martes, 3 de diciembre de 2013

Pablo Escobar: Un capo de culto



Por Rafaél Croda


Para las autoridades colombianas y para el mundo Pablo Escobar era un asesino sin escrúpulos, el jefe de un poderoso cártel que puso en jaque al Estado. Para los habitantes de los barrios más pobres de Medellín, en cambio, el capo fue un benefactor a quien rinden culto y al cual han convertido en un santo, como ocurrió con Jesús Malverde en Sinaloa. A 20 años de la muerte del Patrón, su tumba es ahora un lugar obligado de peregrinación.

Desde hace 20 años la tumba 032-7-1 del cementerio Jardines Montesacro de Medellín no ha dejado de tener flores frescas y visitantes. A ella se acercan cada día decenas de curiosos, turistas y personajes del ámbito popular en lentes oscuros, circunspectos, que llevan a cuestas su devoción por el difunto.

Muchos le rezan, tallan la lápida y dicen que hace milagros –afirma la empleada administrativa del cementerio, Silvia Restrepo.

El sitio de peregrinación es la tumba del narcotraficante Pablo Escobar Gaviria, quien este lunes 2 cumplirá 20 años de muerto. Convertido en un mito y un capo de culto para amplios sectores marginales de su natal Medellín, es visto por éstos como un modelo, como un bandido icónico capaz de hacer que las “vueltas” del bajo mundo –desde el envío de un cargamento de cocaína a México hasta un homicidio por encargo– salgan bien.

Hace un mes sus familiares mandaron remodelar la tumba. Se trata de un espacio de cinco metros cuadrados a un costado de la iglesia del cementerio y sobre el cual ahora se tiende una capa de grava blanca de la cual sobresalen dos lajas y un bonsái.
Es un diseño austero pero digno del Patrón, a quien acompañan en su última morada sus padresHermilda y Abel; su hermano menor, Luis Fernando; su tío Juan Manuel Escobar; su nana Teresa Vergara y su guardaespaldas Alfonso de Jesús Agudelo, Limón, quien murió con él en un enfrentamiento con la policía.

Antes de la remodelación del mausoleo familiar, al pie de las siete lápidas de mármol verde sólo había pasto. Con frecuencia el jardinero encargado del mantenimiento del lugar encontraba entre la hierba casquillos y municiones. Desde que desapareció el pasto del módulo central, los casquillos son arrojados tras la lápida de Escobar.
Por aquí se encuentra uno de todo. Drogas, mariguana, polvito blanco que le arrojan a su tumba esas gentes (narcotraficantes, delincuentes); muchas balas, estampitas del Santo Niño de Atocha y mensajes de gracias por favores recibidos –dice a Proceso un trabajador del cementerio quien se identifica como Andrés–, pero eso no le gusta a su familia y por eso limpian diario.

Un hombre de unos 40 años con lentes Ray-Ban de gota, tenis amarillos y gorra café llega a visitar la tumba. Permanece en silencio frente a la lápida de Escobar 10 minutos, al cabo de los cuales se persigna y se retira. Más tarde llega un grupo de turistas en un pequeño autobús. Todos posan para la foto junto a la sepultura del abatido jefe del Cártel de Medellín.
Juan Carlos Velázquez, sacerdote dedicado a trabajar con jóvenes de las pandillas de Medellín, considera que desde la muerte de Escobar la figura del capo ha vivido “un proceso de mitificación el cual lo tiene convertido en una leyenda: es el modelo a seguir para la masa reprimida, olvidada, para los delincuentes de las comunas que no encuentran otra salida y se ven abocados al narcotráfico y al sicariato.

“Ellos lo ven como un santo y un personaje que, de la pobreza, llegó a ser uno de los hombre más ricos del mundo (con una fortuna de tres mil millones de dólares, según la revista Forbes)”.

–¿No le preocupa la religiosidad distorsionada que Pablo Escobar suscita entre esos jóvenes? –preguntamos al sacerdote.
–No me escandalizo –afirma–. Son jóvenes que nunca han tenido una formación en la fe y han buscado su propia religiosidad. Si Pablo Escobar es visto como un santo es porque para ellos es una figura cautivadora con plata y poder y relativizó criterios morales y religiosos. Relativizó el robo, el asesinato, como muchos de ellos lo hacen.
El politólogo colombiano Gustavo Duncan, estudioso del narcotráfico, considera que Escobar se ha convertido “en el Malverde paisa (forma popular para referirse a los oriundos del departamento de Antioquia, cuya capital es Medellín)”. Los bandidos paisas le rinden culto y lo veneran, como los delincuentes del noroeste mexicano con Jesús Malverde.
Bandido social

Para Duncan, Escobar fue “un bandido social y debe ser comprendido en esos términos. Fue alguien que organizó a los bandidos rasos de las comunas (las barriadas pobres de Medellín), los sacó de robar bancos y carros y los convirtió en delincuentes de primer orden a su servicio”.
“Escobar”, explica, “asumió el control de quienes manejan la violencia y lo hizo además con una aspiración de dominación social y control político. A través de los bandidos de barrio repartía plata en las comunidades y ante ellas asumía funciones de autoridad.
“Ocupó los vacíos que dejó el Estado, les prometió a esos sectores excluidos que a través del crimen obtendrían lo que nunca han tenido. Y lo cumplió. Por eso era demasiado poderoso. Era una fuerza criminal, social, política y económica.”
–¿En ese sentido fue un mafioso innovador? –preguntamos al autor del ensayo Una lectura política de Pablo Escobar.
–¡Claro! Fue uno de los tipos más talentosos del siglo XX. Él inventó esa superestructura en Medellín y él decide usar esa fuerza no sólo para someter a los narcotraficantes y hacer funcionar su negocio de exportación de droga, sino inclusive para declararle la guerra al Estado.
Además de ser un pionero en la industrialización del negocio de la cocaína, la cual según estudios le generó a Colombia al menos 18 mil millones de dólares en los ochenta –equivalentes a 3.6% del producto nacional de la época–, Escobar usó la base social que creó en Medellín para hacerse elegir congresista en 1982.
El entonces ministro de Justicia, Rodrigo Lara Bonilla, emprendió una cruzada en su contra hasta lograr, en octubre de 1983, que la Cámara de Representantes (diputados) le retirara el fuero para juzgarlo por los homicidios de dos policías, lo que lo obligó a anunciar su retiro de la política.
El 30 de abril de 1984 Lara Bonilla fue asesinado por dos sicarios de Escobar en Bogotá en una acción que marcó el principio de una guerra del jefe del Cártel de Medellín contra el Estado colombiano y la cual se prolongó casi una década. El entonces presidente Belisario Betancur respondió ante el homicidio de su ministro de Justicia con la reactivación de un tratado de extradición con Estados Unidos. El capo y sus socios se convirtieron en objetivos de la justicia estadunidense, lo que dio un sentido político a la narcoguerra contra el Estado.
“Preferimos una tumba en Colombia que una cárcel en Estados Unidos”, fue el lema con el que surgió en 1984 el grupo de Los Extraditables, brazo armado del Cártel de Medellín que desató una ofensiva militar y narcoterrorista. Según estimaciones oficiales, ese embate dejó 5 mil 500 víctimas, entre ellas el director del diario El Espectador, Guillermo Cano; el procurador Carlos Mauro Hoyos; el exdirector de la policía antinarcóticos Jaime Ramírez; el comandante de la policía de Medellín, Valdemar Franklin Quintero; el exministro de Justicia Enrique Low Murtra y el candidato presidencial Luis Carlos Galán.
Tras la muerte de Galán en agosto 1989, su sucesor como candidato presidencial del Partido Liberal, César Gaviria Trujillo, debía abordar un vuelo de Avianca de Bogotá a Cali; era el 27 de noviembre de ese mismo año. Gaviria no llegó a tiempo y el avión explotó en el aire poco después de despegar. Escobar había hecho colocar una bomba en la aeronave, cuyos 110 ocupantes murieron.
Para Fernando Cepeda, exministro de Gobierno del presidente Virgilio Barco (1986-1990), Escobar representa “la mayor amenaza que haya enfrentado la gobernabilidad democrática en Colombia. Penetró todas las instituciones del Estado, corrompió todas las instituciones y esto ocurrió porque hubo importantes sectores del país que se relajaron frente al fenómeno del narcotráfico y no sólo lo toleraron, sino que se beneficiaron del mismo”.
Memorial

La alcaldía de Medellín prepara un memorial de las víctimas de Escobar. Será el primer paso de un proceso que busca la reparación simbólica para los miles de coterráneos del capo que padecieron su violencia.
“Queremos que esa reparación contribuya a que los habitantes de la ciudad tomen conciencia real de lo que significó ese periodo negro de nuestra historia. En esa época surgió el sicariato y miles de jóvenes fueron reclutados por Escobar porque no tenían otra manera de hacerse de ingresos.
“En lo económico muchos sectores se vieron beneficiados de esta actividad criminal y en lo cultural hubo un trastocamiento de los valores. Muchas personas de Medellín consideraron que el dinero fácil proveniente de esa actividad ilícita podría ser una fuente de ingresos legítima, y no el trabajo y la educación”, dice el consejero de la alcaldía para la Convivencia y la Reconciliación, Jorge Mejía.
Según la investigación de Mejía, la guerra de Escobar produjo en Medellín unos 200 atentados explosivos, más de 500 policías asesinados y 38 mil 400 homicidios entre 1984 y 1993, lo que convirtió a esta urbe –la segunda más importante de Colombia– en la más violenta del mundo. Sólo en 1991 la cifra de homicidios llegó a 6 mil 349, cinco veces más que la de 2012.
De acuerdo con Mejía, el jefe del Cártel de Medellín fue “una tragedia para el país y para la ciudad y las consecuencias de sus acciones criminales y corruptoras las estamos sufriendo hoy, cuando tenemos un sector de la población que todavía no distingue claramente las fronteras de lo legal y lo ilegal y al cual le da lo mismo moverse en uno u otro ámbito. Estos sectores son lo que lo han convertido en un mito”.
Para Mejía las labores de tipo social que desarrolló Escobar en la ciudad, como la construcción de casas y deportivos, “simplemente eran parte de una estrategia política clientelista en busca de un respaldo social que le permitiera potenciar sus ambiciones políticas y hacer frente a la persecución de las autoridades”.
El barrio

Por más que las autoridades de Medellín se han empeñado en cambiar el nombre del barrio, no hay remedio. Sus 16 mil habitantes lo llaman “Pablo Escobar” y ni siquiera en los actos oficiales de titulación de viviendas aceptan omitir la marca de la casa.
Se trata de un conjunto de casas de ladrillo apiladas en la pendiente de un cerro en la Comuna 9 de Medellín. Hay largas escaleras en vez de aceras y sólo la calle principal, la 38-B, está pavimentada. No hay cómo perderse para dar con el lugar. Basta seguir cuesta arriba por la 38-B hasta que aparece un anuncio sobre una gran pared en vistosas letras azules: “Bienvenidos al barrio Pablo Escobar. ¡Aquí se respira paz!”
El presidente de la Junta de Acción Comunal del barrio, Wberney Zabala Miranda, exmilitar lisiado en un combate con la guerrilla, dice que los habitantes de ese asentamiento popular han pagado un precio alto en su empeño por reivindicar la figura y el “buen nombre” de Escobar. “No tenemos escuela, centro de salud, parque ni cancha de juegos”, se queja.
El barrio tiene, en cambio, un santuario dedicado al capo, construido con los aportes de la comunidad y en el que sobresale una imagen del Santo Niño de Atocha. Está colocada sobre un pedestal y bajo una media cúpula decorada con la pintura de un jardín y un cielo muy azul. Varias placas alrededor del santo, del cual Escobar era devoto, patentizan la gratitud de más de una decena de fieles por los favores recibidos y por las labores de protección que cumple la efigie.
Zabala no considera que el jefe del Cártel de Medellín sea un santo “porque aún no ha sido canonizado, pero de que fue un hombre supremamente bueno, lo fue, y también fue muy católico”.
–¿Está consciente de que fue un narcotraficante y un asesino?
–Claro –sostiene–, y esto sonará feo decirlo, pero si no fuera porque él abrió las puertas al mercado de drogas, Colombia fuera un país pobre como Haití. Como ser humano quizá cometió errores, pero por todo lo bueno que hizo Diosito le abona eso a favor.
–¿No le parece poco edificante convertirlo en una figura casi religiosa?
–¿Se imagina lo que es vivir en un basurero y que de un día a otro le den una casa digna gratis, a cambio de nada? Pues eso es un milagro de Dios y pues a Dios se le agradece a través de la persona que hizo posible ese milagro.
Hace 29 años, doña Irene Gaviria era pepenadora en el basurero de Moravia, en el centro de la ciudad, cuando Escobar fundó este barrio y le regaló una casa donde vive desde entonces con su esposo, Francisco Flores Berrío.
“Todos los días oro por él. Era un hombre muy amable, educado, que quería mucho a los pobres. Debe estar en el reino de los cielos intercediendo por nosotros”, asegura mientras sostiene un viejo retrato del Patrón, quien en 1984 construyó 443 viviendas en este asentamiento. Todas las regaló a pepenadores de Moravia. Ahora son más de 4 mil casas con servicios básicos y “diablitos” en el tendido eléctrico.
Iván Hernández, uno de los fundadores del barrio, afirma que “los problemas de Pablo eran con el gobierno, no con la comunidad; ahí es donde hay un malentendido y por eso hemos sido víctimas del abandono estatal”.
Escobar se proclamaba nacionalista y de izquierda. Simpatizó con la guerrilla del M-19, desmovilizada en 1990, y mantenía duras posiciones contra “la oligarquía nacional”. En 1991, en el prólogo de un libro sobre la extradición, escribió que la guerra de esos años en Colombia no era entre el Estado y un grupo de delincuentes.
“Todo lo contrario”, agregó: “Es la lucha de una clase dirigente vetusta y caduca que quiere, con el pretexto de estar luchando contra el narcotráfico y el terrorismo, erradicar las fuerzas sociales comprometidas con el cambio institucional.”
El 19 de junio de 1991 Escobar se entregó a la justicia colombiana horas después de que la Asamblea Nacional Constituyente prohibiera la extradición.
Lo recluyeron en “La Catedral” –prisión en un cerro en la zona metropolitana de Medellín–, donde tenía billar, jacuzzi, chef personal, armas, mariguana (su vicio favorito) y una guardia pretoriana con sus sicarios de mayor confianza. Siguió manejando su empresa trasnacional desde las sombras y convirtió el recinto en un centro de tortura y muerte para sus enemigos.
El 21 de julio de 1992 él y sus escoltas huyeron de ahí en medio de un errático operativo del gobierno para trasladarlo a un penal militar. Exhausto de la persecución policiaca y del acoso de sus enemigos, Los Pepes (alianza entre paramilitares y el Cártel de Cali), El Patrón fue ubicado mediante seguimiento de sus llamadas telefónicas en una casa del sector Los Olivos de Medellín, donde fue abatido el 2 de diciembre de 1993 junto con Limón, su último sicario y quien hoy yace junto a él en Jardines Montesacro.

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