Por Hermann Gelovich y Julius Évola
1) Tradición y
democracia (por Hermann Gelovich)
Es indispensable darse
cuenta de esto: que en muchos tradicionalismos de hoy en día pueden verse
manifestaciones del espíritu democrático. Ello no es una paradoja: lo que la
democracia en sentido restringido es respecto del espacio, suele serlo en
ciertos casos la “tradición” respecto del tiempo: un fenómeno esencialmente
plebeyo, una expresión del espíritu de masa.
Este pensamiento
formulado en el libro de Chesterton Ortodoxia (c. IV) se encuentra
expresado en un modo particularmente lúcido: “Yo no puedo separar las dos
ideas de tradición y de democracia: me parece evidente que son una misma idea.
La tradición no es sino la democracia extendida en el tiempo. Es la confianza
en el consentimiento de las voces comunes de la humanidad más que en alguna
nota aislada y arbitraria. La tradición puede ser definida como una extensión
del derecho político: significa conceder el voto a las más oscuras de todas las
clases, a la de nuestros antepasados: es la democracia de los muertos”.
Tales conceptos son
sumamente esclarecedores. De la misma manera que la democracia, tal
tradicionalismo tiende a la regresión del individuo en una colectividad que,
como bien dice Evola, adquiere aspecto de entidad mística. Así pues es un
síntoma de decadencia aun peor de los de dirección opuesta, de corte anárquico
e individualista, en contra de los cuáles el mismo pretende reaccionar.
Es así que nos
explicamos fácilmente como el tradicionalismo muchas veces se asocie con otro
fenómeno por igual plebeyo cual es la pasión nacionalista. Las almas de los
pueblos, para mejor volver a disolverlos en aquello que les sirvió de matriz,
tienden siempre más a que los seres que forman parte de ellos sientan en el
pasado el centro de su propio ser: esto es, en las fuerzas ancestrales. Las
mismas reivindican un derecho místico de los muertos. La exaltación de la
nación y la de su pasado, de su “tradición”, es muy difícil que marchen
separadas.
Este punto es muy
importante de fijar en una manera u otra, el tradicionalismo moderno se reduce
a un instrumento político. Es muy raro que ello no sea así. El mismo no tiene
nada de intelectual, sino que es en cambio anti-intelectual e
infra-intelectual. Para darse cuenta de ello basta resaltar que en esta
ideología, sí algunas ideas son reivindicadas, ello no es por el hecho de su
valor intrínseco de ideas sino en cambio porque las mismas han sido las ideas
tradicionales de una determinada raza, nación, patria o pueblo. No se dice sí a una tradición por su conformidad con aquello que es en sí
digno de aprobación, sino sólo porque la misma es tradición, nuestra tradición.
La “tradicionalidad” se
pone así como un a priori y más aun, con una verdadera distorsión, como
criterio absoluto de valor: una idea por el simple hecho de ser
tradicional, asume una verdadera y propia aureola mística que tutela su
inviolabilidad e impone hasta un respeto religioso.
Bajo la forma de “tradición nacional”, la patria y la nación exigen el primer
tributo: es tan sólo en un segundo lugar y en forma subordinada, que las mismas
conceden que se pueda también valorar de acuerdo a la verdad, a la
intelectualidad, a la realidad: pero muchas veces no se arriba ni siquiera a
esto: se pretende que todo ello es en sí abstracción y que no se puede abstraer
de los criterios concretos vinculados a la “tradición” y a los intereses de la
nación, sea en lo relativo a la verdad, como a la intelectualidad y a la
realidad: y se habla de nuestra tradición científica,
de nuestra tradición filosófica, de nuestra tradición religiosa y así sucesivamente: en contra de todo
lo que no tiene tal carácter de “nuestro” se le opone a la manera de un
prejuicio un disvalor de orden espiritual e intelectual o al menos un
desinterés sospechoso.
Nos apresuramos a decir
que todo esto constituye una perversión del concepto
sano y verdadero de tradicionalidad. Pero lamentablemente hoy en día y desde hace
tiempo es esta perversión la que se encuentra en auge. Por ello toda apelación
que se hace de la tradición debe estar acompañada de una serie numerosa de reservas
y de precisiones, que nunca serán excesivas.
Nosotros reputamos en
cambio firmemente que en tiempos mejores “tradición” significaba otra cosa muy
diferente. En vez de expresar el predominio irracional de un
alma colectiva, expresó en cambio el dominio de principios y de seres
superiores por encima de la irracionalidad de aquella alma popular.
Existe una oposición entre quien manifiesta que el alma es una exhalación y un
exponente del cuerpo y quien en cambio afirma que es el cuerpo la expresión simbólica
y material de una ley de orden, que la esencia espiritual del alma ha impuesto
a las fuerzas de la naturaleza inferior.
En el segundo caso
resulta obvio que no haya ningún contraste entre tradicionalidad e
intelectualidad, verdad y también individualidad: ser aceptado algo según su
valor de verdad y ser tradicional en este caso se convierten en una misma cosa
(tal es el plano de la universalidad de
las verdaderas tradiciones); de la misma manera que ser verdaderamente
individuales y ser tradicionales son también una misma cosa, puesto que la
tradición refleja a su manera aquel conjunto de principios, los cuales realizan
el orden y el domino sobre la naturaleza inferior: y afuera de ello todo
sentido de la individualidad y de la personalidad resulta ilusorio y falaz.
Pero hace ya tiempo que
las cosas no se encuentran formuladas de tal manera: tradición e
intelectualidad se han convertido en cosas diferentes. La segunda es
considerada casi como el lujo de algunas personas que “se encuentran afuera de
la realidad”. La primera ha pasado a expresar el derecho que exige una fuerza
puramente colectiva, un derecho de masa idéntico al de las democracias. Visto
en tal sentido el “tradicionalismo” es un fenómeno totalmente anti-jerárquico,
esencialmente anárquico. En efecto jerarquía no quiere decir
simplemente subordinación, sino quiere decir subordinación de algo que
es de naturaleza inferior a lo que es en cambio superior. La
ideología tradicionalista moderna, al exigir que el simple hecho de la
“tradicionalidad” y más aun de una particular que se justifica en términos
geográficos, étnicos o patrióticos, deba tener preeminencia, o aun simplemente
una influencia, sobre el juicio de verdad, de valor y de espiritualidad es por
lo tanto anti-jerárquica y anti-tradicional.
2) Nacionalismo y totemismo (por Julius Evola)
El desplazamiento del lo individual hacia lo colectivo es
muy fácil de ver como se vincula estrechamente a la reducción de los intereses
de los cuales las castas superiores recababan su razón de ser a los que son en
cambio propios de las castas inferiores.
En efecto, tan sólo
adhiriendo a una actividad libre es el hombre libre. Así pues en los dos
símbolos de la pura acción (heroísmo) y del conocimiento puro (contemplación,
ascesis), las dos castas superiores abrían al hombre vías de participación en
aquel orden supratemporal, por el cual él sólo puede pertenecerse a sí mismo y
captar el sentido integral y universal de la personalidad. Al desatender todo
interés por tal orden, al concentrarse en fines prácticos y en realizaciones
políticas, el hombre se desintegra, y se vuelve a abrir a fuerzas más fuertes
que lo arrancan de sí mismo y lo restituyen a las corrientes irracionales y
subterráneas de las razas, en tanto que el haber sido capaz de elevarse respecto
de las mismas constituyó el esfuerzo principal de toda cultura superior.
El encenderse de la
pasión política en una llama acre, vehemente y universal como nunca fuera
conocida en tiempos anteriores, en el último momento de la época moderna ha
dado el ritmo adecuado para el último derrumbe y ha hecho en modo tal que casi
vuelva a tomar vida el demonismo de los tótem de las colectividades
primitivas.
La nación, la raza, el
Estado, la sociedad asumen de este modo una personalidad mística y exigen de
los diferentes sujetos que forman parte de las mismas, una entrega y
subordinación incondicionadas, mientras que al mismo tiempo fomentan en el
nombre de la “libertad” el odio hacia aquellas individualidades superiores y
dominadoras, que antes podían en cambio justificar la ley y la subordinación.
En el nacionalismo suele verse tan sólo el aspecto del
particularismo y de la división: en realidad ello se refiere al aspecto más
externo. Con respecto a tal punto el nacionalismo expresa en vez y tan sólo, un
“espíritu de muchedumbre”, y la incapacidad por superar aquel derecho de la
tierra y de la sangre que concierne exclusivamente al aspecto natural y
prepersonal del hombre. El individuo que “confiere una especie de personalidad
mística al conjunto del cual se siente miembro”, Estado, Patria o Facción,
retorna exactamente a la condición del primitivo con respecto al tótem de
su clan: y así como el primitivo antes de sentirse individuo se siente
grupo, tribu, clan, de la misma manera el hombre hoy tiende a sentirse
nación, sociedad, “humanidad”, facción, antes de sentirse como personalidad.
Por otro lado, un sistema de determinismos sociales y de elementos, que la
educación ha ya constituido como forma mentis congénita, hace en modo
tal que toda rebelión sea vana, y que también aquellos que combaten tal
tendencia en alguna forma parcial por otro lado continúen a pertenecerle.
Extraño resultado éste de la “evolución” y del “progreso”.
3) Universalidad y colectivismo (ibid.)
A tal respecto un punto
fundamental es el de distinguir bien entre universalidad y colectividad. A la manera de Aristóteles podríamos decir
que la primera se encuentra respecto de la segunda así como la “forma” lo está
en relación a la “materia”, y el “acto” con respecto a la “potencia”. La
diferenciación de la sustancia promiscua constituida por las razas y las
naciones, y la constitución de seres personales a través de la adhesión a
intereses superiores es el caos que se convierte en cosmos y el primer paso de
aquello que en sentido eminente y clásico puede decirse cultura. Y cuando la emancipación es completa, cuando el individuo
se forma a sí mismo de acuerdo a una ley suya, y se constituye en el orden de
principios que no pertenecen más a la naturaleza –es decir a lo temporal, a lo
contingente, a aquello que está privado de ser en sí mismo y que por lo tanto
se encuentra sujeto a necesidad– y que la dominan, entonces el proceso es
completo, y el universal concreto es alcanzado.
Ahora bien todo lo que
hemos resaltado en el estado social de hoy en día se encuentra exactamente en
la dirección opuesta: un regreso hacia lo colectivo, a través de la pasión
política y los intereses materiales en vez que un progreso hacia lo universal.
El grupo, la patria, la colectividad, el estado son los que llegan a condicionar
al individuo y ello no sólo en cuanto a su ser natural o social, sino también
en su espiritualidad, puesto que la política y el “servicio social” hoy se
arrogan un derecho moral e incluso religioso y no se limitan a operar con una
educación mucho más preocupada en el ente nacional y social que en la persona,
sino que pretenden también que el arte, la filosofía, la cultura y hasta la
ciencia se nacionalicen y socialicen, dejen de ser formas desinteresadas de
actividad y vías de “cultura” para convertirse en miembros dependientes del
ente temporal y político.
Así pues aquellas
ideologías que –desde la
Revolución Francesa y la bolchevique– parecen querer combatir
el particularismo de los nacionalismos, en realidad son una extensión del mismo
fenómeno involutivo y plebeyo que se encuentra en la base del nacionalismo
moderno y para nada representan una tendencia universalista: apuntan a un más
vasto conglomerado, a una más vasta colectivización y desintegración en el
elemento masa de acuerdo a relaciones que se hacen siempre más impersonales y
mecánicas, en oposición con la unidad profunda, viviente y libre que en otros
tiempos (India, Roma, Edad Media cristiana) fue dada por la adhesión universal
a una tradición de espíritu, de lengua y de cultura, que se ponía por encima de
cualquier limitación humana y política.
(La Torre , N.º 3 y 4,
marzo y abril de 1930)
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