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miércoles, 19 de junio de 2013

¿Qué es la Revolución?




Por el Emboscado


Revolución es, etimológica y realmente, “re-volver”, regresar a los orígenes. Significa una ruptura con la esencia del presente y su naturaleza decadente, para completar su ciclo y dar lugar a un nuevo comienzo.

La revolución, por medio de la inversión, acelera el proceso de decadencia para darle fin, y así, cerrar el ciclo. La agudización del carácter disolvente y decadente del presente conlleva, por efecto de acumulación cuantitativa, un salto de nivel que constituye un cambio cualitativo en la realidad. La revolución conlleva la precipitación de la realidad hasta el punto catártico que señala el paso revolucionario cíclico.

Definida en términos de Tradición, la vuelta a los orígenes que implica la revolución es, sencillamente, dotar a la Verdad, como valor supremo y trascendente, de plena vigencia implantándose como referente estable y permanente sobre el cual se funda el orden en la tierra.

La Verdad, como principio trascendente e ideal del que todo procede y al que todo retorna, es restaurada como fundamento sobre el que pasa a basarse el orden que instaura. Es el soporte espiritual del que se recaban aquellos valores y leyes eternas sobre los que se organiza el mundo humano, cuyo carácter no humano los hace válidos para todo tiempo y lugar, siendo, por tanto, universales.

La revolución es, en definitiva, el retorno a la Verdad que, como origen, pasa a ser el referente y el soporte del nuevo comienzo al que se da lugar. Se produce una ruptura ontológica con el presente al finalizar un ciclo e iniciar otro, lo que conlleva la transformación del mundo y la sustitución del antiguo hombre por elhombre nuevo.

Sin embargo, la modernidad ha definido la revolución en términos de subversión, es decir, como contra-revolución que se esfuerza en mantener la esencia del presente a través de la renovación de sus formas. La ruptura con las formas del presente y del pasado no conlleva, en ningún caso, una destrucción de la esencia del presente, marcado por la modernidad como categoría mental y espiritual, conservándose y manifestándose bajo formas distintas.

La subversión tiende a parar el verdadero proceso revolucionario que pueda cerrar el ciclo para abrir uno nuevo. La decadencia, alienación y disolución consustanciales a la modernidad se perpetúan cristalizándose bajo formas nuevas a través de las que continua manifestándose. Las hondas subversivas se suceden progresivamente sin que se produzcan cambios sustanciales en la realidad. Así, las “revoluciones” modernas, definidas por su carácter subversivo, han contribuido a la conservación y mantenimiento de la esencia del presente agotándose en sí mismas y, por tanto, exigiendo su constante sucesión para la renovación de ese mismo presente que se esfuerzan en conservar.

Por otra parte, y en oposición clara a la revolución definida en términos de Tradición, se encuentra la conservación y todas sus variantes conservaduristas que se afanan por mantener y defender las estructuras del pasado, formas que han sido superadas y que no son más que reductos vacíos carentes de contenido, fórmulas obsoletas que el tiempo ha terminado reduciendo a polvo. Se trata de mantener formas, tanto políticas y sociales como religiosas y culturales, que son inútiles y que se perpetúan en estériles simulacros. Dentro del actual ciclo, tanto la subversión como la conservación resultan ser funcionales la una con la otra, contribuyendo en ambos casos, aunque de forma diferente, a mantener la esencia del presente.

El presente, marcado por la impronta de la modernidad, conlleva un estado de cosas que únicamente aspira a perpetuarse. Su más acabada expresión la ha adoptado con la actual globalización, claro reflejo del carácter depredador y expansivo del capitalismo, que no sólo somete a esclavitud a las masas del tercer y cuarto mundo con su explotación económica, sino que también esclaviza la mente y el corazón de las sociedades del primer mundo, teledirigidas por la publicidad que les induce necesidades artificiales para encadenarlas a la rueda del consumo.

El hombre moderno se encuentra entregado a lo efímero, de ahí que lleve una forma de vida disolvente y caduca. Sumido en un caos pulsional fruto de la cultura consumista, se ve abocado permanentemente a asumir como propios los estereotipos y clichés que la publicidad genera y transmite. Todo ello contribuye a agravar más aún su desorientación y su desprogramación psicológica, convirtiéndose en un esclavo del consumo, obsesionado con un estilo de vida promovido por los ideales comerciales y la publicidad de las grandes corporaciones y multinacionales. Es así como el hombre ve reducida su existencia a la condición de un número en las estadísticas comerciales de las grandes compañías.

A esto se suma la homogeneización de la sociedad a través de su igualación interior impuesta por el mercado, la cual se hace efectiva con la venta y consumo de una variada y heterogénea cantidad de productos distintos pero esencialmente unitarios, los cuales imponen un mismo y único estilo de vida que refleja, bajo formas aparentemente distintas pero esencialmente idénticas, una misma y única mentalidad.

La ausencia de referentes empuja al hombre hacia el relativismo y el subjetivismo, que lo sumerge en la más completa desorientación en la que todas las ideas valen lo mismo. Ante la ausencia de referentes universalmente válidos, se mantiene un estado de cosas caótico y disolvente, en el que el hombre es alienado al prevalecer en su interior un permanente estado de contradicción, el mismo que se refleja ulteriormente a nivel social.

La revolución empuja aquello que está cayendo, lleva hasta su punto álgido el proceso disolvente actual a través de su aceleración para, mediante su inversión, poner fin a esta fase del ciclo en curso y establecer un nuevo comienzo. Pero ese nuevo comienzo no puede darse sin el triunfo de la Verdad como principio inspirador y organizador del hombre nuevo y, consecuentemente, del mundo venidero.

Así pues, el futuro no es laico. El triunfo de la Verdad constituye la realización en el mundo humano del orden divino. La cuestión central reside, entonces, en cómo realizar dicho principio, o más bien, bajo qué forma tradicional ha de plasmarse dicho principio que ha de regir el mundo. Aquí es donde comienza la labor del militante con la búsqueda y selección de aquellas formas tradicionales aún operativas que hagan posible el triunfo de la Verdad y la reintegración del hombre en ese orden divino.


domingo, 16 de junio de 2013

La Acción Colectiva







Por el Emboscado


La Acción Colectiva, a diferencia de lo que pudiera pensarse, no surge de la necesidad de la gente ni tampoco de la desorganización de sus sociedades, sino por el contrario como consecuencia de la aparición de ciertos incentivos y oportunidades políticas para los movimientos sociales.

Se distinguen, entonces, dos escuelas que abordan la acción colectiva de los movimientos sociales, por un lado la escuela americana y por otro la de Europa occidental. En la primera se busca una explicación de la acción colectiva a partir de la disposición y la actitud de los ciudadanos individuales; la escuela europea, por el contrario, hace hincapié en la búsqueda de una explicación por medio de los factores estructurales. Así, estas escuelas abordan el “cómo” y el “porqué” de la acción colectiva, pero no el cuándo.

A este respecto, sobre cuándo se produce la acción colectiva, Sidney Tarrow destaca los ciclos económicos y los finales de las guerras como un primer factor explicativo. Por un lado se encontraría la depresión económica que generó durante los años 30 del s. XX una serie de movimientos sociales en Europa y EE.UU., en el que el acceso al poder de administraciones reformistas generaría un incremento de la acción colectiva. Al mismo tiempo Tarrow destaca que en los períodos de bonanza económica se incrementa también la acción colectiva debido a las exigencias de los trabajadores por un aumento de salarios, mejora de las condiciones de trabajo, etc…

Asimismo, según Tarrow, la dimensión de las oportunidades políticas resulta fundamental para entender y explicar cuándo surge la acción colectiva. De este modo, el concepto de estructura de oportunidades políticas ayuda a comprender el motivo por el cual los movimientos sociales adoptan una significativa capacidad de presión contra las autoridades pero que luego pierden a pesar de sus esfuerzos.

Dentro de esta estructura de oportunidades se encuentran: la apertura del acceso a la participación, los cambios en los alineamientos de los gobiernos, la disponibilidad de aliados influyentes y las divisiones entre las elites.

El acceso a la participación es un importante incentivo para la acción colectiva, así, cuando se abre esta oportunidad es habitual que entre los descontentos se abra paso a una serie de protestas y reivindicaciones. En otro lugar, los alineamientos inestables producirían la acción colectiva en tanto en cuanto la existencia de nuevas coaliciones de gobierno en las democracias liberales generan cierta incertidumbre entre los seguidores, y esto propiciaría en gran medida a fomentar la acción colectiva.

La existencia de aliados influyentes anima la acción colectiva, ya que estos pueden actuar como amigos en tribunales, garantes contra la represión o como negociadores aceptables. Es un factor importante que explica la acción colectiva, ya que en gran medida determinan el éxito o el fracaso de los grupos. Suelen suponer un importante recurso externo del que se sirven actores sociales carentes de recursos.

Finalmente, la existencia de elites divididas suponen un factor que anima a los grupos no representados a iniciar acciones colectivas. Estas divisiones y conflictos internos en las elites generan realineamientos políticos, induciendo a elites insatisfechas a buscar apoyos fuera. La combinación de facciones minoritarias de la elite junto con la alianza con elementos exteriores, produce una presión interior que crea incentivos para el cambio político e institucional.

sábado, 15 de junio de 2013

La diferenciación de Amigos y Enemigos como Criterio de lo Político




Por Carl Schmitt


Una definición conceptual de lo político puede obtenerse sólo mediante el descubrimiento y la verificación de categorías específicamente políticas. De hecho, lo político tiene sus propios criterios que se manifiestan de un modo particular frente a las diferentes áreas específicas relativamente independientes del pensamiento y del accionar humanos, en especial frente a lo moral, lo estético y lo económico. Por ello lo político debe residir en sus propias, últimas, diferenciaciones, con las cuales se puede relacionar todo accionar que sea político en un sentido específico. Supongamos que, en el área de lo moral las diferenciaciones últimas están dadas por el bien y el mal; que en lo estético lo están por la belleza y la fealdad; que lo estén por lo útil y lo perjudicial en lo económico o bien, por ejemplo, por lo rentable y lo no-rentable. 

La cuestión que se plantea a partir de aquí es la de si hay — y si la hay, en qué consiste — una diferenciación especial, autónoma y por ello explícita sin más y por si misma, que constituya un sencillo criterio de lo político y que no sea de la misma especie que las diferenciaciones anteriores ni análoga a ellas.

La diferenciación específicamente política, con la cual se pueden relacionar los actos y las motivaciones políticas, es la diferenciación entre el amigo y el enemigo. Esta diferenciación ofrece una definición conceptual, entendida en el sentido de un criterio y no como una definición exhaustiva ni como una expresión de contenidos. En la medida en que no es derivable de otros criterios, representa para lo político el mismo criterio relativamente autónomo de otras contraposiciones tales como el bien y el mal en lo moral; lo bello y lo feo en lo estético, etc. 

En todo caso es autónomo, no por constituir un nueva y propia esfera de cuestiones, sino por el hecho que no está sustentado por alguna, o varias, de las demás contraposiciones ni puede ser derivado de ellas. Si la contraposición del bien y del mal no puede ser equiparada así como así y simplemente con la de lo bello y lo feo, ni con la de lo útil y lo perjudicial, siendo que tampoco puede ser derivada de ellas, mucho menos debe confundirse o entremezclares la contraposición del amigo y el enemigo con cualquiera de las contraposiciones anteriores. 

La diferenciación entre amigos y enemigos tiene el sentido de expresar el máximo grado de intensidad de un vínculo o de una separación, una asociación o una disociación. Puede existir de modo teórico o de modo práctico, sin que por ello y simultáneamente todas las demás diferenciaciones morales, estéticas, económicas, o de otra índole, deban ser de aplicación. El enemigo político no tiene por qué ser moralmente malo; no tiene por qué ser estéticamente feo; no tiene por qué actuar como un competidor económico y hasta podría quizás parecer ventajoso hacer negocios con él. Es simplemente el otro, el extraño, y le basta a su esencia el constituir algo distinto y diferente en un sentido existencial especialmente intenso de modo tal que, en un caso extremo, los conflictos con él se tornan posibles, siendo que estos conflictos no pueden ser resueltos por una normativa general establecida de antemano, ni por el arbitraje de un tercero "no-involucrado" y por lo tanto "imparcial".

La posibilidad de entender y comprender correctamente — y con ello también el derecho a participar y a juzgar — está dados aquí sólo por la colaboración y la coparticipación existenciales. Al caso extremo del conflicto solamente pueden resolverlo entre si los propios participantes; esto es: cada uno de ellos sólo por si mismo puede decidir si la forma de ser diferente del extraño representa, en el caso concreto del conflicto existente, la negación de la forma existencial propia y debe, por ello, ser rechazada o combatida a fin de preservar la propia, existencial, especie de vida. 

En la realidad psicológica, al enemigo fácilmente se lo trata de malo y de feo porque cada diferenciación recurre, la mayoría de las veces en forma natural, a la diferenciación política como la más fuerte e intensa de diferenciaciones y agrupamientos a fin de fundamentar sobre ella todas las demás diferenciaciones valorativas. Pero esto no cambia nada en la independencia de esas contraposiciones. 

Consecuentemente, también es válida la inversa: lo que es moralmente malo, estéticamente feo o económicamente perjudicial todavía no tiene por qué ser enemigo; lo que es moralmente bueno, estéticamente bello o económicamente útil no tiene por qué volverse amigo en el sentido específico, esto es: político, de la palabra. La esencial objetividad y autonomía de lo político puede verse ya en esta posibilidad de separar una contraposición tan específica como la de amigo-
enemigo de las demás diferenciaciones y comprenderla como algo independiente.


lunes, 3 de junio de 2013

Manifiesto por una Nueva Disidencia




La gran opresión

En lo que las naciones europeas viven hoy no es en una democracia: es en una posdemocracia donde la alternancia sólo es una ilusión. Quien hoy ostenta el poder no es el pueblo, es una clase de oligarcas. Forman parte de la misma los grandes dirigentes financieros, mediáticos, culturales y políticos, los cuales imponen una ideología dominante que se ha convertido en una ideología única.

1.- La ideología única encierra el pensamiento y la opinión en el rectángulo de una cárcel cuyos cuatro lados son:

– el libre comercio económico deseado por los grandes oligopolios mundiales que son las transnacionales;
– el antirracismo que niega las realidades étnicas y culturales, al tiempo que culpabiliza a los defensores de nuestra identidad nacional y de la civilización europea;
– la antitradición y la inversión de los valores que desquician la base familiar y toda una experiencia de miles de años;
 – la visión mercantil comercial del mundo y el arrasamiento utilitario de la vida, de la naturaleza, de la cultura.

La ideología única somete de forma duradera a los europeos y a los anglosajones: impedir la constitución de una auténtica potencia europea es, por lo demás, una de sus funciones.

2. La ideología única impone un despotismo blanco a través de cuatro lógicas totalitarias:

– la neolengua, las mentiras de los medios de comunicación y los grandes miedos que se imponen a través de la tiranía mediática: quienquiera que se aparte de las verdades oficiales es condenado al silencio y/o a la demonización;
– la normalización de las reglas y de los comportamientos prescritos:
* por las burocracias nacionales, europeas y mundiales bajo la influencia de los grandes grupos de presión (lobbies);
* por los grandes gabinetes internacionales de asesoramiento (los Big Fours)
– la teocracia de los derechos humanos que sojuzga a los pueblos a través del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, el cual interpreta en el sentido del pensamiento único el Convenio Europeo de Derechos Humanos;
– la represión tipo Big Brother, que comete con leyes liberticidas crímenes contra el pensamiento.

3. Esta ideología única tiene sus triunfadores y sus perdedores

Por lo que a sus triunfadores se refiere, figura en primer lugar la superclase mundial: treinta millones de cosmócratas que tienen más puntos en común entre sí  que con el pueblo del que provienen. También figuran entre los triunfadores los países emergentes —China, en particular— y los beneficiarios de la inmigración: por un lado, los inmigrantes que acceden a los regímenes sociales de los países desarrollados; por otro lado, los empresarios que pagan bajos salarios. Siguiendo con los ganadores, también están las minorías étnicas y sexuales que disfrutan tanto de un estatus revalorizado como de la discriminación positiva.

Por el lado de los perdedores figuran los antiguos países desarrollados, cuyo poderío se debilita, al tiempo que mengua su independencia y se reduce su riqueza; y, dentro de ellos, las clases medias y populares, cuya fuerza de trabajo es explotada por las transnacionales y tiene que competir con la de los países emergentes y la de los emigrantes. También figuran entre los perdedores las familias europeas, cuyo modelo de vida se desvaloriza y cuyas dificultades para encontrar vivienda y buenas escuelas para sus hijos se ven amplificadas por la africanización y la islamización.

La mayoría invisible, los autóctonos, son las víctimas de tal situación. Sufren discriminación negativa y padecen un proceso de domesticación. Han perdido su soberanía, no tienen la posibilidad de expresarse mediante referéndums. Los dirigentes políticos que los gobiernan no son estadistas, sino “mediagogos” que hacen carrera adulando a los medios de comunicación y sometiéndose a la ideología única. Frente a lo inaceptable, es necesario dar paso a una nueva disidencia.

La nueva disidencia

El sistema dominante se basa en la negación de la coherencia y de la realidad de las cosas. En las postrimerías de la Unión Soviética, quienes hacían frente a la situación y se atrevían a luchar contra ella eran calificados de disidentes: su arma era el samizdat, es decir, el ciclostil y el anonimato. Los disidentes del mundialismo disponen de Internet y del pseudoanonimato, es decir, de un instrumento subversivo —la reinfoesfera— que es infinitamente más poderoso. El papel de la reinfoesfera consiste en sensibilizar a la opinión.

1. Primera actitud de la disidencia: la reinformación es una gimnasia del espíritu y del alma

Consiste en forjarse su propia opinión para no caer en el conformismo y repetir ideas como papagayos. La reinformación consiste en tratar de conocer la realidad del mundo a partir de una experiencia directa y no a través de las pantallas. Y, por lo que a las pantallas se refiere, consiste en desterrar en toda la medida de lo posible los programas de televisión a favor de los videos o de ciertos espacios radiofónicos y, por supuesto, de las webs alternativas de la reinfoesfera.

2. La actitud de la disidencia consiste en desterrar de los espíritus la ideología única

Ello significa emancipar las mentes y los corazones de lo políticamente correcto, de lo económicamente correcto, de lo históricamente correcto, de lo moralmente correcto, de lo religiosamente correcto, de lo artísticamente correcto. Frente a la dictadura de las emociones condicionadas, hay que volver a encontrar la vía de la razón y de las grandes normas del espíritu europeo: aparte de los dogmas religiosos, sólo se puede considerar verdadero lo libremente refutable. Cualquier verdad oficial tiene que pasar por el cedazo de la duda.

3. La tercera actitud de la disidencia es la fuerza del alma

El alma saca su energía de las raíces de la civilización europea y cristiana, tomando aliento en un imaginario milenario y/o en la fe religiosa. El hombre se ve fortalecido por todo lo que le proporciona una auténtica vida interior y lo libera de las presiones de la urgencia y de la contingencia. Se trata, a este respecto, de dejarse contaminar por las emociones prefabricadas del exterior a fin de reapropiarnos mejor nuestras propias emociones: las que están vinculadas con nuestra tierra, nuestro pueblo, nuestra lengua, nuestra historia, nuestra religión. En suma, vincularse a las emociones de nuestra familia, de nuestro linaje, de nuestro clan, de nuestros correligionarios.

4. La cuarta actitud de la disidencia es el comportamiento disidente, es decir, actuar de forma distinta

La disidencia no consiste tan sólo en reflexionar. Consiste también en actuar de forma distinta:
– frente a la mundialización económica, hacer jugar el localismo, la preferencia local, la nacional, la europea, el patriotismo económico;
– frente al desarraigo, practicar una ecología humana y cercana: retomar contacto con nuestro territorio vital y la naturaleza que lo rodea; aceptar como beneficiosos constreñimientos las leyes de la geografía y del clima;
– frente a la sociedad mercantil, desconfiar de los grandes oligopolios de distribución;
– frente al cosmopolitismo y al antirracismo, defender nuestra identidad: escoger la escuela de nuestros hijos; situarnos en una lógica de arraigo en nuestras elecciones estéticas y culturales; preferir el arte escondido al financial “art”; frente al globischpracticar la lengua que nos es propia; frente a la voluntad de mestizaje de los oligarcas, cultivar el “nosotros”; frente a la memoria impuesta por los amos del discurso, preferir el recuerdo que remite a una realidad histórica y carnal: la transmisión familiar de los acontecimientos tal como han sido vividos realmente por nuestro linaje.

5. La quinta actitud de la disidencia es la intervención en la vida de la Ciudad y más bien en la periferia que en el centro

La disidencia no es un exilio interior: es una larga marcha hacia la reconstrucción de un proyecto comunitario, es la intervención en la vida de la Ciudad en aquellos ámbitos en que pueda ser eficaz, es decir, más bien en la periferia que en el centro, más bien en la vida local que en la nacional.

La disidencia consiste en suscitar acciones identitarias o participar en ellas:
– contra la islamización o la africanización de nuestro barrio;
– contra la imposición del globish en nuestra empresa o en su administración.

Porque las “libertades no son más que resistencias” (Royer-Collard).

La disidencia también consiste en actuar para defender un patrimonio al que se quiere: proteger un emplazamiento o un paisaje, un monumento, una iglesia o un museo, elementos de nuestra identidad nacional y de la civilización europea.

La democracia directa, espontánea, la organización parajurídica de peticiones y de referéndums locales: he ahí otros tantos excelentes medios de acción en tal sentido.

6. La sexta actitud de la disidencia consiste en dar a conocer

Dar a conocer las cosas y, gracias a Internet, hacer públicas y visibles acciones que la tiranía mediática castiga con el ostracismo.
Actuar también es que hacer que a uno le oigan los parlamentarios, especialmente los locales, a fin de que la presión popular compense la del Sistema.

7. La séptima actitud de la disidencia consiste en participar en la movilización de inmensas pero adormecidas fuerzas: las mayorías invisibles pero oprimidas

Estas comunidades económica, social y culturalmente mayoritarias resultan invisibles a causa de la acción de las oligarquías dirigentes y de las políticas de “diversidad” que aplican en contra de las mayorías.

Estas mayorías oprimidas son:

– las clases medias y las clases populares sacrificadas a los intereses de los poderes financieros y a las que se hace competir con el mundo entero en el mercado laboral;
– las pequeñas y medianas empresas victimas de la fiscalidad y de los oligopolios mundiales;
– las familias amenazadas por la teoría del género y la cultura de muerte;
– los cristianos y los laicos, afectados ambos por el hecho de que el espacio público es ocupado por la islamización;
– y, por supuesto, los jóvenes varones blancos (JVB) que son objeto de todas las culpabilizaciones y contra quienes se acumulan toda clase de discriminaciones (como jóvenes, como hombres, como blancos). Los jóvenes varones blancos (JVB) tienen como vocación sacar a Europa de su adormecimiento.

Hay en todos estos grupos, por poco que tomen conciencia de su fuerza, todos los ingredientes de una revuelta susceptible de impulsar una gran oleada de populismo, corriente de opinión que debemos asumir sin complejos.

8. ¿Hacia la revuelta del pueblo?

Situándose mucho más allá del exilio interior, la disidencia se amplifica en Internet pero también en las redes sociales y en las territoriales. La reapropiación de nuestro entorno geográfico y humano es una exigencia cada vez mayor, al igual que la toma de conciencia por parte del pueblo de que tenemos un enemigo: la superclases mundial y los amos del discurso que la sirven.
Vanguardia de un movimiento que va ahondándose, el comportamiento disidente se nutre de la concientización de los daños producidos por el Sistema mundialista hoy dominante. Y esta toma de conciencia nos lleva a recuperar el genio nacional de nuestros pueblos y la identidad europea: búsqueda de la verdad, recurso a las artes figurativas, respeto de las tradiciones, gusto de la libertad, defensa de la lengua y de las patrias carnales. La disidencia libera los espíritus y forja las almas: es la etapa previa a la revuelta del pueblo.


lunes, 29 de abril de 2013

La Decisión sobre la Guerra y el Enemigo





Por Carl Schmitt


Al Estado, en su calidad de unidad política esencial, le corresponde el jus belli; es decir: la posibilidad real, de determinar, y dado el caso de combatir, a un enemigo en virtud de una decisión autónoma. Los medios técnicos con los cuales se libra el combate, la organización vigente de las fuerzas armadas, la magnitud de las chances de ganar la guerra, todo ello es irrelevante aquí siempre y cuando el pueblo políticamente unido esté dispuesto a combatir por su existencia y por su independencia, siendo que por decisión autónoma ha determinado en qué consiste esa independencia y esa libertad. La tendencia del desarrollo tecnológico militar aparentemente apunta a que, quizás, ya quedan sólo pocos Estados cuyo poderío industrial les permite librar una guerra con chances de éxito, mientras que Estados más pequeños y más débiles, ya sea de modo voluntario o forzado, renuncian al jus belli cuando no consiguen resguardar su independencia mediante una correcta política de alianzas. Esta evolución no demuestra que la guerra, el Estado y la política han cesado de existir. Cada uno de los innumerables cambios y trastornos de la Historia y de la evolución de la humanidad ha producido nuevas formas y nuevas dimensiones del aglutinamiento político, destruyendo anteriores arquitecturas políticas, produciendo guerras externas y guerras civiles, aumentando o disminuyendo el número de las unidades políticas organizadas.

El Estado como unidad política determinante ha concentrado en si mismo una atribución enorme: la de la posibilidad de librar una guerra y, con ello, la de disponer sobre la vida de los seres humanos. Y esto es así porque el jus belli contiene un atributo semejante: significa la doble posibilidad de exigir de los miembros del pueblo propio el estar dispuestos a matar y a morir, con el objeto de matar a las personas ubicadas del lado del enemigo. Sin embargo, la tarea de un Estado normal consiste en lograr, por sobre todo, una pacificación completa dentro del Estado y su territorio; construir "la tranquilidad, la seguridad y el orden" para crear con ello la situación normal que es condición para que las normas jurídicas puedan imperar en absoluto desde el momento en que toda norma presupone una situación normal y ninguna norma puede ser válida en una situación que la desafía de modo completamente anormal.

Esta necesidad de lograr la pacificación intra-estatal conduce, en situaciones críticas, a que el Estado como unidad política en si, mientras existe, pueda también determinar al "enemigo interno". Es por ello que en todos los Estados, bajo alguna forma, existe lo que el Derecho Público de las repúblicas griegas conoció como declaración de polemios y el Derecho Público romano como declaración de hostis; es decir: formas de repudio, ostracismo, exclusión, colocación hors-la-loi — en síntesis, alguna forma de declarar un enemigo interno, ya sea con medidas más severas o más benignas; vigentes ipso facto o establecidas de modo jurídico mediante leyes especiales; ya sea manifiestas o encubiertas en descripciones genéricas. Éste es — de acuerdo al comportamiento de quien ha sido declarado enemigo del Estado — el signo distintivo de la guerra civil; vale decir: de la desintegración del Estado como unidad política organizada, internamente pacificada, encerrada en si misma en cuanto a lo territorial e impenetrable para extraños. Mediante la guerra civil es que, luego, se decidirá el destino que correrá esta unidad. Para un Estado de Derecho Constitucional burgués esto no es menos válido — y hasta por el contrario, quizás sea aún más naturalmente válido — que para cualquier otro Estado. Porque, como lo expresa Lorenz von Stein, en un "Estado Constitucional" la Constitución es "la expresión del orden social y de la existencia de la propia sociedad constituida por los ciudadanos de un Estado. En el momento en que es agredida, el combate forzosamente tiene que decidirse por fuera de la Constitución y del Derecho, es decir: por medio del poder de las armas".

Una comunidad religiosa, una Iglesia, puede exigir de su miembro que muera por su fe y que soporte el martirio, pero solamente en beneficio de la salvación de su propia alma; no en beneficio de la comunidad eclesiástica establecida como estructura de poder terrenal. De otro modo se convierte en una magnitud política; sus guerras sagradas y sus cruzadas son acciones que descansan sobre una decisión de declarar enemigos, al igual que las demás guerras. En una sociedad determinada económicamente cuyo órden — esto es: cuyo funcionamiento previsible dentro de un ámbito de categorías económicas — se desarrolla normalmente, bajo ningún punto de vista puede exigirse que algún miembro de la sociedad sacrifique su vida en aras de un funcionamiento sin sobresaltos. Fundamentar con argumentos utilitarios una exigencia semejante sería, justamente, contradecir los principios individualistas de un orden económico liberal; algo que jamás podría justificarse partiendo de las normas o ideales de una economía pensada para ser autónoma. El individuo aislado es libre de morir por lo que quiera; esto constituye, como todo lo esencial en una sociedad liberal-individualista, una "cuestión absolutamente privada" — es decir: materia de una decisión libre, no controlada, que no es de incumbencia de nadie aparte de la persona que por sí misma toma la decisión.

La sociedad que funciona sobre bases económicas tiene medios de sobra para quitar de su circuito al que sucumbió en la lucha competitiva, al que no tuvo éxito y aún al "molesto". Puede volverlo inofensivo de una manera no-violenta, "pacífica"; o bien y dicho en forma concreta: puede dejarlo morir de hambre si no se subordina voluntariamente. A una sociedad puramente cultural o civilizatoria seguramente no le faltarán "indicaciones sociales" para librarse de amenazas indeseadas o de desarrollos indeseados. Pero ningún programa, ningún ideal, ninguna norma y ninguna finalidad otorgan un derecho a disponer sobre la vida física de otras personas. Exigir seriamente de los seres humanos que maten a seres humanos y que estén dispuestos a morir para que el comercio y la industria de los sobrevivientes florezca, o para que la capacidad de consumo de los nietos aumente, constituye algo tenebroso y demencial. Anatematizar la guerra calificándola de homicidio y luego exigir de las personas que libren una guerra, y que maten y se dejen matar en esa guerra, para que "nunca más haya guerras", constituye una estafa manifiesta. La guerra, la disposición a morir de los combatientes, el dar muerte físicamente a seres humanos que están del lado del enemigo, todo eso no tiene ningún sentido normativo y sólo tiene un sentido existencial. Específicamente: sólo tiene sentido en la realidad de una situación de combate real contra un enemigo real; no en algún ideal, programa o normativa cualquiera. No existe ningún objetivo racional, ninguna norma por más justa que sea, ningún programa por más ejemplar que sea, ningún ideal social por más hermoso que sea, ninguna legitimidad o legalidad, que pueda justificar que por su causa los seres humanos se maten los unos a los otros. Cuando semejante destrucción física de vidas humanas no ocurre a partir de una auténtica afirmación de la propia forma existencial frente a una negación igual de auténtica de esta forma existencial, sucede que simplemente no puede ser justificada. Tampoco con normas éticas o jurídicas se puede fundamentar una guerra. Si existen realmente enemigos, en el sentido auténtico y esencial con el que aquí los hemos entendido, entonces tiene sentido — pero sólo sentido político — repelerlos físicamente y combatir con ellos si es necesario.

Que la justicia no pertenece al concepto de la guerra ya es de dominio público desde Grotius. [34] Las construcciones intelectuales que exigen una guerra justa sirven, por lo común, a un objetivo político. Exigir de un pueblo políticamente unido que libre guerras sólo por motivos justos es, en realidad, o bien algo obvio si significa que la guerra sólo debe librarse contra un enemigo real, o bien detrás de ello se esconde el intento político de transferir a otras manos la disposición del jus belli y encontrar normas jurídicas sobre cuyo contenido y aplicación puntual ya no decidirá el Estado mismo sino algún otro tercero, el que de esta manera decidirá quién es el enemigo. Mientras un pueblo exista en la esfera de lo político, deberá determinar por si mismo la diferenciación de amigos y enemigos, aunque sea tan sólo en el más extremo de los casos y aún así debiendo decidir, también, si este caso extremo se ha dado — o no. En ello reside la esencia de su existencia política. Si ya no tiene la capacidad o la voluntad para establecer esta diferenciación, cesará de existir políticamente. Si permite que un extraño le imponga quién es su enemigo y contra quién le está — o no — permitido luchar, ya no será un pueblo políticamente libre y quedará incluido en, o subordinado a, otro sistema político. Una guerra no adquiere su sentido por ser librada en virtud de ideales o normas jurídicas sino por ser librada contra un enemigo real. Todas las imprecisiones de la categoría amigo-enemigo se explican por el hecho de que se las confunde con toda clase de abstracciones o normas.

Un pueblo políticamente existente no puede, pues, dado el caso y por medio de una decisión propia y a propio riesgo, renunciar a diferenciar amigos de enemigos. Podrá declarar solemnemente que condena la guerra como método de resolución de conflictos internacionales y que renuncia a emplearla como "herramienta de política nacional".

Eliminando esta diferenciación se elimina la vida política en absoluto. De ningún modo está librado a la discreción de un pueblo con existencia política el eludir esta dramática diferenciación mediante proclamaciones conjuratorias. Si una parte del pueblo declara no conocer enemigos, depende de la situación, pero es posible que se haya puesto del lado de los enemigos para ayudarlos. Sin embargo, con ello no se habrá eliminado la diferenciación entre amigos y enemigos. Si los ciudadanos de un Estado afirman de si mismos que, personalmente, no tienen enemigos, el hecho no tiene nada que ver con esta cuestión ya que una persona privada no tiene enemigos políticos. Lo máximo que un ciudadano puede llegar a querer decir con una declaración como ésa es que desea excluirse de la totalidad política — a la que por su existencia pertenece — para vivir exclusivamente en calidad de persona privada. Más allá de ello, sería también un error creer que un pueblo puede eliminar la diferenciación entre amigos y enemigos mediante una declaración de amistad a todo el mundo, o mediante la decisión de desarmarse voluntariamente. El mundo no se despolitiza de esta manera, ni queda tampoco colocado en un estado de moralidad pura, juridicidad pura o economía pura. Cuando un pueblo le teme a las penurias y a los riesgos de una existencia política, lo que sucederá es que, simplemente, aparecerá otro pueblo que lo relevará de este esfuerzo haciéndose cargo de la "protección frente a los enemigos externos" y, con ello, se hará cargo también del dominio político. El protector será entonces quien determinará al enemigo, como consecuencia de la eterna relación que hay entre protección y obediencia.

Cuando en el interior de un Estado hay partidos organizados que pueden brindarles a sus miembros una protección mayor que la brindada por el Estado, aún en el mejor de los casos el Estado queda convertido en un anexo de estos partidos y el ciudadano individual sabe a quién tiene que obedecer. Esto no puede ser justificado por ninguna "teoría pluralista del Estado" tal como ha sido tratado anteriormente. Lo elementalmente cierto de este axioma de la protección-obediencia aparece con claridad aún mayor en las relaciones inter-estatales de política exterior. El protectorado de Derecho Público, las uniones o federaciones hegemónicas de Estados, los tratados de protección y garantías de diversa índole hallan en este axioma su fórmula más simple.

Sería torpe creer que un pueblo inerme sólo tendría amigos y es un cálculo crapuloso suponer que el enemigo podría quizás ser conmovido por una falta de resistencia. Nadie consideraría posible que los seres humanos, mediante una renuncia a toda productividad estética o económica, puedan llevar el mundo a una situación de, por ejemplo, pura moralidad. Pues mucho menos podría un pueblo, mediante la renuncia a toda decisión política, crear un estadio de la humanidad moralmente puro o económicamente puro. Lo político no desaparecerá de este mundo debido a que un pueblo ya no tiene la fortaleza o la voluntad de mantenerse dentro del ámbito político. Lo que desaparecerá será tan sólo un pueblo débil.

domingo, 14 de abril de 2013

El Pensamiento Radical





Por Guillaume Faye


Solamente es fecundo el pensamiento radical. Porque, solo, puede él crear conceptos audaces que rompan el orden ideológico hegemónico y permitan salir del círculo vicioso de un sistema de civilización que está fracasando. Para hablar como el matemático René Thom, autor de la Teoría de las Catástrofes, únicamente los “conceptos radicales” pueden hacer caer un sistema en el caos –la “catástrofe” o cambio brutal de estado- con el fin de dar a luz a otro orden. 

El pensamiento radical no es “extremista”, ni utópico, sino anticipador del futuro, porque rompe con un presente carcomido. 

¿Es revolucionario? Hoy, tiene que serlo, porque nuestra civilización está viviendo el fin de su ciclo y no un nuevo desarrollo, y porque ninguna escuela de pensamiento se atreve a ser revolucionaria tras la caída final de la tentativa comunista. Sin embargo, tenemos que proyectar otros conceptos civilizacionales, vectores de historicidad y de autenticidad.

¿Por qué un pensamiento radical? Porque va hasta la raíz de las cosas, es decir “hasta el núcleo”: cuestiona la cosmovisión sustancial de esta civilización, el igualitarismo, porque este último, utópico y obstinado, está conduciendo a la humanidad hasta la barbarie y el horror económico, a través de sus contradicciones internas.

Para actuar sobre la Historia, se tienen que crear tormentas ideológicas, frente –como lo vio muy bien Nietzsche- a los valores, fundamento y esqueleto de los sistemas. Hoy nadie lo hace: es la primera vez en la Historia que la esfera económica (TV, mass-media, videos, cine, industria del espectáculo y de la distracción) posee el monopolio de la reproducción de los valores. Conclusión: una ideología hegemónica, sin conceptos ni proyectos imaginativos de ruptura, pero fundada sobre dogmas y anatemas.

Únicamente un pensamiento radical permitiría a unas minorías intelectuales crear un movimiento, sacudir el mamut, mover a la sociedad y al orden del mundo mediante electrochoques ( o “ideochoques”). Pero este pensamiento tiene sin falta que escapar al dogmatismo y cultivar, por el contrario, el reajuste permanente (“la revolución dentro de la revolución”, única intuición maoísta justa); tiene también que preservar su radicalidad de la tensión neurótica de las ideas fijas, de las fantasías oníricas, de las utopías hipnóticas, de las nostalgias extremistas o de las obsesiones delirantes, riesgos inherentes a toda perspectiva ideológica. 

Para actuar sobre el mundo, un pensamiento radical tiene que articular un corpus ideológico coherente y pragmático, con distanciamiento y flexibilidad adaptativa. Un pensamiento radical es, en primer lugar, un cuestionario, pero nunca una doctrina. Lo que se propone tiene que ser declinado sobre el modo del “¿y si?” y no del “hay que”. No le gustan los compromisos, las sabidurías falsas “prudentes”, la dictadura de los “expertos” ignorantes ni el paradójico conservatismo (el statuquoismo) de los adoradores de la “modernidad” que la creen eterna. 

Última característica de un pensamiento radical eficiente: aceptar la heterotelía, es decir, que las ideas no conducen necesariamente a los hechos deseados. Un pensamiento eficiente tiene que reconocer que solamente es aproximátivo.

Se zigzaguea, se adaptan las velas según los vientos, pero se sabe adónde se va, hasta qué puerto. El pensamiento radical integra el riesgo y el error, propios a todo lo que es humano. Su modestia, impregnada de dudas cartesianas, es el motor de su potencia de puesta-en-movimiento de los espíritus. Ningún dogma, pero mucha imaginación. La imaginación al poder, con una brizna de amoralismo, es decir de tensión creativa hasta una nueva moral.

Hoy –en la linde de este Siglo XXI, que será un siglo de hierro y de fuego, cargado de amenazas verdaderamente mortales para la entidad europea y también para la humanidad, aunque nuestros contemporáneos estén lobotimizados por la soft-ideología y la sociedad del espectáculo- cuando, frente a nosotros, explota un vacío ideológico atronador, un pensamiento radical es por fin posible y puede triunfar, con el fin de proyectar nuevas soluciones, impensables hace poco tiempo. 

Las intuiciones de Nietzsche, de Evola, de Heidegger, de Carl Schmitt, de Guy Debord o de Alain Lefèbvre, las de la inversión de los valores, son posibles hoy, como la filosofía del martillo nietzscheana. Nuestro “estado de civilización” ya está listo. No era este el caso en un pasado reciente, cuando la pareja moderna Siglo XIX-Siglo XX incubaba su infección viral sin todavía sufrirla. 

De otra parte, tenemos que rechazar enseguida el pretexto según el cual un pensamiento radical sería “perseguido” por el sistema. El sistema es tonto. Sus censuras son permeables y torpes. Únicamente reprime las provocaciones folkloristas y las torpezas ideológicas. 

En el seno de la clase intelectual europea oficial y establecida, el pensamiento es un convencionalismo mediático y una bolsa de dogmas igualitarios machacados. Por temor a infringir las leyes de lo “políticamente correcto”, por déficit de imaginación conceptual, o por ignorancia de los problemas reales del mundo presente. 

Las sociedades europeas, hoy en crisis, están listas para ser traspasadas por unos pensamientos radicales determinados, armados con un proyecto de valores revolucionarios y de una contestación completa, pero pragmática y no utópica de la civilización mundial actual. 

Un pensamiento radical e ideológicamente eficiente, en el mundo trágico que se está preparando, podría aliar las calidades del clasicismo cartesiano (principios de razón y de posibilidad afectiva, de examen permanente y de voluntarismo crítico) y del romanticismo (pensamiento fulgurante, emocional y estético, audacia de las perspectivas), a fin de unir en una coincidentia oppositorum (coincidencia de los opuestos) las calidades de la filosofía idealista del “sí” y de la filosofía critica del “no”, como hicieron Marx y Nietzsche con su método de la “hermeneútica de la sospecha” (inculpación de los conceptos dominantes) y de “inversión positiva de los valores”.

Un pensamiento tal que alíe audacia y pragmatismo, intuición prospectiva y realismo observador, creacionismo estético y voluntad de potencia histórica, tiene que ser “un pensamiento voluntarista concreto, creador de orden”. 

martes, 9 de abril de 2013

El Poder Liberador de la Destrucción





Por Julius Évola


Hemos dicho que la crisis de los valores del individuo y de la persona está destinada, en el mundo moderno, a revestir el carácter de un proceso irreversible y general, a pesar de la existencia de "islas" o "reservas" residuales, donde, relegadas al dominio de la "cultura" o de las ideologías huecas, estos valores conservan aún una apariencia de vida. Prácticamente, todo lo que está ligado al materialismo, al mundo de las masas, de las grandes ciudades modernas, pero también y sobre todo, todo lo que pertenece propiamente al reino de la técnica, a la mecanización, a las fuerzas elementales despertadas y controladas por procesos objetivos -en fin, los efectos existenciales de catastróficas experiencias colectivas, tales como guerras totales con sus frías destrucciones, todo ello golpea mortalmente al "individuo", actúa de forma "deshumanizadora", reduce, cada vez más, lo que el mundo burgués de ayer, ofrecía de variado, de "personal", de subjetivo, de arbitrario y de intimista.

Ernst Jünger, es quizás, quien en su libro "Der Arbeiter", ha puesto más y mejor en evidencia estos procesos. Podemos seguirlo sin titubear, e incluso prever que el proceso en curso en el mundo actual tendrá por consecuencia que el "tipo" reemplazará al individuo al mismo tiempo que se empobrecerá el carácter y el modo de vida de cada uno y que se desintegrarán los "valores culturales" humanistas y personales. En su mayor parte, la destrucción es sufrida por el hombre de hoy, simplemente como un objeto. Desemboca entonces en el tipo de hombre vacío, repetido en serie, que corresponde a la "normalización", a la vida uniformada, que es "máscara" en sentido negativo: producto multiplicable e insignificante.

Pero estas mismas causas, este mismo clima y las mismas destrucciones espirituales pueden imprimir un curso activo y positivo a la desindividualización. Es esta la posibilidad que nos interesa y que debe considerar el tipo de hombre diferenciado de] que tratamos. Junger había ya hecho alusión a lo que había surgido en ocasiones en medio de "temperaturas extremas que amenazan la vida", particularmente en la guerra moderna, guerra de materiales donde la técnica se vuelve contra el hombre, utilizando un sistema de medios de destrucción y la activación de fuerzas elementales, fuerzas a las que el individuo que combate, si no quiere ser destruido -destruido físicamente, pero sobre todo espiritualmente- no puede mantenerse sino pasando a una nueva forma de existencia. Ésta se caracteriza primeramente por una lucidez y una objetividad extremas, luego por una capacidad de actuar y de "mantenerse en pie" sostenido por fuerzas profundas, que se sitúan más allá de las categorías del "individuo", de los ideales, de los "valores" y de los fines de la civilización burguesa. Es importante que aquí se una de forma natural con el riesgo, más allá del instinto de conservación, ya que pueden presentarse situaciones en las que sería a través de la destrucción física misma como se alcanzaría el sentido absoluto de la existencia y se realizaría la "persona absoluta". Podríamos hablar en este caso de un aspecto límite del "cabalgar al tigre".

Junger ha creido encontrar un símbolo de este estilo en el "soldado desconocido" (añadiendo, sin embargo, que no sólo existen soldados, sino también jefes desconocidos); aparte de situaciones de las que ningún comunicado jamás ha dado cuenta, en acciones anónimas que han quedado sin espectadores, que no han pretendido ni el reconocimiento, ni la gloria, que no han sido motivadas por ningún heroismo romántico, aunque el individuo físico arriesgara su vida, fuera de estos casos, Junger subraya que en el curso de este género de procesos, hombres de un nuevo tipo tienden a formarse y diferenciarse, que se reconoce en su comportamiento, es decir en sus rasgos físicos, en su "máscara". Este tipo moderno, tiene la destrucción tras de sí, no puede ser comprendido a partir de la noción de "individuo" y es ajeno a los valores del "humanismo".

Lo esencial es, sin embargo, reconocer la realidad del proceso que se manifiesta, con una intensidad particular, en la guerra total moderna, repitiéndose bajo formas diferentes y en grados diversos de intensidad, incluso en tiempos de paz, en toda la existencia moderna altamente mecanizada, cuando encuentran una materia adecuada: tienden paralelamente a abatir al individuo y a suplantarlo por un "tipo" impersonal e intercambiable que caracteriza una cierta uniformidad -rostros de hombres y mujeres que revisten precisamente el carácter de máscaras, "máscaras metálicas los unos, máscaras cosméticas los otros": algo, en los gestos, en la expresión, como una "crueldad abstracta" que corresponde al lugar, cada vez más grande, ocupado en el mundo actual por todo lo que es técnica, número, geometría y se refiere a valores objetivos.

Indudablemente, estos son algunos de los aspectos esenciales de la existencia contemporánea a propósito de los cuales se ha hablado de una nueva barbarie. Pero, una vez más ¿cuál es la "cultura" que podría ser opuesta y debería servir de refugio a la persona?. Aquí no hay puntos de referencia verdaderamente válidos. Junger se hacía verdaderamente ilusiones pensando que el proceso activo de "despersonalización" tópico corresponde al sentido principal de la evolución de un mundo que está en trance de superar la época burguesa (él mismo debía, por otra parte, por una especie de regresión, llegar a un punto de vista completamente diferente). Son, por el contrario, los procesos destructivos pasivos actualmente en curso los que ejercen y ejercerán cada vez más, una acción determinante, de la que no puede nacer más que una pálida uniformalización, una " tipificación " privada de la dimensión de la profundidad y de toda "metafísica" y que se sitúa así a un nivel existencia más bajo que el ya problemático de individuo y de la persona.

Las posibilidades positivas no pueden concernir más que a una minoría ínfima compuesta únicamente de seres en quienes precisamente, preexiste o puede despertarse la dimensión de la trascendencia. Y esto nos lleva, como se ve, al único problema que nos interesa. Solo estos seres pueden proceder a una evaluación muy diferente del "mundo sin alma" de las máquinas, de la técnica, de las grandes ciudades modernas, de todo lo que es pura realidad y objetividad, que aparece frío, inhumano, amenazante, desprovisto de intimidad, despersonalizante, "bárbaro". Es precisamente aceptando esta realidad y estos problemas como el hombre diferenciado puede esencializarse y formarse según la ecuación personal válida; activando en él la dimensión de la trascendencia y quemando las escorias de la individualidad, puede extraer la persona absoluta.

martes, 19 de marzo de 2013

Hacia una Ciencia del Hombre




Por Alexis Carrel


En suma, las ciencias de la materia han hecho inmensos progresos, mientras que las de los seres vivientes han permanecido en estado rudimentario. El retardo de la biología es atribuido a las condiciones de existencia de nuestros antepasados, a la complejidad de los fenómenos de la vida y a la naturaleza misma de nuestro espíritu que se complace en las construcciones mecánicas y las abstracciones matemáticas. Las aplicaciones de los descubrimientos científicos han transformado nuestro mundo material y mental. Estas transformaciones han tenido sobre nosotros una influencia profunda y sus efectos nefastos provienen de que han sido hechas sin consideración hacia nosotros. Y es la ignorancia sobre nosotros mismos, lo que ha dado a la mecánica, a la física y a la química, el poder de modificar, al azar, las formas antiguas de la vida.

El hombre debería ser la medida de todo. En realidad, es un extranjero en el mundo que ha creado. No ha sabido organizar este mundo para él porque no poseía un conocimiento positivo de su propia naturaleza. El avance enorme de las ciencias inanimadas sobre las ciencias de los seres vivientes es uno de los sucesos más trágicos de la historia de la humanidad. El medio construido por nuestra inteligencia y nuestras invenciones no se ajusta ni a nuestro tamaño ni a nuestra forma. No nos queda bien. Somos desgraciados. Degeneramos moral y mentalmente. Y son precisamente los grupos y las naciones en que la civilización industrial ha alcanzado su apogeo los que se debilitan más. Es allí donde el retorno a la barbarie es más rápido. Permanecen sin defensa ante el medio adverso que les ha proporcionado la ciencia. En verdad, nuestra civilización como las que la han precedido, ha creado condiciones que, por razones que no conocemos exactamente, hacen que la vida misma se torne imposible. La inquietud y las desgracias de la Ciudad Nueva provienen de sus instituciones políticas, económicas y sociales, pero, sobre todo, de su propia decadencia. Son víctimas del retardo de las ciencias de la vida sobre las de la materia.

Solamente un conocimiento mucho más profundo de nosotros mismos puede aportar un remedio a este mal. Gracias a ello veremos por qué mecanismos la existencia moderna afecta nuestra conciencia y nuestro cuerpo. Sabremos cómo adaptarnos a este medio, cómo defendernos, y también cómo reemplazarlo, en caso de que una revolución dentro del mismo se hiciera indispensable. Mostrándonos a nosotros mismos lo que somos, nuestras potencias y la manera de actualizar con ellas, este conocimiento nos dará la explicación de nuestra debilidad fisiológica, de nuestras enfermedades morales e intelectuales. Y sólo él puede revelarnos las leyes inexorables en las cuales están encerradas nuestras actividades orgánicas y espirituales, hacernos distinguir lo prohibido de lo permitido y enseñarnos que no somos libres para modificar, según nuestra fantasía, ya sea nuestro medio, ya sea a nosotros mismos. En verdad, desde que las condiciones naturales de la existencia han sido suprimidas por la civilización moderna, la ciencia del hombre ha llegado a ser la más necesaria de todas las ciencias.