Por Alexis Carrel
La civilización moderna se
encuentra en situación sospechosa, porque no nos conviene. Ha sido construida
sin conocimiento de nuestra verdadera naturaleza. Es debida al capricho de los
descubrimientos científicos, de los apetitos de los hombres, de sus ilusiones,
de sus teorías, de sus deseos. Aunque edificada por nosotros, no está hecha a
nuestra medida.
En efecto, es evidente que la
ciencia no ha seguido en este caso ningún plan. Se ha desarrollado al azar a
partir del nacimiento de algunos hombres de genio y de la forma de su espíritu.
No ha sido en modo alguna inspirada por el deseo de mejorar la calidad de los
seres humanos. Los descubrimientos se producen a la medida de las instituciones
de los sabios y de las circunstancias más o menos fortuitas de su carrera. Si
Galileo, Newton o Lavoisier hubieran aplicado el poder de su espíritu al
estudio del cuerpo y de la conciencia, quizás nuestro mundo sería diferente de
lo que es hoy. Los hombres de ciencia ignoran adónde van. Están guiados por el
azar, por razonamientos sutiles, por una especie de clarividencia. Cada uno de
ellos es un mundo aparte gobernado por sus propias leyes. De tiempo en tiempo,
las cosas oscuras para los otros, se vuelven claras para ellos. En general, los
descubrimientos se hacen sin prever de ninguna manera sus consecuencias;
consecuencias que han dado forma a nuestra civilización.
Entre las riquezas de los
descubrimientos científicos, hemos hecho una sucesión de elecciones, y estas
elecciones no han sido determinadas por la consideración de un interés superior
de la humanidad. Han seguido sencillamente la pendiente de nuestras
inclinaciones naturales, que son los principios de la mayor comodidad y del
menor esfuerzo, el placer que nos dan la velocidad, el cambio y el confort y
también la necesidad de huir de nosotros mismos. Todo este conjunto constituye
ciertamente un éxito de las nuevas invenciones. Pero nadie se ha preguntado de
qué manera los seres humanos soportarían la aceleración enorme del ritmo de la
vida producida por los transportes rápidos, el telégrafo, el teléfono, las
máquinas de escribir y de calcular, que efectúan hoy todos los pausados
trabajos domésticos de antes. La adopción universal del avión, del automóvil,
del cine, del teléfono, de la radio y pronto de la televisión, es debida a una
tendencia tan natural como aquella que en el fondo de la noche de los tiempos
determinó el uso del alcohol. La calefacción de las casas por medio del vapor,
el alumbrado eléctrico, los ascensores, la moral biológica, las manipulaciones químicas
dentro de la alimentación, han sido aceptadas únicamente porque estas
innovaciones eran agradables y cómodas. Pero su efecto probable sobre los seres
humanos, no ha sido tomado en consideración.
En la organización del trabajo
industrial, la influencia de la fábrica sobre el estado fisiológico y mental de
los obreros, no ha sido absolutamente tomada en cuenta. La industria moderna se
encuentra basada sobre la concepción máxima al precio más bajo, a fin de que un
individuo o un grupo de individuos ganen el mayor dinero posible. Se encuentra
desarrollada sin idea de la naturaleza verdadera de los seres humanos que
manejan las máquinas, y sin la preocupación de lo que pueda producir sobre
ellos y su descendencia, la vida artificial impuesta por la fábrica. La
construcción de las grandes ciudades no se ha hecho tampoco tomándonos
mayormente en cuenta. La forma y dimensiones de los edificios modernos se ha
inspirado en obtener la ganancia máxima por metro cuadrado de terreno y
ofrecerlos a los arrendatarios de oficinas y departamentos a quienes convengan.
Se ha llegado así a la construcción de edificios gigantes que acumulan en un
espacio restringido, masas considerables de individuos. Éstos las habitan con
placer, porque gozan del confort y del lujo, sin darse cuenta de que están en
cambio privados de lo necesario. La ciudad moderna se compone de estas
habitaciones monstruosas y de calles oscuras, llenas de aire impregnado de
humo, polvo, vapores de bencina y los productos de su combustión, desgarradas
por el estrépito de los tranvías y camiones y llenas sin cesar de una inmensa
muchedumbre. Es evidente que no se han construido para el bien de sus
habitantes.
Nuestra vida se halla asimismo
influenciada en una inmensa medida por los periódicos. La publicidad está hecha
únicamente en interés de los productores y jamás de los consumidores. Por
ejemplo, se hace creer al público que el pan blanco es superior al pan negro.
La harina ha sido cernida de manera más y más completa y privada entonces de
sus principios más útiles. Pero en cambio se conserva mejor y el pan se elabora
más fácilmente. Los molineros y los fabricantes ganan más dinero. Los
consumidores comen, sin duda, un producto inferior. Y en todos los países en
dónde el pan es la parte primordial de la alimentación, las poblaciones
degeneran. Se consumen enormes sumas en la publicidad comercial. De esta
manera, cantidades de productos alimenticios y farmacéuticos inútiles y a
menudo dañinos, se han convertido en una necesidad para los hombres
civilizados. Y es así como la avidez de los individuos bastante hábiles para
dirigir el gusto de las masas populares hacia los productos que necesitan
vender, representa un papel capital en nuestra civilización.
Sin embargo, las influencias
que obran sobre nuestro modo de vivir no tienen siempre el mismo origen. A
menudo en lugar de ejercerse en el interés financiero de los individuos o de
los grupos de individuos, tienen realmente como fin la ventaja general. Pero su
efecto puede ser dañino si aquellos de los cuales emana, aunque honrados,
tienen una concepción falsa o incompleta del ser humano. Ocurre con aquellos
que toman sus deseos, sus sueños o sus doctrinas, por el ser humano concreto.
Edifican una civilización que, destinada por ellos a los hombres, no conviene en
realidad sino a imágenes incompletas o monstruosas del hombre. Los sistemas de
gobierno construidos por piezas en el espíritu de los teóricos no son sino
castillos en el aire. El hombre al cual se aplican los principios de la
Revolución Francesa es tan irreal como aquél que, en las visiones de Marx o de
Lenin, construirá la sociedad futura. No debemos olvidar que las leyes de las
relaciones humanas son todavía desconocidas.
La sociología y la economía
política no son sino ciencias de conjeturas o pseudo ciencias.
Parece, pues, que el medio en
el cual hemos logrado introducirnos gracias a la ciencia, no nos conviene,
porque ha sido construido al azar, sin conocimiento suficiente de la naturaleza
de los seres humanos y sin consideración hacia ellos.
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