Por Juan Domingo Perón
No
me consideraría con derecho a levantar mi voz en el solemne día que se festeja
la gloria de España, si mis palabras tuvieran que ser tan sólo halago de
circunstancias o simple ropaje que vistiera una conveniencia ocasional. Me veo
impulsado a expresar mis sentimientos porque tengo la firme convicción de que
las corrientes de egoísmo y las encrucijadas de odio que parecen disputarse la
hegemonía del orbe, serán sobrepasadas por el triunfo del espíritu que ha sido
capaz de dar vida cristiana y sabor de eternidad al nuevo Mundo.
No
me atrevería a llevar mi voz a los pueblos que, junto con el nuestro, formamos
la Comunidad Hispánica, para realizar tan sólo una conmemoración protocolar del
Día de la Raza. Únicamente puede justificarse el que rompa mi silencio, la
exaltación de nuestro espíritu ante la contemplación reflexiva de la influencia
que, para sacar al mundo del caos que se debate, puede ejercer el tesoro
espiritual que encierra la titánica obra cervantina, suma y compendio
apasionado y brillante del inmortal genio de España.
Espíritu contra
utilitarismo
Al
impulso ciego de la fuerza, al impulso frío del dinero, la Argentina,
coheredera de la espiritualidad hispánica, opone la supremacía vivificante del
espíritu.
En
medio de un mundo en crisis y de una humanidad que vive acongojada por las
consecuencias de la última tragedia e inquieta por la hecatombe que presiente;
en medio de la confusión de las pasiones que restallan sobre las conciencias,
la Argentina, la isla de paz, deliberada y voluntariamente, se hace presente en
este día para rendir cumplido homenaje al hombre cuya figura y obra constituyen
la expresión más acabada del genio y la grandeza de la raza.
Y
a través de la figura y de la obra de Cervantes va el homenaje argentino a la
Patria Madre, fecunda, civilizadora, eterna, y a todos los pueblos que han
salido de su maternal regazo.
Por
eso estamos aquí, en esta ceremonia que tiene la jerarquía de símbolo. Porque
recordar a Cervantes es reverenciar a la madre España; es sentirse más unidos que
nunca a los demás pueblos que descienden legítimamente de tan noble tronco; es
afirmar la existencia de una comunidad cultural hispanoamericana de la que
somos parte y de una continuidad histórica que tiene en la raza su expresión
objetiva más digna, y en el Quijote la manifestación viva y perenne de sus
ideales, de sus virtudes y de su cultura; es expresar el convencimiento de que
el alto espíritu señoril y cristiano que inspira la Hispanidad iluminará al
mundo cuando se disipen las nieblas de los odios y de los egoísmos. Por eso
rendimos aquí el doble homenaje a Cervantes y a la Raza.
Homenaje,
en primer lugar, al grande hombre que legó a la humanidad una obra inmortal, la
más perfecta que en su género haya sido escrita, código del honor y breviario
del caballero, pozo de sabiduría y, por los siglos, de los siglos, espejo y
paradigma de su raza.
Destino
maravilloso el de Cervantes que, al escribir el Ingenioso Hidalgo Don Quijote
de la Mancha , descubre en el mundo nuevo de su novela, con el gran fondo de la
naturaleza filosófica, el encuentro cortés y la unión entrañable de un
idealismo que no acaba y de un realismo que se sustenta en la tierra. Y además
caridad y amor a la justicia, que entraron en el corazón mismo de América; y
son ya los siglos los que muestra, en el laberinto dramático que es esta hora
del mundo, que siempre triunfa aquella concepción clara del riesgo por el bien
y la ventura de todo afán justiciero. El saber “jugarse entero” de nuestros
gauchos es la empresa que ostentan orgullosamente los “quijotes de nuestras
pampas”.
En
segundo lugar, sea nuestro homenaje a la raza a que pertenecemos.
La raza: superación de
nuestro destino
Para
nosotros, la raza no es un concepto biológico. Para nosotros es algo puramente
espiritual. Constituye una suma de imponderables que hace que nosotros seamos
lo que somos y nos impulsa a ser lo que debemos ser, por nuestro origen y
nuestro destino. Ella es lo que nos aparta de caer en el remedo de otras
comunidades cuyas esencias son extrañas a la nuestra, pero a las que con
cristiana caridad aspiramos a comprender y respetamos. Para nosotros, la raza
constituye nuestro sello personal, indefinible e inconfundible. Para
nosotros los latinos, la raza es un estilo. Un estilo de vida que nos enseña a
saber vivir practicando el bien y a saber morir con dignidad.
Nuestro
homenaje a la madre España constituye también una adhesión a la cultura
occidental.
Porque
España aportó al occidente la más valiosa de las contribuciones: el
descubrimiento y la colonización de un nuevo mundo ganado para la causa de la
cultura occidental.
Su
obra civilizadora cumplida en tierras de América no tiene parangón en la
Historia. Es única en el mundo. Constituye su más calificado blasón y es la
mejor ejecutoria de la raza, porque toda la obra civilizadora es un rosario de
heroísmos, de sacrificios y de ejemplares renunciamientos.
Su
empresa tuvo el sino de una auténtica misión. Ella no vino a las Indias ávida
de ganancias y dispuesta a volver la espalda y marcharse una vez exprimido y
saboreado el fruto. Llegaba para que fuera cumplida y hermosa realidad el
mandato póstumo de la Reina Isabel de “atraer a los pueblos de Indias y
convertirlos al servicio de Dios”. Traía para ello la buena nueva de la verdad
revelada, expresada en el idioma más hermoso de la tierra. Venía para que esos
pueblos se organizaran bajo el imperio del derecho y vivieran pacíficamente. No
aspiraban a destruir al indio sino a ganarlo para la fe y dignificarlo como ser
humano...
Era
un puñado de héroes, de soñadores desbordantes de fe. Venían a enfrentar a lo
desconocido; ni el desierto, ni la selva con sus mil especies donde la muerte
aguardaba el paso del conquistador en el escenario de una tierra inmensa,
misteriosa, ignorada y hostil.
Nada
los detuvo en su empresa; ni la sed, ni el hambre, ni las epidemias que
asolaban sus huestes; ni el desierto con su monótono desamparo, ni la montaña
que les cerraba el paso, ni la selva con sus mil especies de oscuras y
desconocidas muertes. A todo se sobrepusieron. Y es ahí, precisamente, en los
momentos más difíciles, en los que se los ve más grandes, más serenamente
dueños de sí mismos, más conscientes de su destino, porque en ellos parecía
haberse hecho alma y figura la verdad irrefutable de que “es el fuerte el que
crea los acontecimientos y el débil el que sufre la suerte que le impone el
destino”. Pero en los conquistadores pareciera que el destino era trazado por
el impulso de su férrea voluntad.
América: empresa de héroes
Como
no podía ocurrir de otra manera, su empresa fue desprestigiada por sus
enemigos, y su epopeya objeto de escarnio, pasto de la intriga y blanco de la
calumnia, juzgándose con criterio de mercaderes lo que había sido una empresa
de héroes. Todas las armas fueron probadas: se recurrió a la mentira, se
tergiversó cuanto se había hecho, se tejió en torno suyo una leyenda plagada de
infundios y se la propaló a los cuatro vientos.
Y
todo, con un propósito avieso. Porque la difusión de la leyenda negra, que ha
pulverizado la crítica histórica serie y desapasionado, interesaba doblemente a
los aprovechados detractores. Por una parte, les servía para echar un baldón a
la cultura heredada por la comunidad de los pueblos hermanos que constituimos
Hispanoamérica.
Por
la otra procuraba fomentar así, en nosotros, una inferioridad espiritual
propicia a sus fines imperialistas, cuyas asalariados y encumbradísimos voceros
repetían, por encargo, el ominoso estribillo cuya remunerada difusión corría
por cuenta de los llamados órganos de información nacional. Este estribillo ha
sido el de nuestra incapacidad para manejar nuestra economía e intereses, y la
conveniencia de que nos dirigieran administradores de otra cultura y de otra
raza. Doble agravio se nos infería; aparte de ser una mentira, era una
indignidad y una ofensa a nuestro decoro de pueblos soberanos y libres.
España,
nuevo Prometeo, fue así amarrada durante siglos a la roca de la Historia. Pero
lo que no se pudo hacer fue silenciar su obra, ni disminuir la magnitud de su
empresa que ha quedado como magnífico aporte a la cultura occidental.
Allí
están, como prueba fehaciente, las cúpulas de las iglesias asomando en las
ciudades fundada por ella; allí sus leyes de Indias, modelo de ecuanimidad,
sabiduría y justicia; sus universidades; su preocupación por la cultura, porque
“conviene –según se lee en la Nueva Recopilación. Que nuestros vasallos,
súbditos y naturales, tengan en los reinos de Indias, universidades y estudios
generales donde sean instruidos y graduados en todas ciencias y facultades, y
por el mucho amor y voluntad que tenemos de honrar y favorecer a los de
nuestras Indias y desterrar de ellas las tinieblas de la ignorancia y del
error, se crean Universidades gozando los que fueren graduados en ellas de las libertades
y franquezas de que gozan en estos reinos los que se gradúan en Salamanca”.
Su
celo por difundir la verdad revelada porque –como también dice la Recopilación-
“teniéndonos por más obligados que ningún otro príncipe del mundo a procurar el
servicio de Dios y la gloria de su santo nombre y emplear todas las fuerzas y
el poder que nos ha dado, en trabajar que sea conocido y adorado en todo el
mundo por verdadero Dios como lo es, felizmente hemos conseguido traer al
gremio de la Santa Iglesia Católica las innumerables gentes y naciones que
habitan las Indias occidentales, isla y tierra firme del mar océano”.
España
levantó, edificó universidades, difundió la cultura, formó hombres, e hizo
mucho más; fundió y confundió su sangre con América y signó a sus hijas con un
sello que las hace, si bien distintas a la madre en su forma y apariencias,
iguales a ella en su esencia y naturaleza. Incorporó a la suya la expresión de
un aporte fuerte y desbordante de vida que remozaba a la cultura occidental con
el ímpetu de una energía nueva.
Y
si bien hubo yerros, no olvidemos que esa empresa, cuyo cometido la antigüedad
clásica hubiera discernido a los dioses, fue aquí cumplida por hombres, por un
puñado de hombres que no eran dioses aunque los impulsara, es cierto, el soplo
divino de una fe que los hacía creados a la imagen y semejanza de Dios.
España rediviva en el
criollo Quijote
Son
hombres y mujeres de esa raza los que en heroica comunión rechazan, en 1806, al
extranjero invasor, y el hidalgo jefe que obtenida la victoria amenaza con
“pena de la vida al que los insulte”. Es gajo de ese tronco el pueblo que en
mayo de 1810 asume la revolución recién nacida; esa sangre de esa sangre la que
vence gloriosamente en Tucumán y Salta y cae con honor en Vilcapugio y Ayohuma;
es la que anima el corazón de los montoneros; es la que bulle en el espíritu
levantisco e indómito de los caudillos; es la que enciende a los hombres que en
1816 proclaman a la faz del mundo nuestra independencia política; es la que
agitada corre por las venas de esa raza de titanes que cruzan las ásperas y
desoladas montañas de los Andes, conducidas por un héroe en una marcha que
tiene la majestad de un friso griego; es la que ordena a los hombres que
forjaron la unidad nacional, y la que aliente a los que organizaron la
República ; es la que se derramó generosamente cuantas veces fue necesario para
defender la soberanía y la dignidad del país; es la misma que moviera al pueblo
a reaccionar sin jactancia pero con irreductible firmeza cuando cualquiera osó
inmiscuirse en asuntos que no le incumbían y que correspondía solamente a la
nación resolverlos; de esa raza es el pueblo que lanzó su anatema a quienes no
fueron celosos custodios de su soberanía, y con razón, porque sabe, y la verdad
lo asiste, que cuando un Estado no es dueño de sus actos, de sus decisiones, de
su futuro y de su destino, la vida no vale la pena de ser allí vivida; de esa
raza es ese pueblo, este pueblo nuestro, sangre de nuestra sangre y carne de
nuestra carne, heroico y abnegado pueblo, virtuoso y digno, altivo sin alardes
y lleno de intuitiva sabiduría, que pacífico y laborioso en su diaria jornada
se juega sin alardes la vida con naturalidad de soldado, cuando una causa noble
así lo requiere, y lo hace con generosidad de Quijote, ya desde el anónimo y
oscuro foso de una trinchera o asumiendo en defensa de sus ideales el papel de
primer protagonista en el escenario turbulento de las calles de una ciudad.
Señores:
La
historia, la religión y el idioma nos sitúan en el mapa de la cultura
occidental y latina, a través de su vertiente hispánica, en la que el heroísmo
y la nobleza, el ascetismo y la espiritualidad, alcanzan sus más sublimes
proporciones. El Día de la Raza , instituido por el Presidente Yrigoyen,
perpetúa en magníficos términos el sentido de esta filiación. “ La España
descubridora y conquistadora –dice el decreto-, volcó sobre el continente
enigmático y magnífico el valor de sus guerreros, el denuedo de sus
exploradores, la fe de sus sacerdotes, el preceptismo de sus sabios, las
labores de sus menestrales y con la aleación de todos estos factores, obró el
milagro de conquistar para la civilización la inmensa heredad en que hoy
florecen las naciones a las cuales ha dado, con la levadura de su sangre y con
la armonía de su lengua, una herencia inmortal que debemos de afirmar y de
mantener con jubiloso reconocimiento”.
Porvenir enraizado en el
pasado
Si
la América olvidara la tradición que enriquece su alma, rompiera sus vínculos
con la latinidad, se evadiera del cuadro humanista que le demarca el
catolicismo y negara a España, quedaría instantáneamente baldía de coherencia y
sus ideas carecerían de validez. Ya lo dijo Menéndez y Pelayo: “Donde no se
conserva piadosamente la herencia de lo pasado, pobre o rica, grande o pequeña,
no esperemos que brote un pensamiento original, ni una idea dominadora”. Y
situado en las antípodas de su pensamiento, Renán afirmó que “le verdadero
hombre de progreso es el que tiene los pies enraizados en el pasado”.
El
sentido misional de la cultura hispánica, que catequistas y guerreros
introdujeron en la geografía espiritual del Nuevo Mundo, es valor incorporada y
absorbido por nuestra cultura, lo que ha suscitado una comunidad de ideas e
ideales, valores y creencias, a la que debemos preservar de cuantos elementos
exóticos pretenden mancillarla. Comprender esta imposición del destino, es el
primordial deber de aquellos a quienes la voluntad pública o el prestigio de
sus labores intelectuales, les habilita para influir en el proceso mental de
las muchedumbres. Por mi parte, me he esforzado en resguardar las formas
típicas de la cultura a que pertenecemos, trazándome un plan de acción del que
pude decir –el 24 de noviembre de 1944- que “tiene, ante todo, a cambiar la
concepción materialista de la vida por una exaltación de los valores
espirituales”.
Precisamente
esa oposición, esa contraposición entre materialismo y espiritualidad,
constituye la ciencia del Quijote. O más propiamente representa la exaltación
del idealismo, refrenado por la realidad del sentido común.
De
ahí la universalidad de Cervantes, a quien, sin embargo, es precio identificar
como genio auténticamente español, mal que no puede concebirse como no sea en
España.
Esta
solemne sesión, que la Academia Argentina de Letras ha querido poner bajo la
advocación del genio máximo del idioma en el IV Centenario de su nacimiento,
traduce –a mi modo de ver- la decidida voluntad argentina de reencontrar las
rutas tradicionales en las que la concepción del mundo y de la persona humana,
se origina en la honda espiritualidad grecolatina y en la ascética grandeza
ibérica y cristiana.
Para
participar en ese acto, he preferido traer, antes que una exposición académica
sobre la inmortal figura de Cervantes, palpitación humana, su honda vivencia
espiritual y su suprema gracia hispánica. En su vida y en su obra personifica
la más alta expresión de las virtudes que nos incumbe resguardar.
Resurrección del Quijote
Mientras
unos soñaban y otros seguían amodorrados en su incredulidad, fue gestándose la
tremenda subversión social que hoy vivimos y se preparó la crisis de las
estructuras políticas tradicionales. La revolución social de Eurasia ha ido
extendiéndose hacia Occidente, y los cimientos de los países latinos del Oeste
europea crujen ante la proximidad de exóticos carros de guerra. Por los Andes
asoman su cabeza pretendidos profetas, a sueldo de un mundo que abomina de
nuestra civilización, y otra trágica paradoja parece cernirse sobre América al
oírse voces que, con la excusa de defender los principios de la Democracia
(aunque en el fondo quieren proteger los privilegios del capitalismo), permitan
el entronizamiento de una nueva y sangrienta Tiranía.
Como
miembros de la comunidad occidental, no podemos substraernos a un problema que
de no resolverlo con acierto, puede derrumbar un patrimonio espiritual
acumulado durante siglos. Hoy, más que nunca, debe resucitar Don Quijote y
abrirse el sepulcro del Cid Campeador.
No hay comentarios:
Publicar un comentario