Por Erwin Robertson
El fascismo nace a la
izquierda, a partir de una revisión del marxismo. Este revisionismo se
desarrolla y se constituye en una corriente intelectual y política
independiente a la cual concurren otras tendencias que cohabitan con el
socialismo: Nietzsche, Bergson, James, y el nacionalismo integral. Al respecto
es interesante comparar las diferentes evoluciones del marxismo que siguió
siendo tal y las diferentes ramas “apóstatas”.
El fascismo en una revisión del
marxismo encontró que todos los partidos socialistas consideraban al marxismo
una herencia a la que debían permanecer fieles. Sin embargo, en su evolución
reciente todos esos partidos han renunciado a la herencia de Marx, acomodándose
a la economía neoliberal. Siguen apegados, desde luego, a la matriz ilustrada,
materialista e igualitaria. Al contrario, los fascistas, animados de otra
cultura, mantuvieron siempre el espíritu revolucionario de ruptura con el orden
burgués.
Reseña del libro “El nacimiento
de la ideología fascista” de Zeev Sternhell, Mario Sznajder y Maia Asheri;
(traducción de Octavi Pellisa). – 1ª ed. – Madrid : Siglo XXI, 1994, 418 p. Que Mussolini fue miembro del
partido socialista es un hecho conocido. Hecho problemático, en especial para
una de las interpretaciones dominantes del fascismo; a saber, que éste fue la
reacción alentada o dirigida por el gran capital contra el avance del
proletariado. En tal evento, aquel hecho y la evolución consecutiva debían ser
entendidos como oportunismo, incoherencia o, en el mejor de los casos, como una
cuestión de conversión que no deja huellas en el pasado de un hombre. La obra
de Zeev Sternhell -profesor en la Universidad Hebrea de Jerusalem- y sus
colaboradores ha puesto toda esta materia bajo otra luz. En su interpretación, la
comprensión histórica del fascismo no puede disociarse esta ideología de sus
orígenes de izquierda.
Desde luego, toda una pléyade
de historiadores y filósofos abordó hace ya tiempo el problema del fascismo:
cada uno según sus particulares orientaciones espirituales, con sus propios
puntos de vista y sus personales prejuicios, pero no sin altura: Ernst Nolte,
Renzo de Felice, James A. Gregor, Stanley Payne, Giorgio Locchi, y “last but
not least”, el joven investigador hispano-sueco Erik Norling, entre otros. No
es que la “vulgaris opinio” aludida arriba goce hoy de autoridad intelectual.
Pero Sternhell viene a aportar la valorización de fuentes hasta aquí tal vez
descuidadas y, con ellas, la novedosa interpretación que es objeto de este
comentario. Estudioso en particular del nacionalismo francés (suyas son
“Maurice Barrés et le nationalisme français”, “La droite revolutionarie” y “Ni
droite ni gauche, L´ideologie fasciste en France”), el profesor israelí no se
cuida de los criterios de la corrección política. Es notable leer sobre el tema
páginas en las que está ausente la edificación moral, en las que no se ha
estimado oportuno advertir al lector que se interna en terrenos peligrosos; en
los que no hay, en suma, demonización ni tampoco el afán de achacar polémicamente
a la izquierda una incómoda vecindad.
¿Qué es, pues, el fascismo en
la interpretación de Sternhell? Ni anomalía en la historia contemporánea, ni
“infección” (Croce), ni resultado de la crisis de 1914-1918, ni reflejo o
reacción contra el marxismo (Nolte). El fascismo es un fenómeno político y
cultural que goza de plena autonomía intelectual (p.19); es decir, que puede
ser estudiado en sí mismo, no como producto de otra cosa o epifenómeno. Por
cierto, y de partida, para Sternhell es preciso distinguir el fascismo del
nacional-socialismo (Sternhell dice “nazismo”, acomodándose al uso, contra lo
cual, sin embargo, se rebela honestamente un Nolte). Con todos los aspectos que
uno y otro tienen en común, la piedra de toque está en el determinismo biológico:
un marxista puede convertirse al nacional-socialismo, más no así un judío (en
cambio, hubo fascistas judíos).
El racismo no es elemento
esencial del fascismo, aunque contribuye a la ideología fascista. Y unas
páginas más adelante el autor apunta que uno de los elementos constitutivos del
fascismo es el nacionalismo tribal; esto es, un nacionalismo basado en el
sentido de pertenencia, la “tierra y los muertos” de Barrés, la “Sangre y
suelo” del nacional-socialismo. Este sentido organicista lo comparte con los
nacionalismos desde finales del siglo XIX, germanos y latinos, Maurras y
Corradini, Vacher de Lapouge y Treitschke. El mismo Sternhell debilita así la
distinción que acaba de hacer (reparemos, de paso, en la delicadeza del
adjetivo “tribal”: ¿sería poco oportuno por nuestra parte recordar que una
traducción de “tribal” es “gentil”).
El fascismo entonces es una
síntesis de ese nacionalismo “tribal” u “orgánico” y de una revisión
antimarxista del marxismo. Sternhell se extiende explicando que a finales del
siglo XIX las previsiones de Marx no se han cumplido: el capitalismo no parece
derrumbarse, ni la pauperización es la señal característica de la población,
mientras que el proletariado se integra política y culturalmente en las
sociedades capitalistas occidentales. De aquí la aparición del “revisionismo”.
Siguiendo el ejemplo del SPD, el partido socialdemócrata alemán, el conjunto
del socialismo occidental se hace reformista; esto es, sin renunciar a los
principios teóricos del marxismo, acepta los valores del liberalismo político,
y en conseciencia, tácticamente, el orden establecido. Mas una minoría de
marxistas va a rehusar el compromiso y querrá permanecer fiel a la ortodoxia
-cada uno a su modo-; son los Rudolf Hilferding y los Otto Bauer, los Rosa Luxemburgo
y los Karl Liebknecht, los Lenin y los Trotsky, todos de Europa del Este.
Al mismo tiempo, en Francia y
luego en Italia surgen quienes, desde dentro del marxismo, van a emprender su
revisión en sentido no materialista ni racionalista, sin discutir la propiedad
privada ni la economia de mercado, pero conservando el objetivo del
derrocamiento violento del orden burgués: son los sorelianos, los discípulos de
Georges Sorel, el teórico del sindicalismo revolucionario, autor de las
célebres “Reflexiones sobre la violencia”. Las diferencias entre los dos
sectores revolucionarios son grandes.
Los primeros, casi todos
miembros de la “intelligentsia” judía, destaca Sternhell, mantienen el
determinismo económico de Marx, la idea de la necesidad histórica, el racionalismo
y el materialismo, mientras los sorelianos comienzan por una crítica de la
economía marxiana que llega a vaciar el marxismo de gran parte de su contenido,
reduciéndolo fundamentalmente a una teoría de la acción Los primeros piensan en términos de una
revolución internacional, “tienen horror de ese nacionalismo tribal que florece
a través de Europa, tanto en el campo subdesarrollado del Este como en los
grandes centros industriales del Oeste… No se arrodillan jamás ante la
colectividad nacional y su terruño, su fervor religioso, sus tradiciones, su
cultura popular, sus cementerios, sus mitos, sus glorias y sus animosidades”
(p. 48). Los segundos, comprobando que el proletariado ya no es una fuerza
revolucionaria, lo reemplazarán por la Nación como mito en la lucha contra la
decadencia burguesa y así confluirán finalmente en el movimiento nacionalista.
Tal es la tesis fundamental de
Sternhell. En el desarrollo de “El nacimiento de la ideología fascista”, el
capítulo I está dedicado al análisis de la obra de Sorel: tal vez no
propiamente un filósofo ni autor de un corpus ideológico cerrado, su verdadera
originalidad, señala Sternhell, reside en haber constituìdo una especie de
“lago viviente”, receptor y fuente de ideas en la gestación de las nuevas
síntesis ideológicas del siglo XX. Nietzsche, Bergson y William James lo
marcaron sin duda más hondamente que Marx, con ánimo de juzgar lo que
consideraba un sistema inacabado. El autor de “Reflexiones sobre la violencia”,
de “Las ilusiones del progreso”, de “Materiales de una teoría del
proletariado”, etc., se sublevaba contra el marxismo vulgar (que pone énfasis
en el determinismo económico) y sostenía que el socialismo era una “cuestión
moral”, en el sentido de una “transvaluación de todos los valores”. La lucha de
clases era para él cuestión principal y, por consiguiente, el saber movilizar
al proletariado en la guerra contra el orden burgués.
En un contexto social en el que
los obreros muestran un alto grado de militantismo sindical (1906, el año de edición
de “Reflexiones sobre la violencia”, es también en Francia el del record de
huelgas que muy a menudo suponen enfrentamientos sangrientos con las fuerzas
del orden), pero también donde una economía en crecimiento permite a la clase
dirigente hacer concesiones que aminoran la combatividad obrera, no bastan el
análisis económico ni la previsión del curso racional de los
acontecimientos. Sorel descubre entonces
la noción del “mito social”, esa imagen que pone en juego sentimientos e
instintos colectivos, capaz de suscitar energías siempre nuevas en una lucha
cuyos resultados no llegan a divisarse. Como el mito del apocalipsis para los
primeros cristianos, el mito de la huelga general revolucionaria será para el
proletariado esta imagen movilizadora y fuente de energías.
Con fervor análogo al de las
órdenes religiosas del pasado, con un sentimiento parecido al del amor a la
gloria de los ejércitos napoleónicos, los sindicatos revolucionarios, armados
del mito, se lanzarán a la lucha contra el orden burgués. Así, a la mentalidad
racionalista, que el socialismo reformista comparte con la burguesía liberal,
Sorel opone la mentalidad mítica, religiosa incluso. Su crítica al racionalismo
que se remonta a Descartes y Sócrates y, contra los valores democráticos y pacifistas,
reivindica los valores guerreros y heroicos. De buena gana reivindica también
el pesimismo de los griegos y de los primeros cristianos, porque sólo el
pesimismo suscita las grandes fuerzas históricas, las grandes virtudes humanas:
heroismo, ascetismo, espíritu de sacrificio.
Sorel ve en la violencia un
valor moral, un medio de regenerar la civilización, ya que la lucha, la guerra
por causas altruístas, permite al hombre alcanzar lo sublime. La violencia no
es la brutalidad ni la ferocidad, no es el terrorismo; Sorel no siente ningún
respeto por la Revolución Francesa y sus “proveedores de guillotinas”. Es, en
suma y en el fondo, contra la decadencia de la civilización que dirige Sorel su
combate; decadencia en la que la burguesía arrastra tras sí al proletariado. Y
no será sorprendente encontrar a los discípulos de Sorel reunidos con los
nacionalistas deCharles Maurras en el “Círculo Proudhon”, que lleva el nombre
del gran socialista francés anterior a Marx. Tampoco será extraño que en sus
últimos años Sorel lance su alegato “Pro Lenin”, anhelando ver la humillación
de las “democracias burguesas”, al mismo tiempo que reconocía que los fascistas
italianos invocaban sus propias ideas sobre la violencia.
LA
SÍNTESIS NACIONAL Y SOCIAL
Estos dicípulos son también
estudiados por Sternhell (capítulo II). Son los “revisionistas
revolucionarios”, la “nouvelle école” que ha intentado hacer operativa una
síntesis nacional y social, no sin tropiezos y desengaños. Allí está Edouard
Berth, quien junto a Georges Valois, militante maurrasiano (futuro fundador del
primer movimiento fascista francés, muerto en un campo de concentración
alemán), ha dado vida al “Círculo Proudhon”, órgano de colaboración de
sindicalistas revolucionarios y nacionalistas radicales en los años previos a
1914. Aventada esa experiencia por la guerra europea, Berth pasará por el
comunismo antes de volver al sorelismo. Está también Hubert Lagardelle, editor
de la revista “Mouvement Socialiste”, hombre de lucha al interior del partido
socialista, donde se ha esforzado por hacer triunfar las tesis del sindicalismo
revolucionario (por el contrario, en 1902 han triunfado las tesis de Jaurés,
que presentan el socialismo como complemento de la Declaración de Derechos del
Hombre).
Ante la colaboración sorelista-nacionalista,
Lagardelle se repliega hacia posiciones más convencionales; pero en la
postguerra se le encontrará en la redacción de “Plans”, expresión de cierto
fascismo “técnico” y vanguardista -en ella colaborarán nada menos que Marinetti
y Le Corbusier- y, durante la guerra, terminará su carrera como titular del
ministerio de trabajo del régimen de Vichy. Trayectorias en apariencia confusas
pero que revelan la sincera búsqueda de “lo nuevo”. De Alemania les viene el
refuerzo del socialista Roberto Michels, quien, a la espera de construir su
obra maestra “Los partidos políticos”, anuncia el fracaso del SPD, el partido
de Engels, Kautsky, Bernstein yRosa Luxemburg. Michels observará también que el
solo egoísmo económico de clase no basta para alcanzar fines revolucionarios;
de aquí la discusión sobre si el socialismo puede ser independiente del
proletariado.
El ideal sindical no implica forzosamente la abdicación nacional,
ni el ideal nacionalista comporta necesariamente un programa de paz social (juzgado
conformista), precisa a su vez Berth, quien espera de un despertar conjunto de
los sentimientos guerreros y revolucionarios, nacionales y obreros, el fin del
“reinado del oro”. En fin, la “nueva escuela” desarrolla las ideas de Sorel,
por ejemplo en la fundamental distinción entre capitalismo industrial y
capitalismo financiero. Resume Sternhell su aporte: “…a esta revuelta nacional
y social contra el orden democrático y liberal que estalla en Francia (antes de
1914, recordemos) no falta ninguno de los atributos clásicos del fascismo más
extremo, ni siquiera el antisemitismo” (p. 231).. Ni la concepción de un Estado
autoritario y guerrero.
Sin embargo, en general, los
revisionistas revolucionarios franceses fueron teóricos, sin experiencia real
de los movimientos de masas. De otro modo ocurre con el sindicalismo
revolucionario en Italia (capítulos III y IV de la obra de Sternhell). Allí
Arturo Labriola encabeza desde 1902 el ala radical del partido socialista; con
Enrico Leone y Paolo Orano llevan adelante la lucha contra el reformismo, al
que acusan de apoyarse exclusivamente en los obreros industriales del norte, en
desmedo del sur campesino, y por el triunfo de su tesis de que la revolución
socialista sólo sería posible por medio de sindicatos de combate.
De Sorel toman esencialmente el
imperativo ético y el mito de la huelga general revolucionaria. La experiencia
de la huelga general de 1904, de las huelgas campesinas de 1907 y 1908, foguean
a los dirigentes sindicalistas revolucionarios, entre los cuales la nueva
generación de Michele Bianchi, Alceste de Ambris, Filippo Corridoni. Al margen
del partido socialista y de su central sindical, la CGL -anclados en las
posiciones reformistas-, los radicales forman la USI (Unión Sindical Italiana),
que llegará a contar con 100.000 miembros en 1913. A su vez, los sindicalistas
revolucionarios animan periódicos y revistas.
Labriola y Leone emprenden la
revisión de la teoría económica marxiana, especialmente la teoría del valor,
siguiendo al economicista austríaco Böhm-Bawerk; he ahí, dice Sznajder, el
aspecto más original de la contribución italiana a la teoría del sindicalismo
revolucionario. Ahí se encuentra también la noción de “productores”
(potencialmente todos los productores), contrapuesta a la clase “parasitaria”
de los que no contribuyen al proceso de producción.
Por fin la tradición
antimilitarista e internacionalista, cara a toda la izquierda europea, no será
más unánimemente compartida por los sindicatos revolucionarios. En 1911, la
guerra de Italia con el Imperio Otomano por la posesión de Libia producirá una
crisis en el sindicalismo revolucionario: unos dirigentes (Leone, De Ambris,
Corridoni), fieles a la tradición socialista, se oponen enérgicamente a esta
empresa -y por mucho que les disguste estar junto a los socialistas
reformistas-; otros (Labriola, Olivetti, Orano) están por la guerra, tanto por
razones morales (la guerra es una escuela de heroísmo) como por razones
económicas (la nueva colonia contribuirá a la elevación del proletariado italiano),
y así coinciden con los nacionalistas de Enrico Corradini, a quienes los ha
acercado ya la crítica al liberalismo político.
Mas en agosto de 1914 aun
quienes -en el seno del sindicalismo revolucionario- habían militado en contra
de la guerra de Libia, están a favor de la intervención en el conflicto europeo
al lado de Francia y contra Alemania y Austria; al combate contra el feudalismo
y el militarismo alemán se agrega la posibilidad de completar gracias a la
guerra la integración nacional y de forjar una nueva élite proletaria que
desplazará del poder a la burguesía. En octubre de 1914, un manifiesto del
recién fundado Fascio Revolucionario de Acción Internacionalista, suscrito por
los principales dirigentes sindicalistas revolucionarios, proclama: “…No es
posible ir más allá de los límites de las revoluciones nacionales sin pasar
primero por la etapa de la revolución nacional misma… Allí donde cada pueblo no
vive en el cuadro de sus propias fronteras, formadas por la lengua y la raza,
allí donde la cuestión nacional no ha sido resuelta, el clima histórico
necesario al desarrollo normal del movimiento de clase no puede existir…”
Nación, Guerra y Revolución… ya no serán más ideas contradictorias.
Hacia el final de la guerra el
sindicalismo revolucionario debe ser considerado ya un nacional-sindicalismo,
en cuanto la Nación figura para ellos en primer término. Como sea, los
nacional-sindicalistas aceptan que la guerra ha de traer transformaciones
internas: desde 1917 De Ambris ha lanzado la consigna “Tierra de los
Campesinos”; y acto seguido elabora un programa de “expropiación parcial” tanto
en el sector agrícola como en el sector industrial, que se dirije ex propósito
contra el capital especulativo y en beneficio de los campesinos y obreros que
han dado su sangre por Italia. Se trata también de mantener y estimular la
producción.
El “productivismo” es uno de
los factores que lleva a los sindicalistas revolucionarios a oponerse a la
revolución bolchevique, que juzgan destructiva y caótica. Frente a la ocupación
de fábricas del “biennio rosso” de 1920-21, Labriola, que ha llegado a ser
Ministro de Trabajo en el gobierno del liberal Giolitti, presenta un proyecto
que reconoce a los obreros el derecho a participar en la gestión de las
empresas. Parlamento con representación corporativa, “clases orgánicas” que
encuadren a la población, un Estado que sea quien asigne a los propietarios
capaces de producir el derecho a usar los medios de producciòn, son, por otra
parte, las bases del programa del “sindicalismo integral” que propone Panunzio
en 1919. Por fin, el sindicalismo revolucionario vibra con la aventura del
comandante Gabriele D´Annunzio en Fiume (1920-21). De Ambris participa en la
redacción de la “Carta del Carnaro”, ese fascinante documento literario que es
la constitución que el poeta y héroe de guerra otorga a la “Regencia de Fiume”.
No es menos un proyecto político que, en consecuencia con el ideal del
sindicalismo revolucionario, quiere resolver a la vez la cuestión nacional y la
cuestión social.
En estas luchas de la inmediata
postguerra, los sindicalistas revolucionarios han coincidido con los fascistas.
Pero la toma del poder por el fascismo acarraerá la disoluciòn del sindicalismo
revolucionario. De Ambris y su grupo pasarán a la oposición; el primero
terminará por exiliarse.Labriola también partirá hacia el exilio, y sólo la
guerra de Etiopía lo reconciliará con el régimen. Leone volverá al partido
socialista y rehusará todo compromiso con el fascismo. En cambio, Bianchi
aparece en 1922 como uno de los quadrumviri que organiza la Marcha sobre
Roma,Panunzio se presenta junto a Gentile como uno de los intelectuales
oficiales del fascismo, Orano (que era judío), alcanza altos puestos en el
partido fascista, mientras que Michels, antaño miembro del SPD, profesor en la
Universidad de Perusa, se inscribe como afiliado en el PNF.
LA
ENCRUCIJADA MUSSOLINIANA
Señala Sternhell que siempore
se ha tendido a subestimar el papel central que Mussolini ha jugado entre todos
los revolucionarios italianos. El futuro Duce “aporta a la disidencia
izquierdista y nacionalista italiana lo que siempre ha faltado a sus homólogos
franceses: un jefe”. Un hombre de acción, un líder carismático, pero a su vez
un intelectual capaz de tratar con intelectuales y de ganarse el respeto de
hombres como Marinetti, el fundador del futurismo, Michels, el antiguo
militante del SPD alemán devenido uno de los clásicos de la ciencia política, o
aun Croce, representante oficioso de la cultura italiana frente al fascismo. Y
Mussolini es toda una evolución intelectual, no el hallazgo repentino de una
verdad, ni el oportunismo, ni siquiera la coyuntura de postguerra. Mussolini es
ante todo el militante socialista, incluso como líder de los fascistas.
De
joven se tiene evidentemente por marxista, de un marxismo revisado por Leone y,
sobre todo, por Sorel, en quien ve un antídoto contra la perversión
socialdemócrata a la alemana del socialismo. Otra influencia decisiva es
Wilfredo Pareto y su teoría de circulación de las élites (en cambio, Sternhell
no destaca la influencia de Nietzsche, a quien Mussolini ha leído tempranamente
en Suiza).. El joven socialista se sitúa pues en la órbita del sindicalismo
revolucionario, aun cuando discrepa de las tácticas: duda de la virtud de las
solas organizaciones económicas y ve en el Partido el instrumento
revolucionario.
El joven Mussolini es el líder
indiscutible que se opone a la huelga general contra la intervención en Libia,
pues cree que el intento burgués de desencadenar una guerra puede generar una
situación revolucionaria. En 1912 es el principal líder del partido socialista,
imponiéndose sobre los reformistas y haciéndose con la dirección de su
periódico oficial, “Avanti!”, el líder indiscutido de toda la izquierda
revolucionaria italiana, pero al mismo tiempo el más fuerte crítico de la
ortodoxia marxista. Mussolini publica desde las páginas de Avanti!” su profunda
decepción acerca de la aptitud de la clase obrera para “modelar la historia”,
valoriza la idea de Nación: “No hay un único evangelio socialista, al cual
todas las naciones deban conformarse so pena de excomunión”.
A finales de 1913
Mussolini lanza la revista “Utopia”, con la intención de proponer una “revisión
revolucionaria del socialismo”. Allí reúne a futuros comunistas como Bordiga,
Tasca y Liebknecht; futuros fascistas como Panunzio, futuros disidentes del
fascismo como su viejo maestro Labriola. En junio de 1914 Mussolini cree
llegado el momento de la insurrección, comprometiéndose en la “Settimana
Rossa”, en contra de la opinión del congreso del partido. Cuando estalla la
guerra europea, las disidencias son ya tan palpables que Mussolini es
desautorizado oficialmente por el partido, y no duda en romper con sus antiguos
compañeros para unirse a los sindicalistas revolucionarios en la campaña por la
entrada de Italia en la guerra.
Sternhell señala que el
nacionalismo de Mussolini no es el nacionalismo clásico de la derecha… Ocurre
que ante las nuevas realidades nacionales y sociales el análisis marxista se ha
demostrado fallido, pues las clases obreras de Alemania, Francia e Inglaterra
marchan alegremente a la guerra.
Mussolini no renuncia al
socialismo, pero el suyo es un socialismo nacionalista, obra de los
combatientes del frente: “Los millones de trabajadores que volverán a los
surcos de los campos después de haber vivido en los campos de las trincheras
darán lugar a la síntesis de la antítesis clase y nación”, escribe en 1917. Y
no será la revolución bolchevique lo que lleve a Mussolini a la derecha, dado
que lo esencial de su pensamiento se forjó antes de 1917: ideas de jerarquía,
de disciplina, de colaboración de las clases como condición de la producción…
Los Fasci Italiano di Combattimento, fundados en marzo de 1919 recogen todas
las ideas del sindicalismo revolucionario y se sitúan incluso a la izquierda
del partido socialista (sufragio universal de ambos sexos, abolición del
senado, constitución de una Milicia Nacional, consejos corporativos con
funciones legislativas, jornada laboral de 8 horas, confiscación de las
ganancias de guerra… ). Pero con el biennio rosso las filas fascistas se
desbordan con la afluencia de las clases medias, especialmente de jóvenes
oficiales desmovilizados.
El Partido Nacional Fascista,
organizado como tal en 1921, va a conocer un éxito (electoral incluso) vetado a
los primitivos “Fasci”: “Esta mutación no deja de recordarnos la de los
partidos socialistas al alba del siglo: el viraje a la derecha constituye el
precio habitual del éxito” (p.400). Mussolini, hombre de realidades que
antepone la praxis a la teoría, ha visto fracasar la ocupación “roja” de
fábricas como la gesta nacionalista de Fiume, decide llevar a cabo la
revolución posible. Así, en la perspectiva de Sternhell, la captura del poder
por el jefe fascista no es tanto el resultado de un golpe de Estado como de un
proceso; es la simpatia de una amplia parte de la masa política, de los medios
intelectuales, de los centros de poder, lo que permite a Mussolini instalarse y
sostenerse en el gobierno. Para Sternhell es sintomática la actitud del senador
Croce quien aun en junio de 1924 dio su voto de confianza al primer ministro
cuando el caso Mateotti puso en crisis al gobierno y Mussolini estaba a punto
de ser despedido por el rey, porque, pensaba Croce, “había que dar tiempo al
fascismo para completar su evolución hacia la normalización”.
La idea de Estado, que parece
ser sólo caracteristica del fascismo, es, sin embargo, el último elemento que
toma forma en la ideología fascista. En todo caso señala Sternhell que toda la
ideologìa fascista estaba elaborada antes de la toma del poder: “La acción
política de Mussolini no es el resultado de un pragmatismo grosero o de un
oportunismo vulgar más de lo que fue la de Lenin” (p.410). El jurista Alfredo
Rocco, proveniente de las filas nacionalistas, ha “codificado” y traducido en
leyes e instituciones los principios fascistas y nacionalistas (visión mística
y orgánica de la nación, afirmación de la primacía de la colectividad sobre el
individuo, rechazo total sin paliativos de la democracia liberal). Pero es un
Estado que, a la vez, se quiere reducido a su sola expresión jurídica y
política; que quiere renunciar a toda forma de gestión económica o de
estatalización, como anunciaba Mussolini desde 1921. No es, pues, o no es
todavía, el Estado totalitario. El fascismo en el poder,en suma, no se asemeja
al fascismo de 1919, menos aún al sindicalismo revolucionario de 1910. Pero, se
pregunta Sternhell: “¿el bolchevismo en el poder refleja exactamente las ideas
que, diez años antes de la toma del Palacio de Invierno, animaban a Plekhanov,
Trotsky o Lenin?” Ha habido una larga evolución, sin duda. Y con todo -concluye
el autor-, el régimen mussoliniano de los años 30 está mucho más cerca del
sindicalismo revolucionario o del “Círculo Proudhon” que lo que el régimen
estaliniano está de los fundamentos del marxismo.
EL
SECRETO ENCANTO DEL FASCISMO
Como conclusión, Sternhell da
una mirada a las relaciones entre el fascismo y las corrientes estéticas de
vanguardia en el siglo XX. El futurismo, desde luego (futuristas y fascistas han
dado justos la batalla por el “intervencionismo”, y Marinetti es uno de los
fundadores de los Fasci), pero también el vorticismo, lanzado en Londres por
Ezra Pound, que es en cierto modo una réplica al futurismo, aun cuando comparte
con él rasgos esenciales. “Los dos atacan de frente la decadencia, el
academicismo, el estetismo inmóvil, la tibieza, la molicie general… Tienen una
misma voz de orden: energía, y un mismo objetivo: curar a Italia y a Inglaterra
de su languidez” (p. 424). De Pound se conoce de sobra su opción política.
Sternhell destaca también el papel de Thomas Edward Hulme, antirromántico,
antidemócrata en política, traductor al inglés de Sorel. “revolucionario
antidemócrata, absolutista en ética, que habla con desprecio del modernismo y del
progreso y utiliza conceptos como el de honor sin el menor toque de irrealidad”
(p. 429). Hulme es pues, para el autor, un representante de esa rebelión
cultural que brota por doquier, antirracionalista, antiutilitarista,
antihedonista, antiliberal, clasicista y nacionalista y que precede a la
rebelión política.
Las generaciones de los años 20
y 30, que ya conocen la experiencia fascista, rehacen el camino del
inconformismo. Así un Henri de Man, en 1938 presidente del partido socialista
belga, uno de los grandes teóricos del socialismo en la época, seguido sólo
ante Gramsci y Lukacs, reemprende su propia revisión del marxismo y no será
ilògico que, cuando su país capitule ante Alemania en 1940 llame a los
militantes socialistas belgas a aceptar la nueva situación como un punto de
partida para construir un nuevo orden: “La vía está libre para las dos causas
que resumen las aspiraciones del pueblo: la paz europea y la justicia social”..
No muy diferente es en Francia el caso de Doriot.
¿Cómo ha podido surgir el
fascismo en la historia europea y mundial? La explicación coyuntural no puede
sino desembarcar en trivialidades. Se debe comprender al fascismo primero como
un fenómeno cultural. Es, de partida, un rechazo de la mentalidad liberal,
democrática y marxista; rechazo de la visión mecanicista y utilitarista de la
sociedad. Mas expresa también “la voluntad de ver la instauración de una
civilización heroica sobre las ruinas de una civilización bajamente materialista. El fascismo quiere
moldear un hombre nuevo, activista y dinámico”. No obstante presentar esta
vertiente tradicionalista, este movimiento contienen en sus orígenes un
carácter moderno muy pronunciado, y su estética futurista fue el mejor cartel
para la captura de intelectuales, de una juventud que se agobia en las
estrecheces de la burguesía.
El elitismo, en el sentido de que una élite no
es una categoría social definida por el lugar que se ocupa en el proceso de
producción, sino un estado de espíritu, es otro componente mayor de esa fuerza
de atracción… El mito, como clave de interpretación del mundo; el
corporativismo, como ideal social que da a amplias capas de la población el
sentimiento de que hay nuevas oportunidades de ascenso y de participación,
constituyen también parte del secreto del fascismo, porque el fascismo reduce
los problemas económicos y sociales a cuestiones, ante todo, de orden
psicológico. Y, sobre todo, “servir a la colectividad formando un cuerpo con
ella, identificar los propios intereses a los de la patria, comulgar en un mismo
culto los valores heroicos, con una intensidad que desplaza al boletín de voto
en la urna”. Es por todo esto que el estilo político desempeña un papel tan
esencial en el fascismo.
El fascismo vino a probar que existe una cultura no
fundamentada en los privilegios del dinero o del nacimiento, sino sobre el
espíritu de banda, de camaradería, de comunidad orgánica, de “Bund”, como se
dijo en Alemania en la misma época.
Estos valores presentes en el
fascismo tocan la sensibilidad de muchos europeos. Poco conocido es que en 1933
Sigmund Freud saludaba a Mussolini como un
“héroe de cultura”. Si esto era así, ¿por qué Croce hubiera debido votar
contra él en 1924, por qué Pirandello hubiera debido rehusar el asiento que el
Duce le ofreció en la Academia Italiana? Las realidades de los países europeos
entre las dos guerras no son de una pieza: la cultura italiana está
representada por Marinetti, Gentile y por Pirandello no menos que por Croce, y
por Croce senador no menos que por Croce antifascista, del mismo modo que por
la cultura alemana pueden hablar tanto Spengler, Heidegger, o Moeller van der
Bruck tanto como los hermanos Mann, y la cultura francesa es tanto Gide, Sartre
o Camus tanto como Drieu la Rochelle, Brasillach o Céline…
Así, “El nacimiento de la
ideología fascista” otorga a su objeto una dignidad que no siempre se encuentra
en los variados estudios sobre el tema. Ello sólo puede ser saludable para la
historia de las ideas. Hagamos por nuestra parte algunas observaciones. Primero,
que, como es evidente, Sternhell trata en su obra del fascismo latino, esto es,
de las corrientes inconformistas surgidas en Francia y en Italia. Un tema de
discusión es ver si el fascismo italiano y el nacional-socialismo alemán son
cosas totalmente diferentes (esta es la tesis de De Felice), o bien si el
nacional-socialismo es una especie dentro del fascismo genérico (tesis de Payne
y Nolte). Del nacional-socialismo se ha discutido si fue “antimoderno” o si
presentaba rasgos de una radical modernidad, dado que el innegable que el
movimiento desarrolló un radicalismo antiburgués operativamente muy atractivo
para los militantes comunistas.
El fascismo nace a la
izquierda, a partir de una revisión del marxismo. Este revisionismo se
desarrolla y se constituye en una corriente intelectual y política
independiente a la cual concurren otras tendencias que cohabitan con el
socialismo: Nietzsche, Bergson, James, y el nacionalismo integral. Al respecto
es interesante comparar las diferentes evoluciones del marxismo que siguió
siendo tal y las diferentes ramas “apóstatas”. El fascismo en una revisión del
marxismo encontró que todos los partidos socialistas consideraban al marxismo
una herencia a la que debían permanecer fieles. Sin embargo, en su evolución reciente
todos esos partidos han renunciado a la herencia de Marx, acomodándose a la
economía neoliberal. Siguen apegados, desde luego, a la matriz ilustrada,
materialista e igualitaria. Al contrario, los fascistas, animados de otra
cultura, mantuvieron siempre el espíritu revolucionario de ruptura con el orden
burgués.
Sternhell insiste
permanentemente en el respeto de los sindicalistas revolucionarios, de los
socialistas nacionales, de los fascistas, por la propiedad privada y el
capitalismo. ¿No habría que distinguir entre propiedad privada y capitalismo
que, después de todo, históricamente no se identifican sin más? Todos los
fascismos subrayaron siempre la diferencia entre la propiedad ligada al hombre
y el gran capital financiero; entre el trabajo productivo y la servidumbre al
interés del dinero (G. Feder). No parece adecuado pasarla por alto. Quizás
Payne ha sido el autor más justo en este sentido.
Finalmente, es verdad que una
cosa es reconocer el componente irracional de la vida humana y otra hacer del antirracionalismo
una política. Sternhell, que durante toda su obra se ha mantenido alejado de
toda afección moralizante, al final nos advierte del peligro del
irracionalismo: “Cuando el antirracionalismo deviene un instrumento político,
un medio de movilización de las masas y una máquina de guerra contra el
liberalismo, el marxismo y la democracia; cuando se asocia a un intenso
pesimismo cultural a la par de un culto pronunciado por loa violencia, entonces
el pensamiento fascista fatalmente toma forma” (p.451). La cuestión seria si
sólo los valores políticos de la ilustración y del liberalismo son legítimos;
si solo el chato optimismo hedonista puede pasar por perspectiva cultural, si
las masas han de ser movilizadas sólo en nombre del deporte.
Aquí, obviamente, la ciencia no
puede decir nada: estamos en el campo de la opción política.
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