta de la influencia ideológica de la burguesía, si
nos atuviésemos a las estadísticas escolares; el proletariado está bajo la
dirección de una ideología extraña, gracias al libro sobre todo. Muchas veces
se ha deplorado que no haya una buena literatura socialista; pero en Francia,
por lo menos, esta literatura es prodigiosamente débil y la gran prensa
socialista está en manos de burgueses que hablan sin pies ni cabeza de todas
las cosas que ignoran.
Cuando se reflexiona sobre
estos hechos, se ve uno obligado a reconocer que la fusión de las clases
sociales por los católicos sociales y los radicales, no es quizá una quimera
tan absurda como pudiera pensarse de primera intención: no sería imposible que
el socialismo desapareciese por un fortalecimiento de la democracia, si el
sindicalismo no estuviera ahí para oponerse a la paz social. La experiencia
porque acabamos de pasar en Francia de gobiernos deseosos de dar amplias
satisfacciones a la clase obrera, no es bastante para hacer pensar que estas
tentativas, por hábiles y audaces que sean, puedan vencer las dificultades que
el sindicalismo revolucionario opone a la paz social; a medida que la democracia
avanza, los sindicalistas han alzado el tono de la lucha y el resultado más
seguro de esta experiencia parece ser el siguiente: que el instinto de guerra
se ha fortalecido en la misma proporción en que la burguesía ha hecho
concesiones en vista de la paz.
En mi estudio de 1897 había
examinado el sindicalismo de un modo abstracto; quería en aquella época mostrar
la gran variedad de recursos que contiene. Mas para estudiar a fondo el
sindicalismo revolucionario actual, habría que limitarse a examinar lo que
ocurre en un solo país. Las tradiciones nacionales constituyen un elemento
considerable en la organización obrera y esta verdad, que nunca se repetirá
bastante, aparece aquí con una claridad particular.
No sé si me engaño, pero se
me antoja que Italia ofrece un terreno singularmente favorable a la extensión
del nuevo socialismo. Posee hoy algunos de los mejores representantes de la
doctrina revolucionaria, quizá los que a la hora presente la defienden con
mayor autoridad; tiene órganos concebidos con un espíritu excelente, desde el
punto de vista socialista, como la Avanguardia y el Divenire.
Sería interesante indagar si toda la historia italiana no es el soporte de este
movimiento.
El instinto de revolución
total es antiguo en Italia y ha podido adoptar aspectos muy distintos; hoy,
presta a la idea de huelga general una popularidad que no tiene en los demás
países. El espíritu local permanece vivo, y el sindicalismo, por consiguiente,
tal vez no está tan amenazado por el burguesismo de las grandes Federaciones
como en Francia. La lucha de clases pudiera muy bien tomar en Italia sus formas
más espléndidas, y el progreso del sindicalismo italiano deberá ser seguido con
atención por todos los socialistas.
[1] En el Congreso
de París, en 1900, había votado en favor de la moción favorable a la huelga
general, según el informe analítico oficial; pero, según la copia
estenográfica, se habría abstenido.
[2] Eduard Le Roy: Qu'est-ce
qu'un dogme? pp. 17-18. I (Tomado de la Quinzaine del 15 de Abril de 1906).
[3] En el Socialiste
del 14 de septiembre de 1902, se quejan de que el secretario del sindicato
ferroviario y los individuos más sobresalientes de esta asociación hayan
trabajado, durante las elecciones, por los candidatos gubernamentales.
[4] En el Socialiste
del 24 de febrero de 1901, se ve que el secretario de la Bolsa de Trabajo de
Limoges, ha sido nombrado, gracias a la protección de Millerand, para un empleo
de 5700 francos por año.
[5] Nada iguala la
ingenuidad de nuestros socialistas imaginándose que Millerand no aceptaría una
cartera ministerial, sino después de la revolución social, cuando todo el
mundo, en la Cámara, sabía que corría tras de un ministerio.
[6] A este renacimiento del socialismo estará ligado, en Francia, el nombre
de Fernand Pelloutier, que ha tomado una parte tan activa en la organización de
las Bolsas del Trabajo, y que ha muerto antes de haber visto el resultado de la
obra a que se había consagrado en cuerpo y alma.
Para muchos socialistas
oficiales, Pelloutier fue solamente un oscuro periodista; ¡de tal modo
ignoran la verdad sobre el movimiento obrero! El pobre y abnegado servidor del
proletariado murió en un estado de miseria en 1901.
[9] Generalmente,
los socialistas llaman a la legislación social derecho obrero; error
análogo a aquél en que habrían incurrido los autores antiguos si hubiesen
llamado derecho burgués al conjunto de reglas relativas a las relaciones
que existían entre los señores feudales y los campesinos; la legislación social
está fundada en la noción de sangre. Debería llamarse derecho obrero
a las reglas que se refieren a todo el cuerpo de trabajadores, y que pueden,
perfeccionándose, convertirse en el derecho futuro.