miércoles, 3 de julio de 2013

La Crisis y la ocultación de su orígen crónico




Por Ramón Bau


Hace un par de años que los aires de ‘crisis’ se extienden por el mundo, como si fuera algo nuevo, un acontecimiento debido a causas actuales.  Por ejemplo en USA las hipotecas dadas alegremente sin analizar si iban a poder ser devueltas, y luego empaquetadas y convertidas en fondos bancarios repartidos por la banca a diestro y siniestro entre clientes y fondos de inversión. O en España la súper nombrada bolsa inmobiliaria, especulación masiva en construcción sin tener en cuenta la realidad de la demanda real de vivienda ni el precio lógico de la construcción.

Tenemos ahora una Argentina que no puede ni dar 30 dólares a sus ciudadanos que deseen comprar un libro en USA o en Europa, y que oculta una corrupción política de tal nivel que logra cada pocos años arruinar un país riquísimo en calidad humana, material primas e industria.

Estas crisis se presentan como provocadas por estos temas, sin analizar su origen real y profundo, y lo que es más grave, ocultándolo a menudo con la imagen de algunos países que se consideran ‘libres’ de crisis, como Alemania, cuando su problema básico es el mismo que tiene España. Sin duda, el tema inmobiliario o la especulación hipotecaria USA han sido detonantes de la crisis pero la existencia del problema esencial era algo conocido y crónico: La Deuda.

TODOS los países de América y Europa llevan desde 1950 endeudándose progresivamente, cada año, con déficit presupuestario continuo, de forma que la deuda pública y externa de todos estos países han alcanzado niveles de locura absoluta, imposibles de imaginar antes del siglo XX.

La razón de este endeudamiento continuo es doble: por una parte la presión y voluntad de los financieros de endeudar a los Gobiernos para convertirlos así en esclavos de la deuda, como hemos podido comprobar hoy en día.

Pero si la finanza ha podido meter a los gobiernos en semejante tinglado de deuda es debido a la maldad intrínseca del sistema democrático. La democracia de masas, con votaciones masivas a partidos, está inevitablemente abocada a la demagogia electoral, y por tanto a convertir los partidos y gobiernos en malgastadores crónicos, demagogos ante las masas y dependientes del crédito financiero para sus campañas electorales. Una Plutocracia es el resultado inevitable de la democracia.

Lo peor de este sistema no es solo su esclavitud al poder financiero sino la forma oculta, hipócrita, con que se lleva a cabo esta esclavitud.

Pongamos el caso de Alemania… cualquier español, y supongo que también en los demás países se tiene la idea de creer que Alemania no está en crisis debido a su trabajo y producción. Esto es una enorme mentira. Alemania tiene hoy una deuda inmensa, como USA, gigantesca e impagable. 

¿Por qué no sufre Alemania, y por ahora tampoco tan duramente USA, la crisis como si la sufren España, Portugal Italia, Grecia, Francia, etc….?  La razón es ocultada sistemáticamente: Tanto Alemania como USA estarían en la ruina absoluta si su deuda no pudieran refinanciarla continuamente, acrecentándola incluso. USA es un país arruinado pero no lo nota porque logra que sus deudas las ‘compren’ países asiáticos, árabes, sometidos a presión militar o comercial. Si China o los sauditas, coreanos y taiwaneses, etc  no comprase masivamente deuda USA, este país estaría más arruinado aun que Grecia.

Todos los países están endeudados a un nivel que los hace esclavos de la finanza a través de la ‘necesidad de refinanciar continuamente su deuda’. De forma que solo aquellos países que logran el ‘placet’ de los medios financieros pueden mantener su deuda sin caer en la ruina y el impago.

España no logra refinanciar su deuda más que pagando intereses altísimos, que arruinan su presupuesto (hoy el pago de intereses es la partida más alta y la única creciente del presupuesto español).

Al llegar a una situación en la que ni siquiera se pueden pagar ya los intereses de la deuda, el Estado se encuentra arruinado, debe recortar todos los proyectos sociales, pensiones, funcionarios, sanidad, educación…  para aumentar la partida de pago de intereses a la finanza. El dinero se va todo a refinanciar deuda, los créditos a las empresas se reducen al mínimo, la gente ve aumentados los impuestos y reducidos sus ingresos, el paro es la peor consecuencia.

Todo ello es debido no tanto a los problemas especulativos inmobiliarios (causa detonante pero no suficiente) sino al endeudamiento abusivo y continuo de las democracias, unido al hecho de que ese endeudamiento comporta unos intereses usurarios que arruinan a los Estados. Sin esta carga abusiva de la deuda crónica el Estado tendría medios suficientes para soportar las especulaciones de estos últimos 5 años, y podría resolver el problema.

La solución es muy complicada porque para solucionar la crisis actual se exigiría no solo arreglar el problema de los impagos hipotecarios de la construcción especulativa de los últimos años, sino atacar directamente al sistema democrático de masas en su demagogia y malgasto, denunciar y tomar medidas sobre la Deuda, y eso si es realmente un tema complejo: ¿Cómo el sistema va a reconocer su culpa en el endeudamiento masivo, y exigir sacrificios a la población para eliminar el poder financiero…. y a la vez seguir disponiendo de dinero para sus campañas electorales demagógicas?. Y más cuando la población se ha acostumbrado durante decenios a que esos políticos les regalen prebendas y promesas electorales a cambio de su voto.

Es precisa una revolución absoluta de la mentalidad popular, acabar con la demagogia y recuperar el pueblo la dignidad, su conciencia ética contra el endeudamiento, exigir en cambio el castigo de los culpables democráticos de ese endeudamiento masivo actual.

En una palabra, el sistema actual no puede arreglar el endeudamiento, y sus esfuerzos actuales son solo para evitar que crezca aún más, no por ética ni por importarles el endeudamiento sino por incapacidad para pagar más intereses por nueva deuda.

Actualmente, por ejemplo, el gobierno de España ha efectuado unos recortes brutales en sanidad, educación, pensiones, obras públicas, etc….  Y todo ello para solo conseguir que el déficit anual del 2012 sea aun del 6%!, o sea para aun así tener que aumentar la deuda. Una deuda que ha pasado del 60% al 90% del PIB en dos años…

Como se puede uno imaginar para lograr déficit 0 se van a exigir sacrificios enormes al pueblo, sin llevar a prisión a los culpables, y pese a todos ellos la deuda llegará en un año al 100% del PIB.

Resumiendo, el endeudamiento masivo provocado por la democracia va a costar enormes sacrificios y pese a ellos no se logrará bajar la deuda ni en lo más mínimo. La esclavitud del sistema ante la finanza es total, y solo una revolución del carácter y estilo popular, unida a una revolución política radical podría abordar este estado de dependencia absoluta del poder financiero.

Comunidad Militante y Comunidad Política




Por Ramón Bau


“Estamos convencidos de que nuestro socialismo basado en la hermandad de la sangre se difundirá entre los otros pueblos y dará nueva forma también a la relación entre las naciones, ya que este contiene en sí la promesa de una nueva liga de los pueblos, más rica en su sustancia que la actual porque se funda en un socialismo atento al honor de los pueblos”. -Hermann Schwarz, 1936.

Ya fue mucho antes del III Reich cuando Ferdinand Tönnies en su libro "Comunidad y Sociedad" en 1887, ofrece un minucioso análisis de las nociones de "comunidad" (Gemeinschaft) y de "sociedad (Gesellschaft), diferenciando así la idea de agrupación social individualista y legalista (Sociedad), de la Comunidad como Pueblo, como unión superior a la mera agrupación de individuos.

Podemos resumir las ideas que ya expuso Tönnies, y que son totalmente actuales.
La voluntad natural, aquello que es instintivo y sale de la propia esencial natural, es lo que permite formar una Comunidad. Mientras que la Sociedad es solo un resultado artificial de una voluntad política sin base natural ni estructura que permita relaciones superiores a lo legal, al pasaporte, al concepto de sociedad actual.

La comunidad se define como un grupo humano viviendo en común, unidos por una base de origen más o menos común, con unas aspiraciones de vida similares y sentidas por el grupo, es un verdadero ser orgánico, un todo que posee, en cuanto todo, las características que le son propias, una forma social cuya unidad resulta de la relativa homogeneidad de cuantos la integran. Tienen una conciencia de herencia cultural, histórica y étnica. En ella los individuos son distintos y diferenciados pero tienen conciencia de su conjunto y sienten responsabilidad sobre ese conjunto.

La sociedad (Gesellschaft), al contrario, reúne a los individuos que no tienen entre sí ninguna unión real, no son globalmente pertenecientes de alguna forma de herencia específica, o si tienen esas relaciones, ni son conscientes de ellas ni les afectan, es una construcción abstracta, regida por un "contrato social", es una simple adición de individualidades. En este ambiente las relaciones humanas tienden a cancelarse. Cada uno vive para sí. El anonimato se convierte en regla o se refugia en grupos aislados.

En el seno de la sociedad los valores mercantiles son los valores reinantes, la sociedad se transforma poco a poco en mercado, donde todo puede venderse y adquirirse, incluidos los seres humanos. El "comerciante" deviene el tipo mismo del hombre social, del hombre liberado de todas las leyes del sentimiento y de la comunidad, y que no tiene otra intención que el beneficio. 

El predominio de la moral mercantil destruye todas las solidaridades profundas y acaban por destruir también la misma noción de pueblo. El egoísmo se convierte en el motor y el centro de la acción social. Los intereses individuales van adquiriendo constantemente predominio sobre los intereses colectivos. 

Paralelamente, la especulación mina las bases implícitas de la moral, sustituyendo los fundamentos orgánicos de la sociedad por el desarraigo. Al final, la "inmoralidad" encuentra todas las puertas abiertas, porque no hay nada que motive en sentido de una conciencia de los deberes que debe adquirir la persona en el interior de un cuerpo social. Los valores mercantiles, directa o indirectamente, justifican el hecho de que todos los medios son buenos para enriquecerse.

La posibilidad de una regeneración y un retorno a un sistema ‘comunitario’ parecía posible en 1890, pero tras la derrota mundial de 1945 el sistema de sociedades desenraizadas, sin conciencia de etnia, cultura o historia se ha impuesto. Por un lado el marxismo y por el otro la democracia han establecido mundialmente unas sociedades de pasaportes sin raíces y con un desprecio e incluso una represión a todo intento de comunidad identitaria.

El nacionalsocialismo racionalizó y relaboró toda la concepción de Comunidad llegando a un socialismo pensado no ya para una sola clase social, sino para toda la comunidad nacional que se soldaría con un joven nacionalismo popular, irreductiblemente extraño y enemigo del individualismo y el materialismo económico. 

Así podemos leer en los textos nacionalsocialistas:

“La comunidad del pueblo, en la visión nacionalsocialista, no se remite a una esfera distinta de la privada sino que se identifica con esta y, por tanto, también con las relaciones entre sus miembros. El individuo es concebido como un elemento orgánico y perfectamente integrado en la estructura social y comunitaria hasta confundirse con esta. Es, por tanto, normal que se ponga con énfasis el acento sobre la unidad completa y total del individuo con su pueblo: unidad entendida en sentido político, social y finalmente racial”.

Esta forma de entender la sociedad conlleva todo un sistema de derecho y deberes sociales. Hans Frank, el decano de la jurisprudencia nacionalsocialista dijo: “No existe una sociedad fuera de la totalidad del pueblo. En nuestro pueblo no existen ya agrupaciones feudales, o aristocráticas o en cualquier caso privilegiados por tradición histórica y por derechos especiales. No existen ni familias, ni clases privilegiadas. Existe un pueblo alemán unitario”.

La respuesta comunitaria es el Voluntariado, los grupos de vecinos activistas, la ayuda personal organizada. Frente a la idea actual del pago por el Estado, se presenta la ayuda de la comunidad a las necesidades. 

Cuando el mal llamado ‘Estado del Bienestar’ se hunde, es cuando uno comprende su error de base, está sustentado por dinero, no por ayuda personal. Depende de sueldos y profesionales, de los presupuestos oficiales, pero los vecinos de una casa no saben siquiera las necesidades o problemas de su propio vecindario, ni les interesa saberlo y menos tratar de solucionarlos.


LA COMUNIDAD POLITICA NS ACTUAL

Si hemos entendido cual es nuestro modelo de sociedad, la siguiente cuestión es como reflejar este modelo en los movimientos políticos actuales Nacionalsocialistas o comunitarios.
Porque por poco que conozcamos este ambiente podemos asegurar que están bien lejos de esta forma de actuación en su propio interior.

Debido a ello quisimos que Devenir Europeo se acercase algo más a una Comunidad Militante, pese a saber que era difícil lograrlo. ¿Por qué?

En primer lugar el problema esencial es que nuestras organizaciones viven en una sociedad de anti-valores, absolutamente contrarios a una visión comunitaria, individualistas en extremo, de forma que el choque del ambiente que nos rodea frente a nuestra idea comunitaria es brutal.
Incluso en los años 30 era imposible crear un espíritu totalmente comunitario en el NSDAP antes de llegar al poder, antes de conseguir que la sociedad asumiera el ambiente comunitario en general.

Es una ilusión creer que el ambiente individualista y decadente de toda la sociedad no nos afecta y no se nos introduce en las costumbres incluso a los que lo combatimos ideológicamente.

Pero además el problema en muchos grupos es definir los objetivos: Si se tienen objetivos políticos a corto plazo en una lucha contra todo, en una sociedad contraria en todo, los condicionantes tácticos de la lucha impiden crear una comunidad militante interna.  Es pues necesario que una organización nacionalsocialista trate no solo de definir la Comunidad Popular sino que además intente crear en su interior un ambiente medianamente cercano a una Comunidad Militante, aunque ello implique dificultades tácticas para crecer y ampliarse en número, y aunque ello implique defender posiciones poco populares entre la gente.

Pongamos un ejemplo: Nosotros defendemos la exigencia de un trabajo comunitario y gratuito de todos los jóvenes durante un cierto tiempo. Un Servicio de Trabajo en ayuda de la comunidad. Esto es poco popular entre los jóvenes actuales que en modo alguno desean ‘perder’ tiempo en un trabajo no remunerado y socialista.

Incluso, no tan curiosamente, los comunistas y los grupos más radicales de izquierda son totalmente contrarios al Trabajo Comunitario, aunque ello vaya contra sus ideas teóricas, por comodidad y para no ser impopulares.

Otro ejemplo: Nos oponemos a esa nefasta costumbre de las llamadas ‘comunidades virtuales’ de internet, los que creen que comunidades apuntarse ‘amigos’ en Facebook o alguna otra porquería de esa especie. Internet es una herramienta, no una comunidad.

Puede quitarnos contactos o medios de ‘publicidad’ pero nos oponemos a llevar la comunidad NS a internet en vez de a locales, vernos, colaborar personalmente, organizar actos o Jornadas en el mundo real, aunque sean de pocos camaradas, frente a la infecta posibilidad de organizar ‘reuniones virtuales, foros o debates por ordenador’. Gastamos dinero en locales o revistas en papel en vez de usar los gratuitos sistemas de la virtualidad. Y lo hacemos porque queremos crear comunidad de lucha personal. Viajamos para vernos, no solo queremos escribirnos mails.

LA COMUNIDAD FRENTE A LOS GRUPOS DE AMIGOS Y LAS TRIBUS URBANAS

Hay un paso más: en una Comunidad militante es preciso conocerse, no solo políticamente sino a cierto nivel personal. La orientación debe ser comprender al camarada, no solo en lo político sino en su vida familiar. No se trata solo de ayudarlo en lo económico, si eso es posible (lo que desgraciadamente no es frecuente), sino sentir sus problemas como algo ligado a la comunidad militante.

No se trata tampoco de crear eso llamado ‘bandas urbanas’, clanes de amiguetes, no se trata de amistad y menos de un refugio psicológico ante la soledad o los problemas de relaciones humanas. La lucha militante se basa en un ideal, una concepción del mundo, no en una mera amistad personal (cosa magnífica pero que no exige una coincidencia de ideas ni de lucha).
Este es un tema muy importante puesto que en esta sociedad decadente los camaradas que desean mantener una vida coherente con nuestros valores e ideas se encuentran aislados de la sociedad que nos rodea, repleta de antivalores y de un ocio de bajísimo nivel cuando no corrupto.

En estas circunstancias hay que huir de convertir la lucha por un ideal en un ‘refugio personal’, dentro de bandas o grupos cuyo objetivo no es la cosmovisión del mundo NS sino precisamente el refugio ante el aislamiento, el grupo para pasar el ocio, el clan que da seguridad psicológica.

Tampoco hay que esperar una amistad en el sentido amplio de la palabra, puesto que la amistad es una relación personal no influida ni orientada a ideas ni proyectos, sino a una relación personal. La Comunidad Militante está unida por un objetivo de lucha y de conciencia, no por relaciones meramente personales.

Así mismo es preciso en la Comunidad Militante asumir aquel principio básico: ‘exígete mucho más a tí mismo que a los demás’.

Nadie está exento de errores y defectos, pero en una Comunidad donde la ayuda y el interés mutuo deben estar presentes, a menudo hay unas exigencias mutuas de comportamiento que son excesivas. Los problemas personales de cada cual afectan seriamente a la vida militante, y la necesidad, la presión externa, los condicionantes familiares y económicos nos presionan fuertemente.


Cada uno debe superar estos problemas, exigirse a sí mismo, pero a la vez ser muy comprensivo con las limitaciones que los demás no pueden superar. Hay que ser intransigente con la inmoralidad y el comportamiento indigno, pero muy comprensivo con las limitaciones de todos los demás ante las situaciones personales y las necesidades que les condicionan.

Un día las condiciones de lucha exigirán un Partido activo para construir esa nueva Comunidad Popular, entonces la lucha será política, táctica, dura y radical. Mientras no sea posible ese combate final, nuestra Comunidad Militante debe al menos mantener no solo la pureza de nuestra Cosmovisión del Mundo frente a toda concesión táctica, sino dar un ejemplo de vida comunitaria militante.

jueves, 27 de junio de 2013

El Sol Blanco de Dominique Venner




Por Adriano Erriguel


Toda buena lectura es un diálogo silencioso. Y cuando se repite en el tiempo se convierte en una forma de amistad. El suicidio de un autor al que se consideraba un amigo – aunque sólo lo fuera a través de la lectura – es un hecho que necesariamente conmueve, máxime cuando se trata de un suicidio espectacular y con visos testimoniales.

El historiador y escritor francés Dominique Venner se mató de un disparo en la Catedral de Notre-Dame, el 21 de mayo de 2013. Su trágico final fue inesperado, en cuanto parecía encarnar un tipo humano que, tras haber conocido la vorágine del activismo más turbulento, alcanza un estado de serenidad estoica. Su suicidio resultará también sorprendente para quienes conocieran sus repetidos elogios al ideal griego de mesura.

Las líneas que siguen son un intento personal de comprender el sentido del suicidio – sacrificio oinmolación según sus allegados – del historiador y escritor Dominique Venner. Desde el respeto pero también desde la crítica a los hábitos mentales de toda una cultura política en cuyo contexto, pensamos, su muerte puede intentar explicarse. Se trata también de establecer cierta prevención frente a algunos usos ideológicos a los que esta muerte, de forma casi inevitable, se presta.

Parto de la asunción de que este suicidio no es el acto de un desequilibrado, sino un acto bien meditado a través del cual el autor nos interpela y busca concluir de forma congruente el diálogo que con nosotros había emprendido.Me doy la muerteescribe Venner en su último mensaje – con el fin de despertar las conciencias adormecidas. Me sublevo contra la fatalidad. Me sublevo contra los venenos del alma y contra los deseos individuales que, invadiéndolo todo, destruyen nuestros anclajes identitarios y especialmente la familia, base íntima de nuestra civilización multimilenaria. Al tiempo que defiendo la identidad de todos los pueblos en su propia patria, me sublevo también contra el crimen encaminado a remplazar nuestras poblaciones.

Dominique Venner quiso hacer de su suicidio un acto público. Un acto político. Como tal acto político, éste es analizable sin que ello suponga faltar al respeto a su memoria ni escupir sobre la tumba del difunto. ¿Qué lectura política – o metapolítica–  cabe extraer del suicidio de Venner? 

Aceptemos una premisa: casi ninguna filosofía, religión o ideologíaha defendido nunca que la vida sea un bien a conservar a cualquier precio. Casi todos los sistemas de pensamiento – y excluimos de esa categoría al hedonismo vulgar del “último hombre”– sostienen que hay situaciones o convicciones por las que merece la pena entregarla. Decía Ortega que el valor supremo de la vida está en perderla a tiempo y con gracia, en gastarla como una moneda en defensa de las ideas que conforman nuestra razón de vivir. Pero casi todos los sistemas de pensamiento asumen también que el valor de las ideas consiste en orientarnos por el curso de la vida, no en arrastrarnos hacia la muerte. Las ideas pueden ser peligrosas desde el momento en que, al lado de su uso benigno, pueden prestarse a un uso tóxico. Y de la misma forma en que hay ideologías de vida, hay ideologías de muerte. La línea divisoria entre ambas suele ser la que separa la mesura del fanatismo.

La pregunta es: ¿qué tipo de ideas son las que llevan a un escritor del empaque de Dominique Venner  hacia un suicidio espectacular, frente a un altar y ante miles de personas, sin otra razón aparente que la de escenificar la fuerza de esas ideas? ¿Por qué toda una corriente de pensamiento está dispuesta a aplaudir sin fisuras este comportamiento?
Para responder a estas preguntas es preciso recurrir, a nuestro juicio, a tres niveles de interpretación: el primero se sitúa en un orden simbólico. El segundo en un nivel esencialmente político. El tercero en un plano personal y ético.

Misticismo y política

Hablemos en primer lugar del orden simbólico. En uno de sus últimos escritos Dominique Venner defendía la fórmula: “misticismo ante todo, política después”. Dominique Venner sabía que los símbolos y mitos tienen una importante dimensión política, en cuanto sintetizan visiones del mundo que se inscriben en la larga duración y actúan sobre el inconsciente colectivo. Dominique Venner lamentaba que Europa carezca de “una religión identitaria a la que amarrarse”, y a falta de ella sin duda anhelaba gestos de alto contenido simbólico, gestos que la estremezcan desde los cimientos, gestos que la sacudan de su estado de letargo y que despierten en los europeos la memoria de su identidad.

Pero la gran cuestión consiste en saber cuál es la dosis correcta de misticismo que puede acompañar a una empresa política. Porque la política, si se tiñe por completo de misticismo, deja de ser política y pasa a ser otra cosa. Tampoco conviene olvidar que la función esencial de las religiones no es la de ser o no identitarias  – normalmente lo son – sino la de acercar a los hombres a Dios. Transformar a la política en una parodia de la vida religiosa y a la nación en un sustituto de Dios supone pedirles a la nación y a la política algo que éstas no pueden dar.

Misticismo ante todo”, decía Venner. Pero en política, el misticismo en dosis excesivas puede actuar como un veneno. La política consiste ante todo, ya desde los antiguos griegos, en un ejercicio de racionalidad en aras del bien común. Lo que no equivale a evacuar el espacio de lo simbólico: los ritos deben cumplir una función como elementos de cohesión y de vínculo social, y lo sagrado debe tener su espacio acotado. El problema es cuando lo sagrado desborda ese espacio y la política se tiñe de irracionalidad. Nos encontramos entonces con esas “religiones políticas” – que el propio Dominique Venner describía tan bien –  sobre cuyas consecuencias la historia del siglo XX tanto nos ha enseñado.

Ahora bien, el suicidio de Dominique Venner parece inscribirse en esa irrupción de lo sagrado dentro del campo político,  en una concepción mágica o mítica del hecho político que, mal que les pese a sus defensores, estará casi siempre abocada al fracaso.  La extrema derecha – en realidad todos los extremismos – son un espacio particularmente abonado para que los devotos de las mayúsculas – la Patria, la Raza, la Tradición, el Sacrificio, la Aristocracia – transformen la acción política en un oficio de tinieblas al servicio del Mito. Nos referiremos a una palabra clave del discurso en el que Dominique Venner envolvió su suicidio: la palabra fundación (“ofrezco lo que me queda de vida en una intención de protesta y fundación”).

¿Qué quiere decir? ¿Puede un suicidio ser una fundación? ¿Puede ser un suicidio la promesa de algo? Se trata de un mitologema bien conocido por los estudiosos de la “cultura de derechas” –  título de un libro, ya clásico, del profesor italiano Furio Jesi –: la temática del sacrificio humano “de fundación” como transferencia ritual de la vida por medio de la muerte. Un tema recurrente en los sistemas de creencia tradicionales, y que aparece tanto en las historias relativas a construcciones materiales – el mito del “primer albañil” o arquitecto emparedado en su edificio, un tema en su día estudiado por Mircia Eliade –  como a las espirituales: el sacrificio de víctimas humanas para asegurar el éxito de una operación, o  la duración histórica de una empresa espiritual. Una temática en la que reverberan elementos comunes a las grandes religiones y que culmina en el cristianismo: el Dios que se sacrifica para que la vida renazca. Se trata de un material mítico que fue recuperado con especial énfasis por la cultura política fascista en el período de entreguerras – el caso de la “Guardia de Hierro” rumana es paradigmático – y que conformó toda una mística política que el mencionado Furio Jesi denominaba “Religión de la Muerte”, y que se resumía en la idea de que no se trata tanto de “vencer o morir” como de “vencer muriendo” (Mors Triumphalis).

Perfecto conocedor de la cultura política fascista, Dominique Venner parece haber planeado su muerte desde una asunción consciente de todas esas pautas. Su muerte no se concibe como un suicidio sino como un sacrificio ritual, como unainmolación en la que la víctima propiciatoria asume sobre sí las culpas del mundo o los pecados de la estirpe – en su caso, la decadencia de unos europeos que han dado la espalda a su identidad – y se inviste de una dignidad mesiánica. Su actosacrílego – suicidio perpetrado en un templo católico –  responde a una pauta mítica precisa: la “infracción de la Ley” que, como acto ritual, acelera el advenimiento de una nueva Ley y de un nuevo “Reino”. El Mesías es siempre el supremo infractor. Es aquél que, con su acto sacrílego, purifica el mundo y  abre el camino a la epifanía de la nueva Ley.

La apuesta de Venner es radical: con su sacrificio ritual trata de ofrecerse en mito, de insertarse en el imaginario simbólico, de transformarse en fermento para una movilización de las conciencias. Se trata de un recurso a lo emotivo, a la seducción de las “ideas sin palabras”, al poder invisible de los arquetipos. Con su muerte en un templo de memorias ancestrales Venner simboliza lo que él percibe como el suicidio de Europa, al que él opone su propio suicidio.

Como apuesta místico-política está bien construida. Pero el problema del misticismo político consiste en que, allí donde reside su fuerza, está también su debilidad: si bien opera con extraordinaria eficacia entre la comunidad de los “creyentes”, es percibido normalmente como algo extemporáneo, extravagante o absurdo por la mayoría de la población.

Y ahí están los límites de la apuesta. Los elementos mítico-sacros funcionaban bien en el pasado – principalmente en el ámbito religioso que les era propio – pero en el ámbito político deben ser hoy administrados con extrema prudencia, porque bien sabido es que la línea que separa lo sublime de lo ridículo – o lo sublime de lo patético – es casi imperceptible. Nos guste o no, vivimos en una sociedad  “liquida”, saturada de información y absolutamente desacralizada, en la que el juego político progresa y se define en función, más que de valores, de los intereses inmediatos de una población sometida a un bombardeo incesante de estímulos emocionales y mediático-espectaculares, una sociedad en la que los actos “míticos” de fundación corren el riesgo de disolverse como lágrimas en la lluvia.

La sobredosis de misticismo suele ser un elemento común a casi todos los grupos marginales. Su incapacidad de conectar con el sentir mayoritario se manifiesta en un discurso obsesionado por una mitología propia y que no acaba de centrarse en un análisis objetivo de la realidad. Paradójicamente esa desconexión con el sentir mayoritario funciona como estimulante, puesto que la minoría marginal pasa así a auto-percibirse como una élite por encima de la masa vulgar. Un círculo vicioso que está en el núcleo de casi todos los procesos de radicalización, en los que el culto de los mártires hace impensable cualquier “marcha atrás” que sería percibida como traición a la sangre derramada. No hay secta radical sin su correspondiente martirologio: instrumento de mistificación administrado por los “puros” en su incapacidad de hacer política auténtica. Los mártires como figuras “de culto” veneradas en el marco de una subcultura política. Pongamos el caso que más repetidamente se ha traído a colación en el contexto del suicidio de Venner: el escritor japonés Yukio Mishima.

Que el suicidio ritual del escritor japonés Yukio Mishima fuera percibido por la gran mayoría de sus compatriotas como una patochada sangrienta en nada afecta a su estatus de santo custodio de una cierta cultura de derecha. Tampoco importa, a estos efectos, que el seppuku de Mishima poco tuviera de auténticamente tradicional – las causas del seppuku están rígidamente tasadas y todas se refieren a  situaciones límite que no dejan otra salida honorable – y sí mucho que ver con su ideología literaria y con su fijación narcisista. La figura de Mishima y su tremendismo grandilocuente ofrecen un material mitológico idóneo para alimentar las fantasías de algunos, aunque sea a costa de aumentar su extrañamiento con respecto al sentido común de unos ciudadanos europeos que, absurdo es tener que subrayarlo, bastante poco tienen que ver con samuráis y con seppukus

El “mishimismo” es un ejemplo claro de esa “huida de la realidad” que, desde hace décadas, asola el imaginario cultural de la derecha alternativa europea – otra peste parecida es el “neopaganismo” pseudo-folklórico – y la lanza por los vericuetos del kitschideológico. Pero todo hace pensar que la derecha radical europea se ha autoadministrado otra buena inyección de mishimismo. En su megalomanía Mishima arrastró a un grupo de pobres diablos. En su suicidio, Dominique Venner a nadie comprometió sino a él mismo. Pero aquí nos enfrentamos a una cuestión espinosa. ¿Qué recomendaciones para la acción sacarán algunos de su último gesto?

Las palabras y los hechos

Aquí entramos en un análisis estrictamente político. El gesto de Venner se sitúa en el contexto de una agitación que, bajo el paraguas de la oposición al matrimonio homosexual, ha visto la eclosión en el país vecino de un militantismo inédito, de un militantismo que reacciona frente a la deriva que, desde hace décadas, las élites transnacionales imponen a la nación francesa. Pero Venner, que no era ningún ingenuo, sabía que un “brote verde” no hace verano. Para que la chispa de un Jan Palach o de un bonzo tunecino pueda prender es preciso que la indignación general esté al rojo vivo. Ahora bien, la opinión pública europea sigue instalada en un conformismo dulce y las posiciones defendidas por Venner y sus afines siguen sin calar en la inmensa mayoría.

Es por eso por lo que, en su último escrito, Venner apelaba a una “reforma intelectual y moral” a largo plazo. También vinculaba la lucha contra el “matrimonio para todos” con el combate identitario, invocaba la necesidad de “gestos nuevos, espectaculares y simbólicos” y declaraba que “entramos en un tiempo en que las palabras deben ser autentificadas por los hechos”. Y tras haberlo dicho ya todo, de las entrañas del viejo historiador surgió el joven activista que en el fondo siempre fue, y quemó el único cartucho que le quedaba.

La apuesta de Venner es radical. No tengo ninguna razón para suponer que al escribir esas líneas su autor pensaba en actos necesariamente violentos, pero en el lenguaje de su último gesto algunos podrían entender algo así como “es preciso estar dispuestos, aquí y ahora, al sacrificio máximo”. Esta es una cuestión en la que los administradores de su memoria, de haberlos, deberían realizar un ejercicio de responsabilidad, más allá de la bombástica glorificación del “samurai de occidente” a la que se han entregado algunos. El suicidio de Venner es un triste acontecimiento y una tragedia humana, que si puede tener algún sentido es el de llamar la atención sobre algunos problemas muy reales que atenazan el porvenir de la civilización europea. Pero de ninguna manera debería convertirse en una espiral para la radicalización, ni para empujar hacia el abismo a otras personas o a una corriente de pensamiento.  

Dominique Venner no era ningún tibio. Con un curriculum ya bien cargado en sus años de guerra en Argelia, en la OAS y en las filas de la derecha radical francesa, decidió en los años sesenta retirarse del activismo de primera fila. Con un énfasis pionero sobre la importancia del trabajo cultural contribuyó a poner en marcha un proceso de renovación ideológica que confluyó en lo que comúnmente dio en llamarse la “Nueva derecha”, y que paradójicamente resultó en un abandono sin reservas de los presupuestos neofascistas de la derecha radical, en una apertura a corrientes de pensamiento procedentes de la izquierda y en la búsqueda de vías inéditas. Dominique Venner nunca fue, en sentido estricto, un ideólogo de la “Nueva derecha”, aunque su figura esté indisociablemente unida a los orígenes de este movimiento. Mantuvo siempre una relación de amistad leal y de colaboración puntual con sus protagonistas, y ello a pesar de que sus posicionamientos podían estar, a veces, a considerable distancia. Pero con el suicidio de Venner la Nueva derecha se ha visto revisitada por sus orígenes sulfurosos…

Heroísmo y testimonio

El suicidio de Venner debe finalmente explicarse desde un plano personal y ético: la voluntad de ser consecuente hasta el fin con la idea que se tiene de sí mismo; la decisión de ser dueño del propio destino; la aspiración a la dignidad de una muerte noble para demostrar que hay cosas más importantes que la propia vida. El suicidio de Venner – suicidio testimonial – se afirma desde ese punto de vista comoantinihilista, puesto que es un suicidio de afirmación y no de desesperación. Se trata de una actitud que merece respeto, porque el que la sustentaba demostró que no hablaba en vano. Lo que sí parece discutible es que, en base a todo esto, pueda proponerse el suicidio como un ideal o como un ejemplo ético para la mayoría de los mortales que decide no suicidarse.

El tratamiento que hacía Venner del suicidio en sus últimos escritos me parece la parte más endeble de todo lo relacionado con su trágico final, y no parece sino el preámbulo a una decisión ya tomada de autoeliminarse. En un texto publicado en 2008 y titulado “El sentido de la muerte y de la vida” Venner alineaba una serie de ejemplos de personalidades de la historia europea que voluntariamente pusieron fin a sus días. Se trata de una exaltación del suicidio como poco menos que el gesto sublime que encarna los valores éticos de Occidente. El escrito incurre en distorsiones impropias de un escritor de la finura de Dominique Venner. Por ejemplo, cuando equipara el ansia de los héroes griegos de una vida corta e intensa al deseo de una muerte voluntaria, o cuando enumera una serie de casos en los que los suicidios eran, en realidad, consecuencia de situaciones límite más que de un imperativo ético. También hay casos de lógica parcial y poco clara. Por ejemplo: los suicidios de Drieu la Rochelle – acorralado por su condición de colaboracionista con los nazis – y  de Henry de Montherlant  – deprimido por su ceguera inminente – son heroicos y ejemplares, pero los  suicidios de Stefan Zweig y de su esposa – asqueados por la devastación de Europa en la segunda guerra mundial –  no son ni heroicos ni ejemplares…

Otro concepto que se suele utilizar en la glorificación “derechista” del suicidio es la idea del heroísmo. Pero se olvida aquí que ya en el paganismo antiguo el heroísmo es un rasgo que brota de forma espontánea, que el héroe nunca se propone a sí mismo como modelo ni como ejemplo, y que no es el héroe el que está moralmente pendiente de los otros, sino los otros del héroe. Los límites del heroísmo están en lahubris y pasado ese límite entramos en el terreno de la arbitrariedad y de la egolatría, dos faltas contra la mesura por las que se incurría en la ira de los dioses. De la misma forma discurre la Iglesia católica, cuando a la vez que exalta a los mártires condena la búsqueda voluntaria del martirio. Lo que responde a una sabiduría profunda: hay conceptos, en sí positivos, que pueden derivar en una mitomanía de efectos letales. Un fenómeno no extraño en otros universos culturales, como es el caso de las estrellas del rock que se autodestruyen – el suicidio a los 23 años de Ian Curtis, vocalista de Joy Division, es un ejemplo  – para conformar su imagen al mito del poeta maldito que muere joven.

La fijación peculiar con la idea del suicidio es explicable en el ámbito de una “cultura de derecha” que se ve atraída por el gesto prometeico de quien decide su destino y tiene la última palabra. Una cultura de derecha particularmente sensible al romanticismo de las batallas perdidas, a la estética del “bello gesto” y a la épica de la derrota. El sol blanco de los vencidos, título del libro que Dominique Venner consagró a la epopeya sudista en la guerra de secesión. Fuera del ámbito de esa cultura todo este lenguaje puede resultar un tanto extraño y difícilmente comprensible. 

Pero incluso desde esa misma “cultura de derecha” no siempre tiene por qué ser así. Si al suicida se le suele presuponer el valor – especialmente al suicida que sí cree en la otra vida, como nos deja bien claro el monólogo de Hamlet – no se entiende por qué el mantenerse en pie hasta que el destino lo quiera, en circunstancias casi intolerables, sería una actitud menos heroica. Napoleón, que tenía buenas razones para suicidarse después de Waterloo, comparaba el suicidio con la deserción. Y desde una concepción trascendente de la existencia, que es la propia también de la derecha, la vida se considera como un don que es preciso administrar con responsabilidad. En su testamento José Antonio Primo de Rivera rehusaba atribuirse la póstuma reputación de héroe, y escribía: “Para mí (...) hubiera sido monstruoso y falso entregar sin defensa una vida que aún pudiera ser útil y que no me concedió Dios para que la quemara en holocausto a la vanidad como un castillo de fuegos artificiales.

Nunca sabremos a ciencia cierta qué es lo que pasaba por la cabeza de Dominique Venner. Preferiría pensar que se suicidó porque las palabras le resultaban impotentes para expresar lo que sentía, y decidió mezclar la tinta con la sangre. Preferiría pensar que se suicidó simplemente porque ya no soportaba más ver lo que veía. Ese es un motivo comprensible, desprovisto además de toda veleidad mesiánica. Dominique Venner se habría suicidado –señalaba Alain de Benoist en su homenaje póstumo – porque ya no soportaba más tener que asistir al suicidio de esa Europa a la que él tanto amaba, asistir a cómo Europa sale de la historia, sin memoria, sin identidad, sin grandeza, vaciada de esa energía de la que durante tantos siglos había dado prueba. 

¿Se equivocó Dominique Venner? La pregunta carece de sentido, porque no nos movemos aquí en el reino de la utilidad. Puedo, sí, criticar el contexto ideológico que rodea a su gesto. Puedo criticar el uso mitómano que algunos harán del mismo. Pero no puedo discutir su dignidad interior ni la coherencia que demostró al vivir y morir como pensaba.

Dominique Venner se quitó la vida en un templo cristiano. Una profanación sí, pero que merece un respeto. Algo que nunca podrá decirse de  la profanación diaria que ese templo padece por una horda de turistas. Sólo Dios juzga, ésa es la mejor actitud cristiana. Tal vez por eso las autoridades religiosas francesas han guardado silencio. Él hizo lo que hizo, y cuando lo hizo, porque seguramente consideró que es lo mejor que podía hacer en defensa de todo aquello en lo que creía. Lo dio todo, sin reservas, a lo largo de toda su vida. Es mucho más de lo que puede decirse de gran parte de los mortales. No sé si su suicidio estuvo dictado por el sentido del honor, como se ha dicho. Pero sí creo que fue, ante todo y sobre todo, un suicidio por amor. Y como decía Nietzsche, todo lo que se hace por amor está más allá del bien y del mal

El mejor homenaje que se le puede hacer es continuar leyéndole.

Lo que nunca muere

Dominique Venner nunca fue, ni pretendió serlo, un historiador académico. Pero sí fue un excelente escritor de historia. Su estilo combinaba la amplitud de perspectiva, la elegancia de la fórmula y la pasión de quien es consciente de que la historia no es el resultado de rígidos determinismos, sino el territorio de la libertad y del imprevisto. Sus páginas vibrantes nos trasmiten el pálpito de los seres de carne y hueso que nos han precedido, y nos comunican la certeza de que aquellos éramos nosotros.

Dominique Venner era un historiador con un enfoque, que nunca ocultaba. Pero no hay en sus páginas asomo de sectarismo alguno. Siempre estaba dispuesto a reconocer la grandeza de espíritu y la excelencia, allí donde ésta se encontrara. A él le es aplicable lo que Borges decía de Spengler: “sus varoniles páginas no se contaminaron nunca del odio peculiar de esos años”. No perseguía la acumulación de conocimiento, sino la obtención de sabiduría. Todas sus páginas y ensayos de historia, traten de lo que traten, nos hablan en realidad de algo más. Frente a la frialdad de la parafernalia científica – que tantas veces sólo encubre interpretaciones sesgadas – Dominique Venner restituía a la historia su verdadera condición de arte, y se revelaba como un historiador meditativo en el sentido más noble, en el de aquél que sabe que la historia es maestra de la vida. Sus libros y las publicaciones que dirigió no caducarán jamás, y permanecerán  vigentes como un homenaje a un mundo que ya no es el nuestro.

Si continuamos leyéndole, de sus páginas tal vez extraigamos alguna inspiración. Y también ese mensaje de esperanza que él siempre repetía: nada hay decidido de antemano; los hombres son los dueños de su destino; la historia hace a los hombres, pero la voluntad de los hombres hace a la historia; la historia siempre está abierta. Y ojala nunca tengamos que aplicarle a Europa las palabras con las que él cerraba su libro El sol blanco de los vencidos:

“Nostalgia de un mundo que debía desaparecer, de un mundo irremediablemente condenado, pero sobre el que no se cesa de soñar como se sueña con un paraíso perdido. Porque si el Sur está muerto, siempre continuará viviendo en el corazón de los hombres generosos.” 


martes, 25 de junio de 2013

Pedagogía del Oprimido




Por Paulo Freire


Las páginas que aparecen a continuación y que proponemos como una introducción a la pedagogía del oprimido son el resultado de nuestras observaciones en estos tres años de exilio. Observaciones que se unen a las que hiciéramos en Brasil, en los varios sectores en que tuvimos la oportunidad de desarrollar actividades educativas.

Uno de los aspectos que observamos, sea en los cursos de capacitación que hemos realizado y en los cuales analizamos el papel de la concienciación, sea en la aplicación misma de una educación liberadora es el del “miedo a la libertad”, al que haremos referencia en el primer capítulo de este ensayo.

No son pocas las veces en que los participantes de estos cursos, en una actitud con la que manifiestan su “miedo a la libertad”, se refieren a lo que denominan el “peligro de la concienciación”. “La conciencia crítica, señalan, es anárquica.” A lo que otros añaden: “¿No podrá la conciencia crítica conducir al desorden? Por otra parte, existen quienes señalan: “¿Por qué negarlo? Yo temía a la libertad. Ya no la temo.”

En una oportunidad en que participaba un hombre que había sido obrero durante largo tiempo, se estableció una de estas discusiones en la que se afirmaba lo “peligroso de la conciencia crítica”. En lo más arduo de la discusión, este hombre señaló: “Quizás sea yo, entre los señores, el único de origen obrero. 

No puedo decir que haya entendido todas las palabras que aquí fueron expresadas, pero si hay una cosa que puedo afirmar: llegué a este curso como un ser ingenuo y, descubriéndome como tal, empecé a tomarme crítico. Sin embargo, este descubrimiento ni me hizo fanático ni me da tampoco la sensación de desmoronamiento”. En esa oportunidad, se discutía sobre la posibilidad de que una situación de injusticia existencial, concreta, pudiera conducir a los hombres concienciados por ella a un “fanatismo destructivo”, o a una sensación de desmoronamiento total del mundo en que éstos se encontraban.

La duda, así definida, lleva implícita una afirmación que no siempre explica quién teme a la libertad: “Es mejor que la situación concreta de injusticia no se transforme en un 'percibido' claro en la conciencia de quienes la padecen”.

Sin embargo, la verdad es que no es la concienciación la que puede conducir al pueblo a “fanatismos destructivos”. Por el contrario, al posibilitar ésta la inserción de los hombres en el proceso histórico, como sujetos, evita los fanatismos y los inscribe en la búsqueda de su afirmación.

“Si la toma de conciencia abre camino a la expresión de las insatisfacciones sociales, se debe a que éstas son componentes reales de una situación de opresión.”[1]

El miedo a la libertad, del que, necesariamente, no tiene conciencia quien lo padece, lo lleva a ver lo que no existe. En el fondo, quien teme a la libertad se refugia en la “seguridad vital”, para usar la expresión de Hegel, prefiriéndola a la “libertad arriesgada”[2]

Son pocos, sin embargo, quienes manifiestan explícitamente este recelo a la libertad. Su tendencia es camuflarlo en un juego mafioso aunque a veces inconsciente. Un juego engañoso de palabras en el que aparece o pretende aparecer como quien defiende la libertad y no como quien la teme.

Sus dudas y preocupaciones adquieren, así, un aire de profunda seriedad. Seriedad de quien fuese celador de la libertad. Libertad que se confunde con el mantenimiento del statu quo. De ahí que, si la concienciación implica poner en tela de juicio el statu quo, amenaza entonces la libertad.

Las afirmaciones sostenidas a lo largo de este ensayo, desposeídas de todo carácter dogmático, no son fruto de meros devaneos intelectuales ni el solo resultado de lecturas, por interesantes que éstas fueran. Nuestras afirmaciones se sustentan siempre sobre situaciones concretas. Expresan las reacciones de proletarios urbanos, campesinos y hombres de clase media a los que hemos venido observando, directa o indirectamente, a lo largo de nuestro trabajo educativo. Nuestra intención es la de continuar con dichas observaciones a fin de ratificar o rectificar, en estudios posteriores, puntos analizados en este ensayo introductorio.
Ensayo que probablemente provocará en algunos de sus posibles lectores, reacciones sectarias.

Entre ellos habrá muchos que no ultrapasarán, tal vez, las primeras páginas. Unos, por considerar nuestra posición frente al problema de la liberación de los hombres como una posición más, de carácter idealista, cuando no un verbalismo reaccionario.

Verbalismo de quien se “pierde” hablando de vocación ontológica, amor, diálogo, esperanza, humildad o simpatía. Otros por no querer o no poder aceptar las críticas y la denuncia de la situación opresora en la que los opresores se “gratifican”.

De ahí que éste sea, aun con las deficiencias propias de un ensayo aproximativo, un trabajo para hombres radicales. Estos, aunque discordando en parte a en su totalidad de nuestras posiciones, podrán llegar al fin de este ensayo. Sin embargo, en la medida en que asuman, sectariamente, posiciones cerradas, “irracionales”, rechazarán el dialogo que pretendemos establecer a través de este libro.

La sectarización es siempre castradora por el fanatismo que la nutre. La radicalización, por el contrario, es siempre creadora, dada la criticidad que la alimenta. En tanto la sectarización es mítica, y por ende alienante, la radicalización es crítica y, por ende, liberadora. Liberadora ya que, al implicar el enraizamiento de los hombres en la opción realizada, los compromete cada vez más en el esfuerzo de transformación de la realidad concreta, objetiva. La sectarización en tanto mítica es irracional y transforma la realidad en algo falso que, así, no puede ser transformada.

La inicie quien la inicie, la sectarización es un obstáculo para la emancipación de los hombres.
Es doloroso observar que no siempre el sectarismo de derecha provoca el surgimiento de su contrario, cual es la radicalización del revolucionario. No son pocos los revolucionarios que se transforman en reaccionarios por la sectarización en que se dejen caer, al responder a la sectarización derechista.

No queremos decir con esto, y lo dejamos claro en el ensayo anterior, que el radical se transforme en un dócil objeto de la dominación. Precisamente por estar inserto, como un hombre radical, en un proceso de liberación, no puede enfrentarse pasivamente a la violencia del dominador.

Por otro lado, el radical jamás será un subjetivista. Para él, el aspecto subjetivo encarna en una unidad dialéctica con la dimensión objetiva de la propia idea, vale decir, con los contenidos concretos de la realidad sobre la que ejerce el acto cognoscente. Subjetividad y objetividad se encuentran, de este modo, en aquella unidad dialéctica de la que resulta un conocer solidario con el actuar y viceversa. Es, precisamente, esta unidad dialéctica la que genera un pensamiento y una acción correctos en y sobre la realidad para su transformación.
Ha sectario, cualquiera que sea la opción que lo orienta, no percibe, no puede percibir o percibe erradamente, en su “irracionalidad” cegadora, la dinámica de la realidad.

Esta es la razón por la cual un reaccionario de derecha, por ejemplo, al que denominamos “sectario de nacimiento” en nuestro ensayo anterior, pretende frenar el proceso, “domesticar” el tiempo y, consecuentemente, a los hombres. Esta es también la razón por la cual al sectarizarse el hombre de izquierda se equivoca absolutamente en su interpretación “dialéctica” de la realidad, de la historia, dejándose caer en posiciones fundamentalmente fatalistas. Se distinguen en la medida en que el primero pretende “domesticar” el presente para que, en la mejor de las hipótesis, el futuro repita el presente “domesticado”, y el segundo transforma el futuro en algo preestablecido, en una especie de hado, de sino o destino irremediable. 

En tanto para el primero el hoy, ligado al pasado, es algo dado e inmutable, para el segundo el mañana es algo dado de antemano, inexorablemente prefijado. Ambos se transforman en reaccionarios ya que, a partir de, su falsa visión de la historia, desarrollan, unos y otros, formas de acción que niegan la libertad.

El hecho de concebir unos el presente “bien comportado” y otros el futuro predeterminado, no significa necesariamente que se transformen en espectadores, que crucen los brazos, el primero esperando con ello el mantenimiento del presente, una especie de retorno al pasado, y el segundo a la espera de que se instaure un futuro ya “conocido”.

Por el contrario, cerrándose en un “círculo de seguridad” del cual no pueden salir, ambos establecen su verdad. Verdad que no es aquella de los hombres en la lucha por construir el futuro, corriendo los riesgos propios de esta construcción. No es la verdad de los hombres que luchan y aprenden, los unos con los otros, a edificar este futuro que aún no está dado, como si fuera el destino, como si debiera ser recibido por los hombres y no creado por ellos.

En ambos casos la sectarización es reaccionaria, porque unos y otros se apropian del tiempo y, sintiéndose propietarios del saber, acaban sin el pueblo que no es sino una forma de estar contra él.

En lo que se refiere al sectario de derecha, cerrándose en “su” verdad, no hace sino lo que le es propio. Por el contrario el hombre de izquierda que se sectariza y encierra, es la negación de si mismo y pierde su razón de ser.

Uno en la posición que le es propia; el otro en la que lo niega, girando ambos en torno a “su” verdad, sintiéndose avalados por .su seguridad, frente a cualquier cuestionamiento. De ahí que les sea necesario considerar como una mentira todo lo que no sea su verdad.

El hombre radical, comprometido con la liberación de los hombres, no se deja prender en “círculos de seguridad” en los cuales aprisiona también la realidad. Por el contrario, es tanto más radical cuanto más se inserta en esta realidad para, a fin de conocerla mejor, transformarla mejor.

No teme enfrentar, no teme escuchar, no teme el descubrimiento del mundo. No teme el encuentro con el pueblo. No teme el diálogo con él, de lo que resulta un saber cada vez mayor de ambos. No se siente dueño del tiempo, ni dueño de los hombres, ni liberador de los oprimidos. Se compromete con ellos, en el tiempo, para luchar con ellos por la liberación de ambos.

Si, como afirmáramos, la sectarización es lo propio del reaccionario, la radicalización es lo propio del revolucionario. De ahí que la pedagogía del oprimido, que implica una tarea radical, y cuyas líneas introductorias intentamos presentar en este ensayo, implica también que la lectura misma de este libro no pueda ser desarrollada por sectarios.

Deseo terminar estas “Primeras Palabras” expresando nuestro agradecimiento a Elza, nuestra primera lectora, por su comprensión y su estimulo constante a nuestro trabajo, que es también suyo. Agradecimientos que extendemos a Almino Affonso, Ernani M. Fiori, Flavio Toledo, Joáo Zacariotti, José Luis Fiori, Marcela Gajardo, Paulo de Tarso Santos, Plinio Sampaio y Wilson Cantoni, por las críticas que hicieran a nuestro trabajo. Los vacíos y errores en que hayamos podido incurrir continúan siendo, sin embargo, de nuestra exclusiva responsabilidad. Agradecemos, asimismo, a Silvia Peirano por la dedicación y cariño con que dactilografió nuestros manuscritos.

Finalmente, con respecto a Marcela Gajardo y José Luis Fiori, nos es grato declarar que ellos vienen siendo, en nuestra vida de educador, el mejor testimonio de la tesis que defendemos en este libro, la de que educadores y educandos, en la educación como práctica de la libertad, son simultáneamente educadores y educandos los unos de los otros. De ellos he sido muchas veces, además de educador, un buen educando a lo largo del trabajo que juntos hemos desarrollado en CHILE.


miércoles, 19 de junio de 2013

¿Qué es la Revolución?




Por el Emboscado


Revolución es, etimológica y realmente, “re-volver”, regresar a los orígenes. Significa una ruptura con la esencia del presente y su naturaleza decadente, para completar su ciclo y dar lugar a un nuevo comienzo.

La revolución, por medio de la inversión, acelera el proceso de decadencia para darle fin, y así, cerrar el ciclo. La agudización del carácter disolvente y decadente del presente conlleva, por efecto de acumulación cuantitativa, un salto de nivel que constituye un cambio cualitativo en la realidad. La revolución conlleva la precipitación de la realidad hasta el punto catártico que señala el paso revolucionario cíclico.

Definida en términos de Tradición, la vuelta a los orígenes que implica la revolución es, sencillamente, dotar a la Verdad, como valor supremo y trascendente, de plena vigencia implantándose como referente estable y permanente sobre el cual se funda el orden en la tierra.

La Verdad, como principio trascendente e ideal del que todo procede y al que todo retorna, es restaurada como fundamento sobre el que pasa a basarse el orden que instaura. Es el soporte espiritual del que se recaban aquellos valores y leyes eternas sobre los que se organiza el mundo humano, cuyo carácter no humano los hace válidos para todo tiempo y lugar, siendo, por tanto, universales.

La revolución es, en definitiva, el retorno a la Verdad que, como origen, pasa a ser el referente y el soporte del nuevo comienzo al que se da lugar. Se produce una ruptura ontológica con el presente al finalizar un ciclo e iniciar otro, lo que conlleva la transformación del mundo y la sustitución del antiguo hombre por elhombre nuevo.

Sin embargo, la modernidad ha definido la revolución en términos de subversión, es decir, como contra-revolución que se esfuerza en mantener la esencia del presente a través de la renovación de sus formas. La ruptura con las formas del presente y del pasado no conlleva, en ningún caso, una destrucción de la esencia del presente, marcado por la modernidad como categoría mental y espiritual, conservándose y manifestándose bajo formas distintas.

La subversión tiende a parar el verdadero proceso revolucionario que pueda cerrar el ciclo para abrir uno nuevo. La decadencia, alienación y disolución consustanciales a la modernidad se perpetúan cristalizándose bajo formas nuevas a través de las que continua manifestándose. Las hondas subversivas se suceden progresivamente sin que se produzcan cambios sustanciales en la realidad. Así, las “revoluciones” modernas, definidas por su carácter subversivo, han contribuido a la conservación y mantenimiento de la esencia del presente agotándose en sí mismas y, por tanto, exigiendo su constante sucesión para la renovación de ese mismo presente que se esfuerzan en conservar.

Por otra parte, y en oposición clara a la revolución definida en términos de Tradición, se encuentra la conservación y todas sus variantes conservaduristas que se afanan por mantener y defender las estructuras del pasado, formas que han sido superadas y que no son más que reductos vacíos carentes de contenido, fórmulas obsoletas que el tiempo ha terminado reduciendo a polvo. Se trata de mantener formas, tanto políticas y sociales como religiosas y culturales, que son inútiles y que se perpetúan en estériles simulacros. Dentro del actual ciclo, tanto la subversión como la conservación resultan ser funcionales la una con la otra, contribuyendo en ambos casos, aunque de forma diferente, a mantener la esencia del presente.

El presente, marcado por la impronta de la modernidad, conlleva un estado de cosas que únicamente aspira a perpetuarse. Su más acabada expresión la ha adoptado con la actual globalización, claro reflejo del carácter depredador y expansivo del capitalismo, que no sólo somete a esclavitud a las masas del tercer y cuarto mundo con su explotación económica, sino que también esclaviza la mente y el corazón de las sociedades del primer mundo, teledirigidas por la publicidad que les induce necesidades artificiales para encadenarlas a la rueda del consumo.

El hombre moderno se encuentra entregado a lo efímero, de ahí que lleve una forma de vida disolvente y caduca. Sumido en un caos pulsional fruto de la cultura consumista, se ve abocado permanentemente a asumir como propios los estereotipos y clichés que la publicidad genera y transmite. Todo ello contribuye a agravar más aún su desorientación y su desprogramación psicológica, convirtiéndose en un esclavo del consumo, obsesionado con un estilo de vida promovido por los ideales comerciales y la publicidad de las grandes corporaciones y multinacionales. Es así como el hombre ve reducida su existencia a la condición de un número en las estadísticas comerciales de las grandes compañías.

A esto se suma la homogeneización de la sociedad a través de su igualación interior impuesta por el mercado, la cual se hace efectiva con la venta y consumo de una variada y heterogénea cantidad de productos distintos pero esencialmente unitarios, los cuales imponen un mismo y único estilo de vida que refleja, bajo formas aparentemente distintas pero esencialmente idénticas, una misma y única mentalidad.

La ausencia de referentes empuja al hombre hacia el relativismo y el subjetivismo, que lo sumerge en la más completa desorientación en la que todas las ideas valen lo mismo. Ante la ausencia de referentes universalmente válidos, se mantiene un estado de cosas caótico y disolvente, en el que el hombre es alienado al prevalecer en su interior un permanente estado de contradicción, el mismo que se refleja ulteriormente a nivel social.

La revolución empuja aquello que está cayendo, lleva hasta su punto álgido el proceso disolvente actual a través de su aceleración para, mediante su inversión, poner fin a esta fase del ciclo en curso y establecer un nuevo comienzo. Pero ese nuevo comienzo no puede darse sin el triunfo de la Verdad como principio inspirador y organizador del hombre nuevo y, consecuentemente, del mundo venidero.

Así pues, el futuro no es laico. El triunfo de la Verdad constituye la realización en el mundo humano del orden divino. La cuestión central reside, entonces, en cómo realizar dicho principio, o más bien, bajo qué forma tradicional ha de plasmarse dicho principio que ha de regir el mundo. Aquí es donde comienza la labor del militante con la búsqueda y selección de aquellas formas tradicionales aún operativas que hagan posible el triunfo de la Verdad y la reintegración del hombre en ese orden divino.