El siguiente texto es un fragmento del artículo titulado “La Hispanidad, una identidad histórica”, de José Ramón Molina Fuenzalida, profesor titular de la Universidad Santiago de Chile, publicado en el diario digital chileno El Mercurio, el 13 de octubre de 1998.
Por José Ramón Fuenzalida
“Hispanoamérica ha entregado
muchas contribuciones propias y originales a la cultura occidental,
manifiestas, por ejemplo, en los valiosos aportes realizados en los ámbitos del
arte y de la literatura, que junto a su apreciable producción en los demás campos
culturales, han concurrido a configurar en el tiempo un modo hispanoamericano
de ser en el mundo occidental (…) La hispanidad define esencialmente
nuestra identidad histórica”.
A través de su conquista por
España, América se integró efectivamente al curso de la historia universal,
dentro del contexto cultural del occidente cristiano. Porque, con la llegada de
los españoles, la cultura occidental comenzó a penetrar en la región, dado el
hecho determinante de que en aquel tiempo España era nación principal y guía
espiritual de occidente. Por lo mismo, el hallazgo del nuevo mundo representó
para España, por sobre todas las cosas, la más amplia posibilidad de expansión
de la cultura occidental, que se cumplió mediante el proceso de culturización,
introduciendo en el continente americano el idioma castellano, la religión
católica y los conceptos básicos de su civilización. En efecto, más allá del
afán de dominio sobre las nuevas tierras y de la explotación de sus enormes
riquezas, a España entonces la inspiró el preclaro propósito de proyectarse
históricamente a sí misma allende sus fronteras, expandiendo la presencia de su
lengua, de su religión, de sus tradiciones, de sus valores y de sus
instituciones en el espíritu virgen de los pueblos amerindios.
América fue conquistada con la
espada, pero principalmente con la cruz. La sangre ibérica no despreció a la
sangre aborigen, sino que se fundió con ella para fecundar y potenciar a los
pueblos hispanoamericanos. España consideró a los indígenas como iguales ante
el derecho y les ofreció el orden de principios y fines de la cristiandad. Esta
vigorosa inyección de sangre y cultura, producto de la conjunción de conquista
y evangelización, fue lo que hizo posible que América pasara culturalmente del
pensamiento puramente mítico al pensamiento simbólico, de la anarquía
linguística a la unidad idiomática en el castellano, de los signos y caracteres
elementales al alfabeto y a la imprenta, de los sacrificios humanos a la fe
católica.
La conquista evangelizadora
adquirió diversas formas, de acuerdo con las características culturales que
originariamente presentaron los distintos pueblos americanos, buscando siempre
conciliar los rasgos de la identidad cultural primaria de cada pueblo aborigen
con las concepciones de la civilización occidental cristiana que inspiraron la
acción de los descubridores. Esta empresa, fundamentalmente colonizadora y
misionera, no ignoró ni aniquiló a las culturas autóctonas, sino que, por el
contrario, las respetó y cobijó, permitiendo que los pueblos sometidos
mantuvieran muchas de sus tradiciones y costumbres, excluyendo naturalmente
aquellas que eran irreconciliables con los valores esenciales de la cultura
occidental.
Desde entonces, la presencia
hispana está tan profundamente arraigada en la sangre, en el alma, en la lengua
y en la historia de nuestros pueblos, que la idea misma de América es
absolutamente impensable al margen de España. Desde entonces, la unidad
cultural de los pueblos hispanoamericanos se funda en una trayectoria común de
adscripción inclaudicable a los valores capitales de occidente. Desde entonces,
hasta nuestros días, Hispanoamérica ha entregado muchas contribuciones propias
y originales a la cultura occidental, manifiestas, por ejemplo, en los valiosos
aportes realizados en los ámbitos del arte y de la literatura, que junto a su
apreciable producción en los demás campos culturales, han concurrido a
configurar en el tiempo un modo hispanoamericano de ser en el mundo occidental,
porque, al interior de este último, Iberoamérica no ha sido una entidad pasiva,
sino un sujeto histórico activo que ha desarrollado una capacidad creadora
situada muy por encima de la disposición puramente asimiladora, tanto que, en
la actualidad, occidente resulta difícil de entender en plenitud sin considerar
el singular e importante concurso de nuestra América española. Desde entonces,
más allá de las distancias físicas y de las diferencias de clima, de población,
de progreso o de posiciones políticas circunstanciales, viene forjándose
sólidamente una gran comunidad hispanohablante, la comunidad de espíritu y de
destino que denominamos hispanidad, que hoy no comprende únicamente la
españolidad, sino también la chilenidad, la cubanidad, la argentinidad, la
peruanidad, la colombianidad, la mexicanidad y la condición cultural de la
totalidad de los pueblos de Hispanoamérica.
Así concebida, la hispanidad se nos
revela como una forma de nacionalidad superior, plenamente compatible con la
nacionalidad natural de cada uno de nosotros. De tal forma que el Nacionalismo
Chileno, como el paraguayo, el venezolano, el uruguayo o el de cualquier otro
país hispanoamericano, en su más profundo y amplio sentido, ha de ser además
nacionalismos hispánicos, esto es, nacionalismos que reafirmen con orgullo y
sin reservas nuestra raza, nuestra lengua y nuestra fe, desplazando las
posturas indigenistas y los criollismos estrechos que exaltan errónea y
extemporáneamente las ficciones de la leyenda negra. La hispanidad define
esencialmente nuestra identidad histórica.
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