jueves, 29 de agosto de 2013

¿Qué es el rendimiento íntegro del Trabajo?




Por Silvio Gesell


Calificamos de trabajador, en el sentido de esta disertación, a todo aquel que vive del fruto de su trabajo. Chacareros, artesanos, jornaleros, empleados, ingenieros, artistas, sacerdotes, militares, médicos, reyes, etc., son trabajadores en nuestro sentido. La única antítesis a todos estos trabajadores la constituyen en nuestra economía social, pura y exclusivamente los rentistas, pues a éstos les llegan los ingresos independientemente de todo trabajo.

Distinguimos: producto del trabajo, el resultado monetario del trabajo y el rendimiento del trabajo. El producto del trabajo es todo aquello que se engendra por el trabajo. El resultado del trabajo es el dinero que aporta la venta del producto del trabajo o el contrato de salario. El rendimiento del trabajo es lo que se puede adquirir con el resultado monetario del trabajo y se puede llevar al lugar de consumo.

Los términos: salario, honorarios, sueldo, en lugar de resultado monetario del trabajo, se emplean cuando el producto del trabajo no es de naturaleza material, como por ejemplo: el barrer la calle, el escribir poesías o el gobernar. Si el producto del trabajo es tangible, como ser una silla, y al mismo tiempo propiedad del trabajador, ya no se hablará de un salario u honorarios, sino del precio de la silla vendida. En todos estos términos se trata siempre de la misma cosa, del resultado monetario del trabajo realizado.

Las ganancias de un empresario y el beneficio comercial deben considerarse asimismo, siempre que se les descuente el interés del capital invertido o la renta inmobiliaria que generalmente contienen, como un resultado del trabajo. El gerente de una sociedad anónima minera percibe su sueldo exclusivamente por su actividad, por su trabajo. Si ese gerente es al mismo tiempo accionista, sus ingresos se aumentan por el importe de los dividendos. Es entonces trabajador y rentista al mismo tiempo. Por lo general los ingresos de los agricultores, comerciantes y empresarios se componen del resultado del trabajo y rentas (resp. intereses). Un agricultor que cultiva con capital prestado un campo arrendado, vive única y exclusivamente del rendimiento de su trabajo. Lo que, después de haber descontado el arriendo y los intereses, resta del producto del trabajo, corresponde a su actividad y está sujeto a las leyes generales que rigen al salario.

Entre el producto del trabajo (o su prestación) y el rendimiento se hallan los diferentes contratos comerciales que realizamos diariamente por la compra de mercancías. Estos contratos influyen notablemente sobre el rendimiento del trabajo. A diario se observa cómo individuos que presentan en plaza los mismos productos, obtienen de ellos sin embargo un rendimiento diferente. Ello se debe al hecho, de que si bien estos individuos son equivalentes como trabajadores, no lo son en cambio como comerciantes. Unos tienen mayor habilidad para vender sus productos a buen precio, y a su vez, al realizar sus adquisiciones, distinguen lo bueno de lo de inferior calidad. Para el intercambio y negociado de mercancías destinadas a la venta, los conocimientos especializados son tan necesarios para el éxito del trabajo (rendimiento del trabajo), como las habilidades técnicas para su fabricación. El cambio del producto debe ser considerado como acción final del trabajo. Por ello todo trabajador es también comerciante.

Si los productos del trabajo y los de su rendimiento tuviesen una cualidad común que permitiese compararlos y aún medirlos, podría eliminarse el comercio que debe transformar al producto en rendimiento. Vale decir, que con sólo medir, contar o pesar exactamente, el producto del trabajo siempre debería ser igual al rendimiento del mismo (descontado el interés o la renta), y la prueba fehaciente de que no ha habido engaño podría darse inmediatamente por los objetos adquiridos como rendimiento del trabajo. Exactamente en la misma forma como en casa puede controlarse con una simple pesada, si la balanza del almacenero es exacta o no. Sin embargo, esta cualidad común de las mercancías no existe. Siempre el intercambio de mercancías se realizará por negociación, jamás por el empleo de alguna medida. El uso de la moneda no nos exime tampoco de la necesidad de realizar el cambio por medio del comercio. La expresión de „medidor de valor“ que suele emplearse aún en la bibliografía político-económica, para definir a la moneda, induce a error. Ni una sola cualidad de un canario, de una píldora o de una manzana puede medirse con una moneda.

De ahí que es imposible, dar fundamento legal a una demanda al derecho sobre el rendimiento íntegro del trabajo, por el parangón inmediato entre el producto del trabajo y el rendimiento del mismo. Más aún, hemos de calificar directamente de ilusión el derecho al rendimiento íntegro del trabajo, si con ello se quiere comprender el derecho del individuo aislado al rendimiento integral de su trabajo.
Muy diferentes se presentan sin embargo las cosas en lo que se refiere al rendimiento íntegro de la colectividad. Éste requiere tan sólo que los productos del trabajo sean distribuidos totalmente entre los trabajadores. De ningún modo deben entregarse productos del trabajo al rentista en concepto de intereses o rentas. Ésta es la única condición que la realización del derecho colectivo al rendimiento íntegro que el trabajo impone.

El derecho al rendimiento integral colectivo del trabajo no nos exige que nos ocupemos también del rendimiento individual del trabajo de cada trabajador. Lo que un trabajador percibe de menos, otro lo obtiene de más. La distribución entre los trabajadores se realiza, como hasta ahora, de acuerdo con las leyes de la competencia, y por regla general en forma tal, que la competencia será tanto mayor y el rendimiento individual del trabajo tanto menor, cuanto más fácil y sencillo sea el trabajo. Aquellos trabajadores que emplean la mayor habilidad en su trabajo, son los que más eficazmente eluden la competencia de las masas y podrán en consecuencia obtener los mejores precios por sus prestaciones. Con frecuencia una simple disposición física (el caso de los cantantes, p. ej.) reemplaza a la habilidad o inteligencia en la eliminación de la competencia de las masas. Dichoso aquél, que en sus actividades no necesita temer la competencia de los demás.

La realización del derecho al rendimiento íntegro del trabajo favorece a todos los rendimientos individuales con un aumento proporcional de los rendimientos actuales del trabajo. Éstos se duplicarán tal vez, pero nunca se nivelarán. La igualación de los rendimientos es aspiración comunista. En nuestro caso se trata empero del derecho al rendimiento íntegro del trabajo, determinado por la competencia, por el concurso. Bien es cierto, que como efecto secundario de las innovaciones que deben dar vida real al derecho sobre el rendimiento colectivo íntegro del trabajo, ciertas discrepancias de los rendimientos individuales, que actualmente son enormes, especialmente en el comercio, serán retrotraídas a un nivel más razonable; pero, como ya se ha dicho, se trata meramente de un efecto secundario. El derecho que nosotros queremos realizar no implica la nivelación. Por lo tanto, los trabajadores capaces, laboriosos e industriosos, obtendrán un rendimiento mayor, proporcional al producto, también mayor, de su trabajo. A ello se agrega el aumento general del salario por eliminación del rédito sin trabajo.

Resumen de lo expuesto hasta ahora:

1º. El producto del trabajo, el resultado monetario y el rendimiento no son directamente comparables. No existe para estas tres magnitudes una medida común. La conversión de una a otra, no se realiza por medición sino por contrato comercial.
2º. No es posible demostrar evidentemente si el rendimiento del trabajo de un obrero, individualmente considerado, es íntegro o no.

3º. El rendimiento íntegro del trabajo sólo puede concebirse y medirse como rendimiento colectivo.

4º. El rendimiento íntegro del trabajo de la colectividad impone como condición, la eliminación de todo crédito sin trabajo, es decir del interés del capital y de la renta territorial.

5º. La eliminación completa del interés y de la renta, de la economía social es la prueba fehaciente de la realización del derecho al rendimiento íntegro del trabajo, es decir que el rendimiento colectivo es igual al producto colectivo del trabajo.
6º. Por la eliminación del rédito sin trabajo se elevan, duplican o triplican los rendimientos individuales del trabajo. Una nivelación no se produce o tan sólo en parte. Las diferencias en el producto individual del trabajo se manifiestan íntegramente en el rendimiento del trabajo individual.

7º. Todas las leyes generales de la competencia que determinan el nivel proporcional del rendimiento individual del trabajo quedan subsistentes. Al más capaz, el mayor rendimiento de su trabajo, del que puede disponer libremente.

Actualmente, el rendimiento del trabajo sufre una serie de quitas en forma de renta territorial o intereses del capital. El monto de éstas no se determina, por cierto, arbitrariamente, sino que está supeditado a las condiciones generales del mercado. Cada cual toma todo lo que las condiciones del mercado le permiten tomar.



domingo, 25 de agosto de 2013

El Sindicato




Texto extraído del artículo anónimo "El Sindicalismo y el Anarquismo".


Dicho simplemente, el Sindicato es el instrumento para la defensa de clase. Harto se comprende, además, que el concepto general de clase, desde nuestro punto de vista, no admite más que una: la sujeta a la ley del salario. Si el concepto general no admite más que una sola clase, se deduce fácilmente que en el Sindicato caben todos los asalariados, con tal que lo sean efectivamente, sin distinción de ideas políticas y confesionales, ya que el Sindicato, de derecho, es el instrumento que se desenvuelve en el plano de las luchas económicas, y es en ese plano de convergencia, común a todos los asalariados, donde resulta posible un estado de convivencia inteligente entre los mismos, por más heterogénea que sea la compasión espiritual e ideológica de la colectividad formada por ellos.

La defensa de clase frente a la burguesía, que como clase aparece siempre compacta en la defensa de sus intereses, sólo puede desarrollarse eficazmente mediante la unión del proletariado en un fuerte bloque de oposición; y esa unión no es realizable en ningún caso por una espontánea coincidencia ideológica y siempre por la correlación de los intereses comunes de clase. Primero son los intereses profesionales y económicos el agente único que determina la unión, y luego es la convivencia la que engendra y realiza la coincidencia ideológica; de donde resulta fatalmente que si el Sindicato, de derecho, no es más que un instrumento que se desenvuelve en el plano de las luchas económicas, por la coincidencia ideológica trasciende de hecho en el orden de la lucha político-social. Todo el problema consiste en una cuestión automática que nada ni nadie puede escamotear.

La burguesía sabe perfectamente que su prosperidad económica y su hegemonía político-social dependen de la miseria del proletariado, y es ahora, en la post-guerra, que se comprueba, como predijeran pensadores y economistas, y muy magistralmente Henry George, que a mayor progreso corresponde mayor miseria. La burguesía fuerza el desenvolvimiento del progreso mecánico, e insuficiente éste para el objetivo social perseguido, busca el complemento en la llamada racionalización de la producción, cosas ambas cuya tendencia directa consiste en provocar la concurrencia de brazos y, por consiguiente, la depreciación de los mismos; es decir, el objetivo social perseguido, de que antes hablamos, es éste: crear una reserva de desocupados con el doble fin de obtener la mano de obra barata y de situar al proletariado en estado de indefensión como clase.

Por otra parte, la concentración de las industrias en trusts o la inteligencia de las mismas sobre la base de los denominados cárteles, tiene por finalidad desterrar la concurrencia en los mercados, esto es, evitar las competencias comerciales, dejando vía libre a la iniciativa capitalista en la valorización de los productos, cuyo resultado no será otro, no es ya otro, que el encarecimiento general del costo de la vida.

De forma, pues, que mientras el progreso mecánico y la racionalización de la producción permite al capitalismo obtener la mano de obra barata y retener al proletariado en estado de indefensión como clase, a la vez, por medio de los trusts y cárteles, consigue la facultad de la iniciativa en la valorización de los productos en el mercado. Si la prosperidad económica y la hegemonía político-social de la burguesía dependen de la miseria del proletariado, es indiscutible que la miseria de éste en la presente fase de la evolución capitalista tiene unas perspectivas desoladoras.

Pero simplifiquemos la cuestión hasta reducirla a términos asequibles a las más sencillas inteligencias, ya que éste y no otro es el objeto. La lucha contra el patronato tiene dos trascendencias, una de carácter puramente económico y otra de orden humano. La primera, y en el mejor de los casos, no pasa de ser una conquista ilusoria; cuando en la segunda hay conquista, ella tiene una tangibilidad positiva, practica, y además trae siempre al proletariado ventajas de orden moral de clase, las cuales colocan a aquel en marcha ascendente hacia su emancipación.

Entendámonos. Cuando el proletariado se lanza a la lucha en pos de una conquista económica, esto es, de un aumento en los salarios, la conquista no es más que una ilusión. La burguesía carga sobre la producción el tanto por ciento equivalente al aumento adquirido por la mano de obra, y la consecuencia es lógica: el proletariado ha visto aumentados sus salarios, pero ha visto a la vez, o casi a la vez, aumentar también el coste de la vida. El fenómeno es consubstancial al sistema económico de la sociedad capitalista, y la expresión del fenómeno es cosa fatal e indeclinable. No pasa lo mismo cuando la conquista representa la reducción de jornada u otra mejora que tienda a la humanización de las condiciones de trabajo, ya que entonces, aunque el patronato no descuida nunca buscar la compensación correspondiente a la mejora o mejoras obtenidas por la mano de obra, y la compensación significa siempre recargar los precios de los productos, el proletariado alcanza una cantidad de libertad y de bienestar físico y moral, mas tangibles y positivos que las conquistas económicas, que en ningún caso, o en pocos casos, representan ventaja alguna.

Pero no hay que analizar el problema desde el punto de vista individual solamente, sino también desde el colectivo. Cuando las jornadas eran de diez o más horas diarias de trabajo, el argumento en que se apoyaba la petición de la jornada de trabajo se basaba en la razón, muy humana, por cierto, de que con ello se facilitaría trabajo a los desocupados. Conseguida la jornada de ocho horas, se ha visto que las legiones de desocupados, lejos de desaparecer o disminuir, han aumentado. Nadie niega que la implantación de la jornada de ocho horas fue seguida de un periodo de tiempo en que los desocupados desaparecieron casi en absoluto, pero puede afirmarse que ese periodo no fue mas que una transición necesaria, durante la cual el patronato organizo las industrias para que el exceso de producción creara de nuevo el problema de los desocupados, hay dos maneras de mantener la miseria del proletariado, tan necesaria a los intereses del capitalismo: la reserva de desocupados y la coerción gubernamental. En el grado de eficacia necesaria, esta solo es posible con intermitencias, y por eso la burguesía pone siempre en primer plano la subsistencia del problema de los sin-trabajo, que en la balanza social es el factor constantemente dispuesto a entrar en competencia y a suplantar a los trabajadores predispuestos a las rebeldías reivindicativas.

No esta el mal en una manifestación externa de la organización capitalista: el mal es mas hondo, ya que el implica la medula del sistema social basado en la explotación del hombre por el hombre. Por este motivo la legislación social reguladora de las relaciones entre el capital y el trabajo, todo el intervencionismo del Estado creando institutos, corporaciones, tribunales arbitrales y demás órganos de fomento de la colaboración de clases, no son más que paliativos para desviar la verdadera y eficaz acción de clase del proletariado.

La solución positiva, pues, esta en la destrucción del sistema capitalista. Sin embargo lo dicho, el Sindicato no puede desdeñar el aplicar una parte de sus actividades a la consecución de me joras económicas, y mucho menos a la consecución de reducciones de jornada. No puede desdeñarlo, por cuanto cada una e sus mejoras responde a anteriores imperativos de los determinismos económicos y de la evolución del progreso mecánico. En cada petición de mejoras económicas, el proletariado muévese determinado por el sentimiento de necesidades económicas apremiantes, y lo mismo ocurre en cualquier otro orden de peticiones. Pero constatemos que aun obteniendo el proletariado los mayores triunfos, su situación económico-social es siempre la misma La ventaja moral, imperceptible a simple vista, está en que, generalmente toda petición de mejoras va seguida de lucha, y esta lucha por las cosas inmediatas es una gimnasia que entrena a las masas para la lucha final, aparte de que cada lucha, mayormente si va seguida del triunfo, es una afirmación de la personalidad y del valor social del proletariado.

Esto es, en síntesis, el Sindicato: afirmación de la personalidad y del valor social del proletariado, lo cual, sin el Sindicato, no tiene forma de expresión sino en contadas individualidades, incapaces por sí solas de manumitir a la Humanidad de su esclavitud económico-político-social, y aun para librar al proletariado de las injusticias y aberraciones del capitalismo y el Estado.


lunes, 19 de agosto de 2013

La Hispanidad como Nacionalidad Histórica




El siguiente texto es un fragmento del artículo titulado “La Hispanidad, una identidad histórica”, de José Ramón Molina Fuenzalida, profesor titular de la Universidad Santiago de Chile, publicado en el diario digital chileno El Mercurio, el 13 de octubre de 1998.


Por José Ramón Fuenzalida


“Hispanoamérica ha entregado muchas contribuciones propias y originales a la cultura occidental, manifiestas, por ejemplo, en los valiosos aportes realizados en los ámbitos del arte y de la literatura, que junto a su apreciable producción en los demás campos culturales, han concurrido a configurar en el tiempo un modo hispanoamericano de ser en el mundo occidental (…) La hispanidad define esencialmente nuestra identidad histórica”.

A través de su conquista por España, América se integró efectivamente al curso de la historia universal, dentro del contexto cultural del occidente cristiano. Porque, con la llegada de los españoles, la cultura occidental comenzó a penetrar en la región, dado el hecho determinante de que en aquel tiempo España era nación principal y guía espiritual de occidente. Por lo mismo, el hallazgo del nuevo mundo representó para España, por sobre todas las cosas, la más amplia posibilidad de expansión de la cultura occidental, que se cumplió mediante el proceso de culturización, introduciendo en el continente americano el idioma castellano, la religión católica y los conceptos básicos de su civilización. En efecto, más allá del afán de dominio sobre las nuevas tierras y de la explotación de sus enormes riquezas, a España entonces la inspiró el preclaro propósito de proyectarse históricamente a sí misma allende sus fronteras, expandiendo la presencia de su lengua, de su religión, de sus tradiciones, de sus valores y de sus instituciones en el espíritu virgen de los pueblos amerindios.

América fue conquistada con la espada, pero principalmente con la cruz. La sangre ibérica no despreció a la sangre aborigen, sino que se fundió con ella para fecundar y potenciar a los pueblos hispanoamericanos. España consideró a los indígenas como iguales ante el derecho y les ofreció el orden de principios y fines de la cristiandad. Esta vigorosa inyección de sangre y cultura, producto de la conjunción de conquista y evangelización, fue lo que hizo posible que América pasara culturalmente del pensamiento puramente mítico al pensamiento simbólico, de la anarquía linguística a la unidad idiomática en el castellano, de los signos y caracteres elementales al alfabeto y a la imprenta, de los sacrificios humanos a la fe católica.

La conquista evangelizadora adquirió diversas formas, de acuerdo con las características culturales que originariamente presentaron los distintos pueblos americanos, buscando siempre conciliar los rasgos de la identidad cultural primaria de cada pueblo aborigen con las concepciones de la civilización occidental cristiana que inspiraron la acción de los descubridores. Esta empresa, fundamentalmente colonizadora y misionera, no ignoró ni aniquiló a las culturas autóctonas, sino que, por el contrario, las respetó y cobijó, permitiendo que los pueblos sometidos mantuvieran muchas de sus tradiciones y costumbres, excluyendo naturalmente aquellas que eran irreconciliables con los valores esenciales de la cultura occidental.

Desde entonces, la presencia hispana está tan profundamente arraigada en la sangre, en el alma, en la lengua y en la historia de nuestros pueblos, que la idea misma de América es absolutamente impensable al margen de España. Desde entonces, la unidad cultural de los pueblos hispanoamericanos se funda en una trayectoria común de adscripción inclaudicable a los valores capitales de occidente. Desde entonces, hasta nuestros días, Hispanoamérica ha entregado muchas contribuciones propias y originales a la cultura occidental, manifiestas, por ejemplo, en los valiosos aportes realizados en los ámbitos del arte y de la literatura, que junto a su apreciable producción en los demás campos culturales, han concurrido a configurar en el tiempo un modo hispanoamericano de ser en el mundo occidental, porque, al interior de este último, Iberoamérica no ha sido una entidad pasiva, sino un sujeto histórico activo que ha desarrollado una capacidad creadora situada muy por encima de la disposición puramente asimiladora, tanto que, en la actualidad, occidente resulta difícil de entender en plenitud sin considerar el singular e importante concurso de nuestra América española. Desde entonces, más allá de las distancias físicas y de las diferencias de clima, de población, de progreso o de posiciones políticas circunstanciales, viene forjándose sólidamente una gran comunidad hispanohablante, la comunidad de espíritu y de destino que denominamos hispanidad, que hoy no comprende únicamente la españolidad, sino también la chilenidad, la cubanidad, la argentinidad, la peruanidad, la colombianidad, la mexicanidad y la condición cultural de la totalidad de los pueblos de Hispanoamérica.

Así concebida, la hispanidad se nos revela como una forma de nacionalidad superior, plenamente compatible con la nacionalidad natural de cada uno de nosotros. De tal forma que el Nacionalismo Chileno, como el paraguayo, el venezolano, el uruguayo o el de cualquier otro país hispanoamericano, en su más profundo y amplio sentido, ha de ser además nacionalismos hispánicos, esto es, nacionalismos que reafirmen con orgullo y sin reservas nuestra raza, nuestra lengua y nuestra fe, desplazando las posturas indigenistas y los criollismos estrechos que exaltan errónea y extemporáneamente las ficciones de la leyenda negra. La hispanidad define esencialmente nuestra identidad histórica.

Nacionalismo y Tradición




Por Hermann Gelovich y Julius Évola


1) Tradición y democracia (por Hermann Gelovich)

Es indispensable darse cuenta de esto: que en muchos tradicionalismos de hoy en día pueden verse manifestaciones del espíritu democrático. Ello no es una paradoja: lo que la democracia en sentido restringido es respecto del espacio, suele serlo en ciertos casos la “tradición” respecto del tiempo: un fenómeno esencialmente plebeyo, una expresión del espíritu de masa.

Este pensamiento formulado en el libro de Chesterton Ortodoxia (c. IV) se encuentra expresado en un modo particularmente lúcido: “Yo no puedo separar las dos ideas de tradición y de democracia: me parece evidente que son una misma idea. La tradición no es sino la democracia extendida en el tiempo. Es la confianza en el consentimiento de las voces comunes de la humanidad más que en alguna nota aislada y arbitraria. La tradición puede ser definida como una extensión del derecho político: significa conceder el voto a las más oscuras de todas las clases, a la de nuestros antepasados:  es la democracia de los muertos”.

Tales conceptos son sumamente esclarecedores. De la misma manera que la democracia, tal tradicionalismo tiende a la regresión del individuo en una colectividad que, como bien dice Evola, adquiere aspecto de entidad mística. Así pues es un síntoma de decadencia aun peor de los de dirección opuesta, de corte anárquico e individualista, en contra de los cuáles el mismo pretende reaccionar.

Es así que nos explicamos fácilmente como el tradicionalismo muchas veces se asocie con otro fenómeno por igual plebeyo cual es la pasión nacionalista. Las almas de los pueblos, para mejor volver a disolverlos en aquello que les sirvió de matriz, tienden siempre más a que los seres que forman parte de ellos sientan en el pasado el centro de su propio ser: esto es, en las fuerzas ancestrales. Las mismas reivindican un derecho místico de los muertos. La exaltación de la nación y la de su pasado, de su “tradición”, es muy difícil que marchen separadas.

Este punto es muy importante de fijar en una manera u otra, el tradicionalismo moderno se reduce a un instrumento político. Es muy raro que ello no sea así. El mismo no tiene nada de intelectual, sino que es en cambio anti-intelectual e infra-intelectual. Para darse cuenta de ello basta resaltar que en esta ideología, sí algunas ideas son reivindicadas, ello no es por el hecho de su valor intrínseco de ideas sino en cambio porque las mismas han sido las ideas tradicionales de una determinada raza, nación, patria o pueblo. No se dice sí a una tradición por su conformidad con aquello que es en sí digno de aprobación, sino sólo porque la misma es tradición, nuestra tradición.

La “tradicionalidad” se pone así como un a priori y más aun, con una verdadera distorsión, como criterio absoluto de valor: una idea por el simple hecho de ser tradicional, asume una verdadera y propia aureola mística que tutela su  inviolabilidad e impone hasta un respeto religioso. Bajo la forma de “tradición nacional”, la patria y la nación exigen el primer tributo: es tan sólo en un segundo lugar y en forma subordinada, que las mismas conceden que se pueda también valorar de acuerdo a la verdad, a la intelectualidad, a la realidad: pero muchas veces no se arriba ni siquiera a esto: se pretende que todo ello es en sí abstracción y que no se puede abstraer de los criterios concretos vinculados a la “tradición” y a los intereses de la nación, sea en lo relativo a la verdad, como a la intelectualidad y a la realidad: y se habla de nuestra tradición científica, de nuestra tradición filosófica, de nuestra tradición religiosa y así sucesivamente: en contra de todo lo que no tiene tal carácter de “nuestro” se le opone a la manera de un prejuicio un disvalor de orden espiritual e intelectual o al menos un desinterés sospechoso.

Nos apresuramos a decir que todo esto constituye una perversión del concepto sano y verdadero de tradicionalidad. Pero lamentablemente hoy en día y desde hace tiempo es esta perversión la que se encuentra en auge. Por ello toda apelación que se hace de la tradición debe estar acompañada de una serie numerosa de reservas y de precisiones, que nunca serán excesivas.

Nosotros reputamos en cambio firmemente que en tiempos mejores “tradición” significaba otra cosa muy diferente. En vez de expresar el predominio irracional de un alma colectiva, expresó en cambio el dominio de principios y de seres superiores por encima de la irracionalidad de aquella alma popular. Existe una oposición entre quien manifiesta que el alma es una exhalación y un exponente del cuerpo y quien en cambio afirma que es el cuerpo la expresión simbólica y material de una ley de orden, que la esencia espiritual del alma ha impuesto a las fuerzas de la naturaleza inferior.

En el segundo caso resulta obvio que no haya ningún contraste entre tradicionalidad e intelectualidad, verdad y también individualidad: ser aceptado algo según su valor de verdad y ser tradicional en este caso se convierten en una misma cosa (tal es el plano de la universalidad de las verdaderas tradiciones); de la misma manera que ser verdaderamente individuales y ser tradicionales son también una misma cosa, puesto que la tradición refleja a su manera aquel conjunto de principios, los cuales realizan el orden y el domino sobre la naturaleza inferior: y afuera de ello todo sentido de la individualidad y de la personalidad resulta ilusorio y falaz.

Pero hace ya tiempo que las cosas no se encuentran formuladas de tal manera: tradición e intelectualidad se han convertido en cosas diferentes. La segunda es considerada casi como el lujo de algunas personas que “se encuentran afuera de la realidad”. La primera ha pasado a expresar el derecho que exige una fuerza puramente colectiva, un derecho de masa idéntico al de las democracias. Visto en tal sentido el “tradicionalismo” es un fenómeno totalmente anti-jerárquico, esencialmente anárquico. En efecto jerarquía no quiere decir simplemente subordinación, sino quiere decir subordinación de algo que es de naturaleza inferior a lo que es en cambio superior. La ideología tradicionalista moderna, al exigir que el simple hecho de la “tradicionalidad” y más aun de una particular que se justifica en términos geográficos, étnicos o patrióticos, deba tener preeminencia, o aun simplemente una influencia, sobre el juicio de verdad, de valor y de espiritualidad es por lo tanto anti-jerárquica y anti-tradicional.

2) Nacionalismo y totemismo (por Julius Evola)

El desplazamiento del lo individual hacia lo colectivo es muy fácil de ver como se vincula estrechamente a la reducción de los intereses de los cuales las castas superiores recababan su razón de ser a los que son en cambio propios de las castas inferiores.

En efecto, tan sólo adhiriendo a una actividad libre es el hombre libre. Así pues en los dos símbolos de la pura acción (heroísmo) y del conocimiento puro (contemplación, ascesis), las dos castas superiores abrían al hombre vías de participación en aquel orden supratemporal, por el cual él sólo puede pertenecerse a sí mismo y captar el sentido integral y universal de la personalidad. Al desatender todo interés por tal orden, al concentrarse en fines prácticos y en realizaciones políticas, el hombre se desintegra, y se vuelve a abrir a fuerzas más fuertes que lo arrancan de sí mismo y lo restituyen a las corrientes irracionales y subterráneas de las razas, en tanto que el haber sido capaz de elevarse respecto de las mismas constituyó el esfuerzo principal de toda cultura superior.

El encenderse de la pasión política en una llama acre, vehemente y universal como nunca fuera conocida en tiempos anteriores, en el último momento de la época moderna ha dado el ritmo adecuado para el último derrumbe y ha hecho en modo tal que casi vuelva a tomar vida el demonismo de los tótem de las colectividades primitivas.

La nación, la raza, el Estado, la sociedad asumen de este modo una personalidad mística y exigen de los diferentes sujetos que forman parte de las mismas, una entrega y subordinación incondicionadas, mientras que al mismo tiempo fomentan en el nombre de la “libertad” el odio hacia aquellas individualidades superiores y dominadoras, que antes podían en cambio justificar la ley y la subordinación.

En el nacionalismo suele verse tan sólo el aspecto del particularismo y de la división: en realidad ello se refiere al aspecto más externo. Con respecto a tal punto el nacionalismo expresa en vez y tan sólo, un “espíritu de muchedumbre”, y la incapacidad por superar aquel derecho de la tierra y de la sangre que concierne exclusivamente al aspecto natural y prepersonal del hombre. El individuo que “confiere una especie de personalidad mística al conjunto del cual se siente miembro”, Estado, Patria o Facción, retorna exactamente a la condición del primitivo con respecto al tótem de su clan: y así como el primitivo antes de sentirse individuo se siente grupo, tribu, clan, de la misma manera el hombre hoy tiende a sentirse nación, sociedad, “humanidad”, facción, antes de sentirse como personalidad. Por otro lado, un sistema de determinismos sociales y de elementos, que la educación ha ya constituido como forma mentis congénita, hace en modo tal que toda rebelión sea vana, y que también aquellos que combaten tal tendencia en alguna forma parcial por otro lado continúen a pertenecerle. Extraño resultado éste de la “evolución” y del “progreso”.

3) Universalidad y colectivismo (ibid.)

A tal respecto un punto fundamental es el de distinguir bien entre universalidad y  colectividad. A la manera de Aristóteles podríamos decir que la primera se encuentra respecto de la segunda así como la “forma” lo está en relación a la “materia”, y el “acto” con respecto a la “potencia”. La diferenciación de la sustancia promiscua constituida por las razas y las naciones, y la constitución de seres personales a través de la adhesión a intereses superiores es el caos que se convierte en cosmos y el primer paso de aquello que en sentido eminente y clásico puede decirse cultura. Y cuando la emancipación es completa, cuando el individuo se forma a sí mismo de acuerdo a una ley suya, y se constituye en el orden de principios que no pertenecen más a la naturaleza –es decir a lo temporal, a lo contingente, a aquello que está privado de ser en sí mismo y que por lo tanto se encuentra sujeto a necesidad– y que la dominan, entonces el proceso es completo, y el universal concreto es alcanzado.

Ahora bien todo lo que hemos resaltado en el estado social de hoy en día se encuentra exactamente en la dirección opuesta: un regreso hacia lo colectivo, a través de la pasión política y los intereses materiales en vez que un progreso hacia lo universal. El grupo, la patria, la colectividad, el estado son los que llegan a condicionar al individuo y ello no sólo en cuanto a su ser natural o social, sino también en su espiritualidad, puesto que la política y el “servicio social” hoy se arrogan un derecho moral e incluso religioso y no se limitan a operar con una educación mucho más preocupada en el ente nacional y social que en la persona, sino que pretenden también que el arte, la filosofía, la cultura y hasta la ciencia se nacionalicen y socialicen, dejen de ser formas desinteresadas de actividad y vías de “cultura” para convertirse en miembros dependientes del ente temporal y político.

Así pues aquellas ideologías que –desde la Revolución Francesa y la bolchevique– parecen querer combatir el particularismo de los nacionalismos, en realidad son una extensión del mismo fenómeno involutivo y plebeyo que se encuentra en la base del nacionalismo moderno y para nada representan una tendencia universalista: apuntan a un más vasto conglomerado, a una más vasta colectivización y desintegración en el elemento masa de acuerdo a relaciones que se hacen siempre más impersonales y mecánicas, en oposición con la unidad profunda, viviente y libre que en otros tiempos (India, Roma, Edad Media cristiana) fue dada por la adhesión universal a una tradición de espíritu, de lengua y de cultura, que se ponía por encima de cualquier limitación humana y política.


(La Torre, N.º 3 y 4, marzo y abril de 1930)

jueves, 15 de agosto de 2013

Gustave Le Bon




Por Alain de Benoist


"La masa es siempre intelectualmente inferior al hombre aislado. Pero, desde el punto de vista de los sentimientos y de los actos que los sentimientos provocan, puede, según las circunstancias, ser mejor o peor. Todo depende del modo en que sea sugestionada".

Este diagnóstico pertenece a un hombre que poseía una estatura imponente y un aspecto irónico y severo, figura un poco altanera, frente ancha, ojos penetrantes y barba a la antigua, evocando a los dioses retratados por el Renacimiento. Se llamaba Gustave Le Bon, y nació en 1841, en la villa de Nogent-le-Rotrou, en una familia bretona de larga tradición militar.

Gustave Le Bon (1841-1931) fue condiscípulo de Théodule Ribot (Las enfermedades de la personalidad) y de Henri Poincaré (La ciencia y la hipótesis). Su obra, una de las más importantes de los siglos XIX y XX, está dominada por dos títulos: Psicología de las masas (1895) y La evolución de la materia (1905).

Viajero infatigable, sus primeras expediciones (África del norte, India y Nepal) despiertan su atención. "Me fue evidente al espíritu –relata en su obra sobre Las leyes psicológicas de la evolución de los pueblos (1894)– que cada pueblo posee una constitución mental tan fija como sus caracteres anatómicos, de la que se derivan sus sentimientos, sus pensamientos, sus instituciones, sus creencias y su arte".

Precursor de la psicología social, también se interesa por la etnología y la antropología, la sociología, la filosofía de la historia, la física, la biología, la historia de las civilizaciones y de las doctrinas políticas, la cartografía, y (¿por qué no?) la psicología de los animales, especialmente del caballo, y la equitación.

Hombre de ciencia, vivía en solitario en su apartamento-laboratorio, inventó en 1898 el primer reloj que se daba cuerda a sí mismo, gracias a las variaciones de la temperatura diurna. Poco después demostró la existencia de la radioactividad. Antas que Einstein, también demostró la falsedad del dogma de indestructibilidad de la matera, estableciendo que la materia y la energía no son más que una sola y la misma cosa bajo dos aspectos diferentes (La evolución de la materia).

Dedicada a Théodule Ribot, la publicación de Psicología de las masas provoca un revuelo en los estudios de las mentalidades y consagra a su autor: en 1929 alcanza la edición número 67. La idea central es ésta: cuando se encuentra formando parte de las masas, el hombre individual se convierte en otra persona, en una "célula" cuyo comportamiento deja de ser autónomo, y que se subordina más o menos plenamente al grupo (permanente o pasajero) en el cual él es un simple componente.

La "unidad mental de las masas"

En un prólogo por otra parte sin gran interés, Otto Klineberg, profesor de la Sorbona, recuerda uno de los principios esenciales de la psicología de la forma (Gestalt): el todo es siempre más que la siempre suma de sus elementos.

Como en la teoría de conjuntos, la masa es más que la simple adición de los individuos que la componen. "Es así –escribe Le Bon–, que podemos ver como un jurado dictaría un veredicto que cada uno de los miembros desaprobaría individualmente, a una asamblea parlamentaria adoptar leyes y medidas que rechazarían particularmente cada uno de los miembros que la componen. Por separado, los miembros de la Convención eran unos burgueses pacíficos entregados a sus costumbres rutinarias. Reunidos en masa, bajo la influencia de los cabecillas, enviaban sin pudor a la guillotina a personas manifiestamente inocentes".

La sugestión se exagera cuando es recíproca. La masa criminal que asesinó, el 14 de julio de 1789, a Launay, gobernador de la Bastilla, estaba compuesta por honrados tenderos, boticarios y artesanos. Lo mismo puede decirse de las matronas tricotando su ganchillo que contemplaban el rodar de cabezas en la guillotina, de la noche de San Bartolomé, de los comuneros, de toda suerte de manifestaciones públicas que terminan en orgías de sangre, saqueos y destrucción.

El mismo desbordamiento puede ejercerse en sentido: "la renuncia a todos sus privilegios votada por la nobleza francesa la noche del 9 de agosto de 1789, jamás hubiera sido aceptada por ninguno de sus miembros individualmente".

Puede así ser enunciada una "ley de unidad mental de las masas" caracterizada por "el desvanecimiento de la personalidad consciente y la orientación de los sentimientos y los pensamientos en un único sentido".

"Hemos entrado en la era de las masas –escribe Gustave Le Bon –, que señala las consecuencias de la irrupción (legal) de las masas en la vida política. Consecuencias inquietantes, pues su dominación siempre representa una fase de desórdenes".

El barón Motono, antiguo ministro de asuntos exteriores del Japón, traductor, en 1914, a la lengua nipona de Psicología de las masas, escribió en el prólogo: "Con el progreso de la civilización, las razas, como los individuos de cada raza, tienden a mezclarse y a actuar por sintonía. Se avecinan, pues, tiempos muy peligrosos". Primer rango, "porque él solo es mucho más importante que todos los demás en la determinación de las ideas y las creencias de las masas".

Apreciación que tiene del hecho de que los rasgos del carácter manifestados por las masas, que, siendo regulados por el inconsciente, "poseen la mayor parte de los individuos de una raza". La "masa psicológica" actúa así como desveladora del alma colectiva, en el sentido de Jung: "Lo heterogéneo se sumerge en lo homogéneo, y las cualidades inconscientes dominan".

Así se explica la poca disposición de las acciones de las masas: "Las decisiones de orden general tomadas por una asamblea de hombres distinguidos, pero de especialidades diferentes, no son sensiblemente superiores a las decisiones que pueda tomar una reunión de imbéciles. Solamente pueden asociar, en efecto, las cualidades mediocres que todo el mundo posee. Las masas acumulan no la inteligencia, sino la mediocridad".

Las tradiciones guían a los pueblos. Sólo se modifican las formas exteriores, que dan a las sociedades la ilusión de romper con su pasado. "Una masa latina –anota Le Bon–, por revolucionaria o conservadora que se la suponga, invariablemente apelará, para realizar sus exigencias, a la intervención del Estado. Es siempre centralista y más o menos cesarista. Una masa inglesa o americana, al contrario, no conoce al Estado y no se dirige más que a la iniciativa privada. Una masa francesa tiende ante todo a la igualdad, y una masa inglesa a la libertad. Estas diferencias de raza engendran especies distintas de masas y de naciones". Y precisa: "El conjunto de caracteres comunes impuestos por el medio y la herencia a todos los individuos de un pueblo constituye el alma de ese pueblo".

Las masas son igualmente intolerantes y "femeninas" ("pero las más femeninas de todas –asegura Le Bon– son las masas latinas"). En ellas el instinto siempre prima sobre la razón. Llevadas al primarismo, a los juicios excesivos, no soportan la contradicción. "Siempre dispuestas a sublevarse contra una autoridad débil, se muestran serviles antes una autoridad fuerte".

Hombres de acción

Conocer el arte de impresionar la imaginación de las masas es conocer el arte de gobernar. "Son siempre los lados maravillosos y legendarios de los sucesos los que más las impresionan. Así, los grandes hombres de estado de todas las edades y países, comprendidos los más absolutos déspotas han considerado la imaginación popular como el sostén de su poder".
Napoleón dijo al Consejo de Estado: "Comulgando en público terminé con la guerra de la Vendée; haciéndome pasar por musulmán me establecí en Egipto; con dos o tres declaraciones papistas me ganaré a todos los curas de Italia".

"El hombre puede siempre más de lo cree, pero no sabe siempre lo que cree ni lo que puede". Los dirigentes de masas así lo revelan. Estos dirigentes no son hombres de pensamiento, sino de acción. Son más energía que inteligencia pura. Su empresa toma la forma de un gran deseo que canaliza las voluntades y orienta los instintos.

Las ideas simples son las más seguras para conquistar a las masas, sobre todo las que son ricas en promesas, entre las cuales Le Bon cita "las ideas cristianas de la Edad Media, las ideas democráticas del siglo XVIII, las ideas socialistas del siglo XIX".

Georges Sorel, el autor de Reflexiones sobre la violencia, escribió: "Si la psicología debe ser añadida, algún día, al conjunto de conocimientos que debe poseer un hombre para decirse verdaderamente culto, se deberá a los esfuerzos perseverantes de Gustave Le Bon".


La Psicología de las masas, obra que diez años después de su aparición ya había sido traducida a más de diez idiomas, incluyendo el turco, el japonés y el árabe, anunciaba las grandes convulsiones revolucionarias del siglo XX y los desarrollos más recientes de la guerra psicológica. El oscurantismo durkheimiano, que después colonizaría la sociología francesa, no puede anular este hecho.

miércoles, 14 de agosto de 2013

La Patria Grande




Por Manuel Ugarte


"Mi patria, ¿es acaso el barrio en que vivo, la casa en que me alojo, la habitación en que duermo? ¿No tenemos más bandera que la sombra del campanario? Yo conservo fervorosamente el culto del país en que he nacido, pero mi patria superior es el conjunto de ideas, de recuerdos, de costumbres, de orientaciones y de esperanzas que los hombres del mismo origen, nacidos de la misma revolución, articulan en el mismo continente con la ayuda de la misma lengua."

"Unámonos, unámonos a tiempo; que todos nuestros corazones palpiten como si fueran uno solo y así, unidos, nuestras veinte capitales se trocarán en otros tantos centinelas que, al divisar al orgulloso enemigo, cuando éste les pregunte: ¿quien vive?, les respondan unánimes, con toda la fuerza de los pulmones: la América Latina..."

jueves, 8 de agosto de 2013

¿Puede la Civilización sobrevivir al Capitalismo?




Por Noam Chomsky


Hay Capitalismo y luego el verdadero Capitalismo existente. El término capitalismo se usa comúnmente para referirse al sistema económico de Estados Unidos con intervención sustancial del Estado, que va de subsidios para innovación creativa a la póliza de seguro gubernamental para bancos demasiado-grande-para-fracasar.

El sistema está altamente monopolizado, limitando la dependencia en el mercado cada vez más: En los últimos 20 años el reparto de utilidades de las 200 empresas más grandes se ha elevado enormemente, reporta el académico Robert W. McChesney en su nuevo libro Digital disconnect. Capitalismo es un término usado ahora comúnmente para describir sistemas en los que no hay capitalistas; por ejemplo, el conglomerado-cooperativa Mondragón en la región vasca de España o las empresas cooperativas que se expanden en el norte de Ohio, a menudo con apoyo conservador –ambas son discutidas en un importante trabajo del académico Gar Alperovitz.

Algunos hasta pueden usar el término capitalismo para referirse a la democracia industrial apoyada por John Dewey, filósofo social líder de Estados Unidos, a finales del siglo XIX y principios del XX. Dewey instó a los trabajadores a ser los dueños de su destino industrial y a todas las instituciones a someterse a control público, incluyendo los medios de producción, intercambio, publicidad, transporte y comunicación. A falta de esto, alegaba Dewey, la política seguirá siendo la sombra que los grandes negocios proyectan sobre la sociedad. La democracia truncada que Dewey condenaba ha quedado hecha andrajos en los últimos años. Ahora el control del gobierno se ha concentrado estrechamente en el máximo del índice de ingresos, mientras la gran mayoría de los de abajo han sido virtualmente privados de sus derechos.

El sistema político-económico actual es una forma de plutocracia que diverge fuertemente de la democracia, si por ese concepto nos referimos a los arreglos políticos en los que la norma está influenciada de manera significativa por la voluntad pública. Ha habido serios debates a través de los años sobre si el capitalismo es compatible con la democracia. Si seguimos que la democracia capitalista realmente existe (DCRE, para abreviar), la pregunta es respondida acertadamente: Son radicalmente incompatibles. A mí me parece poco probable que la civilización pueda sobrevivir a la DCRE y la democracia altamente atenuada que conlleva. Pero, ¿podría una democracia que funcione marcar la diferencia? Sigamos el problema inmediato más crítico que enfrenta la civilización: una catástrofe ambiental. Las políticas y actitudes públicas divergen marcadamente, como sucede a menudo bajo la DCRE. La naturaleza de la brecha se examina en varios artículos de la edición actual del Deadalus, periódico de la Academia Americana de Artes y Ciencias.


El investigador Kelly Sims Gallagher descubre que 109 países han promulgado alguna forma de política relacionada con la energía renovable, y 118 países han establecido objetivos para la energía renovable. En contraste, Estados Unidos no ha adoptado ninguna política consistente y estable a escala nacional para apoyar el uso de la energía renovable. No es la opinión pública lo que motiva a la política estadunidense a mantenerse fuera del espectro internacional. Todo lo contrario.

La opinión está mucho más cerca de la norma global que lo que reflejan las políticas del gobierno de Estados Unidos, y apoya mucho más las acciones necesarias para confrontar el probable desastre ambiental pronosticado por un abrumador consenso científico –y uno que no está muy lejano; afectando las vidas de nuestros nietos, muy probablemente. Como reportan Jon A. Krosnik y Bo MacInnis en Daedalus: Inmensas mayorías han favorecido los pasos del gobierno federal para reducir la cantidad de emisiones de gas de efecto invernadero generadas por las compañías productoras de electricidad. En 2006, 86 por ciento de los encuestados favorecieron solicitar a estas compañías o apoyarlas con exención de impuestos para reducir la cantidad de ese gas que emiten…

También en ese año, 87 por ciento favoreció la exención de impuestos a las compañías que producen más electricidad a partir de agua, viento o energía solar. Estas mayorías se mantuvieron entre 2006 y 2010, y de alguna manera después se redujeron. El hecho de que el público esté influenciado por la ciencia es profundamente preocupante para aquellos que dominan la economía y la política de Estado. Una ilustración actual de su preocupación es la enseñanza sobre la ley de mejora ambiental, propuesta a los legisladores de Estado por el Consejo de Intercambio Legislativo Estadunidense (CILE), grupo de cabildeo de fondos corporativos que designa la legislación para cubrir las necesidades del sector corporativo y de riqueza extrema. La Ley CILE manda enseñanza equilibrada de la ciencia del clima en salones de clase K-12. La enseñanza equilibrada es una frase en código que se refiere a enseñar la negación del cambio climático, a equilibrar la corriente de la ciencia del clima. Es análoga a la enseñanza equilibrada apoyada por creacionistas para hacer posible la enseñanza de ciencia de creación en escuelas públicas. La legislación basada en modelos CILE ya ha sido introducida en varios estados.

Desde luego, todo esto se ha revestido en retórica sobre la enseñanza del pensamiento crítico –una gran idea, sin duda, pero es más fácil pensar en buenos ejemplos que en un tema que amenaza nuestra supervivencia y ha sido seleccionado por su importancia en términos de ganancias corporativas. Los reportes de los medios comúnmente presentan controversia entre dos lados sobre el cambio climático. 

Un lado consiste en la abrumadora mayoría de científicos, las academias científicas nacionales a escala mundial, las revistas científicas profesionales y el Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (PICC). Están de acuerdo en que el calentamiento global está sucediendo, que hay un sustancial componente humano, que la situación es seria y tal vez fatal, y que muy pronto, tal vez en décadas, el mundo pueda alcanzar un punto de inflexión donde el proceso escale rápidamente y sea irreversible, con severos efectos sociales y económicos. Es raro encontrar tal consenso en cuestiones científicas complejas. El otro lado consiste en los escépticos, incluyendo unos cuantos científicos respetados –que advierten que es mucho lo que aún se ignora–, lo cual significa que las cosas podrían no estar tan mal como se pensó, o podrían estar peor. 

Fuera del debate artificial hay un grupo mucho mayor de escépticos: científicos del clima altamente reconocidos que ven los reportes regulares del PICC como demasiado conservadores. Y, desafortunadamente, estos científicos han demostrado estar en lo correcto repetidamente. Aparentemente, la campaña de propaganda ha tenido algún efecto en la opinión pública de Estados Unidos, la cual es más escéptica que la norma global. Pero el efecto no es suficientemente significativo como para satisfacer a los señores.

Presumiblemente, esa es la razón por la que los sectores del mundo corporativo han lanzado su ataque sobre el sistema educativo, en un esfuerzo por contrarrestar la peligrosa tendencia pública a prestar atención a las conclusiones de la investigación científica. En la Reunión Invernal del Comité Nacional Republicano (RICNR), hace unas semanas, el gobernador por Luisiana, Bobby Jindal, advirtió a la dirigencia que tenemos que dejar de ser el partido estúpido. Tenemos que dejar de insultar la inteligencia de los votantes.

 Dentro del sistema DCRE es de extrema importancia que nos convirtamos en la nación estúpida, no engañados por la ciencia y la racionalidad, en los intereses de las ganancias a corto plazo de los señores de la economía y del sistema político, y al diablo con las consecuencias. Estos compromisos están profundamente arraigados en las doctrinas de mercado fundamentalistas que se predican dentro del DCRE, aunque se siguen de manera altamente selectiva, para sustentar un Estado poderoso que sirve a la riqueza y al poder.

Las doctrinas oficiales sufren de un número de conocidas ineficiencias de mercado, entre ellas el no tomar en cuenta los efectos en otros en transacciones de mercado. Las consecuencias de estas exterioridades pueden ser sustanciales. La actual crisis financiera es una ilustración. En parte es rastreable a los grandes bancos y firmas de inversión al ignorar el riesgo sistémico –la posibilidad de que todo el sistema pueda colapsar– cuando llevaron a cabo transacciones riesgosas. La catástrofe ambiental es mucho más seria: La externalidad que se está ignorando es el futuro de las especies. Y no hay hacia dónde correr, gorra en mano, para un rescate.

En el futuro los historiadores (si queda alguno) mirarán hacia atrás este curioso espectáculo que tomó forma a principios del siglo XXI. Por primera vez en la historia de la humanidad los humanos están enfrentando el importante prospecto de una severa calamidad como resultado de sus acciones –acciones que están golpeando nuestro prospecto de una supervivencia decente. Esos historiadores observarán que el país más rico y poderoso de la historia, que disfruta de ventajas incomparables, está guiando el esfuerzo para intensificar la probabilidad del desastre. Llevar el esfuerzo para preservar las condiciones en las que nuestros descendientes inmediatos puedan tener una vida decente son las llamadas sociedades primitivas: Primeras naciones, tribus, indígenas, aborígenes. Los países con poblaciones indígenas grandes y de influencia están bien encaminados para preservar el planeta. 

Los países que han llevado a la población indígena a la extinción o extrema marginación se precipitan hacia la destrucción. Por eso Ecuador, con su gran población indígena, está buscando ayuda de los países ricos para que le permitan conservar sus cuantiosas reservas de petróleo bajo tierra, que es donde deben estar. Mientras tanto, Estados Unidos y Canadá están buscando quemar combustibles fósiles, incluyendo las peligrosas arenas bituminosas canadienses, y hacerlo lo más rápido y completo posible, mientras alaban las maravillas de un siglo de (totalmente sin sentido) independencia energética sin mirar de reojo lo que sería el mundo después de este compromiso de autodestrucción. Esta observación generaliza: Alrededor del mundo las sociedades indígenas están luchando para proteger lo que ellos a veces llaman los derechos de la naturaleza, mientras los civilizados y sofisticados se burlan de esta tontería. Esto es exactamente lo opuesto a lo que la racionalidad presagiaría –a menos que sea la forma sesgada de la razón que pasa a través del filtro de DCRE.