Por el Emboscado
La historia nos enseña que su
estructura es circular y cíclica, de forma que existen periodos de crecimiento
y de decadencia que dan lugar a nuevos comienzos que son, en definitiva, la
conclusión de los ciclos que les precedieron. Esta concepción de la historia ha
sido expresada a lo largo del tiempo de muy diferentes y variadas formas por
distintos pensadores, lo que ha servido para reconfigurar una antigua, aunque
siempre renovada, concepción de la historia.[1] La historia se caracteriza, por
tanto, por su movimiento circular y cíclico con una sucesión aleatoria,
paisajista e irracional de diferentes hechos que se enmarcan dentro del
movimiento cíclico global de esta.
Aunque el movimiento de la
historia siempre es el mismo debido a su estructura circular, el contenido
siempre es diferente pues lo único que hay de idéntico es la sucesión de los
diferentes ciclos que la componen. Sin embargo, esta noción de la historia
tiende a caer en cierto determinismo que constituye en gran medida la base de
su crítica a las concepciones lineales de la historia. En la historia se dan
irremisiblemente fases que no pueden ser eludidas en modo alguno, de manera que
se produce un desarrollo impersonal de los acontecimientos que sobrepasa a las
individualidades que los protagonizan o padecen. En este sentido el ser humano
es más un objeto que un sujeto de la historia al estar determinado por unas
fuerzas que le preceden, y por tanto por una estructura histórica que lo
conduce irremisiblemente hacia situaciones de las que no puede sustraerse.
Pero en la práctica el futuro
siempre está abierto y es susceptible de ser cambiado, lo que depende de la
voluntad del ser humano para convertirse en su moldeador y por tanto en el
constructor de su propia historia. De esta forma un nuevo comienzo depende no
tanto del desarrollo impersonal de la historia y de su estructura circular sino
de la voluntad, aunque también de la capacidad, del ser humano para dar lugar a
nuevos comienzos que pongan fin a ciclos precedentes. En lo que a esto respecta
revolución es etimológica y realmente “re-volver”, regresar a los orígenes.
Significa una ruptura cualitativa con la esencia y naturaleza del presente para
completar su ciclo y dar lugar a un nuevo comienzo. Así pues, la revolución,
por medio de la inversión, acelera el proceso de decadencia para darle fin, y
así, cerrar el ciclo.
La agudización del carácter disolvente y decadente del
presente conlleva, por efecto de acumulación cuantitativa, un salto de nivel
que constituye un cambio cualitativo en la realidad. La revolución conlleva la
precipitación de la realidad hasta el punto catártico que señala el paso
revolucionario cíclico.
La revolución se opone por su
propia naturaleza y contenido a la perpetuación del presente bajo formas
renovadas. La revolución, por definición, es una ruptura con el presente para
dar lugar a un nuevo comienzo. Al tratarse de una ruptura cualitativa con el
presente contra el cual se opone lo empuja al mismo tiempo para precipitar su
definitiva caída. Por así decirlo constituye el proceso de disolución del
presente a través de su inversión con el que iniciar un nuevo ciclo. Su
carácter transformador se refleja en este rasgo a la vez destructivo y creador que
permite regresar a un origen que siempre es un nuevo comienzo cualitativamente
distinto.
La revolución no es, y no puede
ser, un bastón sobre el que apoyarse o una ilusión que únicamente sirva para,
en el plano personal, sobrellevar el día a día de un presente decadente,
enfermizo y desestructurador. Una noción así de la revolución es por sí misma
contrarrevolucionaria al contribuir a mantener la esencia del presente, al
mismo tiempo que constituye el reflejo de una debilidad latente de quien ya
está o se sabe derrotado al considerar la revolución como algo irrealizable.
Semejante noción de la revolución es limitativa en tanto en cuanto queda
relegada a la condición de un sueño, de una válvula de escape que no asume la
tarea de que cuando la revolución es irrealizable la labor de todo
revolucionario es hacer que deje de serlo para convertirla en una posibilidad
real. La revolución no se plantea como meta pensada a partir de la realidad
inmediata, y por tanto no se plantea si ella es realizable o no en ese presente
inmediato, sino que centra sus esfuerzos en crear las condiciones propicias
para que la revolución se convierta en una posibilidad real y no se quede en un
mero deseo o aspiración.
La vieja disyuntiva entre
reforma y revolución se desarrolla en estos mismos términos entre lo posible y
lo deseable. Mientras que la reforma convierte lo posible en deseable la
revolución consiste en convertir lo deseable en posible. Si la reforma
constituye una mejora de las condiciones inmediatas del presente, sin alterar
su naturaleza, la revolución significa la ruptura cualitativa con el presente y
su naturaleza para hacer posible un nuevo comienzo que ponga fin, a su vez, al
ciclo que le precedió para iniciar así uno nuevo. Por este motivo la revolución
es ya una posibilidad real cuando es pensada desde sí misma, como proyecto
transformador y rupturista de la realidad inmediata, para adecuar los medios
precisos disponibles en el presente para su realización exitosa. La revolución
ya es una posibilidad desde el momento en el que la acción está encaminada a su
consecución.
Pero no hay revolución posible
si no hay un trasfondo de conciencia revolucionaria como tal, pues la
revolución misma es la expresión de la voluntad de quienes están determinados a
realizarla más allá de las posibilidades que a nivel inmediato ofrece la
realidad presente. En este sentido la revolución es el deber moral de quienes
son portadores de unas convicciones de naturaleza antagónica a aquellas sobre
las que se funda la realidad inmediata.[2] Por este motivo cualquier lucha
revolucionaria en los términos antes precisados constituye una lucha en la que
lo importante, más allá de la realización de la ruptura revolucionaria que haga
posible un nuevo comienzo, es la lucha misma que da vigencia a través de la
acción revolucionaria a esas mismas convicciones que se aspira a materializar
mediante la construcción de un mundo nuevo.[3] Es más, esas convicciones ya se
materializan desde el momento en que el revolucionario las pone en práctica
consigo mismo a través de su lucha, pues los ideales y las convicciones solo
existen, y por tanto solo tienen vigencia, en la práctica, cuando son vividos.
Debido a esto la revolución exige una ética y un estilo que se manifiestan en
la experiencia cotidiana a través de una forma de vida que obedece a esas
mismas convicciones, y que por tanto reflejan una coherencia entre la teoría y
la práctica revolucionarias.
Si la reforma perpetua la
naturaleza del presente bajo diferentes formas, y con ello perfecciona y
prolonga en el tiempo un estado de cosas existencialmente opresivo, la
revolución conlleva la ruptura cualitativa que provoca un nuevo comienzo, con
el que da lugar a una apertura espacio-temporal a nuevas e ilimitadas
posibilidades sobre un futuro aún por determinar. Lo importante para la
revolución es la transformación del mundo, pero su transformación es imposible
si no se conoce ese mismo mundo que se aspira a cambiar para, de este modo,
adecuar los medios a los fines perseguidos con los que crear las condiciones
que permitan la revolución misma.
Para un revolucionario lo
importante en primer lugar es la lucha misma a través de la que establece una coherencia entre fines y
medios, entre teoría y práctica, que se plasman en una ética y en un estilo que
articulan una forma de vida que dota de plena vigencia a aquellas convicciones
que lo inspiran. Así es como ese mundo nuevo que se aspira conseguir comienza a
estar en vías de construcción. Y en segundo lugar la creación de las
condiciones necesarias para romper con la naturaleza de la realidad, y con ello
sentar las bases que harán posible la revolución, lo cual constituye una
posibilidad real cuando su acción está dirigida por la coherencia de la ética y
el estilo que le son inherentes además de la adecuación de los medios a los
fines perseguidos. De este modo, la tarea revolucionaria consiste en encaminar
la acción sin ilusión sabiendo poner por igual la victoria y la derrota, pues
lo importante es que las posiciones interiores permanezcan intactas para que en
cualquier circunstancia lo que debe ser hecho sea hecho. Esto último es la
garantía de que mientras existan revolucionarios exista también una esperanza
para la revolución.
[1] Entre los principales
pensadores que concibieron la historia de esta manera cabe destacar a Heráclito
en AA.VV., Fragmentos, Barcelona, Folio, 1999. Sorokin, Pitirim, Dinámica
social y cultural, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1962. Sorokin,
Pitirim, Tendencias básicas de nuestro tiempo, Buenos Aires, La Pléyade, 1969.
Danilevsky, Nikolay, Россия и Европа. Взгляд на культурные и политические
отношения Славянского мира к Германо-Романскому, San Petersburgo, Hermanos
Panteleev, 1895. Spengler, Oswald, La decadencia de Occidente: bosquejo de una
morfología de la historia universal, Madrid, Espasa, 1998. Toynbee, Arnold,
Estudio de la historia, Madrid, Alianza, 1975. Nietzsche, Friedrich, Así habló
Zaratustra, Madrid, Alianza, 1998. Vico, Giambattista, Principios de Ciencia
Nueva, Barcelona, Folio, 2002.
[2] Cabe apuntar que la realidad
actual se caracteriza más bien por una completa y absoluta falta de
convicciones que por su existencia.
[3] Esto explica en gran medida
la archiconocida frase de Buenaventura Durruti: “Llevamos un mundo nuevo en
nuestros corazones”.
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