Por Oswald Spengler
La industria está adherida a la tierra como la vida
aldeana; tiene su sitio señalado, y las fuentes de materia prima surgen del
suelo en determinados puntos. Sólo la alta finanza es libre por completo,
inaprensible. Los bancos, y con ellos las bolsas, desde 1789 han ido
respondiendo a las necesidades de crédito que siente en proporción creciente la
industria; con lo cual se han constituido en fuerzas substantivas y pretenden
ser, como siempre el dinero en toda civilización, la única fuerza. La vieja
lucha entre la economía productora y la economía conquistadora se eleva hasta
convertirse ahora en una silenciosa y gigantesca lucha de los espíritus en el
suelo de las urbes cosmopolitas. Es la lucha desesperada entre el pensamiento
técnico, que quiere ser libre, y el pensamiento financiero.
La dictadura del dinero progresa y
se acerca a un punto máximo natural, en la civilización fáustica como en
cualquier otra. Y ahora sucede algo que sólo puede comprender quien haya
penetrado en la esencia del dinero. Si éste fuese algo tangible, su existencia
seria eterna. Pero como es una forma del pensamiento, ha de extinguirse tan
pronto como haya sido pensado hasta sus últimos confines el mundo económico, y
ha de extinguirse por faltarle materia. Invadió la vida del campo y movilizó el
suelo; ha transformado en negocio toda especie de oficio; invade hoy,
victorioso, la industria para convertir en su presa y botín el trabajo
productivo de empresarios, ingenieros y obreros. La máquina, con su séquito
humano, la soberana del siglo, está en peligro de sucumbir a un poder más
fuerte. Pero, llegado a este punto, el dinero se halla al término de sus
éxitos, y comienza la última lucha, en que la civilización recibe su forma
definitiva: la lucha entre el dinero y la sangre.
El advenimiento del cesarismo
quiebra la dictadura del dinero y de su arma política, la democracia. Tras un
largo triunfo de la economía urbana y sus intereses, sobre la fuerza
morfo-genética política, revélase al cabo más fuerte el aspecto político de la
vida. La espada vence sobre el dinero; la voluntad de dominio vence a la
voluntad de botín. Si llamamos capitalismo a esos poderes del dinero y
socialismo a la voluntad de dar vida a una poderosa organización
político-económica, por encima de todos los intereses de clase, a la voluntad
de construir un sistema de noble cuidado y de deber, que mantenga «en forma» el
conjunto para la lucha decisiva de la historia, entonces esa lucha es, al mismo
tiempo, la contienda entre el dinero y el derecho. Los poderes privados de la
economía quieren vía franca para su conquista de grandes fortunas: que no haya
legislación que les estorbe la marcha. Quieren hacer las leyes en su propio
interés, y para ello utilizan la herramienta por ellos creada: la democracia,
el partido pagado. El derecho, para contener esta agresión, necesita de una
tradición distinguida, necesita la ambición de fuertes estirpes, ambición que
no halla su recompensa en el amontonamiento de riquezas, sino en las tareas del
auténtico gobierno, allende todo provecho de dinero.
Un poder sólo puede ser derrocado
por otro poder y no por un principio. No hay, empero, otro poder que pueda
oponerse al dinero, sino ese de la sangre. Sólo la sangre superará y anulará al
dinero. La vida es lo primero y lo último, el torrente cósmico en forme
micro-cósmica. La vida es el hecho, dentro del mundo como historia. Ante el
ritmo irresistible de las generaciones en sucesión, desaparece, en último
término, todo lo que la conciencia despierta edifica en sus mundos
espirituales. En la historia trátase de la vida, y siempre de la vida, de la
raza, del triunfo para la voluntad de poderío; pero no se trata de verdades, de
invenciones o de dinero. La historia universal es el tribunal del mundo: ha
dado siempre la razón a la vida más fuerte, más plena, más segura de si misma;
ha conferido siempre a esta vida derecho a la existencia, sin importarle que
ello sea justo para la conciencia. Siempre ha sacrificado la verdad y la
justicia al poder, a la raza, y siempre ha condenado a muerte a aquellos
hombres y aquellos pueblos para quienes la verdad era mas importante que la
acción y la justicia más esencial que la fuerza. Así termina el espectáculo de
una gran cultura, ese mundo maravilloso de deidades, artes, pensamientos,
batallas, ciudades, reasumiendo los hechos primordiales de la eterna sangre,
que es idéntica a las fluctuaciones cósmicas en sus eternos ciclos. La
conciencia vigilante, clara, rica en figuras múltiples, se sumerge de nuevo en
el silencioso servicio de la existencia, como nos enseñan las épocas del
imperialismo chino y romano. El tiempo vence al espacio. El tiempo es quien,
con su marcha irrevocable, inyecta el azar efímero de la cultura en el azar del
hombre, que es una forma en que el azar de la vida fluye durante un tiempo,
mientras en el mundo luminoso de nuestros ojos, allá lejísimos, se abren los
horizontes de la historia planetaria y de la historia estelar.
Para nosotros, empero, a quienes un
sino ha colocado en esta cultura y en este momento de su evolución; para
nosotros, que presenciamos las últimas victorias del dinero y sentimos llegar
al sucesor—el cesarismo—con paso lento, pero irresistible; para nosotros, queda
circunscrita en un estrecho círculo la dirección de nuestra voluntad y de
nuestra necesidad, sin la que no vale la pena de vivir. No somos libres de
conseguir esto o aquello, sino de hacer lo necesario o no hacer nada. Los
problemas que plantea la necesidad histórica se resuelven siempre con el
individuo o contra él.
1 comentario:
Ducunt fata volentem, nolentem trahunt.
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