Por Eduardo Anguita
Cuatro años atrás,
exactamente el 15 de septiembre de 2008, los periódicos de todo el mundo daban
cuenta de la quiebra de Lehman Brothers, el cuarto banco de inversión de
Estados Unidos. Llevaba un siglo y medio de actividad ininterrumpida pero la
cantidad de "activos tóxicos" –ni más ni menos que títulos
hipotecarios– que no podía respaldar llevó a los ejecutivos de esa entidad
financiera a la drástica decisión. De no haber existido la
"liberalización" para convertir una hipoteca en un activo bursátil
jamás se hubiera llegado a eso. Los bancos concedieron las llamadas hipotecas
subprime a tomadores de créditos que debían pagar intereses más altos y tomaban
casi el 85% del total del costo de bienes inmuebles sobrevaluados.
Por
entonces, George Bush terminaba ocho años de gobierno que incluyeron la
invasión a Afganistán y a Irak. Barack Obama era el símbolo de la esperanza, al
punto que ganaba tiempo después el Nobel de la Paz. Pasados cuatro años, el
retiro de las tropas de Irak dejó un panorama aterrador, con un país devastado
y no menos de 300 mil víctimas provocadas por el ejército de ocupación y las
tropas mercenarias de múltiples orígenes contratadas por los invasores.
En
cuanto a Afganistán, Estados Unidos logró la complicidad de varios países
europeos. En cuanto a Lehman Brothers, fue el británico Barclays quien adquirió
los negocios del gigante financiero. Eso sí, hace dos meses, el presidente del
Barclays tuvo que renunciar y presentarse al día siguiente en el Parlamento
británico para dar cuenta de la manipulación de la tasa interbancaria Libor a
favor de sus propios negocios.
Algo olía mal, no sólo en la Cámara de los
Comunes sino en toda Europa, respecto de cómo banqueros y gobernantes decidían
encarar el ajuste respecto de la situación de los centros de poder capitalista,
tanto en las oficinas políticas de los poderes públicos como en las oficinas
privadas de las multinacionales financieras. Unas y otras tan íntima y
públicamente ligadas a partir del nombramiento de ejecutivos de Goldman Sachs
al frente del Banco Central Europeo (Mario Draghi), el presidente del Consejo
de Ministros de Italia (Mario Monti) y el Ministerio de Economía de España
(Luis de Guindos), entre otros. Debería agregarse en la lista a Lucas
Papademos, quien fue primer ministro de Grecia hasta mayo pasado y negoció con
la banca internacional la inflada deuda de su país. Goldman Sachs le seguía a
Lehman Brothers en el ranking de importancia de la banca de inversión. Cabe
recordar que apenas seis días después de la quiebra del Lehman, la Reserva
Federal de Estados Unidos autorizaba a Goldman Sachs a actuar como banco
comercial y salvaba a ese gigante de una situación similar.
Estos datos –la mayoría suficientemente conocidos–
dan cuenta de un aspecto del capitalismo casino: nadie podría sostener que
existe una relación entre la ética protestante y el espíritu del capitalismo si
por esa ética entendemos valores tales como el trabajo, la austeridad o la
honestidad. Así los entendía el sociólogo alemán Max Weber cuando escribió unas
tesis fundamentales sobre la relación entre el modo de producción capitalista y
la moral de los hombres a cargo de la toma de decisiones, tanto en las empresas
como en las naciones.
Sería una simplificación o una mirada complaciente
con el capitalismo creer que los ejecutivos de empresas y los líderes políticos
europeos o norteamericanos estaban motivados por el trabajo y la austeridad. El
colonialismo victoriano o la doctrina Monroe o la explotación de los africanos
por parte de europeos continentales revelan las peores prácticas de acumulación
y despilfarro de riquezas por parte de una élite que ejercía la dominación y se
preparaba para una guerra –la Gran Guerra– sangrienta con millones de muertos.
Había por entonces un auge del capitalismo industrial, producto de las grandes
innovaciones tecnológicas, con un claro auge del petróleo, del acero, de las
comunicaciones telegráficas y los barcos a vapor.
Creer que las personas que hoy toman las
decisiones han perdido unos supuestos nobles valores conllevaría a imaginar que
la actual situación podría mejorarse con un poco más de control y una mejora en
los estímulos morales. Pero tampoco alcanza con echar las culpas a los
banqueros, como si estos estuvieran escindidos del curso del sistema
capitalista, como si los hombres y mujeres de las finanzas fueran un lastre que
el capitalismo puede sacarse de encima y así avanzar en un camino venturoso.
DESAFÍOS ACTUALES. En un artículo medular
("Frente a la crisis estructural del capitalismo", en Nueva sociedad,
número 239), Carlos Gabetta reflexiona sobre el otro aspecto decisivo de estos
años de capitalismo: los desarrollos científico-tecnológicos y su impacto en el
mundo del trabajo. En 1985, por caso, 39.200 obreros belgas producían 10,6
millones de toneladas de acero.
En 1990, 21.200 obreros producían 11,5
millones. Es decir, con 46% menos de trabajadores se aumentó el 8,5 por ciento.
Adjudicar el feroz desempleo europeo sólo a la "crisis financiera" es
esquivar la verdadera gravedad del asunto. Así como un siglo atrás el fordismo
introdujo la línea de montaje, ahora la industria informática fabrica cientos
de miles de robots que hacen las mismas tareas y van desplazando trabajadores
de esta era post industrial. Hasta hace pocos años la idea de la
deslocalización de ciertas etapas productivas en países periféricos con
salarios más bajos parecía una manera de mantener vital al capitalismo central.
En los llamados Tigres asiáticos se hacían cosas parecidas a las de las plantas
de Japón o Estados Unidos, pero con salarios y legislación laboral de mucha
peor calidad. Eso sí, con procesos tecnológicos controlados completamente por
las multinacionales de esos países centrales.
Hoy China es la segunda economía
del planeta y no tuvo inconveniente en tener mayor competitividad que empresas
alemanas, japonesas o norteamericanas, sobre todo en electrónica. Pero además
de salarios más bajos y redes de comercialización altamente competentes,
lograron ventajas tecnológicas y de organización de la producción. Nadie podría
decir que el Partido Comunista chino haya abandonado el planeamiento y la
intervención estatal en la economía pero nadie podría decir que los intereses
de los trabajadores priman en el país que fabrica más nuevos supermillonarios
por año. Eso sí, la creciente exclusión y discriminación que prospera en los
países del hemisferio norte no tiene un correlato similar en los del sur.
China, pese a estar envuelta en esos procesos tecnológicos que desplazan
puestos de trabajo, logra incorporar entre 4 y 5 millones de habitantes a la
vida urbana. Estrenan todos los años nuevas ciudades que tienen lugares de
trabajo, vivienda y centros de salud y educación, todo integrado. Es decir,
incorporan habitantes que vienen de tradiciones políticas comunistas y modos de
producción pre capitalistas (con resabios feudales mezclados con reforma
agraria) a una sociedad que es mixta en lo económico y altamente dirigista en
lo político. De hecho en China no hay otros partidos fuera del Comunista.
Lo que tienen en común los países del capitalismo
central y China es que generan la casi totalidad del capital transnacional que
representaba el 17% del PBI mundial en los ’60 y que representaba más del 30%
en 1996. La crisis actual traerá más fusiones y absorciones de empresas por
parte de los grupos más concentrados. Esto debe ser interpretado no sólo en el
terreno tecnológico, financiero y comercial sino también político y
militar. En ese sentido, las derechas plantearon a lo largo de la
historia la necesidad de recortar los derechos como una manera de "hacer
funcionar el sistema". Los planes de ajuste europeos funcionan en esa
dirección.
El "capitalismo en serio" a la luz de la historia no
parece ser otro que este: disputas por porciones de poder cuando las
situaciones se manejan por el comercio y la diplomacia. Frente al
neoliberalismo y la desregulación, frente a los recortes de políticas sociales
y de desinversión de los estados no parece haber una fuerza homogénea capaz de
oponerse a escala global. Los esfuerzos que, dentro de cada nación, puedan
hacer las fuerzas populares son, a su vez, de un valor más que importante.
Tomar conciencia de este contexto internacional no es poco importante. El
bombardeo de los medios de comunicación para difamar a las fuerzas y líderes
contrarios al establishment es grotesco. El período abierto en la recta final
de las elecciones de Estados Unidos es interesante porque pone al descubierto
una gran contradicción: Barack Obama no conformó a aquellos sectores que
esperaban de su administración un freno al rol imperial de ese país; sin
embargo, las fuerzas nucleadas en la fórmula republicana plantean una amenaza aún
mayor en la implementación de las políticas del neoliberalismo y el
militarismo. Por una parte, en el corto plazo de la política, el triunfo de los
demócratas o los republicanos puede ser interpretado como una manera de demorar
–o de acelerar– las peores caras de los ajustes neoliberales. Pero, por otra
parte, se puede constatar que este capitalismo central no tiene una
contrapartida que pueda pensarse como un plan para reconvertirlo en el
capitalismo de rostro humano que muchos políticos –de muchas latitudes–
prefieren ver con la secreta esperanza de que la tormenta pase sin que termine
en las peores experiencias del siglo XX. Mientras tanto en los laboratorios de
la política, en la academia, en las organizaciones sociales y los medios de
cultura y comunicación parece imprescindible profundizar el debate para saber
cuáles son los sujetos políticos y las ideas capaces de seguir en la lucha para
lograr vivir en sociedades más justas y en naciones más soberanas.
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