lunes, 6 de enero de 2014

Descartes, Heidegger y Foucault



Por el Emboscado


Entre 1550 y 1650 se produjeron cambios históricos de especial relevancia que afectaron a multitud de ámbitos. Entre esos cambios destaca el surgimiento del Estado moderno como forma de organización política dominante en Europa. Esto se debió principalmente a la revolución militar que tuvo lugar en aquella época gracias a las innovaciones tecnológicas y a las nuevas tácticas de combate.[1] Todo ello significó un aumento del número de recursos humanos, materiales y económicos necesarios para hacer la guerra, lo que exigió la creación y constante ampliación de la estructura organizativa central del Estado para la obtención de esos recursos.[2]

La guerra y su preparación constituyen el origen último del Estado y la causa de su progresivo crecimiento,[3] lo que se ha reflejado en la evolución del pensamiento filosófico entre los siglos XVI y XVII, período en el transcurso del que se produjeron unos cambios de gran calado. En lo que a esto respecta la filosofía pasó a ser un instrumento al servicio de fines prefijados por el Estado para la consecución de sus intereses. Como consecuencia de las diferentes revoluciones militares el esfuerzo filosófico se dirigió a impulsar el conocimiento científico para una permanente mejora de la tecnología de guerra, lo que exigía dar una respuesta al problema epistemológico que supone enfrentarse a una realidad compleja. Así fue como hizo su aparición la filosofía moderna de la mano de Descartes, cuya respuesta a este problema fue el pensamiento analítico.[4] De esta forma, a través del análisis, se procede a descomponer lo real en sus partes más pequeñas e indivisibles. Significa una simplificación de lo complejo al reducirlo a sus partes constitutivas. 

A partir de aquí se plantea el trabajo de síntesis consistente en realizar deducciones que parten de lo simple para llegar a proposiciones más complejas, de manera que se genera un movimiento continuo e ininterrumpido del pensamiento en el que, por medio de  la elaboración de enumeraciones complejas y revisiones generales que no omitan nada, sucesivas proposiciones contienen el desarrollo de los principios contenidos en aquellas sobre las que se basan. Por medio de Descartes la filosofía moderna se convirtió en un bucle en el que el pensamiento se desenvuelve de forma autónoma, desvinculado de la realidad, en base a un sistema basado en axiomas no contrastados con los hechos y que son fuente de toda clase de discursos más o menos subjetivos.

Sin embargo, y pese a que las innovaciones de Descartes en el terreno filosófico son mucho más amplias, el pensamiento analítico tuvo unas consecuencias más vastas de lo que pueda imaginarse. El procedimiento de descomponer el todo en sus partes más pequeñas no sólo constituye una forma de abordar la complejidad de la realidad, sino que ha demostrado ser un concepto con múltiples aplicaciones en diferentes ámbitos. En el terreno científico implicó la especialización del saber con la formación y desarrollo de las diferentes ciencias, lo que a su vez ha conducido inexorablemente a la progresiva transformación de las fuerzas productivas con una creciente división del trabajo y su permanente parcelación. Otra consecuencia derivada de lo anterior y potenciada hasta cotas inimaginables por el proceso de industrialización es la segmentación de la sociedad en diferentes clases sociales, tendencias y subculturas a través de una creciente especialización, cuyo corolario es el creciente atomismo social y la alienación. Finalmente la descomposición cartesiana tiene su reflejo en el sistema educativo con la deconstrucción del sujeto, de forma que se le impide formarse un criterio propio con el que desarrollar su pensamiento de forma autónoma por medio de la parcelación hiperespecializada del saber y del exceso de información.

El pensamiento analítico, como concepto, no tardó en aplicarse a otros ámbitos. Así lo demuestra la formación del Estado moderno que, para competir exitosamente con otras potencias en la esfera internacional, se vio en la necesidad de transformar la estructura de relaciones sociales de un tipo de sociedad más o menos autosuficiente, como así lo demuestran una multitud de casos,[5] para atomizarla y segmentarla de tal forma que resultase más fácil su mejor explotación. Para esto el Estado se dotó de una serie de instrumentos de dominación dirigidos a crear las condiciones precisas para hacer socialmente aceptables estas transformaciones, y con ello crear un consentimiento social a su opresión. El Estado se empeñó no sólo en transformar la economía y las relaciones sociales, sino que se ocupó de crear un entorno con el que moldear la cultura, y por tanto el comportamiento, del sujeto conforme a sus intereses estratégicos.

Si Decartes consolidó la separación sujeto-objeto y estableció el análisis como método para el estudio de la realidad, Heidegger fue el que abolió esa separación con dicho método al descomponer el mundo en muchos mundos. Heidegger afirmó la existencia como condición primordial del mundo, de forma que para pensar qué es el ser humano acuñó el término “Dasein” que significa “ser-estar ahí”. Este término crea un espacio en blanco, un área por llenar que requiere un estudio concreto de la particularidad de cada Dasein. En lo que a esto respecta cada ser humano (y por tanto cada Dasein) está formado por su entorno, y más concretamente por su cultura. No existe, por tanto, un único mundo sino muchos y muy diferentes mundos en función del entorno social en el que cada Dasein se ve “arrojado”.[6] En la medida en que el medio es el que configura al sujeto se dan múltiples subjetividades, tanto entre los diferentes universos culturales como dentro de cada uno de ellos en los que existe, a su vez, distintos mundos. Esto hace que según el mundo o mundos en los que el sujeto esté involucrado ciertos factores adquieran mayor o menor importancia en la constitución propia. Heidegger suprime así la separación entre sujeto y objeto debido a que el mundo no es algo que tenga una existencia fuera e independiente del sujeto, pues el sujeto es parte del mundo como el mundo lo es del sujeto al no haber distancia entre ambos.

A partir de lo expuesto puede deducirse rápidamente que Heidegger sentó las bases del postestructuralismo, del constructivismo y en general de toda la filosofía postmoderna. Sin embargo, la principal preocupación y objeto de interés que se trasluce en toda la filosofía de Heidegger es el poder. En tanto en cuanto Heidegger unió historicismo y hermenéutica también unió el sentido de cada creación, conducta, etc., con el contexto histórico y cultural particular del que es su reflejo. De este modo su principal preocupación se desplazó hacia aquello que determina la forma en la que el sujeto concibe el mundo y que denominó “das Man”, que puede traducirse como “Ellos” o “la Gente” y que se encuentra contenido en el concepto de “el Uno”. 

El Uno representa todas las posibilidades del Dasein en tanto mundo colectivo, por lo que el Uno está compuesto de otros Dasein cuya presencia crea el mundo en el que se desenvuelve cada Dasein individual. En suma, el Uno es el que establece el control y la autoridad sobre cada individuo al expresar las prácticas y conductas sociales que constituyen el mundo en el que actúa el Dasein, lo que determina sus posibilidades individuales y moldea su comportamiento. A través del Uno cobra sentido la existencia del sujeto al ser la referencia sobre la que se basa la forma de ver el mundo y de obrar en este, de tal manera que la experiencia del Dasein es una experiencia colectiva en tanto en cuanto es un ser-con-otros. De este modo el Dasein es, piensa y siente como lo hace la gente que le rodea. Los Otros ejercen un dominio inconspicuo que se ejerce sin conciencia del propio Dasein en tanto que ser-con-otros, lo que hace que pertenezca a los Otros y refuerce su poder. Esta circunstancia es la que permite la identificación del Dasein con el Uno, una identificación del individuo con el colectivo en el que desarrolla su existencia y del que forma parte.

La filosofía de Heidegger es el reflejo de la diversidad y segmentación social ocasionada por el proceso de industrialización, la división y especialización del trabajo, la alienación y la consolidación de la estructura social de clases, pero también del desarrollo de los instrumentos de dominación cultural e ideológica modernos: sistema educativo, periódicos, radio, televisión, etc. Asimismo, Heidegger abogaba con su filosofía por un perfeccionamiento de esa estructura social de dos maneras: propugnando la conciliación del Dasein con su ser-en-el-mundo en una forma que él denominó auténtica, y que significaría el cuidado de ese mundo del que se es parte; y la realización de lo mejor de las posibilidades del Dasein, aún a pesar de haber sido previamente definidas por el Uno, dentro de ese mundo al que pertenece. Heidegger rechazaba como inauténtica la forma de vida elegida por el Dasein que sigue unas reglas distintas de las establecidas por el Uno, y que por ello significaban una ruptura con el mundo del Dasein. En última instancia Heidegger se oponía a que cada persona tomase posesión de su propia vida para vivirla desde sí misma, y por tanto que el sujeto pueda autoconstruirse. Heidegger demostró ser así un filósofo que no sólo abogaba por mantener la alienación del sujeto en el seno de la sociedad capitalista, sino que ideó las herramientas teóricas y conceptuales para mantener y perfeccionar dicha alienación en beneficio del sistema de poder establecido.

Para Heidegger tampoco existe una realidad como tal, sino distintas realidades en función de las diferentes formas que el Dasein tiene de ser-en-el-mundo y que configuran la visión que tiene de este. No existe una realidad objetiva como tal sino una experiencia de la misma que está determinada por el contexto en el que vive el Dasein, y más específicamente por el Uno que determina las posibilidades y cotidianidad del Dasein.[7]Todo esto reduce la cuestión epistemológica a un juego de subjetividades y en última instancia de discursos prevalecientes, que son los que crean y dan forma al contexto del Dasein y, en definitiva, crean el mundo. Heidegger sentó las bases del postestructuralismo y del postmodernismo que Michel Foucault se encargó de desarrollar. Así es como la sombra de Heidegger planea sobre la filosofía del s. XX, pues el mismo Foucault declaró textualmente poco antes de morir: “Heidegger ha sido un filósofo esencial para mi”.[8]

En Foucault, al igual que en Heidegger, no hay el más mínimo atisbo de interés por la verdad. Para Foucault todo se reduce a una desencarnada lucha de subjetividades, y más concretamente de discursos que articulan los diferentes sistemas de pensamiento y de conocimiento que él denominó “epistemes” o “formaciones discursivas”.[9] Estos sistemas están regidos por reglas que operan en la conciencia del sujeto y que determinan los límites del pensamiento en un lugar y período dados. Entonces, los diferentes discursos pugnan por convertirse en el discurso dominante en una determinada sociedad para establecer su propio régimen de verdad con el que dictar el modo en el que debe interpretarse la realidad. Según el mismo Foucault la episteme determina el modo de actuar del sujeto en un tiempo y espacio particulares, de forma que dicha episteme no puede ser conocida por quienes actúan dentro de ella.

Foucault sistematiza el relativismo epistemológico a través de su crítica al estructuralismo y a los metarrelatos de las teorías omnicomprensivas y totalizantes que se arrogan la verdad y la objetividad. Estas grandes teorías no son sino discursos dominantes que reflejan los intereses y ambiciones de las elites, que han logrado así imponer a la sociedad una forma particular de interpretar la realidad acorde con sus intereses. Este discurso es el que construye la realidad y crea al propio sujeto. 

Foucault relativiza y deconstruye estas grandes teorías por medio del perspectivismo y del pluralismo interpretativo, por lo que no existen fundamentos de lo social que puedan aprehenderse más allá del contexto que las diferentes epistemes determinan a lo largo de la historia. Más bien los fundamentos sociales cambian de una episteme a otra, de manera que Foucault establece un relativismo en el ámbito del conocimiento al reducirlo todo a una lucha entre discursos que reflejan diferentes subjetividades, y que únicamente persiguen universalizar su subjetividad haciéndose dominantes en la sociedad. Foucault no admite la idea de verdad ni los fundamentos del conocimiento al basarse en un subjetivismo en el que todo es relativo, y por tanto las construcciones teóricas sólo son discursos voluntaristas que reflejan los intereses y aspiraciones, y en último término la voluntad de poder, de quienes los elaboran. De esta forma para Foucault lo único que importa, la idea directriz que conduce toda su reflexión filosófica, es el poder y su conquista. Por tanto sólo existen sucesiones de diferentes regímenes de poder cuya resistencia no deja de ser otra forma de poder que aspira a establecerse como dominante. No existen, entonces, nada más que tendencias sociales que luchan por imponerse unas a otras al ser imposible determinar el carácter verdadero de las proposiciones sobre las que se fundan los discursos que las conducen, pues lo verdadero y lo falso es determinado por cada formación discursiva a partir de su propia lógica interna.

Los planteamientos postestructuralistas de Foucault invalidan cualquier explicación holística de la realidad y sobre todo cualquier certidumbre que sirva de referencia estable. Foucault descarta cualquier construcción teórica de carácter general y aboga por el uso de la teoría únicamente para campañas específicas en luchas parciales y limitadas. Para Foucault fue prioritario, en base a su labor filosófica, crear una caja de herramientas con la que desarrollar discursos para situaciones concretas. De aquí se deriva su idea del “intelectual específico” que se centra en ofrecer respuestas a problemas muy concretos e inmediatos con la elaboración de discursos y teorías perecederas. De esta forma Foucault aceptaba la división del trabajo y la hiperespecialización al abogar por el saber particular y el respeto de las diferencias de la sociedad industrial. 

Todo esto le llevaba a aceptar igualmente la alienación y la dominación, pero sobre todo la atomización de la sociedad del capitalismo avanzado con su fragmentación de la vida en las estrechas especialidades que son ámbito de innumerables expertos. Foucault fue un ideólogo del reformismo en el que el intelectual específico se ocupa de problemas muy concretos para los que ofrece soluciones inmediatas sin ir a la raíz, pero sobre todo fue un ideólogo de una forma renovada de tecnocracia y pedantocracia en la que los especialistas de diverso tipo ejercen su poder sobre el conjunto de la sociedad con sus ideas y recomendaciones. Aquí se demuestra la verdadera intencionalidad política de la relación entre saber y poder esbozada por el propio Foucault, lo que en última instancia ha servido para un perfeccionamiento del sistema establecido gracias a la inestimable contribución de las ideas de la casta de especialistas.

Heidegger introdujo el relativismo epistemológico con su noción de la existencia de diferentes mundos. No hay una verdad sino diferentes nociones de la verdad determinadas por el contexto histórico y cultural que conforman los diferentes mundos. La cuestión del saber se reduce a un problema de subjetividades que Foucault desarrolló en base a las epistemes y formaciones discursivas. Lo que en Heidegger estaba contenido de manera implícita Foucault lo llevó hasta sus últimas consecuencias al convertir al sujeto en el fundamento último del mundo mediante el discurso, lo que no se diferencia del planteamiento de Descartes y su cosa pensante según la cual el mundo existe como resultado de la mente. En términos generales, y en lo que a esto respecta, tanto Heidegger como Foucault no hacen ninguna aportación sustancial al viejo debate idealista, el cual se limitan a recrear y reproducir bajo formas renovadas y más sofisticadas.

Pero lo más importante es la descomposición de la realidad que llevaron a cabo tanto Heidegger como Foucault en la aplicación del método analítico ideado por Descartes. Heidegger lo empleó para legitimar el orden social capitalista y su atomismo con vistas a una conciliación del sujeto con su propia condición de alienado. Su aportación filosófica no es realmente novedosa al haberse limitado a reproducir lo que muchos filósofos ilustrados (Diderot, La Mettrie, Helvecio, etc…) ya formularon. La construcción del sujeto desde fuera por el Uno, y la relación entre el sujeto y el Uno no es otra cosa que la reformulación de aquellas ideas que los ilustrados esbozaron en torno a la educación para un mejor dominio del Estado sobre sus súbditos. 

Su obra más importante, Ser y Tiempo,[10] es un cúmulo de divagaciones redactadas con un lenguaje oscuro que simplemente encubren la falta de creatividad y originalidad del autor para explicar cabalmente un tema ampliamente tratado durante la Ilustración. Aunque la existencia de diferentes mundos aparentemente rompe con la racionalidad ilustrada, Heidegger únicamente replantea la cuestión del poder desde el prisma de la construcción de un contexto social y cultural que moldee al sujeto, lo que hace de su filosofía un instrumento al servicio del poder para racionalizar su control de la sociedad en el terreno cultural e ideológico para supeditarla a sus propios intereses y, sobre todo, para mantener la alienación del sujeto a través de su identificación con el orden social establecido. Esto convierte a Heidegger en un ideólogo del totalitarismo cultural, y más concretamente de la alienación cultural e ideológica al servicio del Estado que consigue adecuar el comportamiento del sujeto a sus intereses estratégicos al mismo tiempo que obtiene su consentimiento.

Foucault tomó lo esencial de la filosofía de Heidegger para ir aún más lejos. La deconstrucción del mundo como rechazo al estructuralismo y a los metarrelatos de las grandes teorías totalizadoras significó por un lado legitimar la división del trabajo, y por otro potenciar la especialización en curso. La existencia de diferentes discursos que compiten entre sí y que son, en definitiva, subjetividades que reflejan los intereses y la voluntad de poder de quienes los han elaborado conduce al relativismo epistemológico y a la fragmentación del saber. Ya no es posible un estudio holístico de la realidad pues Foucault la deconstruyó como totalidad para fragmentarla, lo que supuso una mayor especialización y parcelación del conocimiento hasta cotas inimaginables con la formación de una casta de especialistas de todo tipo. Pero al mismo tiempo Foucault esbozó una filosofía orientada a la reforma del sistema, y por lo tanto a su permanente perfeccionamiento, con la búsqueda de mejoras inmediatas a problemas parciales. 

La pérdida de visión de conjunto impide ir a la raíz de los problemas, y con ello plantear una salida revolucionaria que suponga una transformación total de la sociedad, lo que convierte a Foucault es un paladín de la reacción. No sólo impide plantear un proyecto político enteramente transformador, sino que al mismo tiempo impide cualquier tipo de estrategia mínimamente coherente al supeditarlo todo al activismo de las luchas parciales. Foucault hizo del sistema establecido el territorio donde han de desarrollarse las luchas sociales y políticas.

Para Foucault la verdad no sólo es inaccesible sino que no importa nada, pues sólo importa la conquista y conservación del poder a la que se supedita la elaboración de todo discurso. Foucault, a diferencia de Heidegger, reprodujo bajo nuevos ropajes la idea de la cosa pensante por la que la mente es el fundamento del mundo. Las nuevas subjetividades que se convierten en discursos dominantes no son otra cosa que el reflejo de una filosofía centrada en el Yo por la que el mundo es una creación de la mente. El voluntarismo se impone con su correspondiente modelo de interpretación de la realidad esencialmente autorreferencial. No hay forma de sustentar dichos modelos interpretativos porque tampoco existe un criterio o fundamento en función del que pueda afirmarse su validez. Este relativismo epistemológico lleva a otro relativismo en el plano moral y político ya que no es posible ofrecer ninguna argumentación coherente para orientarse en una dirección, ideológica o política, antes que en otra, pues cualquier tendencia social y política pasa a tener el derecho a imponerse sobre cualquier otra. Todo esto conduce necesariamente al irracionalismo como de alguna manera lo demostraron los apoyos de Foucault a la revolución iraní como nueva forma de “espiritualidad política”.

Con Foucault se sentaron las bases definitivas del relativismo intelectual que más tarde se proyectó sobre todas las demás esferas de la vida al establecer su particular dogma de que todo vale, lo que finalmente significó la degradación moral del ser humano y consecuentemente la justificación del Estado como ente regulador de la amoralidad socializada. Esto convierte a Foucault en un filósofo al servicio del poder establecido, y sobre todo del Estado, que rompe definitivamente con el aura de radicalidad con el que fue investido por algunos sectores políticos e intelectuales.



[1] Mcneill, William, La búsqueda del poder. Tecnología, fuerzas armadas y sociedad desde el 1000 D.C., Madrid, Siglo XXI, 1998. Parker, Geoffrey, La revolución militar. Las innovaciones militares y el apogeo de Occidente, Madrid, Alianza, 2002. Eltis, David, The Military Revolution in Sixteenth-century Europe, Barnes Noble Books, 1998

[2] Roberts, Michael, “The Military Revolution, 1560-1660” en Clifford J. Rogers (ed.),The Military Revolution Debate: Readings on the Military Transformation of Early Modern Europe, Colorado, Westview Press, 1995, pp. 13-36. Duffy, Michael (ed.), The Military Revolution and the State, 1500-1800, Exeter, University of Exeter, 1980.

[3] Tilly, Charles, Coerción, capital y los Estados europeos, 990-1990, Madrid, 1992. Oppenheimer, Franz, The State: Its History and Development Viewed Sociologically, Forgotten Books, 2012. Barclay, Harold, The State, Londres, Freedom Press, 2003. Tilly, Charles, War and the power of warmakers in western Europe and elsewhere, 1600-1980,Michigan, Universidad de Michigan, 1983. Jouvenel, Bertrand de, Sobre el poder. Historia natural de su crecimiento, Madrid, Unión Editorial, 2011. Leval, Gastón, El Estado en la historia, Cali, Otra Vuelta de Tuerca. Finer, Samuel, “State- and Nation-Building in Europe: The Role of the Military” en Charles Tilly (ed.), The Formation of National States in Western Europe, Nueva Jersey, Princeton University Press, 1975, pp. 84-163. Hintze, Otto, “La organización militar y la organización del Estado” en Josetxo Beriain Razquin (coord.), Modernidad y violencia colectiva, Madrid, Centro de Investigaciones Sociológicas, 2004, pp. 225-250. Hintze, Otto, “La formación histórica de los Estados” en Revista de Administración Pública Nº 46, abril-junio 1981, pp. 23-36. Tilly, Charles, “Guerra y construcción del Estado como crimen organizado” enRelaciones internacionales: Revista académica cuatrimestral de publicación electrónica Nº 5, 2007.

[4] Las obras en las que desarrolla su propuesta epistemológica son Descartes, René,Reglas para la dirección del espíritu, Madrid, Alianza, 1984. Descartes, René, Discurso del método, Madrid, Alianza, 1984.

[5] La Península Ibérica es un claro ejemplo donde la sociedad, durante la Edad Media, se autoorganizaba a través del Concejo abierto, asamblea soberana de vecinos, como así lo atestiguan innumerables documentos de la época como las cartas puebla, los fueros locales, etc. Son reseñables las investigaciones recogidas sobre esto en Rodrigo Mora, Félix, La democracia y el triunfo del Estado. Esbozo de una revolución democrática, axiológica y civilizadora, Morata de Tajuña, Editorial Manuscritos, 2011 y Rodrigo Mora, Félix, Naturaleza, ruralidad y civilización, Brulot, 2011. Para las sociedades americanas resulta ilustrativa la lectura de Clastres, Pierre, La sociedad contra el Estado, Barcelona, Virus editorial, 2010, y Barclay, Harold, People without government: an anthropology of anarchy, Kahn and Averill, 1990. En cuanto a las sociedades campesinas del sudeste asiático que resistieron a la expansión del Estado destaca Scott, James C., The Art of Not Being Governed: An Anarchist History of Upland Southeast Asia, Yale University Press, 2009, y Scott, James C., Weapons of the Weak: Everyday Forms of Peasant Resistance, Yale University Press, 1985. Acerca de las sociedades medievales de diferentes zonas de Europa como el norte de Italia o de Rusia en las que existieron formas de autoorganización popular asamblearia son interesantes las consideraciones recogidas en Kropotkin, Piotr, El apoyo mutuo, Cali, Madre Tierra Editorial, 1989, pero también en Kropotkin, Piotr, La moral anarquista, Buenos Aires, Utopía Libertaria, 2008. Para sociedades sin Estado como la germana y la celta se encuentran los análisis recogidos en Engels, Federico, El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, Madrid, Fundamentos, 1970

[6] Según Heidegger los diferentes sistemas filosóficos de Occidente ignoran el “arrojo” como rasgo central del conocimiento, pues cada Dasein es arrojado dentro del mundo, y más específicamente dentro de un mundo particular que está fuera de su control y que contiene cosas que el Dasein no ha elegido. Es este mundo el que da forma al Dasein al configurar su cotidianidad.

[7] Es notable reseñar la proximidad filosófica entre Ortega y Heidegger, sobre todo en la medida en que el primero desarrolló una noción de la existencia y del sujeto definida por las circunstancias y que sintetizó en la conocida expresión de “yo soy yo y mis circunstancias”. De esta manera el sujeto y el mundo conforman una unidad y las circunstancias constituyen todo aquello que el sujeto da por sentado a modo de creencias que operan de manera inconsciente en su cotidianidad.

[8] Saña Halcón, Heleno, Atlas del pensamiento universal. Historia de la filosofía y los filósofos, Books4Pocket, 2008, p. 312

[9] Foucault, Michel, La arqueología del saber, México, Siglo XXI, 1979

[10] Heidegger, Martin, Ser y Tiempo, Madrid, Trotta, 2003


domingo, 29 de diciembre de 2013

Sobre la Tarea Revolucionaria




Por el Emboscado


La historia nos enseña que su estructura es circular y cíclica, de forma que existen periodos de crecimiento y de decadencia que dan lugar a nuevos comienzos que son, en definitiva, la conclusión de los ciclos que les precedieron. Esta concepción de la historia ha sido expresada a lo largo del tiempo de muy diferentes y variadas formas por distintos pensadores, lo que ha servido para reconfigurar una antigua, aunque siempre renovada, concepción de la historia.[1] La historia se caracteriza, por tanto, por su movimiento circular y cíclico con una sucesión aleatoria, paisajista e irracional de diferentes hechos que se enmarcan dentro del movimiento cíclico global de esta.

Aunque el movimiento de la historia siempre es el mismo debido a su estructura circular, el contenido siempre es diferente pues lo único que hay de idéntico es la sucesión de los diferentes ciclos que la componen. Sin embargo, esta noción de la historia tiende a caer en cierto determinismo que constituye en gran medida la base de su crítica a las concepciones lineales de la historia. En la historia se dan irremisiblemente fases que no pueden ser eludidas en modo alguno, de manera que se produce un desarrollo impersonal de los acontecimientos que sobrepasa a las individualidades que los protagonizan o padecen. En este sentido el ser humano es más un objeto que un sujeto de la historia al estar determinado por unas fuerzas que le preceden, y por tanto por una estructura histórica que lo conduce irremisiblemente hacia situaciones de las que no puede sustraerse.

Pero en la práctica el futuro siempre está abierto y es susceptible de ser cambiado, lo que depende de la voluntad del ser humano para convertirse en su moldeador y por tanto en el constructor de su propia historia. De esta forma un nuevo comienzo depende no tanto del desarrollo impersonal de la historia y de su estructura circular sino de la voluntad, aunque también de la capacidad, del ser humano para dar lugar a nuevos comienzos que pongan fin a ciclos precedentes. En lo que a esto respecta revolución es etimológica y realmente “re-volver”, regresar a los orígenes. Significa una ruptura cualitativa con la esencia y naturaleza del presente para completar su ciclo y dar lugar a un nuevo comienzo. Así pues, la revolución, por medio de la inversión, acelera el proceso de decadencia para darle fin, y así, cerrar el ciclo.

La agudización del carácter disolvente y decadente del presente conlleva, por efecto de acumulación cuantitativa, un salto de nivel que constituye un cambio cualitativo en la realidad. La revolución conlleva la precipitación de la realidad hasta el punto catártico que señala el paso revolucionario cíclico.

La revolución se opone por su propia naturaleza y contenido a la perpetuación del presente bajo formas renovadas. La revolución, por definición, es una ruptura con el presente para dar lugar a un nuevo comienzo. Al tratarse de una ruptura cualitativa con el presente contra el cual se opone lo empuja al mismo tiempo para precipitar su definitiva caída. Por así decirlo constituye el proceso de disolución del presente a través de su inversión con el que iniciar un nuevo ciclo. Su carácter transformador se refleja en este rasgo a la vez destructivo y creador que permite regresar a un origen que siempre es un nuevo comienzo cualitativamente distinto.

La revolución no es, y no puede ser, un bastón sobre el que apoyarse o una ilusión que únicamente sirva para, en el plano personal, sobrellevar el día a día de un presente decadente, enfermizo y desestructurador. Una noción así de la revolución es por sí misma contrarrevolucionaria al contribuir a mantener la esencia del presente, al mismo tiempo que constituye el reflejo de una debilidad latente de quien ya está o se sabe derrotado al considerar la revolución como algo irrealizable. Semejante noción de la revolución es limitativa en tanto en cuanto queda relegada a la condición de un sueño, de una válvula de escape que no asume la tarea de que cuando la revolución es irrealizable la labor de todo revolucionario es hacer que deje de serlo para convertirla en una posibilidad real. La revolución no se plantea como meta pensada a partir de la realidad inmediata, y por tanto no se plantea si ella es realizable o no en ese presente inmediato, sino que centra sus esfuerzos en crear las condiciones propicias para que la revolución se convierta en una posibilidad real y no se quede en un mero deseo o aspiración.

La vieja disyuntiva entre reforma y revolución se desarrolla en estos mismos términos entre lo posible y lo deseable. Mientras que la reforma convierte lo posible en deseable la revolución consiste en convertir lo deseable en posible. Si la reforma constituye una mejora de las condiciones inmediatas del presente, sin alterar su naturaleza, la revolución significa la ruptura cualitativa con el presente y su naturaleza para hacer posible un nuevo comienzo que ponga fin, a su vez, al ciclo que le precedió para iniciar así uno nuevo. Por este motivo la revolución es ya una posibilidad real cuando es pensada desde sí misma, como proyecto transformador y rupturista de la realidad inmediata, para adecuar los medios precisos disponibles en el presente para su realización exitosa. La revolución ya es una posibilidad desde el momento en el que la acción está encaminada a su consecución.

Pero no hay revolución posible si no hay un trasfondo de conciencia revolucionaria como tal, pues la revolución misma es la expresión de la voluntad de quienes están determinados a realizarla más allá de las posibilidades que a nivel inmediato ofrece la realidad presente. En este sentido la revolución es el deber moral de quienes son portadores de unas convicciones de naturaleza antagónica a aquellas sobre las que se funda la realidad inmediata.[2] Por este motivo cualquier lucha revolucionaria en los términos antes precisados constituye una lucha en la que lo importante, más allá de la realización de la ruptura revolucionaria que haga posible un nuevo comienzo, es la lucha misma que da vigencia a través de la acción revolucionaria a esas mismas convicciones que se aspira a materializar mediante la construcción de un mundo nuevo.[3] Es más, esas convicciones ya se materializan desde el momento en que el revolucionario las pone en práctica consigo mismo a través de su lucha, pues los ideales y las convicciones solo existen, y por tanto solo tienen vigencia, en la práctica, cuando son vividos. Debido a esto la revolución exige una ética y un estilo que se manifiestan en la experiencia cotidiana a través de una forma de vida que obedece a esas mismas convicciones, y que por tanto reflejan una coherencia entre la teoría y la práctica revolucionarias.

Si la reforma perpetua la naturaleza del presente bajo diferentes formas, y con ello perfecciona y prolonga en el tiempo un estado de cosas existencialmente opresivo, la revolución conlleva la ruptura cualitativa que provoca un nuevo comienzo, con el que da lugar a una apertura espacio-temporal a nuevas e ilimitadas posibilidades sobre un futuro aún por determinar. Lo importante para la revolución es la transformación del mundo, pero su transformación es imposible si no se conoce ese mismo mundo que se aspira a cambiar para, de este modo, adecuar los medios a los fines perseguidos con los que crear las condiciones que permitan la revolución misma.

Para un revolucionario lo importante en primer lugar es la lucha misma a través de la que  establece una coherencia entre fines y medios, entre teoría y práctica, que se plasman en una ética y en un estilo que articulan una forma de vida que dota de plena vigencia a aquellas convicciones que lo inspiran. Así es como ese mundo nuevo que se aspira conseguir comienza a estar en vías de construcción. Y en segundo lugar la creación de las condiciones necesarias para romper con la naturaleza de la realidad, y con ello sentar las bases que harán posible la revolución, lo cual constituye una posibilidad real cuando su acción está dirigida por la coherencia de la ética y el estilo que le son inherentes además de la adecuación de los medios a los fines perseguidos. De este modo, la tarea revolucionaria consiste en encaminar la acción sin ilusión sabiendo poner por igual la victoria y la derrota, pues lo importante es que las posiciones interiores permanezcan intactas para que en cualquier circunstancia lo que debe ser hecho sea hecho. Esto último es la garantía de que mientras existan revolucionarios exista también una esperanza para la revolución.

[1] Entre los principales pensadores que concibieron la historia de esta manera cabe destacar a Heráclito en AA.VV., Fragmentos, Barcelona, Folio, 1999. Sorokin, Pitirim, Dinámica social y cultural, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1962. Sorokin, Pitirim, Tendencias básicas de nuestro tiempo, Buenos Aires, La Pléyade, 1969. Danilevsky, Nikolay, Россия и Европа. Взгляд на культурные и политические отношения Славянского мира к Германо-Романскому, San Petersburgo, Hermanos Panteleev, 1895. Spengler, Oswald, La decadencia de Occidente: bosquejo de una morfología de la historia universal, Madrid, Espasa, 1998. Toynbee, Arnold, Estudio de la historia, Madrid, Alianza, 1975. Nietzsche, Friedrich, Así habló Zaratustra, Madrid, Alianza, 1998. Vico, Giambattista, Principios de Ciencia Nueva, Barcelona, Folio, 2002.

[2] Cabe apuntar que la realidad actual se caracteriza más bien por una completa y absoluta falta de convicciones que por su existencia.


[3] Esto explica en gran medida la archiconocida frase de Buenaventura Durruti: “Llevamos un mundo nuevo en nuestros corazones”.

sábado, 21 de diciembre de 2013

La Causa de los Pueblos



Por Isidro Juan Palacios


Todos los pueblos tienen derecho a su identidad, a guardarla como es, y a ser ellos mismos. Pero, ¿en nombre de qué podría condenarse la tendencia (natural) de los pueblos a la expansión? La solución no está en la imposición de un orden prefabricado, sino en la recuperación del arraigo (del Espíritu) por medio de un equilibrio, un equilibrio que podría formularse como “Imperio Cultural”, siguiendo la línea de Yukio Mishima. Ese equilibrio, ese Imperio del Espíritu es lo que aquí se propone como vía de realización de la Causa de los Pueblos.

El Imperio Matador

De los años en los que se ensalzaba la obra de los Imperios conquistadores y colonizadores, se ha pasado a la compasión, y más que eso, a la añoranza actual de las civilizaciones ahogadas sórdidamente o destruidas. Es la hora en que se pretende levantar a los muertos. Y es legítima esta posición, porque nadie puede censurar el recuerdo de pasadas herencias, su defensa, o incluso su reconquista. Los pueblos tienen derecho a ser ellos mismos, a buscar sus raíces y a cultivarlas. Pero creer, como lo hacen algunos, que esta fórmula es la única digna de respeto, significa caer en un nuevo modo de ser extremista. En el derecho que cada pueblo tiende a ser diferente, debería entrar tanto el reconocimiento de una propia voluntad defensiva de la simple existencia libre, como también debería ser reconocida (¿por qué no?) la vocación de un pueblo a expandir su diferencia. ¿Quién podría negarlo —en nombre de qué moral— si el mundo ha sido hecho así, en permanente tensión, en continua fuerza, en constante hostilidad? Es cierto que la pérdida de nuestra diferencia nos puede venir por la imposición de un enemigo de gran empuje, pero cuántas veces la caída de un pueblo se ha debido a su merma de calidad interior, a la presencia de una traición frente a sí mismo, frente a su identidad... Sea como fuere, lo que se pretende decir es que si Europa hoy se encuentra amenazada, si la Europa de los llamados países libres se halla colonizada culturalmente por la ideología del American way of life, hace bien en desear o vivir con empeño esa libertad; sin embargo, ¿quién puede lanzar anatemas contra USA por ser lo que es y extenderse? El problema no es tanto censurar a América, como el que Europa permanezca indiferente hacia su derrota interior; viva ignorando sus raíces; crea que el ocio hedonista y el nihilismo es su principal y más atractiva ocupación. Ser antiamericano visceral o psicológicamente es la peor de las defensas. Ser europeo, de vuelta hacia sí mismo, sin importar lo demás demasiado, es la mejor posición: la fuerza de la libertad.

Vencedores y vencidos

Si en algún nivel los principios morales, los de cortesía o de respeto, han quedado tachados, en la mayor parte de las ocasiones, ha sido en la dinámica histórica y a histórica de los pueblos, constituidos, o no, bajo la forma de Imperios. Si los mayas o aztecas lucharon contra los españoles; si los ingleses hicieron la guerra a los chinos; si los americanos rompieron el hermetismo histórico japonés; si el tercer mundo padece todavía una sorda y encubierta colonización gracias a la omnipotencia del Nuevo Orden Internacional de la Información... es una partida de ajedrez que puede quedar siempre en tablas. Nunca como en estos casos, la “verdad” ha presentado dos caras.

El Imperio azteca —sacrificador él— fue inocentemente sacrificado y su civilización borrada del mapa por los españoles, para quienes no existieron dudas de considerar su acción obra de fe y su conquista una hazaña digna de ser levantada orgullosamente. Los ingleses y los americanos no tuvieron escrúpulos en imponer una guerra por motivos estrictamente comerciales, como el caso de la guerra del Opio con China o la forzada apertura del shogunado japonés por la acción cañonera del almirante Perry. Ni la internacional de la comunicación ha tenido pesadillas para transgredir el “principio” de autodeterminación de los pueblos con su tapada colonización cultural, tal y como fuera denunciada por Indira Gandhi, Burguiba y tantos otros presidentes tercermundistas. En efecto, no hay moral en la historia: sólo vencedores y vencidos.

Frente al “proselitismo”

Las causas de los pueblos no podrán resolverse u orientarse nunca en estos términos, en los que se pretende aplicar una moral, casi siempre la moral de quien, por razones de su fuerza, desea que el orbe, de una manera manifiesta o inconfesada, siga sus pautas individuales y unilaterales. La cuestión fundamental será entonces otra. El problema será más bien de equilibrio o de desequilibrio. Y es evidente que la causa de los pueblos estará siempre por la primera de estas expresiones y no por la segunda. Pues el equilibrio es lo único que puede matar a los imperialismos arrasadores y agobiantes. Es el principio que puede enlazar con la idea del “Emperador Cultural” defendida por Yukio Mishima, para quien la médula de la Cultura estaba en la cortesía, esto es: la paz entre quienes viven en belicosa tensión, sin renunciar a ella; el respeto por las formas y diferencias de cada identidad; el apego a lo interior y a las herencias... Equilibrio, como lo entendieron los celtas con su concepción del Imperio Metafísico y que tuvo cierta respuesta en el Medioevo céltico-cristiano, en el que el eje de la unidad vertical no rompía la diversidad, sino que hacía vivir las múltiples diferencias en lo horizontal, en el arraigo, en la tierra. Equilibrio, en fin, como base que enseña a respetar y a respetarse ante todo, y en cuyo diccionario la palabra “proselitismo” sólo aparece secundariamente, autolimitado, desprovisto de violencia, aunque no de espíritu de empuje.

El problema no es tanto censurar a América como que Europa permanezca indiferente a su propia derrota interior. Elogio de la diferencia. Esto ya lo ha comprendido hasta la
Iglesia Católica, la cual, al aceptar que otras formas de espiritualidad, como el Budismo, el Hinduismo o el Islamismo, pueden ser reconocidas como vías de realización e incluso de salvación, se ha visto curiosamente impelida a cambiar su tradicional modo y doctrina misionera. Y es que la llamada causa de los pueblos dice que Dios no tiene un solo pueblo elegido, sino que todos los pueblos lo son, haciéndose así, por lo tanto, merecedores de dignidad.

Superar el provincianismo cultural, mirar el mundo desde una altura cósmica, nos enseña ahora que no sólo los hebreos fueron creados hombres, insuflados espiritualmente; también, y con razón, lo fueron los japoneses, cuyas islas se hicieron con manos de dioses; como, asimismo, los griegos que con sus primitivos juegos olímpicos evocaban la rememoración y reactualización mítica del paraíso terrenal; o los “pieles rojas”, tan hostigados por la codicia y el industrialismo. Nadie puede ser considerado inferior por su diferencia y forzado a una salvación dogmática que no entiende, por extraña. Cada pueblo, como cada ser humano, tiene dentro de sí mismo todo lo que necesita, adecuado a su personalidad desigualizada, y siente la propia llamada. La conclusión que plantea este tema de la cuestión de los pueblos es, por consiguiente, la del arraigo: marchar al reencuentro de las propias raíces y devolver al mundo de las ideologías la utopía de la homogeneidad, porque ésta, cualquiera que sea su signo, es siempre nefasta.

El Arraigo

La pérdida del arraigo de las actuales civilizaciones democráticas no es un problema materialista, sino espiritual. Los pueblos antiguos no tenían establecida una diferenciación entre lo sagrado y lo profano. El Espíritu todo lo penetraba y lo impregnaba. Convivía con el hombre en la casa, en la caza, en la guerra, en la labranza y en la ceremonia religiosa. Era cierto que todos reconocían un más allá absoluto, innombrado e innombrable, silencioso, impresionante, estremecedor, pero el Espíritu salido de aquella distancia penetraba el mundo. Mediante tal arraigo del Espíritu, ya visible o invisible, los pueblos se vinculaban a la creación, se hacían inmanentes, y aprendían a apreciar los bosques, las fuentes y las grutas, a la vez que entendían lo que era la trascendencia y la muerte. El mundo era, así, una manifestación de comunidades de vivos y de muertos no quebradas.

La caída del arraigo

Con las revoluciones que han desacralizado la vida poco a poco, la presencia del Espíritu “ha muerto” y parece como si éste se hubiera desarraigado de la tierra, no por su voluntad, sino por la acción del hombre profano que, con su gesto, ha hecho nacer una suerte de trascendentalismo negativo, esto es, un mandar lejos al Espíritu, sin reconocerle cualquier posibilidad de intervención en la existencia cotidiana.

Pues bien, los pueblos que han sacado de sí ese Espíritu arraigado son los primeros que han perdido su ser y se han hecho etéreos, vacíos. Y desde los siglos XVIII y XIX son estos precisamente —y sobre todo los occidentales— los que han venido arremetiendo contra los pueblos de los campos, considerados antiguos, primitivos, incivilizados, pero curiosamente creyentes aún en la existencialidad del Espíritu anclado en la tierra. La conclusión es que existe un curioso paralelismo: la pérdida del Espíritu, que impregna todo, no apega o vincula más a la tierra; más bien, al contrario, separa de ella a quien vive bajo esta inclinación. Si la profanación del mundo, desacralizándolo, se hizo, consciente o inconscientemente, con la intención de disfrutar más de las cosas, pretendiendo transformar la vida en una especie de paraíso hedonista y ocioso, de feria, el resultado ha sido justo el contrario: la tierra se pierde, se rompen las raíces, nacen las civilizaciones sin arraigo — falsas—, las urbanizaciones, las ciudades que rompen con la naturaleza: los dragones que arrasan y gastan todo cuanto les sale o encuentran a su paso, ya sean paisajes, ya sean lobos, ya sean indios.

lunes, 16 de diciembre de 2013

Aprendiendo a amar a Leni Riefenstahl




Por Slavoj Zizek


La vida y la obra de Leni Riefenstahl, quien murió el lunes a la edad de 101 años, parece prestarse a una cartografía de la autonomía [1], progresando hacia una conclusión oscura. Comienza con los tempranos “mountain films” en los años veinte en los que ella actuaba y después empezó también a dirigir, con su famoso heroísmo y su esfuerzo corporal en las condiciones extremas del alpinismo de montaña. Siguieron con sus documentales notoriamente nazis en los años treinta, celebrando la disciplina corporal, la concentración, y Leni Riefenstahl la fuerza de voluntad en el deporte así como en la política.

Así, luego de la Segunda Guerra Mundial, en sus álbumes fotográficos, ella redescubrió su ideal de belleza corporal y el auto-dominio elegante en la tribu africana Nuba. Finalmente, en sus últimas décadas, ella aprendió el difícil arte de bucear en el mar profundo y comenzó los documentales sobre la extraña vida en las profundidades oscuras del mar.

Obtenemos así, una clara trayectoria de la cima al fondo: empezamos con individuos escabrosos que se esfuerzan por llegar a las cimas montañosas y gradualmente descienden, hasta que alcanzamos la abundancia amorfa de la vida en el fondo del mar. ¿No encontró ella allí abajo su último objeto, el obsceno e irresistible florecimiento eterno de la fuerza de la vida, la vida en sí misma, que es lo que ella estaba buscando desde el principio? ¿Y no aplica esto también a su personalidad? Parece que el miedo de aquéllos que estaban fascinados por Leni no era un “¿Cuándo ella morirá?” sino un “¿puede ella alguna vez morir?” Aunque racionalmente todos sabemos que ella simplemente ha fallecido, nosotros, de algún modo, no lo creemos realmente. Ella seguirá por siempre.

A esta continuidad de su carrera normalmente se le da una torcedura fascista, como en el caso ejemplar del famoso ensayo de Susan Sontag sobre Leni, “Fascinante Fascismo”. La idea es que invariablemente sus películas pre- y pos- nazis articulan una visión fascista de la vida: el fascismo de Leni es más profundo que su celebración directa de la política nazi; reside ya en su estética pre-política de la vida, en su fascinación con los cuerpos hermosos que despliegan movimientos disciplinados. Quizás es tiempo de problematizar este topos. Permítanos tomar la película de 1932 de Leni Das blaue Licht (“La luz azul”), la historia de una mujer de pueblo que es odiada por su rara proeza de subir una montaña mortal. ¿No es posible leer la película de manera exactamente opuesta a como usualmente es interpretada? ¿No es Junta, la solitaria y salvaje muchacha montañesa, una marginada de que casi se vuelve la víctima de un pogromo (no hay ninguna otra palabra apropiado para los lugareños)? (Quizás no es un accidente que Béla Balázs, el amante de Leni en aquel tiempo, que co-escribió el guión con ella, fuera un marxista.) […]

El problema aquí es mucho más general; va más allá de Leni Riefenstahl. Permítanos tomar a el más opuesto a Leni, el compositor Arnold Schönberg. En la segunda parte de Harmonielehre, su mayor manifiesto teórico de 1911, él desarrolla su oposición a la música tonal en términos que, superficialmente, anticipan el posterior aparato antisemita nazi. La música tonal se ha vuelto “enferma”, el mundo “degenerado” necesita de una solución purificadora; el sistema tonal ha cedido ante “las relaciones incestuosas”; los acordes románticos están disminuimos, son “hermafroditas”, “vagos” y “cosmopolitas.” Es fácil y tentador afirmar que semejante actitud mesiánico-apocalíptica es parte de la misma “situación espiritual” que eventualmente dio nacimiento a la solución final nazi. Esta, sin embargo, es precisamente la conclusión que uno debe evitar: Lo que hace al nazismo repulsivo no es la retórica de la último solución como tal, sino la torcedura concreta que da de ella.

Otra conclusión popular de este tipo de análisis, más estrechamente ligado a Leni, es el alegado carácter fascista de la coreografía de las masas, los movimientos disciplinados de miles de cuerpos: los desfiles, las actuaciones de las masa en los estadios, etc. Si uno también encuentra esto en el comunismo, uno bosqueja inmediatamente la conclusión sobre una “solidaridad más profunda” entre los dos “totalitarismos”. Tal formulación, el mismo prototipo del liberalismo ideológico, yerra en el punto. No sólo no son semejantes actuaciones en masa inherentemente fascistas; ellos no son nunca “neutrales”, esperando a ser apropiados por la izquierda o la derecha. Fue el nazismo quien los robó y se apropio de los movimientos obreros, su sitio original de nacimiento. Ninguno de éstos elementos “proto-fascistas” están en el fascismo per se. Lo qué los hace “fascistas” es sólo su específica articulación – o, para ponerlo en los términos de Stephen Jay Gould, todos estos elementos son los “ex-apted” por el fascismo. No hay ninguna fascismo avant la lettre, porque es la propia lettre que compone el bulto (o, en italiano, fascio) de elementos lo que es propiamente el fascismo.

A lo largo de las mismas líneas, uno debe rechazar radicalmente la noción de que la disciplina, del autodominio y el adiestramiento del cuerpo, es inherentemente un rasgo proto-fascista. De hecho, el mismo término “proto-fascista” debe abandonarse: Es un pseudo-concepto cuya función es bloquear el análisis conceptual. Cuando nosotros decimos que los espectáculos organizados de miles de cuerpos (o, digamos, la admiración de deportes que exigen un alto esfuerzo y autodominio como el alpinismo de montaña) son “proto-fascistas”, nosotros no decimos nada estrictamente, apenas expresamos una asociación vaga que enmascara nuestra ignorancia.

Así, cuando hace tres décadas, las películas de kung fu se hicieron populares, ¿no era obvio que nosotros estábamos tratando con una ideología genuina de la clase obrera de jóvenes cuyos únicos medios de éxito eran el entrenamiento disciplinario de sus cuerpos, su única posesión? La espontaneidad y la actitud de indulgencia de “dejarlo ir” pertenece a aquéllos que tienen los medios para permitirse el lujo de ello – aquellos que no tiene nada sólo tienen su disciplina. La “mala” disciplina corporal, si es que lo hay, no es el “entrenamiento en colectividad”, sino, más bien, el jogging y el fisico-culturismo como parte del mito de la New Age de la realización de los “potenciales internos” del yo. (No es ninguna sorpresa que la obsesión con el cuerpo es una parte casi obligatoria del pasaje de los radicales ex-izquierdistas a la “madurez” de la política pragmática: desde Jane Fonda hasta Joschka Fischer, el “período de latencia” entre las dos fases estuvo marcado por el enfoque en el propio cuerpo.) […]

Así, regresando a Leni: Todo esto no significa que uno debe desechar su compromiso nazi como limitado, un episodio infortunado. El verdadero problema es sostener la tensión que aparece a través de su trabajo: la tensión entre la perfección artística de su práctica y el proyecto ideológico “ex-apted”. ¿Por qué su caso debe ser diferente al de Ezra Pound, William Butler Yeats, y otros modernistas con tendencias fascistas que hace tiempo han vuelto a nuestro canon artístico? Quizás la búsqueda por la “verdadera identidad ideológica” de Leni Riefenstahl está mal conducido. No hay tal identidad quizás: Ella se arrojó auténticamente alrededor de lo incoherente, se cogió en una telaraña de fuerzas contradictorias.


¿No es, entonces, la mejor manera de señalar su muerte el tomarse el riesgo de gozar plenamente una película como Das blaue Licht, qué contiene la posibilidad de una lectura política de su obra de una manera totalmente distinta al del punto de vista prevaleciente?

viernes, 6 de diciembre de 2013

Mandela: Cómo convertir a un terrorista en héroe



Que el cine es un instrumento de opresión ideológica y de lavado de cerebro no es un secreto para nadie. Y si no que se lo digan al cine español, que viene haciendo exactamente eso. En España, fechorías como la de la “memoria histórica” jamás hubieran sido posibles sin la manipulación de masas que ha supuesto el cine español en los últimos años. Eso sucede también a nivel internacional y un buen ejemplo de ello es la película Invictus, que da una imagen completamente distorsionada de uno de los iconos de la progresía -y también de los liberales- de todo el mundo:Nelson Mandela. La película supone un serio intento de consolidar al antiguo líder del Congreso Nacional Africano (CNA) como un ídolo moderno.

Clint Eastwood relata en Invictus el triunfo del equipo sudafricano de rugby liderado por François Pienaar en la Copa del Mundo de rugby. El triunfo queda asociado a la figura de Nelson Mandela, que da a los miembros del equipo los uniformes verdes y amarillos, símbolo de la “Nueva Sudáfrica” post-apartheid. El hábil gesto de Mandela le ganó el apoyo de muchos sudafricanos blancos y consiguió que buena parte de la población le identificara con los colores nacionales. Sin embargo esto no es todo, ya que tan solo se trataba de un mero gesto en el océano de la violencia marxista que asolaba la Sudáfrica de entonces.

La película edifica toda su estrategia de manipulación sobre los estereotipos raciales políticamente correctos de los blancos fanáticos y crueles y los negros oprimidos y bondadosos. Se trata de un estereotipo ya recurrente en el cine y en los medios en general, muy empleado en la guerra de propaganda que ciertas fuerzas -especialmente interesadas en la progresión del Nuevo Orden Mundial- emplean contra Occidente. En estas coordenadas, pronto resulta evidente que detrás de Invictus, una película magistralmente llevada y de enorme belleza cinematográfica, hay una clara intencionalidad política.


Primero, lo más sorprendente es la manera en que el triunfo se vincula a la figura de Nelson Mandela, por entonces solo un astuto político más al servicio del imperialismo soviético. Su estrategia de apoyo al equipo de rugby, en contra de las intenciones de su propio partido, constituyó un movimiento genial que, si bien aparece en la película, ignora deliberadamente el contexto complejísimo de la Sudáfrica de entonces. Eastwood no puede -no puede honestamente- separar la figura de Mandela de los treinta años de terrorismo y violencia por parte su CNA. En este sentido, la película recurre a reiterados flashbacks del encarcelamiento de Mandela en la isla de Robben, un lugar donde, según la película, parece que Mandela fue a parar por oponerse al apartheid. De manera subrepticia, se oculta que otros personajes de la Sudáfrica de entonces, como el obispo Desmond Tutu, se opusieron igualmente al apartheid sin ser jamás encarcelados. Entonces, ¿por qué fue encarcelado Mandela? El hecho es que Madela no recibió siquiera el apoyo de Amnistía Internacional ya que, pese a cometer numerosos crímenes violentos, habia tenido un juicio justo y había sido razonablemente sentenciado.

Mandela era el dirigente del brazo armado del CNA y del Partido Comunista de Sudáfrica, el célebre “Umkhonto we Sizwe”. Fue hallado culpable de 156 actos de violencia pública que incluían oleadas de atentados con bomba, muchos de ellos en lugares públicos, como el atentado de la estación de ferrocarril de Johannesburgo. Pese a que el presidente Botha ofreció a Mandela la libertad en varias ocasiones si renunciaba a la violencia, su ofrecimiento siempre fue rechazado. La película transmite la idea de que los negros tienen todo que perdonar a los blancos y que este es el fin de la historia. No se dice una palabra de las décadas de violencia espantosa del CNA no solo hacia los blancos sino hacia otros negros que no pertenecían al CNA. 

La Sudáfrica del apartheid, pese a todos sus defectos, atraía a dos millones de trabajadores de las naciones vecinas, muchas en poder de regímenes marxistas, fracasados y sanguinarios. La película silencia las bombas en los grandes almacenes o incluso en instalaciones nucleares, la supresión de críticos y opositores o el terrible necklacing -la especialidad de las guerrillas de CNA- en el que la gente, con frecuencia otros negros, eran quemados vivos con un neumático en torno al cuello incendiado con gasolina. Por entonces, los terroristas de Mandela asesinaron y torturaron a miles de campesinos blancos para, más tarde, reintegrarse en el Ejército Sudafricano actual, sin que ninguna plañidera internacional haya pedido un “ajuste de cuentas” como se hace con Chile o Argentina. Por muchísimo menos de lo que Mandelahizo en su día, Hamas o Hizbolah son tildadas de “terroristas” en todo el mundo occidental.

Tampoco habla la película del apoyo de Mandela y su partido a regímenes así mismo sanguinarios como el régimen castrista, el de Robert Mugabe o el régimen chino. Aunque Invictus liga la victoria del equipo de rugby a la figura de Mandela, no hace igual, como correspondería en justicia, con el crimen galopante y la ruina de la economía. En la película, solo durante un momento Mandela mira los titulares de un periódico en el que se habla de crimen y ruina económica. 

Esto no hace justicia en absoluto a la situación real: de hecho, durante los 46 años de gobierno del Partido Nacional, 18.000 personas murieron en tumultos, atentados o en calidad de víctimas de la policía o el ejército. La cifra contrasta con las 20.000-25.000 personas que mueren todos los años en la actual Sudáfrica, en tiempo de paz, convertida en uno de los países más violentos del mundo. Además, la Sudáfrica del apartheid, abominada por todos, se hallaba entonces en una situación económica que hoy debería de envidiar: pese a estar entonces acosada por el bloque soviético en un amplio frente subversivo y por las sanciones de los EEUU y sus aliados, pese a sostener una guerra instigada desde Cuba en su frontera, el Rand era mucho más fuerte de lo que es hoy. 

La Sudáfrica de Nelson Mandela, sin ninguno de esos problemas, es ya un gigantesco fiasco económico y ha dejado de sacar las castañas del fuego a los países circundantes que, dicho sea de paso, cuentan con todas las bendiciones de la comunidad internacional de naciones “democráticas”.
Por último, queda por señalar el giro copernicano impuesto por el gobierno de Mandela en lo moral. De hecho, precisamente él y sus camaradas del CNA son quienes legalizaron en Sudáfrica cuestiones como el aborto -legal desde el 1 de febrero de 1997-, la pornografía y el juego. Nada de esto sale en la película, por supuesto. Como tampoco sale -ha sido completamente distorsionado- la importancia que para los componentes de aquél equipo de rugby tenía su fe cristiana. 
Sorprendentemente, y pese a que la película indica justo lo contrario, es un hecho constatable que aquél histórico equipo oraba tras cada victoria en el terreno de juego. El propio líder del equipo, François Pienaar, declaró en una entrevista a la BBC en 1995 tras la victoria que, cuando sonó el silbato que indicaba el final del encuentro “me puse de rodillas. Soy cristiano y quería decir una rápida plegaria por hallarme en aquél acontecimiento maravilloso y no solo por ganar. De repente, todo el equipo estaba en torno mío; fue un momento especial”.
Toda este simplismo a la hora de tratar una situación incomprensible sin conocer el contexto africano de entonces, la guerra fría y el papel del CNA en la subversión de todo el Sur de África, solo puede entenderse como un acto de pura propaganda, encaminada a fabricar un falso héroe a la medida de los intereses de la mundialización.
Extraído de: http://elsilenciodelaverdad.wordpress.com/2012/07/18/mandela-como-convertir-a-un-terrorista-en-heroe/