jueves, 27 de junio de 2013

El Sol Blanco de Dominique Venner




Por Adriano Erriguel


Toda buena lectura es un diálogo silencioso. Y cuando se repite en el tiempo se convierte en una forma de amistad. El suicidio de un autor al que se consideraba un amigo – aunque sólo lo fuera a través de la lectura – es un hecho que necesariamente conmueve, máxime cuando se trata de un suicidio espectacular y con visos testimoniales.

El historiador y escritor francés Dominique Venner se mató de un disparo en la Catedral de Notre-Dame, el 21 de mayo de 2013. Su trágico final fue inesperado, en cuanto parecía encarnar un tipo humano que, tras haber conocido la vorágine del activismo más turbulento, alcanza un estado de serenidad estoica. Su suicidio resultará también sorprendente para quienes conocieran sus repetidos elogios al ideal griego de mesura.

Las líneas que siguen son un intento personal de comprender el sentido del suicidio – sacrificio oinmolación según sus allegados – del historiador y escritor Dominique Venner. Desde el respeto pero también desde la crítica a los hábitos mentales de toda una cultura política en cuyo contexto, pensamos, su muerte puede intentar explicarse. Se trata también de establecer cierta prevención frente a algunos usos ideológicos a los que esta muerte, de forma casi inevitable, se presta.

Parto de la asunción de que este suicidio no es el acto de un desequilibrado, sino un acto bien meditado a través del cual el autor nos interpela y busca concluir de forma congruente el diálogo que con nosotros había emprendido.Me doy la muerteescribe Venner en su último mensaje – con el fin de despertar las conciencias adormecidas. Me sublevo contra la fatalidad. Me sublevo contra los venenos del alma y contra los deseos individuales que, invadiéndolo todo, destruyen nuestros anclajes identitarios y especialmente la familia, base íntima de nuestra civilización multimilenaria. Al tiempo que defiendo la identidad de todos los pueblos en su propia patria, me sublevo también contra el crimen encaminado a remplazar nuestras poblaciones.

Dominique Venner quiso hacer de su suicidio un acto público. Un acto político. Como tal acto político, éste es analizable sin que ello suponga faltar al respeto a su memoria ni escupir sobre la tumba del difunto. ¿Qué lectura política – o metapolítica–  cabe extraer del suicidio de Venner? 

Aceptemos una premisa: casi ninguna filosofía, religión o ideologíaha defendido nunca que la vida sea un bien a conservar a cualquier precio. Casi todos los sistemas de pensamiento – y excluimos de esa categoría al hedonismo vulgar del “último hombre”– sostienen que hay situaciones o convicciones por las que merece la pena entregarla. Decía Ortega que el valor supremo de la vida está en perderla a tiempo y con gracia, en gastarla como una moneda en defensa de las ideas que conforman nuestra razón de vivir. Pero casi todos los sistemas de pensamiento asumen también que el valor de las ideas consiste en orientarnos por el curso de la vida, no en arrastrarnos hacia la muerte. Las ideas pueden ser peligrosas desde el momento en que, al lado de su uso benigno, pueden prestarse a un uso tóxico. Y de la misma forma en que hay ideologías de vida, hay ideologías de muerte. La línea divisoria entre ambas suele ser la que separa la mesura del fanatismo.

La pregunta es: ¿qué tipo de ideas son las que llevan a un escritor del empaque de Dominique Venner  hacia un suicidio espectacular, frente a un altar y ante miles de personas, sin otra razón aparente que la de escenificar la fuerza de esas ideas? ¿Por qué toda una corriente de pensamiento está dispuesta a aplaudir sin fisuras este comportamiento?
Para responder a estas preguntas es preciso recurrir, a nuestro juicio, a tres niveles de interpretación: el primero se sitúa en un orden simbólico. El segundo en un nivel esencialmente político. El tercero en un plano personal y ético.

Misticismo y política

Hablemos en primer lugar del orden simbólico. En uno de sus últimos escritos Dominique Venner defendía la fórmula: “misticismo ante todo, política después”. Dominique Venner sabía que los símbolos y mitos tienen una importante dimensión política, en cuanto sintetizan visiones del mundo que se inscriben en la larga duración y actúan sobre el inconsciente colectivo. Dominique Venner lamentaba que Europa carezca de “una religión identitaria a la que amarrarse”, y a falta de ella sin duda anhelaba gestos de alto contenido simbólico, gestos que la estremezcan desde los cimientos, gestos que la sacudan de su estado de letargo y que despierten en los europeos la memoria de su identidad.

Pero la gran cuestión consiste en saber cuál es la dosis correcta de misticismo que puede acompañar a una empresa política. Porque la política, si se tiñe por completo de misticismo, deja de ser política y pasa a ser otra cosa. Tampoco conviene olvidar que la función esencial de las religiones no es la de ser o no identitarias  – normalmente lo son – sino la de acercar a los hombres a Dios. Transformar a la política en una parodia de la vida religiosa y a la nación en un sustituto de Dios supone pedirles a la nación y a la política algo que éstas no pueden dar.

Misticismo ante todo”, decía Venner. Pero en política, el misticismo en dosis excesivas puede actuar como un veneno. La política consiste ante todo, ya desde los antiguos griegos, en un ejercicio de racionalidad en aras del bien común. Lo que no equivale a evacuar el espacio de lo simbólico: los ritos deben cumplir una función como elementos de cohesión y de vínculo social, y lo sagrado debe tener su espacio acotado. El problema es cuando lo sagrado desborda ese espacio y la política se tiñe de irracionalidad. Nos encontramos entonces con esas “religiones políticas” – que el propio Dominique Venner describía tan bien –  sobre cuyas consecuencias la historia del siglo XX tanto nos ha enseñado.

Ahora bien, el suicidio de Dominique Venner parece inscribirse en esa irrupción de lo sagrado dentro del campo político,  en una concepción mágica o mítica del hecho político que, mal que les pese a sus defensores, estará casi siempre abocada al fracaso.  La extrema derecha – en realidad todos los extremismos – son un espacio particularmente abonado para que los devotos de las mayúsculas – la Patria, la Raza, la Tradición, el Sacrificio, la Aristocracia – transformen la acción política en un oficio de tinieblas al servicio del Mito. Nos referiremos a una palabra clave del discurso en el que Dominique Venner envolvió su suicidio: la palabra fundación (“ofrezco lo que me queda de vida en una intención de protesta y fundación”).

¿Qué quiere decir? ¿Puede un suicidio ser una fundación? ¿Puede ser un suicidio la promesa de algo? Se trata de un mitologema bien conocido por los estudiosos de la “cultura de derechas” –  título de un libro, ya clásico, del profesor italiano Furio Jesi –: la temática del sacrificio humano “de fundación” como transferencia ritual de la vida por medio de la muerte. Un tema recurrente en los sistemas de creencia tradicionales, y que aparece tanto en las historias relativas a construcciones materiales – el mito del “primer albañil” o arquitecto emparedado en su edificio, un tema en su día estudiado por Mircia Eliade –  como a las espirituales: el sacrificio de víctimas humanas para asegurar el éxito de una operación, o  la duración histórica de una empresa espiritual. Una temática en la que reverberan elementos comunes a las grandes religiones y que culmina en el cristianismo: el Dios que se sacrifica para que la vida renazca. Se trata de un material mítico que fue recuperado con especial énfasis por la cultura política fascista en el período de entreguerras – el caso de la “Guardia de Hierro” rumana es paradigmático – y que conformó toda una mística política que el mencionado Furio Jesi denominaba “Religión de la Muerte”, y que se resumía en la idea de que no se trata tanto de “vencer o morir” como de “vencer muriendo” (Mors Triumphalis).

Perfecto conocedor de la cultura política fascista, Dominique Venner parece haber planeado su muerte desde una asunción consciente de todas esas pautas. Su muerte no se concibe como un suicidio sino como un sacrificio ritual, como unainmolación en la que la víctima propiciatoria asume sobre sí las culpas del mundo o los pecados de la estirpe – en su caso, la decadencia de unos europeos que han dado la espalda a su identidad – y se inviste de una dignidad mesiánica. Su actosacrílego – suicidio perpetrado en un templo católico –  responde a una pauta mítica precisa: la “infracción de la Ley” que, como acto ritual, acelera el advenimiento de una nueva Ley y de un nuevo “Reino”. El Mesías es siempre el supremo infractor. Es aquél que, con su acto sacrílego, purifica el mundo y  abre el camino a la epifanía de la nueva Ley.

La apuesta de Venner es radical: con su sacrificio ritual trata de ofrecerse en mito, de insertarse en el imaginario simbólico, de transformarse en fermento para una movilización de las conciencias. Se trata de un recurso a lo emotivo, a la seducción de las “ideas sin palabras”, al poder invisible de los arquetipos. Con su muerte en un templo de memorias ancestrales Venner simboliza lo que él percibe como el suicidio de Europa, al que él opone su propio suicidio.

Como apuesta místico-política está bien construida. Pero el problema del misticismo político consiste en que, allí donde reside su fuerza, está también su debilidad: si bien opera con extraordinaria eficacia entre la comunidad de los “creyentes”, es percibido normalmente como algo extemporáneo, extravagante o absurdo por la mayoría de la población.

Y ahí están los límites de la apuesta. Los elementos mítico-sacros funcionaban bien en el pasado – principalmente en el ámbito religioso que les era propio – pero en el ámbito político deben ser hoy administrados con extrema prudencia, porque bien sabido es que la línea que separa lo sublime de lo ridículo – o lo sublime de lo patético – es casi imperceptible. Nos guste o no, vivimos en una sociedad  “liquida”, saturada de información y absolutamente desacralizada, en la que el juego político progresa y se define en función, más que de valores, de los intereses inmediatos de una población sometida a un bombardeo incesante de estímulos emocionales y mediático-espectaculares, una sociedad en la que los actos “míticos” de fundación corren el riesgo de disolverse como lágrimas en la lluvia.

La sobredosis de misticismo suele ser un elemento común a casi todos los grupos marginales. Su incapacidad de conectar con el sentir mayoritario se manifiesta en un discurso obsesionado por una mitología propia y que no acaba de centrarse en un análisis objetivo de la realidad. Paradójicamente esa desconexión con el sentir mayoritario funciona como estimulante, puesto que la minoría marginal pasa así a auto-percibirse como una élite por encima de la masa vulgar. Un círculo vicioso que está en el núcleo de casi todos los procesos de radicalización, en los que el culto de los mártires hace impensable cualquier “marcha atrás” que sería percibida como traición a la sangre derramada. No hay secta radical sin su correspondiente martirologio: instrumento de mistificación administrado por los “puros” en su incapacidad de hacer política auténtica. Los mártires como figuras “de culto” veneradas en el marco de una subcultura política. Pongamos el caso que más repetidamente se ha traído a colación en el contexto del suicidio de Venner: el escritor japonés Yukio Mishima.

Que el suicidio ritual del escritor japonés Yukio Mishima fuera percibido por la gran mayoría de sus compatriotas como una patochada sangrienta en nada afecta a su estatus de santo custodio de una cierta cultura de derecha. Tampoco importa, a estos efectos, que el seppuku de Mishima poco tuviera de auténticamente tradicional – las causas del seppuku están rígidamente tasadas y todas se refieren a  situaciones límite que no dejan otra salida honorable – y sí mucho que ver con su ideología literaria y con su fijación narcisista. La figura de Mishima y su tremendismo grandilocuente ofrecen un material mitológico idóneo para alimentar las fantasías de algunos, aunque sea a costa de aumentar su extrañamiento con respecto al sentido común de unos ciudadanos europeos que, absurdo es tener que subrayarlo, bastante poco tienen que ver con samuráis y con seppukus

El “mishimismo” es un ejemplo claro de esa “huida de la realidad” que, desde hace décadas, asola el imaginario cultural de la derecha alternativa europea – otra peste parecida es el “neopaganismo” pseudo-folklórico – y la lanza por los vericuetos del kitschideológico. Pero todo hace pensar que la derecha radical europea se ha autoadministrado otra buena inyección de mishimismo. En su megalomanía Mishima arrastró a un grupo de pobres diablos. En su suicidio, Dominique Venner a nadie comprometió sino a él mismo. Pero aquí nos enfrentamos a una cuestión espinosa. ¿Qué recomendaciones para la acción sacarán algunos de su último gesto?

Las palabras y los hechos

Aquí entramos en un análisis estrictamente político. El gesto de Venner se sitúa en el contexto de una agitación que, bajo el paraguas de la oposición al matrimonio homosexual, ha visto la eclosión en el país vecino de un militantismo inédito, de un militantismo que reacciona frente a la deriva que, desde hace décadas, las élites transnacionales imponen a la nación francesa. Pero Venner, que no era ningún ingenuo, sabía que un “brote verde” no hace verano. Para que la chispa de un Jan Palach o de un bonzo tunecino pueda prender es preciso que la indignación general esté al rojo vivo. Ahora bien, la opinión pública europea sigue instalada en un conformismo dulce y las posiciones defendidas por Venner y sus afines siguen sin calar en la inmensa mayoría.

Es por eso por lo que, en su último escrito, Venner apelaba a una “reforma intelectual y moral” a largo plazo. También vinculaba la lucha contra el “matrimonio para todos” con el combate identitario, invocaba la necesidad de “gestos nuevos, espectaculares y simbólicos” y declaraba que “entramos en un tiempo en que las palabras deben ser autentificadas por los hechos”. Y tras haberlo dicho ya todo, de las entrañas del viejo historiador surgió el joven activista que en el fondo siempre fue, y quemó el único cartucho que le quedaba.

La apuesta de Venner es radical. No tengo ninguna razón para suponer que al escribir esas líneas su autor pensaba en actos necesariamente violentos, pero en el lenguaje de su último gesto algunos podrían entender algo así como “es preciso estar dispuestos, aquí y ahora, al sacrificio máximo”. Esta es una cuestión en la que los administradores de su memoria, de haberlos, deberían realizar un ejercicio de responsabilidad, más allá de la bombástica glorificación del “samurai de occidente” a la que se han entregado algunos. El suicidio de Venner es un triste acontecimiento y una tragedia humana, que si puede tener algún sentido es el de llamar la atención sobre algunos problemas muy reales que atenazan el porvenir de la civilización europea. Pero de ninguna manera debería convertirse en una espiral para la radicalización, ni para empujar hacia el abismo a otras personas o a una corriente de pensamiento.  

Dominique Venner no era ningún tibio. Con un curriculum ya bien cargado en sus años de guerra en Argelia, en la OAS y en las filas de la derecha radical francesa, decidió en los años sesenta retirarse del activismo de primera fila. Con un énfasis pionero sobre la importancia del trabajo cultural contribuyó a poner en marcha un proceso de renovación ideológica que confluyó en lo que comúnmente dio en llamarse la “Nueva derecha”, y que paradójicamente resultó en un abandono sin reservas de los presupuestos neofascistas de la derecha radical, en una apertura a corrientes de pensamiento procedentes de la izquierda y en la búsqueda de vías inéditas. Dominique Venner nunca fue, en sentido estricto, un ideólogo de la “Nueva derecha”, aunque su figura esté indisociablemente unida a los orígenes de este movimiento. Mantuvo siempre una relación de amistad leal y de colaboración puntual con sus protagonistas, y ello a pesar de que sus posicionamientos podían estar, a veces, a considerable distancia. Pero con el suicidio de Venner la Nueva derecha se ha visto revisitada por sus orígenes sulfurosos…

Heroísmo y testimonio

El suicidio de Venner debe finalmente explicarse desde un plano personal y ético: la voluntad de ser consecuente hasta el fin con la idea que se tiene de sí mismo; la decisión de ser dueño del propio destino; la aspiración a la dignidad de una muerte noble para demostrar que hay cosas más importantes que la propia vida. El suicidio de Venner – suicidio testimonial – se afirma desde ese punto de vista comoantinihilista, puesto que es un suicidio de afirmación y no de desesperación. Se trata de una actitud que merece respeto, porque el que la sustentaba demostró que no hablaba en vano. Lo que sí parece discutible es que, en base a todo esto, pueda proponerse el suicidio como un ideal o como un ejemplo ético para la mayoría de los mortales que decide no suicidarse.

El tratamiento que hacía Venner del suicidio en sus últimos escritos me parece la parte más endeble de todo lo relacionado con su trágico final, y no parece sino el preámbulo a una decisión ya tomada de autoeliminarse. En un texto publicado en 2008 y titulado “El sentido de la muerte y de la vida” Venner alineaba una serie de ejemplos de personalidades de la historia europea que voluntariamente pusieron fin a sus días. Se trata de una exaltación del suicidio como poco menos que el gesto sublime que encarna los valores éticos de Occidente. El escrito incurre en distorsiones impropias de un escritor de la finura de Dominique Venner. Por ejemplo, cuando equipara el ansia de los héroes griegos de una vida corta e intensa al deseo de una muerte voluntaria, o cuando enumera una serie de casos en los que los suicidios eran, en realidad, consecuencia de situaciones límite más que de un imperativo ético. También hay casos de lógica parcial y poco clara. Por ejemplo: los suicidios de Drieu la Rochelle – acorralado por su condición de colaboracionista con los nazis – y  de Henry de Montherlant  – deprimido por su ceguera inminente – son heroicos y ejemplares, pero los  suicidios de Stefan Zweig y de su esposa – asqueados por la devastación de Europa en la segunda guerra mundial –  no son ni heroicos ni ejemplares…

Otro concepto que se suele utilizar en la glorificación “derechista” del suicidio es la idea del heroísmo. Pero se olvida aquí que ya en el paganismo antiguo el heroísmo es un rasgo que brota de forma espontánea, que el héroe nunca se propone a sí mismo como modelo ni como ejemplo, y que no es el héroe el que está moralmente pendiente de los otros, sino los otros del héroe. Los límites del heroísmo están en lahubris y pasado ese límite entramos en el terreno de la arbitrariedad y de la egolatría, dos faltas contra la mesura por las que se incurría en la ira de los dioses. De la misma forma discurre la Iglesia católica, cuando a la vez que exalta a los mártires condena la búsqueda voluntaria del martirio. Lo que responde a una sabiduría profunda: hay conceptos, en sí positivos, que pueden derivar en una mitomanía de efectos letales. Un fenómeno no extraño en otros universos culturales, como es el caso de las estrellas del rock que se autodestruyen – el suicidio a los 23 años de Ian Curtis, vocalista de Joy Division, es un ejemplo  – para conformar su imagen al mito del poeta maldito que muere joven.

La fijación peculiar con la idea del suicidio es explicable en el ámbito de una “cultura de derecha” que se ve atraída por el gesto prometeico de quien decide su destino y tiene la última palabra. Una cultura de derecha particularmente sensible al romanticismo de las batallas perdidas, a la estética del “bello gesto” y a la épica de la derrota. El sol blanco de los vencidos, título del libro que Dominique Venner consagró a la epopeya sudista en la guerra de secesión. Fuera del ámbito de esa cultura todo este lenguaje puede resultar un tanto extraño y difícilmente comprensible. 

Pero incluso desde esa misma “cultura de derecha” no siempre tiene por qué ser así. Si al suicida se le suele presuponer el valor – especialmente al suicida que sí cree en la otra vida, como nos deja bien claro el monólogo de Hamlet – no se entiende por qué el mantenerse en pie hasta que el destino lo quiera, en circunstancias casi intolerables, sería una actitud menos heroica. Napoleón, que tenía buenas razones para suicidarse después de Waterloo, comparaba el suicidio con la deserción. Y desde una concepción trascendente de la existencia, que es la propia también de la derecha, la vida se considera como un don que es preciso administrar con responsabilidad. En su testamento José Antonio Primo de Rivera rehusaba atribuirse la póstuma reputación de héroe, y escribía: “Para mí (...) hubiera sido monstruoso y falso entregar sin defensa una vida que aún pudiera ser útil y que no me concedió Dios para que la quemara en holocausto a la vanidad como un castillo de fuegos artificiales.

Nunca sabremos a ciencia cierta qué es lo que pasaba por la cabeza de Dominique Venner. Preferiría pensar que se suicidó porque las palabras le resultaban impotentes para expresar lo que sentía, y decidió mezclar la tinta con la sangre. Preferiría pensar que se suicidó simplemente porque ya no soportaba más ver lo que veía. Ese es un motivo comprensible, desprovisto además de toda veleidad mesiánica. Dominique Venner se habría suicidado –señalaba Alain de Benoist en su homenaje póstumo – porque ya no soportaba más tener que asistir al suicidio de esa Europa a la que él tanto amaba, asistir a cómo Europa sale de la historia, sin memoria, sin identidad, sin grandeza, vaciada de esa energía de la que durante tantos siglos había dado prueba. 

¿Se equivocó Dominique Venner? La pregunta carece de sentido, porque no nos movemos aquí en el reino de la utilidad. Puedo, sí, criticar el contexto ideológico que rodea a su gesto. Puedo criticar el uso mitómano que algunos harán del mismo. Pero no puedo discutir su dignidad interior ni la coherencia que demostró al vivir y morir como pensaba.

Dominique Venner se quitó la vida en un templo cristiano. Una profanación sí, pero que merece un respeto. Algo que nunca podrá decirse de  la profanación diaria que ese templo padece por una horda de turistas. Sólo Dios juzga, ésa es la mejor actitud cristiana. Tal vez por eso las autoridades religiosas francesas han guardado silencio. Él hizo lo que hizo, y cuando lo hizo, porque seguramente consideró que es lo mejor que podía hacer en defensa de todo aquello en lo que creía. Lo dio todo, sin reservas, a lo largo de toda su vida. Es mucho más de lo que puede decirse de gran parte de los mortales. No sé si su suicidio estuvo dictado por el sentido del honor, como se ha dicho. Pero sí creo que fue, ante todo y sobre todo, un suicidio por amor. Y como decía Nietzsche, todo lo que se hace por amor está más allá del bien y del mal

El mejor homenaje que se le puede hacer es continuar leyéndole.

Lo que nunca muere

Dominique Venner nunca fue, ni pretendió serlo, un historiador académico. Pero sí fue un excelente escritor de historia. Su estilo combinaba la amplitud de perspectiva, la elegancia de la fórmula y la pasión de quien es consciente de que la historia no es el resultado de rígidos determinismos, sino el territorio de la libertad y del imprevisto. Sus páginas vibrantes nos trasmiten el pálpito de los seres de carne y hueso que nos han precedido, y nos comunican la certeza de que aquellos éramos nosotros.

Dominique Venner era un historiador con un enfoque, que nunca ocultaba. Pero no hay en sus páginas asomo de sectarismo alguno. Siempre estaba dispuesto a reconocer la grandeza de espíritu y la excelencia, allí donde ésta se encontrara. A él le es aplicable lo que Borges decía de Spengler: “sus varoniles páginas no se contaminaron nunca del odio peculiar de esos años”. No perseguía la acumulación de conocimiento, sino la obtención de sabiduría. Todas sus páginas y ensayos de historia, traten de lo que traten, nos hablan en realidad de algo más. Frente a la frialdad de la parafernalia científica – que tantas veces sólo encubre interpretaciones sesgadas – Dominique Venner restituía a la historia su verdadera condición de arte, y se revelaba como un historiador meditativo en el sentido más noble, en el de aquél que sabe que la historia es maestra de la vida. Sus libros y las publicaciones que dirigió no caducarán jamás, y permanecerán  vigentes como un homenaje a un mundo que ya no es el nuestro.

Si continuamos leyéndole, de sus páginas tal vez extraigamos alguna inspiración. Y también ese mensaje de esperanza que él siempre repetía: nada hay decidido de antemano; los hombres son los dueños de su destino; la historia hace a los hombres, pero la voluntad de los hombres hace a la historia; la historia siempre está abierta. Y ojala nunca tengamos que aplicarle a Europa las palabras con las que él cerraba su libro El sol blanco de los vencidos:

“Nostalgia de un mundo que debía desaparecer, de un mundo irremediablemente condenado, pero sobre el que no se cesa de soñar como se sueña con un paraíso perdido. Porque si el Sur está muerto, siempre continuará viviendo en el corazón de los hombres generosos.” 


martes, 25 de junio de 2013

Pedagogía del Oprimido




Por Paulo Freire


Las páginas que aparecen a continuación y que proponemos como una introducción a la pedagogía del oprimido son el resultado de nuestras observaciones en estos tres años de exilio. Observaciones que se unen a las que hiciéramos en Brasil, en los varios sectores en que tuvimos la oportunidad de desarrollar actividades educativas.

Uno de los aspectos que observamos, sea en los cursos de capacitación que hemos realizado y en los cuales analizamos el papel de la concienciación, sea en la aplicación misma de una educación liberadora es el del “miedo a la libertad”, al que haremos referencia en el primer capítulo de este ensayo.

No son pocas las veces en que los participantes de estos cursos, en una actitud con la que manifiestan su “miedo a la libertad”, se refieren a lo que denominan el “peligro de la concienciación”. “La conciencia crítica, señalan, es anárquica.” A lo que otros añaden: “¿No podrá la conciencia crítica conducir al desorden? Por otra parte, existen quienes señalan: “¿Por qué negarlo? Yo temía a la libertad. Ya no la temo.”

En una oportunidad en que participaba un hombre que había sido obrero durante largo tiempo, se estableció una de estas discusiones en la que se afirmaba lo “peligroso de la conciencia crítica”. En lo más arduo de la discusión, este hombre señaló: “Quizás sea yo, entre los señores, el único de origen obrero. 

No puedo decir que haya entendido todas las palabras que aquí fueron expresadas, pero si hay una cosa que puedo afirmar: llegué a este curso como un ser ingenuo y, descubriéndome como tal, empecé a tomarme crítico. Sin embargo, este descubrimiento ni me hizo fanático ni me da tampoco la sensación de desmoronamiento”. En esa oportunidad, se discutía sobre la posibilidad de que una situación de injusticia existencial, concreta, pudiera conducir a los hombres concienciados por ella a un “fanatismo destructivo”, o a una sensación de desmoronamiento total del mundo en que éstos se encontraban.

La duda, así definida, lleva implícita una afirmación que no siempre explica quién teme a la libertad: “Es mejor que la situación concreta de injusticia no se transforme en un 'percibido' claro en la conciencia de quienes la padecen”.

Sin embargo, la verdad es que no es la concienciación la que puede conducir al pueblo a “fanatismos destructivos”. Por el contrario, al posibilitar ésta la inserción de los hombres en el proceso histórico, como sujetos, evita los fanatismos y los inscribe en la búsqueda de su afirmación.

“Si la toma de conciencia abre camino a la expresión de las insatisfacciones sociales, se debe a que éstas son componentes reales de una situación de opresión.”[1]

El miedo a la libertad, del que, necesariamente, no tiene conciencia quien lo padece, lo lleva a ver lo que no existe. En el fondo, quien teme a la libertad se refugia en la “seguridad vital”, para usar la expresión de Hegel, prefiriéndola a la “libertad arriesgada”[2]

Son pocos, sin embargo, quienes manifiestan explícitamente este recelo a la libertad. Su tendencia es camuflarlo en un juego mafioso aunque a veces inconsciente. Un juego engañoso de palabras en el que aparece o pretende aparecer como quien defiende la libertad y no como quien la teme.

Sus dudas y preocupaciones adquieren, así, un aire de profunda seriedad. Seriedad de quien fuese celador de la libertad. Libertad que se confunde con el mantenimiento del statu quo. De ahí que, si la concienciación implica poner en tela de juicio el statu quo, amenaza entonces la libertad.

Las afirmaciones sostenidas a lo largo de este ensayo, desposeídas de todo carácter dogmático, no son fruto de meros devaneos intelectuales ni el solo resultado de lecturas, por interesantes que éstas fueran. Nuestras afirmaciones se sustentan siempre sobre situaciones concretas. Expresan las reacciones de proletarios urbanos, campesinos y hombres de clase media a los que hemos venido observando, directa o indirectamente, a lo largo de nuestro trabajo educativo. Nuestra intención es la de continuar con dichas observaciones a fin de ratificar o rectificar, en estudios posteriores, puntos analizados en este ensayo introductorio.
Ensayo que probablemente provocará en algunos de sus posibles lectores, reacciones sectarias.

Entre ellos habrá muchos que no ultrapasarán, tal vez, las primeras páginas. Unos, por considerar nuestra posición frente al problema de la liberación de los hombres como una posición más, de carácter idealista, cuando no un verbalismo reaccionario.

Verbalismo de quien se “pierde” hablando de vocación ontológica, amor, diálogo, esperanza, humildad o simpatía. Otros por no querer o no poder aceptar las críticas y la denuncia de la situación opresora en la que los opresores se “gratifican”.

De ahí que éste sea, aun con las deficiencias propias de un ensayo aproximativo, un trabajo para hombres radicales. Estos, aunque discordando en parte a en su totalidad de nuestras posiciones, podrán llegar al fin de este ensayo. Sin embargo, en la medida en que asuman, sectariamente, posiciones cerradas, “irracionales”, rechazarán el dialogo que pretendemos establecer a través de este libro.

La sectarización es siempre castradora por el fanatismo que la nutre. La radicalización, por el contrario, es siempre creadora, dada la criticidad que la alimenta. En tanto la sectarización es mítica, y por ende alienante, la radicalización es crítica y, por ende, liberadora. Liberadora ya que, al implicar el enraizamiento de los hombres en la opción realizada, los compromete cada vez más en el esfuerzo de transformación de la realidad concreta, objetiva. La sectarización en tanto mítica es irracional y transforma la realidad en algo falso que, así, no puede ser transformada.

La inicie quien la inicie, la sectarización es un obstáculo para la emancipación de los hombres.
Es doloroso observar que no siempre el sectarismo de derecha provoca el surgimiento de su contrario, cual es la radicalización del revolucionario. No son pocos los revolucionarios que se transforman en reaccionarios por la sectarización en que se dejen caer, al responder a la sectarización derechista.

No queremos decir con esto, y lo dejamos claro en el ensayo anterior, que el radical se transforme en un dócil objeto de la dominación. Precisamente por estar inserto, como un hombre radical, en un proceso de liberación, no puede enfrentarse pasivamente a la violencia del dominador.

Por otro lado, el radical jamás será un subjetivista. Para él, el aspecto subjetivo encarna en una unidad dialéctica con la dimensión objetiva de la propia idea, vale decir, con los contenidos concretos de la realidad sobre la que ejerce el acto cognoscente. Subjetividad y objetividad se encuentran, de este modo, en aquella unidad dialéctica de la que resulta un conocer solidario con el actuar y viceversa. Es, precisamente, esta unidad dialéctica la que genera un pensamiento y una acción correctos en y sobre la realidad para su transformación.
Ha sectario, cualquiera que sea la opción que lo orienta, no percibe, no puede percibir o percibe erradamente, en su “irracionalidad” cegadora, la dinámica de la realidad.

Esta es la razón por la cual un reaccionario de derecha, por ejemplo, al que denominamos “sectario de nacimiento” en nuestro ensayo anterior, pretende frenar el proceso, “domesticar” el tiempo y, consecuentemente, a los hombres. Esta es también la razón por la cual al sectarizarse el hombre de izquierda se equivoca absolutamente en su interpretación “dialéctica” de la realidad, de la historia, dejándose caer en posiciones fundamentalmente fatalistas. Se distinguen en la medida en que el primero pretende “domesticar” el presente para que, en la mejor de las hipótesis, el futuro repita el presente “domesticado”, y el segundo transforma el futuro en algo preestablecido, en una especie de hado, de sino o destino irremediable. 

En tanto para el primero el hoy, ligado al pasado, es algo dado e inmutable, para el segundo el mañana es algo dado de antemano, inexorablemente prefijado. Ambos se transforman en reaccionarios ya que, a partir de, su falsa visión de la historia, desarrollan, unos y otros, formas de acción que niegan la libertad.

El hecho de concebir unos el presente “bien comportado” y otros el futuro predeterminado, no significa necesariamente que se transformen en espectadores, que crucen los brazos, el primero esperando con ello el mantenimiento del presente, una especie de retorno al pasado, y el segundo a la espera de que se instaure un futuro ya “conocido”.

Por el contrario, cerrándose en un “círculo de seguridad” del cual no pueden salir, ambos establecen su verdad. Verdad que no es aquella de los hombres en la lucha por construir el futuro, corriendo los riesgos propios de esta construcción. No es la verdad de los hombres que luchan y aprenden, los unos con los otros, a edificar este futuro que aún no está dado, como si fuera el destino, como si debiera ser recibido por los hombres y no creado por ellos.

En ambos casos la sectarización es reaccionaria, porque unos y otros se apropian del tiempo y, sintiéndose propietarios del saber, acaban sin el pueblo que no es sino una forma de estar contra él.

En lo que se refiere al sectario de derecha, cerrándose en “su” verdad, no hace sino lo que le es propio. Por el contrario el hombre de izquierda que se sectariza y encierra, es la negación de si mismo y pierde su razón de ser.

Uno en la posición que le es propia; el otro en la que lo niega, girando ambos en torno a “su” verdad, sintiéndose avalados por .su seguridad, frente a cualquier cuestionamiento. De ahí que les sea necesario considerar como una mentira todo lo que no sea su verdad.

El hombre radical, comprometido con la liberación de los hombres, no se deja prender en “círculos de seguridad” en los cuales aprisiona también la realidad. Por el contrario, es tanto más radical cuanto más se inserta en esta realidad para, a fin de conocerla mejor, transformarla mejor.

No teme enfrentar, no teme escuchar, no teme el descubrimiento del mundo. No teme el encuentro con el pueblo. No teme el diálogo con él, de lo que resulta un saber cada vez mayor de ambos. No se siente dueño del tiempo, ni dueño de los hombres, ni liberador de los oprimidos. Se compromete con ellos, en el tiempo, para luchar con ellos por la liberación de ambos.

Si, como afirmáramos, la sectarización es lo propio del reaccionario, la radicalización es lo propio del revolucionario. De ahí que la pedagogía del oprimido, que implica una tarea radical, y cuyas líneas introductorias intentamos presentar en este ensayo, implica también que la lectura misma de este libro no pueda ser desarrollada por sectarios.

Deseo terminar estas “Primeras Palabras” expresando nuestro agradecimiento a Elza, nuestra primera lectora, por su comprensión y su estimulo constante a nuestro trabajo, que es también suyo. Agradecimientos que extendemos a Almino Affonso, Ernani M. Fiori, Flavio Toledo, Joáo Zacariotti, José Luis Fiori, Marcela Gajardo, Paulo de Tarso Santos, Plinio Sampaio y Wilson Cantoni, por las críticas que hicieran a nuestro trabajo. Los vacíos y errores en que hayamos podido incurrir continúan siendo, sin embargo, de nuestra exclusiva responsabilidad. Agradecemos, asimismo, a Silvia Peirano por la dedicación y cariño con que dactilografió nuestros manuscritos.

Finalmente, con respecto a Marcela Gajardo y José Luis Fiori, nos es grato declarar que ellos vienen siendo, en nuestra vida de educador, el mejor testimonio de la tesis que defendemos en este libro, la de que educadores y educandos, en la educación como práctica de la libertad, son simultáneamente educadores y educandos los unos de los otros. De ellos he sido muchas veces, además de educador, un buen educando a lo largo del trabajo que juntos hemos desarrollado en CHILE.


miércoles, 19 de junio de 2013

¿Qué es la Revolución?




Por el Emboscado


Revolución es, etimológica y realmente, “re-volver”, regresar a los orígenes. Significa una ruptura con la esencia del presente y su naturaleza decadente, para completar su ciclo y dar lugar a un nuevo comienzo.

La revolución, por medio de la inversión, acelera el proceso de decadencia para darle fin, y así, cerrar el ciclo. La agudización del carácter disolvente y decadente del presente conlleva, por efecto de acumulación cuantitativa, un salto de nivel que constituye un cambio cualitativo en la realidad. La revolución conlleva la precipitación de la realidad hasta el punto catártico que señala el paso revolucionario cíclico.

Definida en términos de Tradición, la vuelta a los orígenes que implica la revolución es, sencillamente, dotar a la Verdad, como valor supremo y trascendente, de plena vigencia implantándose como referente estable y permanente sobre el cual se funda el orden en la tierra.

La Verdad, como principio trascendente e ideal del que todo procede y al que todo retorna, es restaurada como fundamento sobre el que pasa a basarse el orden que instaura. Es el soporte espiritual del que se recaban aquellos valores y leyes eternas sobre los que se organiza el mundo humano, cuyo carácter no humano los hace válidos para todo tiempo y lugar, siendo, por tanto, universales.

La revolución es, en definitiva, el retorno a la Verdad que, como origen, pasa a ser el referente y el soporte del nuevo comienzo al que se da lugar. Se produce una ruptura ontológica con el presente al finalizar un ciclo e iniciar otro, lo que conlleva la transformación del mundo y la sustitución del antiguo hombre por elhombre nuevo.

Sin embargo, la modernidad ha definido la revolución en términos de subversión, es decir, como contra-revolución que se esfuerza en mantener la esencia del presente a través de la renovación de sus formas. La ruptura con las formas del presente y del pasado no conlleva, en ningún caso, una destrucción de la esencia del presente, marcado por la modernidad como categoría mental y espiritual, conservándose y manifestándose bajo formas distintas.

La subversión tiende a parar el verdadero proceso revolucionario que pueda cerrar el ciclo para abrir uno nuevo. La decadencia, alienación y disolución consustanciales a la modernidad se perpetúan cristalizándose bajo formas nuevas a través de las que continua manifestándose. Las hondas subversivas se suceden progresivamente sin que se produzcan cambios sustanciales en la realidad. Así, las “revoluciones” modernas, definidas por su carácter subversivo, han contribuido a la conservación y mantenimiento de la esencia del presente agotándose en sí mismas y, por tanto, exigiendo su constante sucesión para la renovación de ese mismo presente que se esfuerzan en conservar.

Por otra parte, y en oposición clara a la revolución definida en términos de Tradición, se encuentra la conservación y todas sus variantes conservaduristas que se afanan por mantener y defender las estructuras del pasado, formas que han sido superadas y que no son más que reductos vacíos carentes de contenido, fórmulas obsoletas que el tiempo ha terminado reduciendo a polvo. Se trata de mantener formas, tanto políticas y sociales como religiosas y culturales, que son inútiles y que se perpetúan en estériles simulacros. Dentro del actual ciclo, tanto la subversión como la conservación resultan ser funcionales la una con la otra, contribuyendo en ambos casos, aunque de forma diferente, a mantener la esencia del presente.

El presente, marcado por la impronta de la modernidad, conlleva un estado de cosas que únicamente aspira a perpetuarse. Su más acabada expresión la ha adoptado con la actual globalización, claro reflejo del carácter depredador y expansivo del capitalismo, que no sólo somete a esclavitud a las masas del tercer y cuarto mundo con su explotación económica, sino que también esclaviza la mente y el corazón de las sociedades del primer mundo, teledirigidas por la publicidad que les induce necesidades artificiales para encadenarlas a la rueda del consumo.

El hombre moderno se encuentra entregado a lo efímero, de ahí que lleve una forma de vida disolvente y caduca. Sumido en un caos pulsional fruto de la cultura consumista, se ve abocado permanentemente a asumir como propios los estereotipos y clichés que la publicidad genera y transmite. Todo ello contribuye a agravar más aún su desorientación y su desprogramación psicológica, convirtiéndose en un esclavo del consumo, obsesionado con un estilo de vida promovido por los ideales comerciales y la publicidad de las grandes corporaciones y multinacionales. Es así como el hombre ve reducida su existencia a la condición de un número en las estadísticas comerciales de las grandes compañías.

A esto se suma la homogeneización de la sociedad a través de su igualación interior impuesta por el mercado, la cual se hace efectiva con la venta y consumo de una variada y heterogénea cantidad de productos distintos pero esencialmente unitarios, los cuales imponen un mismo y único estilo de vida que refleja, bajo formas aparentemente distintas pero esencialmente idénticas, una misma y única mentalidad.

La ausencia de referentes empuja al hombre hacia el relativismo y el subjetivismo, que lo sumerge en la más completa desorientación en la que todas las ideas valen lo mismo. Ante la ausencia de referentes universalmente válidos, se mantiene un estado de cosas caótico y disolvente, en el que el hombre es alienado al prevalecer en su interior un permanente estado de contradicción, el mismo que se refleja ulteriormente a nivel social.

La revolución empuja aquello que está cayendo, lleva hasta su punto álgido el proceso disolvente actual a través de su aceleración para, mediante su inversión, poner fin a esta fase del ciclo en curso y establecer un nuevo comienzo. Pero ese nuevo comienzo no puede darse sin el triunfo de la Verdad como principio inspirador y organizador del hombre nuevo y, consecuentemente, del mundo venidero.

Así pues, el futuro no es laico. El triunfo de la Verdad constituye la realización en el mundo humano del orden divino. La cuestión central reside, entonces, en cómo realizar dicho principio, o más bien, bajo qué forma tradicional ha de plasmarse dicho principio que ha de regir el mundo. Aquí es donde comienza la labor del militante con la búsqueda y selección de aquellas formas tradicionales aún operativas que hagan posible el triunfo de la Verdad y la reintegración del hombre en ese orden divino.


domingo, 16 de junio de 2013

La Acción Colectiva







Por el Emboscado


La Acción Colectiva, a diferencia de lo que pudiera pensarse, no surge de la necesidad de la gente ni tampoco de la desorganización de sus sociedades, sino por el contrario como consecuencia de la aparición de ciertos incentivos y oportunidades políticas para los movimientos sociales.

Se distinguen, entonces, dos escuelas que abordan la acción colectiva de los movimientos sociales, por un lado la escuela americana y por otro la de Europa occidental. En la primera se busca una explicación de la acción colectiva a partir de la disposición y la actitud de los ciudadanos individuales; la escuela europea, por el contrario, hace hincapié en la búsqueda de una explicación por medio de los factores estructurales. Así, estas escuelas abordan el “cómo” y el “porqué” de la acción colectiva, pero no el cuándo.

A este respecto, sobre cuándo se produce la acción colectiva, Sidney Tarrow destaca los ciclos económicos y los finales de las guerras como un primer factor explicativo. Por un lado se encontraría la depresión económica que generó durante los años 30 del s. XX una serie de movimientos sociales en Europa y EE.UU., en el que el acceso al poder de administraciones reformistas generaría un incremento de la acción colectiva. Al mismo tiempo Tarrow destaca que en los períodos de bonanza económica se incrementa también la acción colectiva debido a las exigencias de los trabajadores por un aumento de salarios, mejora de las condiciones de trabajo, etc…

Asimismo, según Tarrow, la dimensión de las oportunidades políticas resulta fundamental para entender y explicar cuándo surge la acción colectiva. De este modo, el concepto de estructura de oportunidades políticas ayuda a comprender el motivo por el cual los movimientos sociales adoptan una significativa capacidad de presión contra las autoridades pero que luego pierden a pesar de sus esfuerzos.

Dentro de esta estructura de oportunidades se encuentran: la apertura del acceso a la participación, los cambios en los alineamientos de los gobiernos, la disponibilidad de aliados influyentes y las divisiones entre las elites.

El acceso a la participación es un importante incentivo para la acción colectiva, así, cuando se abre esta oportunidad es habitual que entre los descontentos se abra paso a una serie de protestas y reivindicaciones. En otro lugar, los alineamientos inestables producirían la acción colectiva en tanto en cuanto la existencia de nuevas coaliciones de gobierno en las democracias liberales generan cierta incertidumbre entre los seguidores, y esto propiciaría en gran medida a fomentar la acción colectiva.

La existencia de aliados influyentes anima la acción colectiva, ya que estos pueden actuar como amigos en tribunales, garantes contra la represión o como negociadores aceptables. Es un factor importante que explica la acción colectiva, ya que en gran medida determinan el éxito o el fracaso de los grupos. Suelen suponer un importante recurso externo del que se sirven actores sociales carentes de recursos.

Finalmente, la existencia de elites divididas suponen un factor que anima a los grupos no representados a iniciar acciones colectivas. Estas divisiones y conflictos internos en las elites generan realineamientos políticos, induciendo a elites insatisfechas a buscar apoyos fuera. La combinación de facciones minoritarias de la elite junto con la alianza con elementos exteriores, produce una presión interior que crea incentivos para el cambio político e institucional.

sábado, 15 de junio de 2013

La diferenciación de Amigos y Enemigos como Criterio de lo Político




Por Carl Schmitt


Una definición conceptual de lo político puede obtenerse sólo mediante el descubrimiento y la verificación de categorías específicamente políticas. De hecho, lo político tiene sus propios criterios que se manifiestan de un modo particular frente a las diferentes áreas específicas relativamente independientes del pensamiento y del accionar humanos, en especial frente a lo moral, lo estético y lo económico. Por ello lo político debe residir en sus propias, últimas, diferenciaciones, con las cuales se puede relacionar todo accionar que sea político en un sentido específico. Supongamos que, en el área de lo moral las diferenciaciones últimas están dadas por el bien y el mal; que en lo estético lo están por la belleza y la fealdad; que lo estén por lo útil y lo perjudicial en lo económico o bien, por ejemplo, por lo rentable y lo no-rentable. 

La cuestión que se plantea a partir de aquí es la de si hay — y si la hay, en qué consiste — una diferenciación especial, autónoma y por ello explícita sin más y por si misma, que constituya un sencillo criterio de lo político y que no sea de la misma especie que las diferenciaciones anteriores ni análoga a ellas.

La diferenciación específicamente política, con la cual se pueden relacionar los actos y las motivaciones políticas, es la diferenciación entre el amigo y el enemigo. Esta diferenciación ofrece una definición conceptual, entendida en el sentido de un criterio y no como una definición exhaustiva ni como una expresión de contenidos. En la medida en que no es derivable de otros criterios, representa para lo político el mismo criterio relativamente autónomo de otras contraposiciones tales como el bien y el mal en lo moral; lo bello y lo feo en lo estético, etc. 

En todo caso es autónomo, no por constituir un nueva y propia esfera de cuestiones, sino por el hecho que no está sustentado por alguna, o varias, de las demás contraposiciones ni puede ser derivado de ellas. Si la contraposición del bien y del mal no puede ser equiparada así como así y simplemente con la de lo bello y lo feo, ni con la de lo útil y lo perjudicial, siendo que tampoco puede ser derivada de ellas, mucho menos debe confundirse o entremezclares la contraposición del amigo y el enemigo con cualquiera de las contraposiciones anteriores. 

La diferenciación entre amigos y enemigos tiene el sentido de expresar el máximo grado de intensidad de un vínculo o de una separación, una asociación o una disociación. Puede existir de modo teórico o de modo práctico, sin que por ello y simultáneamente todas las demás diferenciaciones morales, estéticas, económicas, o de otra índole, deban ser de aplicación. El enemigo político no tiene por qué ser moralmente malo; no tiene por qué ser estéticamente feo; no tiene por qué actuar como un competidor económico y hasta podría quizás parecer ventajoso hacer negocios con él. Es simplemente el otro, el extraño, y le basta a su esencia el constituir algo distinto y diferente en un sentido existencial especialmente intenso de modo tal que, en un caso extremo, los conflictos con él se tornan posibles, siendo que estos conflictos no pueden ser resueltos por una normativa general establecida de antemano, ni por el arbitraje de un tercero "no-involucrado" y por lo tanto "imparcial".

La posibilidad de entender y comprender correctamente — y con ello también el derecho a participar y a juzgar — está dados aquí sólo por la colaboración y la coparticipación existenciales. Al caso extremo del conflicto solamente pueden resolverlo entre si los propios participantes; esto es: cada uno de ellos sólo por si mismo puede decidir si la forma de ser diferente del extraño representa, en el caso concreto del conflicto existente, la negación de la forma existencial propia y debe, por ello, ser rechazada o combatida a fin de preservar la propia, existencial, especie de vida. 

En la realidad psicológica, al enemigo fácilmente se lo trata de malo y de feo porque cada diferenciación recurre, la mayoría de las veces en forma natural, a la diferenciación política como la más fuerte e intensa de diferenciaciones y agrupamientos a fin de fundamentar sobre ella todas las demás diferenciaciones valorativas. Pero esto no cambia nada en la independencia de esas contraposiciones. 

Consecuentemente, también es válida la inversa: lo que es moralmente malo, estéticamente feo o económicamente perjudicial todavía no tiene por qué ser enemigo; lo que es moralmente bueno, estéticamente bello o económicamente útil no tiene por qué volverse amigo en el sentido específico, esto es: político, de la palabra. La esencial objetividad y autonomía de lo político puede verse ya en esta posibilidad de separar una contraposición tan específica como la de amigo-
enemigo de las demás diferenciaciones y comprenderla como algo independiente.


Entrevista a Zygmunt Bauman: Un mundo nuevo y cruel




How to spend it.... Cómo gastarlo.  Ese es el nombre de un suplemento del diario británico Financial Times. Ricos y poderosos lo leen para saber qué hacer con el dinero que les sobra. Constituyen una pequeña parte de un mundo distanciado por una frontera infranqueable. En ese suplemento alguien escribió que en un mundo en el que "cualquiera" se puede permitir un auto de lujo, aquellos que apuntan realmente alto "no tienen otra opción que ir a por uno mejor..." Esta cosmovisión le sirvió a Zygmunt Bauman para teorizar sobre cuestiones imprescindibles y así intentar comprender esta era. La idea de felicidad, el mundo que está resurgiendo después de la crisis, seguridad versus libertad, son algunas de sus preocupaciones actuales y que explica en sus recientes libros: Múltiples culturas, una sola humanidad (Katz editores) y El arte de la vida (Paidós). "No es posible ser realmente libre si no se tiene seguridad, y la verdadera seguridad implica a su vez la libertad", sostiene desde Inglaterra por escrito.

Bauman nació en Polonia, pero se fue expulsado por el antisemitismo en los 50 y recaló en los 60 en Gran Bretaña. Hoy es profesor emérito de la Universidad de Leeds. Estudió las estratificaciones sociales y las relacionó con el desarrollo del movimiento obrero. Después analizó y criticó la modernidad y dio un diagnóstico pesimista de la sociedad. Ya en los 90 teorizó acerca de un modo diferente de enfocar el debate cuestionador sobre la modernidad. Ya no se trata de modernidad versus posmodernidad sino del pasaje de una modernidad "sólida" hacia otra "líquida". Al mismo tiempo y hasta el presente se ocupó de la convivencia de los "diferentes", los "residuos humanos" de la globalización: emigrantes, refugiados, parias, pobres todos. Sobre este mundo cruel y desigual versó este diálogo con Bauman.

Uno de sus nuevos libros se llama Múltiples culturas, una sola humanidad  ¿Hay en este concepto una visión "optimista" del mundo de hoy?

Ni optimista ni pesimista... Es sólo una evaluación sobria del desafío que enfrentamos en el umbral del siglo XXI. Ahora todos estamos interconectados y somos interdependientes. Lo que pasa en un lugar del globo tiene impacto en todos los demás, pero esa condición que compartimos se traduce y se reprocesa en miles de lenguas, de estilos culturales, de depósitos de memoria. No es probable que nuestra interdependencia redunde en una uniformidad cultural. Es por eso que el desafío que enfrentamos es que estamos todos, por así decirlo, en el mismo barco; tenemos un destino común y nuestra supervivencia depende de si cooperamos o luchamos entre nosotros. De todos modos, a veces diferimos mucho en algunos aspectos vitales. Tenemos que desarrollar, aprender y practicar el arte de vivir con diferencias, el arte de cooperar sin que los cooperadores pierdan su identidad, a beneficiarnos unos de otros no a pesar de, sino gracias a nuestras diferencias.

Es paradójico, pero mientras se exalta el libre tránsito de mercancías, se fortalecen y construyen fronteras y muros. ¿Cómo se sobrevive a esta tensión?

Eso sólo parece ser una paradoja. En realidad, esa contradicción era algo esperable en un planeta donde las potencias que determinan nuestra vida, condiciones y perspectivas son globales, pueden ignorar las fronteras y las leyes del estado, mientras que la mayor parte de los instrumentos políticos sigue siendo local y de una completa inadecuación para las enormes tareas a abordar. Fortificar las viejas fronteras y trazar otras nuevas, tratar de separarnos a "nosotros" de "ellos", son reacciones naturales, si bien desesperadas, a esa discrepancia. Si esas reacciones son tan eficaces como vehementes es otra cuestión. Las soberanías locales territoriales van a seguir desgastándose en este mundo en rápida globalización.

Hay escenas comunes en Ciudad de México, San Pablo, Buenos Aires: de un lado villas miseria; del otro, barrios cerrados. Pobres de un lado, ricos del otro. ¿Quiénes quedan en el medio?

¿Por qué se limita a las ciudades latinoamericanas? La misma tendencia prevalece en todos los continentes. Se trata de otro intento desesperado de separarse de la vida incierta, desigual, difícil y caótica de "afuera". Pero las vallas tienen dos lados. Dividen el espacio en un "adentro" y un "afuera", pero el "adentro" para la gente que vive de un lado del cerco es el "afuera" para los que están del otro lado. Cercarse en una "comunidad cerrada" no puede sino significar también excluir a todos los demás de los lugares dignos, agradables y seguros, y encerrarlos en sus barrios pobres. En las grandes ciudades, el espacio se divide en "comunidades cerradas" (guetos voluntarios) y "barrios miserables" (guetos involuntarios). El resto de la población lleva una incómoda existencia entre esos dos extremos, soñando con acceder a los guetos voluntarios y temiendo caer en los involuntarios.

¿Por qué se cree que el mundo de hoy padece una inseguridad sin precedentes? ¿En otras eras se vivía con mayor seguridad?

Cada época y cada tipo de sociedad tiene sus propios problemas específicos y sus pesadillas, y crea sus propias estratagemas para manejar sus propios miedos y angustias. En nuestra época, la angustia aterradora y paralizante tiene sus raíces en la fluidez, la fragilidad y la inevitable incertidumbre de la posición y las perspectivas sociales. Por un lado, se proclama el libre acceso a todas las opciones imaginables (de ahí las depresiones y la autocondena: debo tener algún problema si no consigo lo que otros lograron); por otro lado, todo lo que ya se ganó y se obtuvo es nuestro "hasta nuevo aviso" y podría retirársenos y negársenos en cualquier momento. La angustia resultante permanecería con nosotros mientras la "liquidez" siga siendo la característica de la sociedad. Nuestros abuelos lucharon con valentía por la libertad. Nosotros parecemos cada vez más preocupados por nuestra seguridad personal... Todo indica que estamos dispuestos a entregar parte de la libertad que tanto costó a cambio de mayor seguridad.

Esto nos llevaría a otra paradoja. ¿Cómo maneja la sociedad moderna la falta de seguridad que ella misma produce?

Por medio de todo tipo de estratagemas, en su mayor parte a través de sustitutos. Uno de los más habituales es el desplazamiento/trasplante del terror a la globalización inaccesible, caótica, descontrolada e impredecible a sus productos: inmigrantes, refugiados, personas que piden asilo. Otro instrumento es el que proporcionan las llamadas "comunidades cerradas" fortificadas contra extraños, merodeadores y mendigos, si bien son incapaces de detener o desviar las fuerzas que son responsables del debilitamiento de nuestra autoestima y actitud social, que amenazan con destruir. En líneas más generales: las estratagemas más extendidas se reducen a la sustitución de preocupaciones sobre la seguridad del cuerpo y la propiedad por preocupaciones sobre la seguridad individual y colectiva sustentada o negada en términos sociales.

¿Hay futuro? ¿Se puede pensarlo? ¿Existe en el imaginario de los jóvenes?

El filósofo británico John Gray destacó que "los gobiernos de los estados soberanos no saben de antemano cómo van a reaccionar los mercados (...) Los gobiernos nacionales en la década de 1990 vuelan a ciegas." Gray no estima que el futuro suponga una situación muy diferente. Al igual que en el pasado, podemos esperar "una sucesión de contingencias, catástrofes y pasos ocasionales por la paz y la civilización", todos ellos, permítame agregar, inesperados, imprevisibles y por lo general con víctimas y beneficiarios sin conciencia ni preparación. Hay muchos indicios de que, a diferencia de sus padres y abuelos, los jóvenes tienden a abandonar la concepción "cíclica" y "lineal" del tiempo y a volver a un modelo "puntillista": el tiempo se pulveriza en una serie desordenada de "momentos", cada uno de los cuales se vive solo, tiene un valor que puede desvanecerse con la llegada del momento siguiente y tiene poca relación con el pasado y con el futuro. Como la fluidez endémica de las condiciones tiene la mala costumbre de cambiar sin previo aviso, la atención tiende a concentrarse en aprovechar al máximo el momento actual en lugar de preocuparse por sus posibles consecuencias a largo plazo. Cada punto del tiempo, por más efímero que sea, puede resultar otro "big bang", pero no hay forma de saber qué punto con anticipación, de modo que, por las dudas, hay que explorar cada uno a fondo.

Es una época en la que los miedos tienen un papel destacado. ¿Cuáles son los principales temores que trae este presente?

Creo que las características más destacadas de los miedos contemporáneos son su naturaleza diseminada, la subdefinición y la subdeterminación, características que tienden a aparecer en los períodos de lo que puede llamarse un "interregno". Antonio Gramsci escribió en Cuadernos de la cárcel lo siguiente: "La crisis consiste precisamente en el hecho de que lo viejo está muriendo y lo nuevo no puede nacer: en este interregno aparece una gran variedad de síntomas mórbidos". Gramsci dio al término "interregno" un significado que abarcó un espectro más amplio del orden social, político y legal, al tiempo que profundizaba en la situación sociocultural; o más bien, tomando la memorable definición de Lenin de la "situación revolucionaria" como la situación en la que los gobernantes ya no pueden gobernar mientras que los gobernados ya no quieren ser gobernados, separó la idea de "interregno" de su habitual asociación con el interludio de la trasmisión (acostumbrada) del poder hereditario o elegido, y lo asoció a las situaciones extraordinarias en las que el marco legal existente del orden social pierde fuerza y ya no puede mantenerse, mientras que un marco nuevo, a la medida de las nuevas condiciones que hicieron inútil el marco anterior, está aún en una etapa de creación, no se lo terminó de estructurar o no tiene la fuerza suficiente para que se lo instale.

Propongo reconocer la situación planetaria actual como un caso de interregno. De hecho, tal como postuló Gramsci, "lo viejo está muriendo". El viejo orden que hasta hace poco se basaba en un principio igualmente "trinitario" de territorio, estado y nación como clave de la distribución planetaria de soberanía, y en un poder que parecía vinculado para siempre a la política del estado-nación territorial como su único agente operativo, ahora está muriendo. La soberanía ya no está ligada a los elementos de las entidades y el principio trinitario; como máximo está vinculada a los mismos pero de forma laxa y en proporciones mucho más reducidas en dimensiones y contenidos. La presunta unión indisoluble de poder y política, por otro lado, está terminando con perspectivas de divorcio.

 La soberanía está sin ancla y en flotación libre. Los estados-nación se encuentran en situación de compartir la compañía conflictiva de aspirantes a, o presuntos sujetos soberanos siempre en pugna y competencia, con entidades que evaden con éxito la aplicación del hasta entonces principio trinitario obligatorio de asignación, y con demasiada frecuencia ignorando de manera explícita o socavando de forma furtiva sus objetos designados. Un número cada vez mayor de competidores por la soberanía ya excede, si no de forma individual sin duda de forma colectiva, el poder de un estado-nación medio (las compañías comerciales, industriales y financieras multinacionales ya constituyen, según Gray, "alrededor de la tercera parte de la producción mundial y los dos tercios del comercio mundial").

La "modernidad líquida", como un tiempo donde las relaciones sociales, económicas, discurren como un fluido que no puede conservar la forma adquirida en cada momento, ¿tiene fin?

Es difícil contestar esa pregunta, no sólo porque el futuro es impredecible, sino debido al "interregno" que mencioné antes, un lapso en el que virtualmente todo puede pasar pero nada puede hacerse con plena seguridad y certeza de éxito. En nuestros tiempos, la gran pregunta no es "¿qué hace falta hacer?", sino "¿quién puede hacerlo?" En la actualidad hay una creciente separación, que se acerca de forma alarmante al divorcio, entre poder y política, los dos socios aparentemente inseparables que durante los dos últimos siglos residieron –o creyeron y exigieron residir– en el estado nación territorial. Esa separación ya derivó en el desajuste entre las instituciones del poder y las de la política. El poder desapareció del nivel del estado nación y se instaló en el "espacio de flujos" libre de política, dejando a la política oculta como antes en la morada que se compartía y que ahora descendió al "espacio de lugares". El creciente volumen de poder que importa ya se hizo global. La política, sin embargo, siguió siendo tan local como antes. Por lo tanto, los poderes más relevantes permanecen fuera del alcance de las instituciones políticas existentes, mientras que el marco de maniobra de la política interna sigue reduciéndose. La situación planetaria enfrenta ahora el desafío de asambleas ad hoc de poderes discordantes que el control político no limita debido a que las instituciones políticas existentes tienen cada vez menos poder. Estas se ven, por lo tanto, obligadas a limitar de forma drástica sus ambiciones y a "transferir" o "tercerizar" la creciente cantidad de funciones que tradicionalmente se confiaba a los gobiernos nacionales a organizaciones no políticas. La reducción de la esfera política se autoalimenta, así como la pérdida de relevancia de los sucesivos segmentos de la política nacional redunda en el desgaste del interés de los ciudadanos por la política institucionalizada y en la extendida tendencia a reemplazarla con una política de "flotación libre", notable por su carácter expeditivo, pero también por su cortoplacismo, reducción a un único tema, fragilidad y resistencia a la institucionalización.

¿Cree que esta crisis global que estamos padeciendo puede generar un nuevo mundo, o al menos un poco diferente?


Hasta ahora, la reacción a la "crisis del crédito", si bien impresionante y hasta revolucionaria, es "más de lo mismo", con la vana esperanza de que las posibilidades vigorizadoras de ganancia y consumo de esa etapa no estén aún del todo agotadas: un esfuerzo por recapitalizar a quienes prestan dinero y por hacer que sus deudores vuelvan a ser confiables para el crédito, de modo tal que el negocio de prestar y de tomar crédito, de seguir endeudándose, puedan volver a lo "habitual". El estado benefactor para los ricos volvió a los salones de exposición, para lo cual se lo sacó de las dependencias de servicio a las que se había relegado temporalmente sus oficinas para evitar comparaciones envidiosas.

Pero hay individuos que padecen las consecuencias de esta crisis de los que poco se habla. Los protagonistas visibles son los bancos, las empresas...

Lo que se olvida alegremente (y de forma estúpida) en esa ocasión es que la naturaleza del sufrimiento humano está determinada por la forma en que las personas viven. El dolor que en la actualidad se lamenta, al igual que todo mal social, tiene profundas raíces en la forma de vida que aprendimos, en nuestro hábito de buscar crédito para el consumo. Vivir del crédito es algo adictivo, más que casi o todas las drogas, y sin duda más adictivo que otros tranquilizantes que se ofrecen, y décadas de generoso suministro de una droga no pueden sino derivar en shock y conmoción cuando la provisión se detiene o disminuye. Ahora nos proponen la salida aparentemente fácil del shock que padecen tanto los drogadictos como los vendedores de drogas: la reanudación del suministro de drogas. Hasta ahora no hay muchos indicios de que nos estemos acercando a las raíces del problema. En el momento en que se lo detuvo ya al borde del precipicio mediante la inyección de "dinero de los contribuyentes", el banco TSB Lloyds empezó a presionar al Tesoro para que destinara parte del paquete de ahorro a los dividendos de los accionistas. A pesar de la indignación oficial, el banco procedió impasible a pagar bonificaciones cuyo monto obsceno llevó al desastre a los bancos y sus clientes. Por más impresionantes que sean las medidas que los gobiernos ya tomaron, planificaron o anunciaron, todas apuntan a "recapitalizar" los bancos y permitirles volver a la "actividad normal": en otras palabras, a la actividad que fue la principal responsable de la crisis actual. Si los deudores no pudieron pagar los intereses de la orgía de consumo que el banco inspiró y alentó, tal vez se los pueda inducir/obligar a hacerlo por medio de impuestos pagados al estado. Todavía no empezamos a pensar con seriedad en la sustentabilidad de nuestra sociedad de consumo y crédito. La "vuelta a la normalidad" anuncia una vuelta a las vías malas y siempre peligrosas. De todos modos todavía no llegamos al punto en que no hay vuelta atrás; aún hay tiempo (poco) de reflexionar y cambiar de camino; todavía podemos convertir el shock y la conmoción en algo beneficioso para nosotros y para nuestros hijos.