Por Nicholas Gauthier
Alain de Benoist, usted conocía
a Dominique Venner desde 1962, más allá de la pena o del disgusto, ¿ha sido
estúpido su gesto? Aunque él hubiese renunciado desde hace tiempo a la
política, ¿este gesto es coherente con su vida, con su lucha política?
Ahora me disgustan
especialmente ciertos comentarios. “Suicidio de un ex de las OAS”, escriben
unos, otros hablan de una “figura de extrema derecha”, de un violento opositor
del matrimonio gay o de un “islamófobo”. Sin contar los insultos de Frigide
Barjot, que ha revelado su verdadera naturaleza escupiendo sobre un cadáver.
Ellos no saben nada de Dominique Venner. Nunca han leído una sola línea (de sus
más de 50 libros y centenares de artículos). Ignoran al fin, que tras una
juventud agitada – que él mismo contó en Le coeur rebelle (1994), entre sus
mejores obras -, había renunciado a toda forma de acción política desde hace
casi medio siglo. Exactamente desde el 2 de julio de 1967. De hecho estaba
presente cuando comunicó la decisión. Desde entonces Dominique Venner se había
dedicado a escribir, primero con libros sobre caza y armas (era un experto
reconocido en este ámbito) y después con ensayos históricos brillantes por
estilo y, a menudo, autorizados. Había entonces fundado La Nouvelle Revue
d´histoire, bimestral de elevada cualidad.
Su suicidio no me ha
sorprendido. Desde hace tiempo sabía que – siguiendo el ejemplo de los antiguos
romanos, y también de Cioran, por citarlo solo a él – Dominique Venner admiraba
la muerte voluntaria. La juzgaba como la más conforme a la ética del honor.
Recordaba a Yukio Mishima, y no es casualidad que en su próximo libro, que el
próximo mes será editado por Pierre-Guillaume de Roux, se titulará “Un samouraï
d´Occident” (Un samurái de Occidente). ¿Hasta qué punto se puede medir su
carácter de testamento? Pese a que esta muerte ejemplar no me sorprende. Me
sorprenden el tiempo y el lugar.
Dominique Venner no tenía
fobias. No cultivaba extremismo alguno. Era un hombre atento y secreto. Con los
años, el joven activista de la época de la guerra de Argelia se convirtió en un
historiador meditativo. Subrayaba, de buena gana, que la historia era siempre
impredecible y abierta. No veía motivo para no desesperar, de hecho, rechazaba
toda forma de fatalismo. Pero, ante todo, era un hombre de estilo. Aquello que
más apreciaba en las personas era la capacidad. En el 2009 había escrito un
hermoso ensayo sobre Ernst Jünger, explicando su admiración por el autor de los
acantilados de mármol. En su universo interior no había lugar para la burla, ni
para los conflictos de una política del politiqueo que justamente despreciaba.
Por ello era respetado. Buscaba la capacidad, el estilo, la ecuanimidad, la
magnanimidad, la nobleza de espíritu, a veces hasta el exceso. Términos cuyo
sentido escapa a quien solo ve los juegos televisivos.
-Dominique Venner era pagano.
Pero ha elegido una iglesia para poner fin a sus días. ¿Una contradicción?
Pienso que él mismo había
respondido a la pregunta en la carta que ha dejado, pidiendo hacerla pública:
“Elijo un lugar altamente simbólico, la catedral de Notre-Dame en París, que
respeto y admiro, porque fue construida por el genio de nuestros abuelos sobre
lugares de culto más antiguos, recordando orígenes inmemorables”. Lector de
Séneca y Aristóteles, Dominique Venner admiraba especialmente a Homero: La
Iliada y La Odisea eran para él los textos fundadores de una tradición europea,
en los cuales, reconocía a su patria. ¡Solo Christine Boutin puede imaginar que
fuese “convertido en el último segundo”!
-¿Políticamente esta muerte
espectacular será útil, como otros sacrificios celebrados, como aquel de Jan
Palach en 1969 en Praga, o aquel más reciente del vendedor ambulante tunecino
que provocó la primera “primavera árabe?
Dominique Venner se ha
expresado también sobre las razones de su gesto: “Ante peligros inmensos,
siento el deber de actuar hasta que no tenga fuerza. Creo necesario
sacrificarme para romper el letargo que nos oprime. Mientras tantos hombres se
hacen esclavos de la vida, mi gesto encarna una ética de la voluntad. Me doy
muerte para despertar conciencias adormecidas”. No se podría ser más claro.
Pero sería un error si no se hubiese visto en esta muerte voluntaria más allá
del estrecho contexto del debate sobre el “matrimonio para todos”. Desde hace
años, Dominique Venner no soportaba ver más a Europa fuera de la historia,
vacía de energía, olvidada de sí misma. A menudo decía que Europa estaba
“aletargada”. Ha querido despertarla, como Jan Palach, en efecto, o, en otro
periodo, Alain Escoffier. Así ha probado su capacidad hasta lo más profundo,
permaneciendo fiel a su imagen de comportamiento de hombre libre.
También ha escrito: “Ofrezco lo
que queda de mi vida en un intento de protesta y fundación”. Esta palabra,
fundación, es el legado de un hombre que ha elegido morir de pie.
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