Por Joaquin Bochaca
La inmensa mayoría de la gente
imagina que un banco es un lugar respetable y seguro, para depositar, o bien
para ir a tomar prestado dinero que otras personas han depositado. No obstante,
los bancos prestan hasta nueve veces más dinero que el que realmente guardan en
sus cajas. ¿Cómo es esto posible? Porque los bancos, realmente, no prestan
nada. Sólo lo hacen ver.
Cuando un banco presta dinero,
o, para emplear la terminología bancaria, abre un crédito, lo único que
realmente hace es aceptar el crédito del prestatario. Vamos a exponer, tratando
de aunar brevedad y claridad, cómo se perpetra este auténtico timo, porque timo
es al concurrir en su comisión todos los requisitos de tal delito.
Aun cuando el negocio bancario
y su corolario, la usura, se remontan a la época de Babilonia, la Banca, en su
forma moderna, apareció en Europa a principios del siglo XVII, primero en
Lombardía y en Holanda, luego, inmediatamente, en Inglaterra va renglón seguido
en los demás países de nuestro Continente, para aparecer en los Estados Unidos
poco después de su configuración como Estado independiente.
En aquéllas épocas, los
poseedores de oro y plata -metales que, por su relativa escasez, eran los más
adecuados para servir de .moneda oficial ténder en un tiempo, precisamente de escasez-
lo entregaban, para su custodia, al banquero que los guardaba en una caja
fuerte.
Evidentemente, no era cómodo,
ni seguro, desplazarse llevando constantemente encima el oro y la plata -o las
monedas que de ambos metales más adelante se hicieron- y, por otra parte, era recomendable
guardar el dinero en un banco, dotado de una sólida caja fuerte, custodiada constantemente
por un guardián armado. El banquero prestaba, pues, un servicio, y por tal servicio
era lógico que cobrara, decimos “cobrara”, unos honorarios. Al entregar su dinero en el
banco, los depositarios obtenían un recibo que les entregaba el banquero, y
sobre tal recibo -documento, en sí, intachable- se iba a montar el mayor timo
de todos los tiempos.
En efecto, el banquero era un
hombre observador y pronto se dió cuenta de que la gente utilizaba esos recibos
como si de auténtico dinero se tratara. Esos recibos, respaldados por dinero auténtico,
hacían la misma función que el dinero, es decir, servían para adquirir
mercancías y contratar servicios. Como tales recibos no eran nominativos,
cualquier persona, que a lo mejor nunca había depositado dinero en el banco,
podía presentarse en la ventanilla de pagos del mismo, y, exhibiendo un recibo
por una cantidad determinada de dinero oficial, o legal, exigir tal cantidad en
el acto. Un inciso imprescindible: decimos dinero oficial, o legal, porque esos
recibos, al ser aceptados por la comunidad como medio de pago, se convertían
automáticamente, de hecho, en dinero. También se dió cuenta, el banquero, de
que, en promedio, los impositores sólo retiraban, en un período determinado de
tiempo, el diez por ciento del dinero depositado. O dicho en otras palabras,
que el noventa por ciento de sus depósitos permanecían en sus cofres, y que con
el diez restante tenía suficiente para hacer frente a los recibos que se le
irían presentando al cobro.
La tentación era demasiado
grande para el banquero, hombre cuya conciencia no sentía excesivamente el
embarazo de los escrúpulos, o no podía sentirlos por sus condiciones étnicas y religiosas.
Y se formuló a sí mismo la siguiente pregunta: ¿Por qué no poner en circulación
más recibos, representando nueve veces más valor que el dinero que,
efectivamente, tenía en su caja fuerte? Para él, formular así esa pregunta
equivalía a responderla en el sentido deseado por su yo íntimo. Es decir, que
multiplicó por nueve sus recibos -comprometiéndose a pagar un dinero que no
tenía, o, como máximo, sólo tenía en una novena parte -y empezó a prestarlo a
particulares y, sobre todo, a comerciantes, cobrando un interés por ese dinero
inexistente.
En realidad, más que inexistente, ficticio; pues existencia,
aunque fraudulenta, la tenía, al entregarse mercancías y servicios por él. Este
fue el fraude original, que ha perdurado hasta nuestros días, y que está en la raíz
de todos nuestros males económicos. Como dice Gertrude Coogan, “los banqueros
pueden justificar sus prácticas como gusten, pero el hecho es que cuando
prestan su ‘crédito’ a interés lo único que hacen es crear dinero privado, que
luego pueden reclamar y destruir a su voluntad para desesperación y empobrecimiento
del prestatario” quien periódicamente se ve obligado, por la artificial escasez
del dinero-crédito, a entregar bienes auténticos por el dinero-crédito que tomó
en préstamo.
El banquero, al proceder de
esta guisa, efectivamente, ha creado dinero. Y para crearlo lo único que ha
necesitado ha sido que un empleado del banco tomara una pluma, o un bolígrafo,
y escribiera en el Libro Mayor del banco, una cifra cualquiera, pongamos diez
millones de pesetas, en el saldo deudor del prestatario. Pero, al mismo tiempo,
en el saldo acreedor del mismo, se ha anotado la garantía que éste ha debido
ofrecer contra el préstamo bancario. Dicha garantía, que siempre debe ser un
bien tangible, una casa, unos terrenos, unas cosechas o el título de propiedad de
una industria, siempre vale más que el dinero que el banco presta. Al
prestatario se le entrega un talonario de cheques, que permiten fraccionar
cómodamente el importe del préstamo, luego se le carga en cuenta un interés por
dicho préstamo, interés que oscila entre un cinco y un nueve por ciento en las
épocas relativamente “tranquilas”, pero que puede ser mucho más elevado en las épocas
turbias y la operación ha sido puesta en marcha.
Detengámonos un momento para
hacer las siguientes observaciones:
a) Al poner en circulación de
hecho, más dinero, que aparece en el mercado antes de que el mismo haya podido
generar más riqueza, se ha puesto en movimiento un proceso inflacionario, es
decir, se ha hecho perder valor al dinero que existía ya en circulación.
b) Las mercancías que, con el
nuevo dinero, irán apareciendo en el mercado, llevarán su costo gravado con el
interés bancario -como ya hemos dicho, de un 5 a un 9 por ciento- que deberán
pagar, en última instancia, los consumidores. Nueva contribución al proceso inflacionario.
c) Mientras el banquero ha
entregado sus “promesas de pagar” dinero -pues nadie, por muy banquero que sea,
puede crear algo de la Nada, y así, lo que él presta no son más que promesas-
en cambio, el prestario ha entregado al banquero títulos que representan una
riqueza que, aparte de ser muy superior al préstamo, es real. Ha habido, pues,
un notorio abuso de confianza por parte del banco. Como decíamos en otro lugar 2
“mientras el banco dispone contra la comunidad de garantías representando una
riqueza real, tal como fábricas, fincas, cosechas, etc. la comunidad no
dispone, contra los bancos, de ninguna garantía. La menor tentativa hecha por
los acreedores de un banco para ejercitar sus garantías contra éste, pone de
manifiesto que dichas garantías, de hecho, no tienen substancia alguna. Si
tales acreedores le “aprietan demasiado las clavijas” al banco, son castigados
perdiendo todos sus ahorros. El banco cierra sus puertas poniendo de manifiesto
que sus “promesas de pagar” son falsas promesas... a menos que el gobierno no
acuda en su ayuda con una moratoria.... moratoria cuyas consecuencias serán
que, al fin y a la postre, la comunidad en bloque deberá pagar para cubrir las
falsas promesas del banquero”. La objeción de que esto muy raramente ocurre no
tiene validez alguna. Si ocurre raramente es porque en todos los países existe
un Consejo Superior Bancario cuya principal misión consiste, precisamente, en
corregir las desviaciones excesivas de la permanente inflación crediticia
procurando que ningún banco sobrepase el fatídico cociente 9 en la división
entre los créditos abiertos y el dinero registrado en las cuentas corrientes. Y
cuando, no obstante, un banco se dispara y franquea el límite de la zona de
peligro, los demás acuden en su ayuda, pues la Finanza funciona como un todo, a
escala nacional para lo ordinario, e internacional para los grandes problemas
económicos. Pero esa ayuda, en definitiva, la pagará el pueblo, es decir, cada ciudadano
o ciudadana que van al mercado, pues hemos dicho, y hay que tenerlo bien
presente, que los llamados gastos bancarios se incluyen en los costos de
producción.
Según se demuestra en los
apartados a) y b) el banco, al crear una situación inflacionaria, ha robado a
todos y cada uno de los miembros de la comunidad. El hecho de que las
actividades bancarias hayan sido legalizadas por la Administración Pública en
todos los países no disminuye en un
ápice su ilegitimidad fundamental. El que un Estado, o cien Estados, decreten,
como testaferros que son de la Alta Finanza, que la creación privada de Dinero
es legal cuando la realiza un banco e ilegal cuando la lleva a cabo un
falsificador de moneda no modifica en absoluto el hecho de su radical
inmoralidad, desde el punto de vista ético, y de su inoperancia, desde el punto
de vista económico, exceptuando, claro está, la privada economía de los bancos
y sus adláteres.
Y tal como queda demostrado en
el apartado c), no contento con robar a la comunidad, el banco ha cometido, con
su cliente al que ha concedido un préstamo, un verdadero abuso de confianza, al
cambiar una promesa que vale, digamos X menos los intereses cobrados anticipadamente,
por una realidad (títulos de propiedad de bienes tangibles) que vale, por lo menos
X multiplicado por dos. Y que no se objete que el cliente es muy libre de
aceptar o no el “cambio” que le propone el banco. El cliente está convencido de
que lo que el banco le presta son los ahorros de otro conciudadano y que por
este préstamo hay que pagar un alquiler, llamado “interés”. Pero no terminan
aquí las actividades del banco; en realidad, los funestos efectos de sus
actividades apenas tienen relieve alguno si se comparan con lo que sigue.
Volvamos al momento en que el
banco -en realidad, más que el banco o los bancos se trata del sistema
bancario, pues todos actúan de manera mancomunada- ha abierto créditos representando
hasta nueve veces más dinero del que realmente tienen en caja. De momento, el sistema
parece dar resultado. La euforia general disimula el robo que se ha cometido.
Pues es evidente que un auténtico robo ha tenido lugar; al crear dinero nuevo,
el banquero, al igual que un vulgar falsificador, ha robado un poco a cada uno
de sus conciudadanos y ha obtenido interés sobre el “dinero” robado. Gracias a
la emisión brusca de dinero nuevo se ha podido desarrollar nueva riqueza, el
comercio se halla en pleno apogeo y se ha llegado al, por todos, soñado “pleno empleo”.
Cada vez que un prestatario devuelve un préstamo al banco, con sus intereses acumulados,
el banco se apresura a ponerlo de nuevo en circulación. Se ha originado lo que
los economistas clásicos llaman el “boom” que en los países latinos se denomina
“euforia de mercado”. Los precios suben en vertical, mientras toda clase de
productos se ofrecen a la venta. Pero el banquero se da cuenta de que esta
subida de precios continúa sólo mientras continúan produciéndose préstamos.
Cada vez que el banquero deja de hacer dichos préstamos - o, en otras palabras,
de crear nuevo dinero- los precios dejan de subir, y al dejar de subir, los negocios
se hunden.
La posibilidad de continuar
haciendo más negocios en un mercado alcista ha desaparecido. ¿Por qué? Pues
porque ahora el banquero empieza a verse en dificultades, a causa de que el volumen
de sus préstamos se halla ya rondando el 900 por ciento de sus reservas en caja.
Ya corre el riesgo de que cualquier demanda de dinero auténtico por parte de
sus impositores, que por cualquier motivo se produzca en un momento dado, ponga
en evidencia, ante toda la comunidad, el verdadero timo a que ésta se ha visto
sometida por parte del aludido banquero. Cada crédito que él ha abierto,
representado por cheques, así como cada recibo que ha extendido a sus impositores
por el dinero que le han cedido temporalmente para que los custodie, representan
promesas de pagar oro y plata (en la actualidad papel moneda ténder del
Estado). Es decir, que tanto sus impositores como sus prestatarios pueden
exigir, de un momento a otro, dinero auténtico, es decir, oficial, emitido por
el Estado, a cambio de sus recibos.
¿Qué le queda por hacer al
banquero en la circunstancia dada? Sólo una cosa: cancelar una parte sustancial
de los créditos que ha abierto. En consecuencia, llama a su oficina a algunos de
los industriales a quienes ha prestado sus “promesas de pagar” y les invita a
devolver, digamos, la mitad del crédito. Los industriales, probablemente,
protestarán, no comprenderán nada ante la súbita demanda del banquero en unos
momentos en que todo parece ir a las mil maravillas, pero, finalmente, en vista
de la cada vez más firme insistencia del banquero, deberán devolver la cantidad
solicitada. Para convertir en dinero líquido -el dinero que les exige el banquero
con tan súbita celeridad- sus stocks, los industriales deberán vender como sea,
es decir, deberán malvender una parte substancial de los mismos, y, al mismo
tiempo, se verán obligados a forzar a un pago inmediato a algunos de sus
clientes Que habían comprado sus mercancías a plazos. Toda la operación
generará, en cascada, una serie de pérdidas para industriales e intermediarios
del comercio y, por vía de consecuencia, provocará una reducción general del volumen
de los negocios, es decir, en última instancia, el paro.
Pero éste es sólo un aspecto
del caso, ya que, en muchas de las situaciones que se van creando, los
industriales no logran realizar sus stocks cuándo y cómo lo exige el banquero,
y éste ejecuta las garantías que contra ellos posee, apoderándose así, a cambio
de nada, -pues nada más que falsas promesas les prestó- de bienes reales, que
pasan, de este modo, con toda la legalidad y toda la inmoralidad del mundo, a
ser propiedad del banco.
La normalidad ha vuelto.
Entretanto, muchos industriales y comerciantes -más de aquéllos que de éstos-
se han arruinado. Los precios de todos los artículos han subido; los salarios,
por fuerza, también, pero menos que aquellos. Una gran parte de la sociedad,
sobre todo las llamadas clases medias, se ha proletarizado un poco más. El
único ganador, en toda la línea, es el banquero. El, que no ha hecho nada,
aparte de perpetrar una falsificación de moneda en gran escala, ha obtenido
beneficios inmensos, en bienes tangibles, y, lo que es más importante, ha visto
confirmada su facultad de continuar creando dinero a expensas de la comunidad,
lo que le convierte en el hombre más poderoso del país.
Todavía más, en el colmo del
cinismo, aún se permite amonestar severamente a sus conciudadanos, diciéndoles
que la reciente crisis se ha producido porque han querido vivir por encima de
sus medios. La sencilla objeción de que la comunidad sólo pretendía consumir lo
que había producido con su trabajo, es olímpicamente despreciada. La ignorancia
general en asuntos financieros, cuidadosamente cultivada por los testaferros al
servicio de la misma. Es el muro del silencio ante el que se estrellan el
sentido común y el instinto popular, que rechazan vigorosamente la idea de que
una gran parte de los miembros de una comunidad se hayan arruinado precisamente
porque han trabajado demasiado y han producido, con su trabajo, una oferta de
bienes que no ha colmado aún la demanda de los mismos.
La normalidad ha vuelto,
decíamos. Nuestro banquero ya puede volver a poner en funcionamiento la máquina
del Gran Timo. Las ovejas del humano rebaño ya se hallan prestas a ser
esquiladas una vez más.