Por Isidro Juan Palacios
Todos los pueblos tienen derecho a su identidad,
a guardarla como es, y a ser ellos mismos. Pero, ¿en nombre de qué podría condenarse
la tendencia (natural) de los pueblos a la expansión? La solución no está en la
imposición de un orden prefabricado, sino en la recuperación del arraigo (del Espíritu)
por medio de un equilibrio, un equilibrio que podría formularse como “Imperio
Cultural”, siguiendo la línea de Yukio Mishima. Ese equilibrio, ese Imperio del
Espíritu es lo que aquí se propone como vía de realización de la Causa de los Pueblos.
El Imperio Matador
De los años en los que se ensalzaba la obra de los Imperios
conquistadores y colonizadores, se ha pasado a la compasión, y más que eso, a
la añoranza actual de las civilizaciones ahogadas sórdidamente o destruidas. Es
la hora en que se pretende levantar a los muertos. Y es legítima esta posición,
porque nadie puede censurar el recuerdo de pasadas herencias, su defensa, o incluso
su reconquista. Los pueblos tienen derecho a ser ellos mismos, a buscar sus raíces
y a cultivarlas. Pero creer, como lo hacen algunos, que esta fórmula es la
única digna de respeto, significa caer en un nuevo modo de ser extremista. En el derecho que cada pueblo tiende a ser
diferente, debería entrar tanto el reconocimiento de una propia voluntad
defensiva de la simple existencia libre, como también debería ser reconocida
(¿por qué no?) la vocación de un pueblo a expandir su diferencia. ¿Quién podría
negarlo —en nombre de qué moral— si el mundo ha sido hecho así, en permanente
tensión, en continua fuerza, en constante hostilidad? Es cierto que la pérdida
de nuestra diferencia nos puede venir por la imposición de un enemigo de gran
empuje, pero cuántas veces la caída de un pueblo se ha debido a su merma de calidad
interior, a la presencia de una traición frente a sí mismo, frente a su identidad...
Sea como fuere, lo que se pretende decir es que si Europa hoy se encuentra amenazada,
si la Europa de los llamados países libres se halla colonizada culturalmente por la ideología del American way of life, hace bien en desear o vivir con empeño esa libertad; sin
embargo, ¿quién puede lanzar anatemas contra USA por ser lo que es y
extenderse? El problema no es tanto censurar a América, como el que Europa
permanezca indiferente hacia su derrota interior; viva ignorando sus raíces; crea
que el ocio hedonista y el nihilismo es su principal y más atractiva ocupación.
Ser antiamericano visceral o psicológicamente es la peor de las defensas. Ser
europeo, de vuelta hacia sí mismo, sin importar lo demás demasiado, es la mejor
posición: la fuerza de la libertad.
Vencedores y vencidos
Si en algún nivel los principios morales, los de cortesía o de
respeto, han quedado tachados, en la mayor parte de las ocasiones, ha sido en
la dinámica histórica y a histórica de los pueblos, constituidos, o no, bajo la
forma de Imperios. Si los mayas o aztecas lucharon contra los españoles; si los
ingleses hicieron la guerra a los chinos; si los americanos rompieron el
hermetismo histórico japonés; si el tercer mundo padece todavía una sorda y
encubierta colonización gracias a la omnipotencia del Nuevo Orden Internacional de la Información... es
una partida de ajedrez que puede quedar siempre en tablas. Nunca como en estos casos,
la “verdad” ha presentado dos caras.
El Imperio azteca —sacrificador él— fue inocentemente
sacrificado y su civilización borrada del mapa por los españoles, para quienes
no existieron dudas de considerar su acción obra de fe y su conquista una hazaña
digna de ser levantada orgullosamente. Los ingleses y los americanos no
tuvieron escrúpulos en imponer una guerra por motivos estrictamente
comerciales, como el caso de la guerra del
Opio con China o la forzada apertura del shogunado japonés por la acción cañonera del almirante
Perry. Ni la internacional
de la comunicación ha tenido pesadillas para transgredir el “principio” de autodeterminación
de los pueblos con su tapada colonización cultural, tal y como fuera denunciada
por Indira Gandhi, Burguiba y tantos otros presidentes tercermundistas. En
efecto, no hay moral en la historia: sólo vencedores y vencidos.
Frente al “proselitismo”
Las causas de los pueblos no podrán resolverse
u orientarse nunca en estos términos, en los que se pretende aplicar una moral,
casi siempre la moral de quien, por razones de su fuerza, desea que el orbe, de
una manera manifiesta o inconfesada, siga sus pautas individuales y
unilaterales. La cuestión fundamental será entonces otra. El problema será más
bien de equilibrio o de desequilibrio. Y es evidente que la causa de los pueblos estará siempre por la
primera de estas expresiones y no por la segunda. Pues el equilibrio es lo
único que puede matar a los imperialismos arrasadores y agobiantes. Es el
principio que puede enlazar con la idea del “Emperador
Cultural” defendida por Yukio Mishima, para quien la
médula de la Cultura estaba en la cortesía, esto es: la paz entre quienes viven
en belicosa tensión, sin renunciar a ella; el respeto por las formas y diferencias
de cada identidad; el apego a lo interior y a las herencias... Equilibrio, como
lo entendieron los celtas con su concepción del Imperio
Metafísico y que tuvo cierta respuesta en el Medioevo céltico-cristiano,
en el que el eje de la unidad vertical no rompía la diversidad, sino que hacía
vivir las múltiples diferencias en lo horizontal, en el arraigo, en la tierra.
Equilibrio, en fin, como base que enseña a respetar y a respetarse ante todo, y
en cuyo diccionario la palabra “proselitismo” sólo aparece secundariamente, autolimitado, desprovisto de
violencia, aunque no de espíritu de empuje.
El problema no es tanto censurar a América como que Europa
permanezca indiferente a su propia derrota interior. Elogio de la diferencia. Esto ya lo
ha comprendido hasta la
Iglesia Católica, la cual, al aceptar que otras formas de espiritualidad,
como el Budismo, el Hinduismo o el Islamismo, pueden ser reconocidas como vías
de realización e incluso de salvación, se ha visto curiosamente impelida a
cambiar su tradicional modo y doctrina misionera. Y es que la llamada causa de los pueblos dice que Dios
no tiene un solo pueblo elegido, sino que todos los pueblos lo son, haciéndose
así, por lo tanto, merecedores de dignidad.
Superar el provincianismo cultural, mirar el mundo desde una
altura cósmica, nos enseña ahora que no sólo los hebreos fueron creados
hombres, insuflados espiritualmente; también, y con razón, lo fueron los
japoneses, cuyas islas se hicieron con manos de dioses; como, asimismo, los griegos
que con sus primitivos juegos olímpicos evocaban la rememoración y reactualización
mítica del paraíso terrenal; o los “pieles rojas”, tan hostigados por la codicia
y el industrialismo. Nadie puede ser considerado inferior por su diferencia y forzado
a una salvación dogmática que no entiende, por extraña. Cada pueblo, como cada
ser humano, tiene dentro de sí mismo todo lo que necesita, adecuado a su
personalidad desigualizada, y siente la propia llamada. La conclusión que
plantea este tema de la cuestión de los pueblos es, por consiguiente, la del arraigo: marchar al reencuentro de
las propias raíces y devolver al mundo de las ideologías la utopía de la homogeneidad,
porque ésta, cualquiera que sea su signo, es siempre nefasta.
El Arraigo
La pérdida del arraigo de las actuales civilizaciones
democráticas no es un problema materialista, sino espiritual. Los pueblos
antiguos no tenían establecida una diferenciación entre lo sagrado y lo profano.
El Espíritu todo lo penetraba y lo impregnaba. Convivía con el hombre en la
casa, en la caza, en la guerra, en la labranza y en la ceremonia religiosa. Era
cierto que todos reconocían un más allá absoluto, innombrado e innombrable, silencioso,
impresionante, estremecedor, pero el Espíritu salido de aquella distancia penetraba
el mundo. Mediante tal arraigo del Espíritu, ya visible o invisible, los pueblos
se vinculaban a la creación, se hacían inmanentes, y aprendían a apreciar los
bosques, las fuentes y las grutas, a la vez que entendían lo que era la
trascendencia y la muerte. El mundo era, así, una manifestación de comunidades
de vivos y de muertos no quebradas.
La caída del arraigo
Con las revoluciones que han desacralizado la vida poco a poco, la presencia del Espíritu “ha muerto” y parece como si éste se hubiera desarraigado de la tierra, no por su voluntad, sino por la
acción del hombre
profano que, con su gesto, ha hecho nacer una suerte de trascendentalismo negativo, esto es, un mandar lejos al Espíritu, sin reconocerle cualquier posibilidad de intervención en la existencia cotidiana.
Pues bien, los pueblos que han sacado de sí ese Espíritu
arraigado son los primeros que han perdido su ser y se han hecho etéreos,
vacíos. Y desde los siglos XVIII y XIX son estos precisamente —y sobre todo los
occidentales— los que han venido arremetiendo contra los pueblos de los campos,
considerados antiguos, primitivos, incivilizados, pero curiosamente creyentes aún
en la existencialidad del Espíritu anclado en la tierra. La conclusión es que existe
un curioso paralelismo: la pérdida del Espíritu, que impregna todo, no apega o vincula
más a la tierra; más bien, al contrario, separa de ella a quien vive bajo esta
inclinación. Si la profanación del mundo, desacralizándolo, se hizo, consciente
o inconscientemente, con la intención de disfrutar más de las cosas, pretendiendo
transformar la vida en una especie de paraíso hedonista y ocioso, de feria, el
resultado ha sido justo el contrario: la tierra se pierde, se rompen las
raíces, nacen las civilizaciones sin arraigo — falsas—, las urbanizaciones, las
ciudades que rompen con la naturaleza: los dragones que arrasan y gastan todo
cuanto les sale o encuentran a su paso, ya sean paisajes, ya sean lobos, ya
sean indios.