Por Joaquin Bochaca
ÁMBITO
Vamos a ocuparnos de la
Economía del organismo llamado Civilización Occidental, es decir, Europa y sus
colonias Culturales esparcidas por el mundo, en una palabra: el Mundo Blanco.
Decíamos en una ocasión que “es preciso hacer una distinción entre mundo
civilizado y mundo incivilizado, subdesarrollado, subcapaz o como quiera
llamársele”. Añadíamos que para los subdesarrollados, en las presentes
condiciones y para muchos siglos aún, no existía solución para sus problemas
económicos, aun contando con recursos fabulosos e inexplotados y con la ayuda,
a fondo perdido, que les prestan los Estados Unidos, Europa y las organizaciones
mundialistas, y, con miras de influencia política, los países del llamado bloque
comunista. Lo razonábamos amparándonos en que la Economía estaba subordinada a
la Raza -que podíamos calificar como “las señas de identidad del organismo político”,
y concluíamos que “una explotación, industrial o minera, dirigida por ingleses,
italianos, alemanes o suecos, tendrá, probablemente, éxito, mientras que la
misma explotación, dirigida por bantúes, mambaras o nepaleses será un fracaso total”.
Agravábamos nuestro
caso, y consideramos un deber reiterarlo aquí y ahora, al afirmar que el espectáculo
de un paria muriéndose de hambre ante una vaca sagrada o de otro indio
cualquiera tumbado en un suelo feraz que no se cultiva para no arañar a la
Madre Tierra y que los dioses no entren en cólera, nos deja completamente
indiferentes.
La razón de tal
indiferencia es doble: en primer lugar, porque participamos de la anticuada
creencia de que antes de solucionar los problemas de los demás, hay que
solucionar los propios, máxime cuando los pueblos de color no desperdician
oportunidad para recordarnos que ahora son “independientes” y para achacarnos la culpa de todas sus
miserias; en segundo lugar, porque la felicidad no puede exportarse. La
felicidad, es decir, la propia realización es algo absolutamente personal,
tanto a nivel del ser humano como al de una Cultura Superior. Lo que satisface
plenamente a un europeo, puede dejar insatisfecho a un japonés, y
recíprocamente. Y ya escogemos como ejemplo al extranjero que más cerca se
halla, salvando distancias y niveles, del Occidental. Hemos visto, en Africa
del Sur, a cafres con pendientes en las narices, pilotando rutilantes
“Mercedes”, vistiendo impecables trajes europeos, y descalzos. Dichos cafres
habitan en chozas idénticas a las que pueden verse junto al Aeropuerto de
Kinshasa (la antigua Leopoldville), que a su vez deben ser iguales a las que
construían sus antepasados mil años ha.
Allí donde el blanco
impuso, en la época colonial, iglesias, hospitales y carreteras, vuelven rápidamente
los hechiceros, los magos y los senderos de cabra. La higiene es consustancial
con el europeo: bastante menos con el asiático; a los árabes se les deben
imponer, bajo severísimo precepto religioso, las abluciones, y en los barrios y
ciudades negras de todo el mundo, bajo climas y circunstancias diversos, desde
Johannesburgo hasta Nueva York, y desde Nairobi hasta King's Cross (Sydney,
Australia) la suciedad es proverbial, sin que en ello influya para nada la supuesta
-y desde luego falsa- pobreza del negro. Finalmente, en vez de tantas
estadísticas de niños de color que no pueden comer tanto como quisieran,
acompañadas de fotografías esperpénticas y desgarradoras que buscan provocar la
dirigida compasión del ingenuo ario, convendría que se nos facilitara un estudio,
frío y objetivo, acerca de qué han hecho los pueblos mendigos desde que
“obtuvieron” -vamos a decirlo así- su sagrada independencia. Porque nada encontramos
más grotesco ni más cínico que esas campañas para aliviar el hambre en la
India, mientras el Gobierno de ese país anuncia a bombo y platillo, en la
prensa mundial, que ya cuenta con la bomba atómica. Y las plañideras contables
del Kremlin, de los innumerables partidos socialistas y de las diversas
religiones positivas, que tanto se preocupan de calcular cuántos hospitales
podrían construirse en Africa Negra y cuántos amarillos podrían comer durante
seis meses con el dinero que costó uno sólo de los proyectos espaciales,
desaprovechan tan excelente ocasión para ilustrar al pacífico Gobierno Indio sobre
la cantidad de parias que podrían alimentarse opíparamente con el dinero que
les costó su flamante bomba atómica.
PLANTEAMIENTO DEL PROBLEMA
En el ámbito de nuestra
Economía Occidental, la presente crisis se resume en los siguientes puntos:
a).- En el mundo
civilizado hay suficientes materias primas, mano de obra especializada, peonaje
y conocimientos científicos suficientes para satisfacer abundantemente las
necesidades de sus habitantes.
b).- La pobreza y la
escasez existen porque la gente no tiene bastante dinero para comprar los
bienes producidos por la industria y la agricultura modernas a un precio
atrayente para los productores.
c).- Cuando a uno le
falta algo de cualquier cosa, el más obvio remedio consiste en crearlo, y no supone
ninguna dificultad física crear más dinero.
d).- La inflación,
consistente en que haya más dinero que mercancías, es, evidentemente, una
calamidad, pero el aumento paulatino de dinero y mercancías de manera que el
poder adquisitivo de aquél se mantenga al mismo nivel que la producción y los
precios permanezcan estables no tiene nada que ver con la inflación y es, a fin
de cuentas, lo que necesitamos.
e).- La maquinaria y el
uso de los recursos de la Naturaleza limitan, cada vez más, la necesidad del trabajo
humano, mientras que incrementan la producción de riquezas, en bienes y servicios.
Por consiguiente, las personas desplazadas del trabajo remunerado por la
maquinaria deben recibir el suficiente dinero para poder comprar lo producido
por las máquinas que les han desplazado de su trabajo. Este dinero, claro es,
no debe ser extraído del bolsillo de otras personas, aunque se haga por el
invisible medio de los impuestos, pues entonces lo único que haremos será robar
a unos para pagar a otros y nuestra sociedad está ya suficientemente desarrollada
para no tener necesidad de jugar a Dick Turpin; no debemos permitir que los parados
sean una carga para los que trabajan ni tampoco considerar que las máquinas son
una maldición cuando debieran ser, al contrario, la bendición de la Humanidad
al liberarla de muchas horas de trabajo y permitir a los hombres dedicar esas
horas a actividades culturales o al tiempo libre creativo, en jardinería,
deportes, excursionismo, estudio, etc.
Y esto es todo. Este es
el problema. That is the question. Y si queremos solucionar el problema
planteado en los cinco precedentes puntos, que resumen el Ser o No Ser de la Economía
Occidental, debemos preguntarnos, con Shakespeare, qué es mejor para el
espíritu: ¿sufrir los flechazos de la insultante fortuna, o tomar las armas contra
un piélago de calamidades y vencerlas? Porque el célebre monólogo hamletiano se
aplica a la presente situación Occidental, en el plano político que, por
definición, es total, luego también económico. ¿Qué debemos hacer? ¿Aceptar la
explicación de los economistas clásicos que pretenden que los ciclos de prosperidad
y miseria deben sucederse los unos a los otros en virtud de una misteriosa ley económica?
O bien, mejor, ¿tomar las armas del sentido común para enfrentarse al piélago
de calamidades económicas que nos depara el Gran Parásito, y vencerlas?
Formular así el dilema equivale a resolverlo. Tomemos, pues, las armas del
sentido común y hagámosle frente.
Casi todos se imaginan
que para comprender nuestro sistema monetario es preciso poseer un cerebro
superdotado y un don especial para las matemáticas.
Nada más alejado de la
verdad; es la ingeniería, no la finanza, quien requiere el dominio de las Altas
Matemáticas: para comprender el funcionamiento de la moderna finanza lo único
que se precisa es enfocar el problema sin prejuicios; ver las cosas cómo son, y
no cómo nos dicen que debieran ser; usar lo que los ingleses llaman “common
sense” y los franceses “bon sens” y que podríamos traducir, aproximadamente, al
castellano, por sentido común, y emplear el viejo, pero siempre actual, sistema
filosófico de la escuela tomista, la “reducción al absurdo”, que consiste en
rechazar toda conclusión, por lógicas que pudieran parecer sus premisas, si tal
conclusión conduce a un absurdo, como lo es, por ejemplo, que el todo sea menor
que sus partes, que, al mismo tiempo, dos sólidos puedan ocupar el mismo
espacio... o que, como pretenden los augures de la moderna economía, lo que debe
hacerse para proteger a la Agricultura es quemar sus cosechas.
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