miércoles, 3 de abril de 2013

Contra la Sociedad del Espectáculo





Por el Frente Negro


Podemos afirmar que el nuevo rostro del sistema es un triple dominio compuesto por técnica, mercado y espectáculo. Las figuras tradicionales del enfrentamiento político, son ya obsoletas; al día de hoy el poder se ejerce mediante mecanismos impersonales que no se ejecutan en momentos y lugares simbólicos, sino en todo instante y en todas partes.

Más que por una estructura de poder, el sistema está hoy constituido por una dimensión existencial, en la que todos estamos inmersos. Así es, porque la nueva forma del dominio no prevé una imposición externa, sino más bien una absorción interior. Nosotros vivimos en la técnica, en el mercado, en el espectáculo.

Todo aspecto de nuestras existencias que no se pueda redirigir a tal esquema es “normalizado” o suprimido: lo que no es “eficaz” para la técnica es superado, lo que no es “rentable” para el mercado es “absurdo”, lo que no es visible en el espectáculo es “inexistente”. El resultado es el mundo sin sentido: la economía produce por producir, la técnica progresa por progresar, el espectáculo muestra por mostrar. Lo que en su momento era un medio supeditado a otros fines, ahora es fin en sí mismo. Vuelve a nuestra mente la frase de Nietzsche sobre el nihilismo como ausencia de respuesta al porqué. Pues bien, la profecía se ha cumplido. Vivimos en un mundo que, como bien dijo Alain de Benoist, no sabe dónde ir, pero no deja de afirmar que sólo hay un camino que seguir.

Espectáculo y realidad

El espectáculo está formado por aspectos individuales del mercado y de la técnica que constituyen un conjunto autónomo que engloba el ámbito de la información y de las representaciones colectivas. Lo observaron ya Adorno y Horkheimer: “las películas, la radio y los semanarios constituyen, en su conjunto, un sistema”. Y todo esto pese al tan ostentado pluralismo: “las distinciones enfáticamente afirmadas” entre los diferentes productos culturales, “más que estar fundadas sobre la realidad y derivar de ésta, sirven para clasificar y organizar a los consumidores, y para tenerlos en un “fichados” más sólidamente. Para todo el mundo está previsto algo, para que nadie pueda escapar; las diferencias son creadas y difundidas artificialmente”

Lo que vemos cambia continuamente, pero sigue siendo constante el dominio de la visión de la imagen espectacularizada. En nuestra sociedad, de hecho, la visión ha sustituido tanto a la acción como a la reflexión. Se cree solo lo que se ve. Lo que es visto suplanta lo que es vivido. El espectáculo, dice Guy Debord, no es otra cosa que “el empobrecimiento, el sometimiento y la negación de la vida real”. La visión espectacularizada se plantea así, como la única posibilidad de existencia de los entes.
De ahí se deduce que la sociedad del espectáculo no es sólo el reino de la mentira, sino más bien la auténtica dimensión de la no-verdad absoluta, la dimensión en que es imposible tener una experiencia de la verdad, el mundo en que existe sólo lo que se sitúa bajo la luz de los reflectores. Y todos nosotros, como moscas ante un cristal, nos damos de cabezazos para alcanzar una realidad que no captamos sin entender quién y qué se interpone entre nosotros y ella.

De este modo, sin embargo, nuestra capacidad de comprensión y de comunicación queda irremediablemente reducida. La sociedad del espectáculo entra en nosotros y nos condiciona desde dentro. En particular, nuestra personalidad es desarticulada en tres niveles distintos: nivel informativo, nivel social y nivel psíquico.

Ver y no entender

El nivel informativo es aquel en el que el espectáculo actúa deformando nuestra percepción del mundo. “Todo lo que sabes es falso”, ha escrito recientemente alguien, y resulta difícil disentir.

Hoy nosotros ya no estamos en condiciones de comprender lo que sucede a nuestro alrededor sin recurrir a las respuestas preconfeccionadas o a paradigmas simplistas que nos suministran deliberadamente los medios. El esquema moral de los “buenos” y de los “malos” ha sido ya insertado a la fuerza entre nuestras estructuras mentales implícitas, y nuestra “libertad de pensamiento” consiste simplemente en asignar a cada figurante la posición a la cual está destinado a pertenecer. Las piezas del rompe-cabezas nos las da la televisión y el encaje es el establecido, a fin de cuentas, cuando juntamos las piezas nadie nos pone una pistola en la nuca: a algunos les basta con que no les apunten con un arma ni los metan en campos de concentración para autoproclamarse “libres” y conformes. ¿Libres de qué? ¿Libres para que?La multiplicación de los canales informativos ha acabado por coincidir con la total ausencia de información real.

Ver y no entender es ya nuestro destino. La comprensión o el análisis resultan inaccesibles; queda sólo el estupor y la indiferencia, el miedo y la diversión, la histeria y la apatía, administrados en dosis de zapping, según las exigencias del sistema.

Desestructuración de lo social

El nivel social es aquel en el que la personalidad de los individuos y su vínculo con los otros son desestructurados y remodelados en base a la lógica mercantil. “El espectáculo no es un conjunto de imágenes sino una relación social entre individuos, mediatizada por las imágenes”, observaba Guy Debord. No vivimos más que relacionándonos con los otros, pero hoy no existe vínculo social que no esté filtrado y retransmitido por el espectáculo. Aquí, más que los noticieros, lo que vale son las series de ficción, los reality show y la publicidad en general. Al proponer determinados modelos, la sociedad del espectáculo penetra en las relaciones interindividuales y se reproduce.

La competición darwinista, el moralismo hipócrita, el individualismo decadente, el etnomasoquismo, la vanidad narcisista, la pequeña mezquindad, el conformismo más vacío, la superficialidad más desconcertante y la ignorancia más abismal elevados a norma: es en todo esto en lo que estamos inmersos cotidianamente gracias al bombardeo mediático. Predomina la banalidad como lenguaje, lo que significa, no tanto que se dicen cosas banales, sino que no se es capaz de comunicar nada más que a través de la banalidad. Es decir: se habla y no se dice nada.
Es la culminación de la alienación: “la conciencia espectacular, prisionera en un universo degradado, reducido por la pantalla del espectáculo detrás de la cual ha sido deportada su propia vida, no conoce más que los interlocutores ficticios que le hablan unilateralmente de su mercancía y de la política de su mercancía”.

La Gran Familia

Tal mecanismo alienante, para hacerse seductor, no puede más que travestirse de fingida autenticidad. La tendencia al “realismo” de la televisión actual en realidad trata de crear una especie de “familiaridad” con la ficción, intentando apasionar al público con pequeños casos insignificantes con los que se pueda identificar.

Es así precisamente: Te descubres llamando por el nombre a unos desconocidos que has visto en la pantalla como si fuesen tus amigos íntimos. Los sientes cercanos, se te parecen a ti. Pero en realidad eres tú el que estás empezando a ser como ellos. Estos shows, de hecho, no representan la realidad. La construyen. No son descriptivos sino normativos. No muestran lo que es sino lo que debe ser. Lo mismo se puede decir del culto de los famosos y de los aspectos más privados de sus existencias: el individuo “normal” se ve empujado a los cotilleos sobre la vida sentimental de los millonarios ignorantes y viciados, divinizados por los medios y fantasea de esta manera sobre una vida que nunca podrá tener pero que le servirá como modelo para orientar la suya. Vivimos en un mundo de famosos frustrados, que al soñar sólo con el estilo de vida de las aburridas estrellas podridas de dinero, muestran que ya han interiorizado un cierto desprecio hacia sí mismos, hacia sus propios orígenes sociales y culturales.

Gracias a la sociedad del espectáculo comenzamos a odiar la parte de nosotros que sigue siendo auténtica, verdadera, arraigada, la parte que una vez desintegrada nos permite acceder al paraíso mediático, tal y como prevé el clasismo postmoderno que separa a quien aparece en la tele del que no.

La devastación de los cerebros

El nivel psíquico, además, es el de la auténtica desarticulación de la personalidad a un nivel incluso fisiológico. Sólo hay que pensar en la acción desestructurante que puede ejercer en el cerebro.
Como se sabe, el cerebro funciona gracias a la sinergia del hemisferio izquierdo y del hemisferio derecho. Los dos hemisferios elaboran las informaciones de modos distintos destinados después a entrelazarse armónicamente: el hemisferio izquierdo razona de un modo que podríamos definir analítico, lineal, consecuente, científico, digital, el derecho, de modo intuitivo, simbólico, imaginativo, sintético, arquetípico.

Ahora, se ha revelado como el uso de las nuevas tecnologías mediáticas está en condiciones de crear estructuras mentales prioritarias, favoreciendo determinadas facultades en detrimento de las centrales para el pensamiento. Otros han identificado en tal separación el origen de la barbarización de nuestra sociedad y de la extensión de la violencia nihilista como fin en sí misma.

Aquí no hablamos de actitudes o de mentalidades, sino de organización cognitiva e incluso neuronal. Sólo hay que pensar que la televisión ha modificado ya el modo en que usamos nuestros ojos y está contribuyendo incluso a desequilibrar nuestros valores hormonales.

Y eso no es todo: la autorizada revista especialista Pediatrics, por ejemplo, ha llevado a cabo estudios que han demostrado cómo en los Estados Unidos el cerebro de los niños se forma de acuerdo con los tiempos televisivos- en los que todo sucede velozmente, a base de relámpagos breves y repentinos- tanto que ya no logran concentrarse cuando no reciben el mismo tipo de estímulo veloz. Un número cada vez mayor de niños ya no es capaz de concentrarse nunca, ni siquiera durante algún minuto. Estamos dando vida al zombi global, único ciudadano posible del mundo clónico que se prepara.

El pensamiento radical

Radical: (Del latín radix, raíz): Fundamental, de raíz. Relativo a la búsqueda de una ruptura con lo establecido. Tajante, intransigente. Fuera de la comedia, y, al contrario, dispuesto a incendiar todo el teatro, se encuentra, en cambio, quien asume posiciones radicales. El radicalismo es la antítesis del extremismo. El primero es silencioso, vivido, de largo alcance, operativo; el segundo es ruidoso, escenificado, miope, inútil.

No centrado en los gestos sino en las acciones, el radicalismo es, etimológicamente, la capacidad de ir a la raíz. A la raíz de uno mismo ante todo: el pensamiento radical está siempre arraigado. Debe estarlo; quien se aventura en el reino de la nada debe tener una identidad fuerte para no asumir él mismo las apariencias del enemigo. Pero pensamiento radical significa también ir a la raíz de los problemas, comprender los acontecimientos en profundidad, sabiendo ponerlos en perspectiva.

Escuela de autenticidad y de realismo, el pensamiento radical es hoy la única vía transitable que con razón se puede definir revolucionaria. Así es, porque el primer cometido de toda voluntad revolucionaria es el de descender concretamente a la realidad, más allá de la histeria y de la utopía, las dos únicas alternativas que la sociedad del espectáculo nos ofrece. Por tanto, actuar para volver a lo real. Generar nuevas conciencias. Redespertar conciencias adormecidas. Salir de la capa sofocante de la no-verdad para volver por fin a ver las estrellas.

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