Toda buena lectura es un
diálogo silencioso. Y cuando se repite en el tiempo se convierte en una forma
de amistad. El suicidio de un autor al que se consideraba un amigo – aunque
sólo lo fuera a través de la lectura – es un hecho que necesariamente conmueve,
máxime cuando se trata de un suicidio espectacular y con visos testimoniales.
El historiador y escritor
francés Dominique Venner se mató de un disparo en la Catedral de Notre-Dame, el
21 de mayo de 2013. Su trágico final fue inesperado, en cuanto parecía
encarnar un tipo humano que, tras haber conocido la vorágine del activismo más
turbulento, alcanza un estado de serenidad estoica. Su suicidio resultará
también sorprendente para quienes conocieran sus repetidos elogios al ideal
griego de mesura.
Las líneas que siguen son un
intento personal de comprender el sentido del suicidio – sacrificio oinmolación según
sus allegados – del historiador y escritor Dominique Venner. Desde el respeto
pero también desde la crítica a los hábitos mentales de toda una cultura
política en cuyo contexto, pensamos, su muerte puede intentar explicarse. Se
trata también de establecer cierta prevención frente a algunos usos ideológicos
a los que esta muerte, de forma casi inevitable, se presta.
Parto de la asunción de que
este suicidio no es el acto de un desequilibrado, sino un acto bien meditado a
través del cual el autor nos interpela y busca concluir de forma congruente el
diálogo que con nosotros había emprendido.“Me doy la muerte –escribe
Venner en su último mensaje – con el fin de despertar las conciencias
adormecidas. Me sublevo contra la fatalidad. Me sublevo contra los venenos del
alma y contra los deseos individuales que, invadiéndolo todo, destruyen
nuestros anclajes identitarios y especialmente la familia, base íntima de
nuestra civilización multimilenaria. Al tiempo que defiendo la identidad de
todos los pueblos en su propia patria, me sublevo también contra el crimen
encaminado a remplazar nuestras poblaciones.”
Dominique Venner quiso hacer de
su suicidio un acto público. Un acto político. Como tal acto político, éste es
analizable sin que ello suponga faltar al respeto a su memoria ni escupir sobre
la tumba del difunto. ¿Qué lectura política – o metapolítica–
cabe extraer del suicidio de Venner?
Aceptemos una premisa: casi
ninguna filosofía, religión o ideologíaha defendido nunca que la vida sea un
bien a conservar a cualquier precio. Casi todos los sistemas de
pensamiento – y excluimos de esa categoría al hedonismo vulgar del “último
hombre”– sostienen que hay situaciones o convicciones por las que merece la
pena entregarla. Decía Ortega que el valor supremo de la vida está en perderla
a tiempo y con gracia, en gastarla como una moneda en defensa
de las ideas que conforman nuestra razón de vivir. Pero casi todos los sistemas
de pensamiento asumen también que el valor de las ideas consiste en orientarnos
por el curso de la vida, no en arrastrarnos hacia la muerte. Las ideas pueden
ser peligrosas desde el momento en que, al lado de su uso benigno, pueden
prestarse a un uso tóxico. Y de la misma forma en que hay ideologías de vida,
hay ideologías de muerte. La línea divisoria entre ambas suele ser la que
separa la mesura del fanatismo.
La pregunta es: ¿qué tipo de
ideas son las que llevan a un escritor del empaque de Dominique Venner
hacia un suicidio espectacular, frente a un altar y ante miles de
personas, sin otra razón aparente que la de escenificar la fuerza de esas
ideas? ¿Por qué toda una corriente de pensamiento está dispuesta a aplaudir sin
fisuras este comportamiento?
Para responder a estas
preguntas es preciso recurrir, a nuestro juicio, a tres niveles de
interpretación: el primero se sitúa en un orden simbólico. El segundo en un
nivel esencialmente político. El tercero en un plano personal y ético.
Misticismo y política
Hablemos en primer lugar del
orden simbólico. En uno de sus últimos escritos Dominique Venner defendía la
fórmula: “misticismo ante todo, política después”. Dominique Venner
sabía que los símbolos y mitos tienen una importante dimensión política, en
cuanto sintetizan visiones del mundo que se inscriben en la larga duración y
actúan sobre el inconsciente colectivo. Dominique Venner lamentaba que Europa
carezca de “una religión identitaria a la que amarrarse”, y a falta de ella sin
duda anhelaba gestos de alto contenido simbólico, gestos que la estremezcan
desde los cimientos, gestos que la sacudan de su estado de letargo y que
despierten en los europeos la memoria de su identidad.
Pero la gran cuestión consiste
en saber cuál es la dosis correcta de misticismo que puede acompañar a una
empresa política. Porque la política, si se tiñe por completo de misticismo,
deja de ser política y pasa a ser otra cosa. Tampoco conviene
olvidar que la función esencial de las religiones no es la de ser o no
identitarias – normalmente lo son – sino la de acercar a los hombres a
Dios. Transformar a la política en una parodia de la vida religiosa y a la
nación en un sustituto de Dios supone pedirles a la nación y a la política algo
que éstas no pueden dar.
“Misticismo ante todo”,
decía Venner. Pero en política, el misticismo en dosis excesivas puede actuar
como un veneno. La política consiste ante todo, ya desde los antiguos griegos,
en un ejercicio de racionalidad en aras del bien común. Lo que
no equivale a evacuar el espacio de lo simbólico: los ritos deben cumplir una
función como elementos de cohesión y de vínculo social, y lo sagrado debe tener
su espacio acotado. El problema es cuando lo sagrado desborda ese espacio
y la política se tiñe de irracionalidad. Nos encontramos entonces con esas
“religiones políticas” – que el propio Dominique Venner describía tan bien
– sobre cuyas consecuencias la historia del siglo XX tanto nos ha
enseñado.
Ahora bien, el suicidio de
Dominique Venner parece inscribirse en esa irrupción de lo sagrado dentro del
campo político, en una concepción mágica o mítica del hecho político que,
mal que les pese a sus defensores, estará casi siempre abocada al fracaso.
La extrema derecha – en realidad todos los extremismos – son un espacio
particularmente abonado para que los devotos de las mayúsculas – la Patria, la
Raza, la Tradición, el Sacrificio, la Aristocracia – transformen la acción
política en un oficio de tinieblas al servicio del Mito. Nos referiremos a una
palabra clave del discurso en el que Dominique Venner envolvió su suicidio: la
palabra fundación (“ofrezco lo que me queda de vida en una
intención de protesta y fundación”).
¿Qué quiere decir? ¿Puede un
suicidio ser una fundación? ¿Puede ser un suicidio la promesa de algo? Se trata
de un mitologema bien conocido por los estudiosos de la “cultura de derechas” –
título de un libro, ya clásico, del profesor italiano Furio Jesi –: la
temática del sacrificio humano “de fundación” como transferencia ritual de la
vida por medio de la muerte. Un tema recurrente en los sistemas de creencia
tradicionales, y que aparece tanto en las historias relativas a construcciones
materiales – el mito del “primer albañil” o arquitecto emparedado en su
edificio, un tema en su día estudiado por Mircia Eliade – como a las
espirituales: el sacrificio de víctimas humanas para asegurar el éxito de una
operación, o la duración histórica de una empresa espiritual. Una
temática en la que reverberan elementos comunes a las grandes religiones y que
culmina en el cristianismo: el Dios que se sacrifica para que la vida renazca.
Se trata de un material mítico que fue recuperado con especial énfasis por la
cultura política fascista en el período de entreguerras – el caso de la
“Guardia de Hierro” rumana es paradigmático – y que conformó toda una mística
política que el mencionado Furio Jesi denominaba “Religión de la Muerte”, y que
se resumía en la idea de que no se trata tanto de “vencer o morir” como de
“vencer muriendo” (Mors Triumphalis).
Perfecto conocedor de la
cultura política fascista, Dominique Venner parece haber planeado su muerte
desde una asunción consciente de todas esas pautas. Su muerte no se concibe
como un suicidio sino como un sacrificio ritual, como unainmolación en
la que la víctima propiciatoria asume sobre sí las culpas del mundo o los
pecados de la estirpe – en su caso, la decadencia de unos europeos que han dado
la espalda a su identidad – y se inviste de una dignidad mesiánica. Su actosacrílego –
suicidio perpetrado en un templo católico – responde a una pauta mítica
precisa: la “infracción de la Ley” que, como acto ritual, acelera el
advenimiento de una nueva Ley y de un nuevo “Reino”. El Mesías es siempre el
supremo infractor. Es aquél que, con su acto sacrílego, purifica el mundo y
abre el camino a la epifanía de la nueva Ley.
La apuesta de Venner es
radical: con su sacrificio ritual trata de ofrecerse en mito, de
insertarse en el imaginario simbólico, de transformarse en fermento para una
movilización de las conciencias. Se trata de un recurso a lo emotivo, a la
seducción de las “ideas sin palabras”, al poder invisible de los arquetipos.
Con su muerte en un templo de memorias ancestrales Venner simboliza lo que él
percibe como el suicidio de Europa, al que él opone su propio
suicidio.
Como apuesta místico-política
está bien construida. Pero el problema del misticismo político consiste en que,
allí donde reside su fuerza, está también su debilidad: si bien opera con
extraordinaria eficacia entre la comunidad de los “creyentes”, es percibido
normalmente como algo extemporáneo, extravagante o absurdo por la mayoría de la
población.
Y ahí están los límites de la
apuesta. Los elementos mítico-sacros funcionaban bien en el pasado –
principalmente en el ámbito religioso que les era propio – pero en el ámbito
político deben ser hoy administrados con extrema prudencia, porque bien sabido
es que la línea que separa lo sublime de lo ridículo – o lo sublime de lo
patético – es casi imperceptible. Nos guste o no, vivimos en una sociedad
“liquida”, saturada de información y absolutamente desacralizada, en la que el
juego político progresa y se define en función, más que de valores, de los
intereses inmediatos de una población sometida a un bombardeo incesante de
estímulos emocionales y mediático-espectaculares, una sociedad en la que los
actos “míticos” de fundación corren el riesgo de disolverse como lágrimas en la
lluvia.
La sobredosis de misticismo
suele ser un elemento común a casi todos los grupos marginales. Su incapacidad
de conectar con el sentir mayoritario se manifiesta en un discurso obsesionado
por una mitología propia y que no acaba de centrarse en un análisis objetivo de
la realidad. Paradójicamente esa desconexión con el sentir mayoritario funciona
como estimulante, puesto que la minoría marginal pasa así a auto-percibirse
como una élite por encima de la masa vulgar. Un círculo vicioso que está en el
núcleo de casi todos los procesos de radicalización, en los que el culto de los
mártires hace impensable cualquier “marcha atrás” que sería percibida como
traición a la sangre derramada. No hay secta radical sin su correspondiente
martirologio: instrumento de mistificación administrado por los “puros” en su
incapacidad de hacer política auténtica. Los mártires como figuras
“de culto” veneradas en el marco de una subcultura política. Pongamos el caso
que más repetidamente se ha traído a colación en el contexto del suicidio de
Venner: el escritor japonés Yukio Mishima.
Que el suicidio ritual del
escritor japonés Yukio Mishima fuera percibido por la gran mayoría de sus
compatriotas como una patochada sangrienta en nada afecta a su estatus de santo
custodio de una cierta cultura de derecha. Tampoco importa, a estos efectos,
que el seppuku de Mishima poco tuviera de auténticamente
tradicional – las causas del seppuku están rígidamente tasadas
y todas se refieren a situaciones límite que no dejan otra salida honorable –
y sí mucho que ver con su ideología literaria y con su fijación narcisista. La
figura de Mishima y su tremendismo grandilocuente ofrecen un material
mitológico idóneo para alimentar las fantasías de algunos, aunque sea a costa
de aumentar su extrañamiento con respecto al sentido común de unos ciudadanos
europeos que, absurdo es tener que subrayarlo, bastante poco tienen que ver con
samuráis y con seppukus.
El “mishimismo” es un ejemplo claro de esa
“huida de la realidad” que, desde hace décadas, asola el imaginario cultural de
la derecha alternativa europea – otra peste parecida es el “neopaganismo”
pseudo-folklórico – y la lanza por los vericuetos del kitschideológico.
Pero todo hace pensar que la derecha radical europea se ha autoadministrado
otra buena inyección de mishimismo. En su megalomanía Mishima
arrastró a un grupo de pobres diablos. En su suicidio, Dominique Venner a nadie
comprometió sino a él mismo. Pero aquí nos enfrentamos a una cuestión espinosa.
¿Qué recomendaciones para la acción sacarán algunos de su último gesto?
Las palabras y los hechos
Aquí entramos en un análisis
estrictamente político. El gesto de Venner se sitúa en el contexto de una
agitación que, bajo el paraguas de la oposición al matrimonio homosexual, ha
visto la eclosión en el país vecino de un militantismo inédito, de un
militantismo que reacciona frente a la deriva que, desde hace décadas, las
élites transnacionales imponen a la nación francesa. Pero Venner,
que no era ningún ingenuo, sabía que un “brote verde” no hace verano. Para que
la chispa de un Jan Palach o de un bonzo tunecino pueda prender es preciso que
la indignación general esté al rojo vivo. Ahora bien, la opinión pública
europea sigue instalada en un conformismo dulce y las posiciones defendidas por
Venner y sus afines siguen sin calar en la inmensa mayoría.
Es por eso por lo que, en su
último escrito, Venner apelaba a una “reforma intelectual y moral” a largo
plazo. También vinculaba la lucha contra el “matrimonio para todos” con el
combate identitario, invocaba la necesidad de “gestos nuevos, espectaculares y
simbólicos” y declaraba que “entramos en un tiempo en que las palabras deben
ser autentificadas por los hechos”. Y tras haberlo dicho ya todo, de las
entrañas del viejo historiador surgió el joven activista que en el fondo
siempre fue, y quemó el único cartucho que le quedaba.
La apuesta de Venner es
radical. No tengo ninguna razón para suponer que al escribir esas líneas su
autor pensaba en actos necesariamente violentos, pero en el lenguaje de su
último gesto algunos podrían entender algo así como “es preciso estar
dispuestos, aquí y ahora, al sacrificio máximo”. Esta es una
cuestión en la que los administradores de su memoria, de haberlos, deberían
realizar un ejercicio de responsabilidad, más allá de la bombástica
glorificación del “samurai de occidente” a la que se han entregado algunos. El
suicidio de Venner es un triste acontecimiento y una tragedia humana, que si
puede tener algún sentido es el de llamar la atención sobre algunos problemas
muy reales que atenazan el porvenir de la civilización europea. Pero de ninguna
manera debería convertirse en una espiral para la radicalización, ni para
empujar hacia el abismo a otras personas o a una corriente de pensamiento.
Dominique Venner no era ningún
tibio. Con un curriculum ya bien cargado en sus años de guerra en Argelia, en
la OAS y en las filas de la derecha radical francesa, decidió en los años
sesenta retirarse del activismo de primera fila. Con un énfasis pionero sobre
la importancia del trabajo cultural contribuyó a poner en marcha un proceso de
renovación ideológica que confluyó en lo que comúnmente dio en llamarse la
“Nueva derecha”, y que paradójicamente resultó en un abandono sin reservas de
los presupuestos neofascistas de la derecha radical, en una apertura a
corrientes de pensamiento procedentes de la izquierda y en la búsqueda de vías
inéditas. Dominique Venner nunca fue, en sentido estricto, un ideólogo de la
“Nueva derecha”, aunque su figura esté indisociablemente unida a los orígenes
de este movimiento. Mantuvo siempre una relación de amistad leal y de
colaboración puntual con sus protagonistas, y ello a pesar de que sus
posicionamientos podían estar, a veces, a considerable distancia. Pero con el
suicidio de Venner la Nueva derecha se ha visto revisitada por sus orígenes
sulfurosos…
Heroísmo y testimonio
El suicidio de Venner debe
finalmente explicarse desde un plano personal y ético: la voluntad de ser
consecuente hasta el fin con la idea que se tiene de sí mismo; la decisión de
ser dueño del propio destino; la aspiración a la dignidad de una muerte noble
para demostrar que hay cosas más importantes que la propia vida. El suicidio de
Venner – suicidio testimonial – se afirma desde ese punto de
vista comoantinihilista, puesto que es un suicidio de afirmación y no de
desesperación. Se trata de una actitud que merece respeto, porque el que la
sustentaba demostró que no hablaba en vano. Lo que sí parece discutible es que,
en base a todo esto, pueda proponerse el suicidio como un ideal o como un
ejemplo ético para la mayoría de los mortales que decide no suicidarse.
El tratamiento que hacía Venner
del suicidio en sus últimos escritos me parece la parte más endeble de todo lo
relacionado con su trágico final, y no parece sino el preámbulo a una decisión
ya tomada de autoeliminarse. En un texto publicado en 2008 y titulado “El
sentido de la muerte y de la vida” Venner alineaba una serie de ejemplos de
personalidades de la historia europea que voluntariamente pusieron fin a sus
días. Se trata de una exaltación del suicidio como poco menos que el gesto
sublime que encarna los valores éticos de Occidente. El escrito incurre en
distorsiones impropias de un escritor de la finura de Dominique Venner. Por
ejemplo, cuando equipara el ansia de los héroes griegos de una vida corta e
intensa al deseo de una muerte voluntaria, o cuando enumera una serie de casos
en los que los suicidios eran, en realidad, consecuencia de situaciones límite
más que de un imperativo ético. También hay casos de lógica parcial y poco
clara. Por ejemplo: los suicidios de Drieu la Rochelle – acorralado por su
condición de colaboracionista con los nazis – y de Henry de Montherlant
– deprimido por su ceguera inminente – son heroicos y ejemplares, pero
los suicidios de Stefan Zweig y de su esposa – asqueados por la
devastación de Europa en la segunda guerra mundial – no son ni heroicos
ni ejemplares…
Otro concepto que se suele
utilizar en la glorificación “derechista” del suicidio es la idea del heroísmo.
Pero se olvida aquí que ya en el paganismo antiguo el heroísmo es un rasgo que
brota de forma espontánea, que el héroe nunca se propone a sí mismo como modelo
ni como ejemplo, y que no es el héroe el que está moralmente pendiente de los
otros, sino los otros del héroe. Los límites del heroísmo están en lahubris y
pasado ese límite entramos en el terreno de la arbitrariedad y de la egolatría,
dos faltas contra la mesura por las que se incurría en la ira
de los dioses. De la misma forma discurre la Iglesia católica, cuando a la vez
que exalta a los mártires condena la búsqueda voluntaria del martirio. Lo que
responde a una sabiduría profunda: hay conceptos, en sí positivos, que pueden
derivar en una mitomanía de efectos letales. Un fenómeno no extraño en otros
universos culturales, como es el caso de las estrellas del rock que se
autodestruyen – el suicidio a los 23 años de Ian Curtis, vocalista de Joy
Division, es un ejemplo – para conformar su imagen al mito del poeta
maldito que muere joven.
La fijación peculiar con la
idea del suicidio es explicable en el ámbito de una “cultura de derecha” que se
ve atraída por el gesto prometeico de quien decide su destino y tiene la última
palabra. Una cultura de derecha particularmente sensible al romanticismo de las
batallas perdidas, a la estética del “bello gesto” y a la épica de la derrota. El
sol blanco de los vencidos, título del libro que Dominique Venner consagró a
la epopeya sudista en la guerra de secesión. Fuera del ámbito de esa cultura
todo este lenguaje puede resultar un tanto extraño y difícilmente
comprensible.
Pero incluso desde esa misma
“cultura de derecha” no siempre tiene por qué ser así. Si al suicida se le
suele presuponer el valor – especialmente al suicida que sí cree en la
otra vida, como nos deja bien claro el monólogo de Hamlet – no se entiende
por qué el mantenerse en pie hasta que el destino lo quiera, en circunstancias
casi intolerables, sería una actitud menos heroica. Napoleón, que tenía buenas
razones para suicidarse después de Waterloo, comparaba el suicidio con la
deserción. Y desde una concepción trascendente de la existencia, que es la
propia también de la derecha, la vida se considera como un don que es preciso
administrar con responsabilidad. En su testamento José Antonio Primo de Rivera
rehusaba atribuirse la póstuma reputación de héroe, y escribía: “Para
mí (...) hubiera sido monstruoso y falso entregar sin defensa una vida que aún
pudiera ser útil y que no me concedió Dios para que la quemara en holocausto a
la vanidad como un castillo de fuegos artificiales.”
Nunca sabremos a ciencia cierta
qué es lo que pasaba por la cabeza de Dominique Venner. Preferiría pensar que
se suicidó porque las palabras le resultaban impotentes para expresar lo que
sentía, y decidió mezclar la tinta con la sangre. Preferiría pensar que se
suicidó simplemente porque ya no soportaba más ver lo que veía. Ese es un
motivo comprensible, desprovisto además de toda veleidad mesiánica. Dominique
Venner se habría suicidado –señalaba Alain de Benoist en su homenaje póstumo –
porque ya no soportaba más tener que asistir al suicidio de
esa Europa a la que él tanto amaba, asistir a cómo Europa sale de la historia,
sin memoria, sin identidad, sin grandeza, vaciada de esa energía de la que
durante tantos siglos había dado prueba.
¿Se equivocó Dominique Venner?
La pregunta carece de sentido, porque no nos movemos aquí en el reino de la
utilidad. Puedo, sí, criticar el contexto ideológico que rodea a su gesto.
Puedo criticar el uso mitómano que algunos harán del mismo. Pero no puedo
discutir su dignidad interior ni la coherencia que demostró al vivir y morir
como pensaba.
Dominique Venner se quitó la
vida en un templo cristiano. Una profanación sí, pero que merece un respeto.
Algo que nunca podrá decirse de la profanación diaria que ese templo
padece por una horda de turistas. Sólo Dios juzga, ésa es la mejor actitud
cristiana. Tal vez por eso las autoridades religiosas francesas han guardado
silencio. Él hizo lo que hizo, y cuando lo hizo, porque seguramente consideró
que es lo mejor que podía hacer en defensa de todo aquello en lo que creía. Lo
dio todo, sin reservas, a lo largo de toda su vida. Es mucho más de lo que puede
decirse de gran parte de los mortales. No sé si su suicidio estuvo dictado por
el sentido del honor, como se ha dicho. Pero sí creo que fue, ante todo
y sobre todo, un suicidio por amor. Y como decía Nietzsche, todo
lo que se hace por amor está más allá del bien y del mal.
El mejor homenaje que se le
puede hacer es continuar leyéndole.
Lo que nunca muere
Dominique Venner nunca fue, ni
pretendió serlo, un historiador académico. Pero sí fue un excelente escritor de
historia. Su estilo combinaba la amplitud de perspectiva, la elegancia de la
fórmula y la pasión de quien es consciente de que la historia no es el
resultado de rígidos determinismos, sino el territorio de la libertad y del
imprevisto. Sus páginas vibrantes nos trasmiten el pálpito de los seres de
carne y hueso que nos han precedido, y nos comunican la certeza de que aquellos
éramos nosotros.
Dominique Venner era un
historiador con un enfoque, que nunca ocultaba. Pero no hay en sus
páginas asomo de sectarismo alguno. Siempre estaba dispuesto a reconocer la
grandeza de espíritu y la excelencia, allí donde ésta se encontrara. A él le es
aplicable lo que Borges decía de Spengler: “sus varoniles páginas no se
contaminaron nunca del odio peculiar de esos años”. No perseguía la
acumulación de conocimiento, sino la obtención de sabiduría. Todas sus páginas
y ensayos de historia, traten de lo que traten, nos hablan en realidad de algo
más. Frente a la frialdad de la parafernalia científica – que tantas veces
sólo encubre interpretaciones sesgadas – Dominique Venner restituía a la
historia su verdadera condición de arte, y se revelaba como un
historiador meditativo en el sentido más noble, en el de aquél que sabe que la
historia es maestra de la vida. Sus libros y las publicaciones
que dirigió no caducarán jamás, y permanecerán vigentes como un homenaje
a un mundo que ya no es el nuestro.
Si continuamos leyéndole, de
sus páginas tal vez extraigamos alguna inspiración. Y también ese mensaje de
esperanza que él siempre repetía: nada hay decidido de antemano; los hombres
son los dueños de su destino; la historia hace a los hombres, pero la voluntad
de los hombres hace a la historia; la historia siempre está abierta.
Y ojala nunca tengamos que aplicarle a Europa las palabras con las que él
cerraba su libro El sol blanco de
los vencidos:
“Nostalgia de un mundo que debía desaparecer, de un mundo
irremediablemente condenado, pero sobre el que no se cesa de soñar como se
sueña con un paraíso perdido. Porque si el Sur está muerto, siempre continuará
viviendo en el corazón de los hombres generosos.”