viernes, 15 de febrero de 2013

El Estado como Corruptor Moral




Por el Emboscado


Todo empezó con Platón que no dudó en utilizar la filosofía como instrumento para sus propios fines políticos: la conquista del poder. Con este claro objetivo Platón desarrolló todo su sistema filosófico con el establecimiento del Bien como idea central, cuyo conocimiento quedaba reservado a una elite intelectual de filósofos. Así es como el Bien se identifica con una autoridad intelectual que se erige por encima de los demás al afirmar conocer aquello que es bueno para la sociedad. De este modo es el filósofo rey junto a los guardianes quien determina la organización de la sociedad, y con ello las relaciones que se desarrollan en el seno de esta. El Estado es, en suma, la encarnación de esa idea de Bien en tanto en cuanto el filósofo rey y los guardianes son quienes la conocen, aplican y mantienen con el orden social por ellos instituido.

Esta idea tan antigua es la misma que se ha desarrollado a lo largo de la historia para justificar la existencia del Estado por un lado, y para conseguir el consentimiento de sus súbditos por otro. Lo que en su momento Platón planteó a través de su particular sistema de pensamiento fue reformulado infinidad de veces por otros filósofos e intelectuales que, al igual que Platón, aspiraban a conquistar el poder sobre los demás o en su caso servían con sus teorías y elucubraciones a quien lo detentaba. Esto explica que ya en el s. XIX fuera Hegel quien con su filosofía política constituyera la culminación y máxima expresión de lo iniciado por Platón al definir el Estado como idea moral, y por tanto como encarnación de la idea de Bien.

En la medida en que el Estado es el Bien doblega y somete al sujeto que de un modo u otro se ve abocado a obedecerlo. La corrupción moral alcanza su grado máximo en las leyes creadas por el Estado y en las autoridades encargadas de supervisar su cumplimiento, lo que significa la aceptación y consentimiento por parte del sujeto de una realidad que prescribe aquello que debe o no hacerse, que define el Bien y el Mal. En tanto en cuanto el poder es el Bien no sólo exige la sumisión del sujeto a la autoridad, sino que al mismo tiempo determina como Mal a todo aquel que se le oponga. En este sentido las leyes que el Estado crea son la concreción del Bien que representa, pues estas son las que organizan la sociedad y determinan las relaciones en su seno.

La identificación del Estado con el Bien da lugar al culto al poder, pues todo cuanto hace es bueno. La policía, el ejército, los tribunales, las leyes, etc., al ser el Bien exigen la aceptación de su autoridad, y con ello la sumisión al orden establecido. Todo esto conduce a la interiorización de la inmoralidad que el poder impone al sujeto, es decir, su más completa corrupción moral al asumir los códigos de conducta que hacen posible su alineamiento incondicional con el poder y su orden vigente. Cualquier cuestionamiento, contestación u oposición es concebido como una expresión del Mal que justifica su persecución y represión. Así es como el Estado institucionaliza la inmoralidad, pues la moral no pasa de ser para el Estado un instrumento de poder con el que dominar a la población para conseguir su aceptación y consentimiento a su orden impuesto, es decir, un elemento de legitimación.

El Estado hace uso del poder ideológico para adoctrinar a la población e inculcarle su propio código de conducta, pues al determinar desde sí mismo lo que está bien por medio de las leyes que moldean el orden establecido y del sistema educativo, justifica la permanente extensión de sus mecanismos de control y dominación para que su orden, como expresión del Bien, prevalezca.

El Estado lleva a cabo una simplificación extrema del mundo que conlleva una infantilización de la conciencia del sujeto, pues el universo se reduce a una lucha entre buenos y malos en el que el papel de bueno corresponde al Estado y a todos los que lo respaldan. Así es como el Estado acrecienta su poder en tanto en cuanto se presenta como una realidad bondadosa, y por ello legítima, destinada igualmente a hacer el Bien en la sociedad al ser esta incapaz de realizarlo por sí misma. Los diferentes sistemas de control, vigilancia y represión se presentan como una necesidad, como una expresión de ese Bien que encarna el Estado de cara a su realización exitosa en la sociedad, al mismo tiempo que todo el sistema educativo está encaminada a adoctrinar a la población para hacer aceptable y legítima esa realidad construida por el propio Estado. De este modo se logra conciliar a la persona, y con ella al colectivo, con su condición de esclavo, al mismo tiempo que esa realidad es presentada como la consecución de la mayor libertad posible.

Como consecuencia de tamaña corrupción moral que se inculca a través del aparato adoctrinador y de todos los instrumentos de manipulación de los que dispone el poder, se anula la capacidad crítica, intelectiva, reflexiva, volitiva e innovadora en tanto que imaginación. El alineamiento social con el poder es prácticamente completo a costa de la destrucción moral del sujeto y con este del conjunto de la sociedad. La falta de un criterio propio al regir el interés del Estado en la definición de lo bueno y lo malo conlleva la aceptación y colaboración con la injusticia instituida desde el poder, así como con todas y cada una de sus aberraciones que tienen como finalidad principal el acrecentamiento del poder estatal a costa del sujeto, que es reducido a la condición de una marioneta cada vez más proclive a aceptar sin rechistar los dictados del poder.

Bajo las circunstancias antes descritas la única opción real para una recuperación de lo humano en tanto que ser libre, con personalidad, juicio crítico, criterio propio y capacidad de pensar de manera autónoma, es la destrucción de la legitimidad sobre la que se asienta el orden establecido, y más concretamente el Estado como máxima expresión de la corrupción moral. La labor de concienciación que esta tarea implica significa denunciar el carácter profundamente perverso de una institución cuya finalidad máxima es la anulación de la libertad del ser humano, y con ello la destrucción de su esencia concreta para sustituirlo por una realidad artificial construida desde el exterior por medio de los aparatos de manipulación y adoctrinamiento, para así anular todo cuanto pueda haber de genuino en este.

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