domingo, 29 de diciembre de 2013

Sobre la Tarea Revolucionaria




Por el Emboscado


La historia nos enseña que su estructura es circular y cíclica, de forma que existen periodos de crecimiento y de decadencia que dan lugar a nuevos comienzos que son, en definitiva, la conclusión de los ciclos que les precedieron. Esta concepción de la historia ha sido expresada a lo largo del tiempo de muy diferentes y variadas formas por distintos pensadores, lo que ha servido para reconfigurar una antigua, aunque siempre renovada, concepción de la historia.[1] La historia se caracteriza, por tanto, por su movimiento circular y cíclico con una sucesión aleatoria, paisajista e irracional de diferentes hechos que se enmarcan dentro del movimiento cíclico global de esta.

Aunque el movimiento de la historia siempre es el mismo debido a su estructura circular, el contenido siempre es diferente pues lo único que hay de idéntico es la sucesión de los diferentes ciclos que la componen. Sin embargo, esta noción de la historia tiende a caer en cierto determinismo que constituye en gran medida la base de su crítica a las concepciones lineales de la historia. En la historia se dan irremisiblemente fases que no pueden ser eludidas en modo alguno, de manera que se produce un desarrollo impersonal de los acontecimientos que sobrepasa a las individualidades que los protagonizan o padecen. En este sentido el ser humano es más un objeto que un sujeto de la historia al estar determinado por unas fuerzas que le preceden, y por tanto por una estructura histórica que lo conduce irremisiblemente hacia situaciones de las que no puede sustraerse.

Pero en la práctica el futuro siempre está abierto y es susceptible de ser cambiado, lo que depende de la voluntad del ser humano para convertirse en su moldeador y por tanto en el constructor de su propia historia. De esta forma un nuevo comienzo depende no tanto del desarrollo impersonal de la historia y de su estructura circular sino de la voluntad, aunque también de la capacidad, del ser humano para dar lugar a nuevos comienzos que pongan fin a ciclos precedentes. En lo que a esto respecta revolución es etimológica y realmente “re-volver”, regresar a los orígenes. Significa una ruptura cualitativa con la esencia y naturaleza del presente para completar su ciclo y dar lugar a un nuevo comienzo. Así pues, la revolución, por medio de la inversión, acelera el proceso de decadencia para darle fin, y así, cerrar el ciclo.

La agudización del carácter disolvente y decadente del presente conlleva, por efecto de acumulación cuantitativa, un salto de nivel que constituye un cambio cualitativo en la realidad. La revolución conlleva la precipitación de la realidad hasta el punto catártico que señala el paso revolucionario cíclico.

La revolución se opone por su propia naturaleza y contenido a la perpetuación del presente bajo formas renovadas. La revolución, por definición, es una ruptura con el presente para dar lugar a un nuevo comienzo. Al tratarse de una ruptura cualitativa con el presente contra el cual se opone lo empuja al mismo tiempo para precipitar su definitiva caída. Por así decirlo constituye el proceso de disolución del presente a través de su inversión con el que iniciar un nuevo ciclo. Su carácter transformador se refleja en este rasgo a la vez destructivo y creador que permite regresar a un origen que siempre es un nuevo comienzo cualitativamente distinto.

La revolución no es, y no puede ser, un bastón sobre el que apoyarse o una ilusión que únicamente sirva para, en el plano personal, sobrellevar el día a día de un presente decadente, enfermizo y desestructurador. Una noción así de la revolución es por sí misma contrarrevolucionaria al contribuir a mantener la esencia del presente, al mismo tiempo que constituye el reflejo de una debilidad latente de quien ya está o se sabe derrotado al considerar la revolución como algo irrealizable. Semejante noción de la revolución es limitativa en tanto en cuanto queda relegada a la condición de un sueño, de una válvula de escape que no asume la tarea de que cuando la revolución es irrealizable la labor de todo revolucionario es hacer que deje de serlo para convertirla en una posibilidad real. La revolución no se plantea como meta pensada a partir de la realidad inmediata, y por tanto no se plantea si ella es realizable o no en ese presente inmediato, sino que centra sus esfuerzos en crear las condiciones propicias para que la revolución se convierta en una posibilidad real y no se quede en un mero deseo o aspiración.

La vieja disyuntiva entre reforma y revolución se desarrolla en estos mismos términos entre lo posible y lo deseable. Mientras que la reforma convierte lo posible en deseable la revolución consiste en convertir lo deseable en posible. Si la reforma constituye una mejora de las condiciones inmediatas del presente, sin alterar su naturaleza, la revolución significa la ruptura cualitativa con el presente y su naturaleza para hacer posible un nuevo comienzo que ponga fin, a su vez, al ciclo que le precedió para iniciar así uno nuevo. Por este motivo la revolución es ya una posibilidad real cuando es pensada desde sí misma, como proyecto transformador y rupturista de la realidad inmediata, para adecuar los medios precisos disponibles en el presente para su realización exitosa. La revolución ya es una posibilidad desde el momento en el que la acción está encaminada a su consecución.

Pero no hay revolución posible si no hay un trasfondo de conciencia revolucionaria como tal, pues la revolución misma es la expresión de la voluntad de quienes están determinados a realizarla más allá de las posibilidades que a nivel inmediato ofrece la realidad presente. En este sentido la revolución es el deber moral de quienes son portadores de unas convicciones de naturaleza antagónica a aquellas sobre las que se funda la realidad inmediata.[2] Por este motivo cualquier lucha revolucionaria en los términos antes precisados constituye una lucha en la que lo importante, más allá de la realización de la ruptura revolucionaria que haga posible un nuevo comienzo, es la lucha misma que da vigencia a través de la acción revolucionaria a esas mismas convicciones que se aspira a materializar mediante la construcción de un mundo nuevo.[3] Es más, esas convicciones ya se materializan desde el momento en que el revolucionario las pone en práctica consigo mismo a través de su lucha, pues los ideales y las convicciones solo existen, y por tanto solo tienen vigencia, en la práctica, cuando son vividos. Debido a esto la revolución exige una ética y un estilo que se manifiestan en la experiencia cotidiana a través de una forma de vida que obedece a esas mismas convicciones, y que por tanto reflejan una coherencia entre la teoría y la práctica revolucionarias.

Si la reforma perpetua la naturaleza del presente bajo diferentes formas, y con ello perfecciona y prolonga en el tiempo un estado de cosas existencialmente opresivo, la revolución conlleva la ruptura cualitativa que provoca un nuevo comienzo, con el que da lugar a una apertura espacio-temporal a nuevas e ilimitadas posibilidades sobre un futuro aún por determinar. Lo importante para la revolución es la transformación del mundo, pero su transformación es imposible si no se conoce ese mismo mundo que se aspira a cambiar para, de este modo, adecuar los medios a los fines perseguidos con los que crear las condiciones que permitan la revolución misma.

Para un revolucionario lo importante en primer lugar es la lucha misma a través de la que  establece una coherencia entre fines y medios, entre teoría y práctica, que se plasman en una ética y en un estilo que articulan una forma de vida que dota de plena vigencia a aquellas convicciones que lo inspiran. Así es como ese mundo nuevo que se aspira conseguir comienza a estar en vías de construcción. Y en segundo lugar la creación de las condiciones necesarias para romper con la naturaleza de la realidad, y con ello sentar las bases que harán posible la revolución, lo cual constituye una posibilidad real cuando su acción está dirigida por la coherencia de la ética y el estilo que le son inherentes además de la adecuación de los medios a los fines perseguidos. De este modo, la tarea revolucionaria consiste en encaminar la acción sin ilusión sabiendo poner por igual la victoria y la derrota, pues lo importante es que las posiciones interiores permanezcan intactas para que en cualquier circunstancia lo que debe ser hecho sea hecho. Esto último es la garantía de que mientras existan revolucionarios exista también una esperanza para la revolución.

[1] Entre los principales pensadores que concibieron la historia de esta manera cabe destacar a Heráclito en AA.VV., Fragmentos, Barcelona, Folio, 1999. Sorokin, Pitirim, Dinámica social y cultural, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1962. Sorokin, Pitirim, Tendencias básicas de nuestro tiempo, Buenos Aires, La Pléyade, 1969. Danilevsky, Nikolay, Россия и Европа. Взгляд на культурные и политические отношения Славянского мира к Германо-Романскому, San Petersburgo, Hermanos Panteleev, 1895. Spengler, Oswald, La decadencia de Occidente: bosquejo de una morfología de la historia universal, Madrid, Espasa, 1998. Toynbee, Arnold, Estudio de la historia, Madrid, Alianza, 1975. Nietzsche, Friedrich, Así habló Zaratustra, Madrid, Alianza, 1998. Vico, Giambattista, Principios de Ciencia Nueva, Barcelona, Folio, 2002.

[2] Cabe apuntar que la realidad actual se caracteriza más bien por una completa y absoluta falta de convicciones que por su existencia.


[3] Esto explica en gran medida la archiconocida frase de Buenaventura Durruti: “Llevamos un mundo nuevo en nuestros corazones”.

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